lunes, 5 de diciembre de 2022

PAUL PRECIADO: MANIFIESTO POR UN PARADIGMA NO BINARIO





ESTE ES UNA EXCELENTE ENTREVISTA TOMADA DE LA REVISTA DEL PERIODICO CLARIN-

MATILDE SÁNCHEZ

Mientras termina una adaptación al cine de Orlando, de Virginia Woolf, protagonizada por 25 personas trans, el filósofo español habla con Ñ sobre su flamante ensayo. Sostiene que las vanguardias sexuales están cambiando el mundo. 

 
 

Desde Madrid 

Dysphoria mundi, este último libro desaforado del filósofo trans Paul B. Preciado, el más ambicioso que haya escrito hasta ahora, puede leerse como un ensayo sobre el paisaje social que dejaron el covid y la cuarentena mundial. Pero sobre todo como una ambiciosa pieza de agit-prop en la presente revolución de los géneros y tiene también, por ende, una cualidad de manifiesto de época, a la manera de No logo en su momento, de Naomi Klein. La mayoría de los lectores no estará de acuerdo, pero él se ocupa de las vanguardias sexuales y sus micropolíticas de gestión. ¿Están cambiando el mundo? Por lo pronto, sí que han cambiado grandes rasgos de la subjetividad y el modo en que la población trans es percibida y cómo exige ser respetada. Y ha cambiado la legislación en muchos países, en la Argentina más que en España. Preciado es también un cronista inspirado de la vida actual en las grandes ciudades y un colector enciclopédico de innumerables estudios académicos y del activismo global. 

 

 

 

Con tono profético, Dysphoria concluye con una carta a “les nueves activistes”: “No perdáis el tiempo organizando juicios electrónicos a los y las representantes del antiguo régimen petrosexorracial. La transfobia de las feministas no merece un gasto de energía mutante (…) mientras los y las TERF del capitaloceno se rompen la cabeza para saber si sois hombres o mujeres, si sangráis o no por el orificio genital”. 

Y no acaba en el libro. Ahora mismo viene de dirigir una adaptación al cine de Orlando, la novela de Virginia Woolf, en la que leen 25 Orlandos trans de todas las edades –“el más joven tiene 8 años y el mayor, 75”–: “Quiero hacer un Orlando no binario, que no es documental ni ficción. En Orlando mi biografía política, que aspira a participar en la Berlinale, ellos hablan de sí mismos en la lengua de Woolf”. Esta es la conversación que tuvimos en su breve estadía en Madrid. 

–En tus anteriores ensayos sobre lo que llamabas el “capitalismo pornofarmacológico”, en Manifiesto Contrasexual y en Testo yonki, exponías tus ideas sobre el régimen biopolítico de la postmodernidad. Ahora, en tu interpretación de cómo se manejó la pandemia, hablás de una necropolítica, siguiendo al filósofo Achille Mbembe: la administración de la muerte a poblaciones enteras. ¿En qué consiste? 

–Hace tiempo que, con otros filósofos, intentamos indagar en las transformaciones del capitalismo contemporáneo y cómo funciona el poder, pues ya no funciona como en el siglo XIX, de forma disciplinaria. Michel Foucault postuló que, sobre todo a partir del siglo XIX, el funcionamiento del poder era biopolítico, se basaba en la gestión de la vida. Pero si ahora me remito al camerunés Mbembe es porque los pensadores del siglo XX no tomaron suficientemente en cuenta el gobierno a través de las técnicas de la muerte. Esa gestión de la muerte puede ser a muchos grados: a través de la violencia, la violación, la exclusión y el borrado sistemático pero también de nuevas formas de esclavismo exterminio. Algunos de los colectivos que se ocupan de las micropolíticas, con los que vengo trabajando en estos años, estaban en el centro de esa gestión mortífera. Me refiero a los cuerpos considerados enfermos mentales, también los cuerpos a los que se les ha asignado género femenino al nacer y que son considerados mujeres. 

–Esa discordancia entre la ley y la autopercepción es medicalizada como “disforia”. Tu libro extiende esa condición a una “dysphoria mundi”. 

–Si en los siglos XIX y XX se manejaban las nociones de melancolía, depresión, histeria y esquizofrenia, hoy es ese el concepto en los discursos médico y estatal. La hipótesis de mi libro es que, si el siglo XIX fue histérico y el XX fue esquizofrénico, sobre todo a partir del fordismo industrial –como Gilles Deleuze y Félix Guattari habían diagnosticado–, a partir de la segunda mitad del siglo del siglo XX y sobre todo en el momento de mutación del capitalismo contemporáneo, la noción central que permite gestionar a través de la exclusión y la violencia es la disforia sexual. 

 
 

 

 

 

–A primera vista, los excluídos son muchos más y por criterios no sexuales. ¿Ese paradigma de exclusión solo aplicaría a la población no binaria? 

–Es un paradigma de exclusión muy interesante porque al mismo tiempo es inclusivo: no te excluye totalmente del ámbito de lo social sino que te incluye y al mismo tiempo te borra y desautoriza, te priva de la producción de conocimiento. Por eso, el libro se abre con este protocolo, con este caso y el diagnóstico clínico de “dysphoria”. En principio, un escritor no tendría por qué exponer este protocolo, pues al mismo tiempo te caracteriza como enfermo mental y, por tanto, te desautoriza como sujeto de enunciación y producción discursiva. He querido que, de alguna manera, apareciera la tensión entre ese protocolo de diagnóstico y mi libro. Desde esa posición desautorizada, casi una posición imposible, habla el filósofo contemporáneo. Eso me da la impresión de que es radicalmente nuevo. Solo en la segunda mitad del siglo XX, aquellos sujetos desautorizados y deslegitimados, excluidos por las taxonomías normativas, es que comienzan a tomar la palabra. Desde el feminismo, por ejemplo. 

–Tu libro ubica el cambio de paradigma, el gran salto epistémico, en el VIH, en los años 80. 

–Hay un momento en el que advierto que se está produciendo una pandemia mundial y que quienes llevamos más de 25 años analizando las transformaciones del capitalismo contemporáneo –yo tengo 50–, nos encontramos inmersos en una especie de  

 

 

 

laboratorio a escala real, como lo llamó Bruno Latour. Para nosotros, los filósofos, era una situación inédita. Con el covid, saqué toda mi fontanería filosófica para entender lo que estaba ocurriendo. Sobre todo, porque quienes venimos de las prácticas trans, es decir que hemos sido considerados disfóricos, estamos en una proximidad especial con el discurso psiquiátrico. Somos normalizados y subjetivados constantemente por ese enfoque médico. Precisamente por esa posición, he desarrollado en estos 25 años un conjunto de estrategias filosóficas, micropolíticas tremendamente sofisticadas, para enfrentarlo. Cuando la pandemia llega, yo ya tengo algunas armas. Y la experiencia tanto micropolítica como teórica de haber atravesado el sida, El sida es para mí la primera pandemia de este régimen que llamé farmacopornográfico. Pero es también la primera pandemia del cambio de paradigma. Es la primera televisada, la primera en la que un virus toma tal centralidad (el siglo XIX fue bacteriano, todo se pensaba a través de la bacteria, por ello la penicilina viene a condensar tanto el diagnóstico como la gestión del cuerpo moderno). A partir del sida, hay que pensar que la noción de virus aplica a la vez a la informática y lo orgánico. Asimismo, el virus plantea por primera vez una disolución de las categorías de la modernidad biológica: por primera vez el estatuto médico y científico confronta una entidad sobre la que no se sabe si está vivo o muerto, si es orgánico inorgánico, desde luego no es animal, pero tampoco parece exactamente vegetal. No es microscópico, tampoco sabemos en qué reino va a clasificarse. Tampoco es que no sepamos nada de él, sino que las categorías y la taxonomía de la modernidad patriarcal colonial, que precisamente ha producido esos objetos excluidos, se quiebran. El virus se presenta casi como una deconstrucción de la biología moderna. Y es crucial que la noción de virus se geste al mismo tiempo que la revolución digital. Hasta ahora yo había hecho libros, para decirlo con la boliviana María Galindo, “de los que luchan para los que luchan”, desde una especie de underground micropolítico. Yo he hecho todo en mi vida para los jóvenes activistas. No tengo hijos ni una familia convencional. 

 

–¿Nunca quisiste tenerlos? 

–Bueno, yo siempre he querido todo, tengo una función deseante exponencial: comunidad, colectivo, hijos, de todo. Pero en el momento en el que yo quería hijos, por ejemplo , la persona con la que yo pensé tener hijos justamente era un un amigo seropositivo que luego murió. Es decir, para mí el sida también fue muy importante; supe que había allí un pequeño movimiento de liberación que hacía que algunos de los cuerpos objetivados eran considerados solo como objetos de muerte por el sistema. Por ejemplo, los homosexuales o los consumidores de droga, por ejemplo las trabajadoras sexuales, los cuerpos no blancos, migrantes, los indígenas, etcétera. Todos esos cuerpos parecían estar iniciando procesos de emancipación e iban a escapar a esa retícula del poder. De repente, el sida los incluye de manera violenta. Además, frente a lo que ha ocurrido con el covid, cualquiera que tenga memoria del sida sabe que lo que sucedió entonces fue un exterminio colectivo. Ante el vih nadie pensó ni imaginó medidas tan drásticas como las que se han aplicado por el covid; eso hizo que para mí el libro fuera muy distinto pues he percibido que las técnicas de muerte que se aplicaron a un pequeño conjunto de la población antes se extendieron a la totalidad. 

–¿Cual es tu evaluación final de la transformación que trajo el covid? 

–Hablamos mucho del confinamiento en términos de libertades individuales, pero para mí el encierro fue decisivo en la destrucción del tejido social y micropolítico. Lo clave fue la implantación del home office y la digitalización forzosa y compulsiva. Por eso también es tan importante que los cuerpos afectados por el covid hayan sido aquellos de la tercera edad, ciudadanos indigitalizables. Por eso, aquí no hago una llamada a la revolución feminista o transfeminista ni a una revolución gay. Para mí, el lema “Disfóricos del mundo, uníos” llamo a los cuerpos objetos de la nueva violencia del capitalismo cibernético. Me interesan mucho ciertos lugares hasta ahora invisibles en el espectro de la normalización: por ejemplo, el cuerpo de la tercera edad, lo que se llamaba la vejez. Me parece un espacio excepcional a partir del cual pensar nuevas estrategias de normalización y exterminio. 

 
-¿Tus padres viven? 

-Viven, sí, y son dos abueletes majísimos. Están perfectos de momento: mi mamá tiene un cáncer controlado y está cuidándose, y mi padre tiene 92 años. Vivo con ellos una infancia nueva; estamos recreando la infancia que nos robaron porque ellos no podían amarme y yo, no podía ser quien delante de ellos. Hoy vuelvo a ser el niño que no tuvieron y ellos me recuperan y me aceptan y yo les amo, como nunca les había amado antes. Eso para mí es bellísimo. No sé los años que les quedan a mis padres, pero es bello lo que nos pasa ahora. Ellos cambiaron mucho, no les fue fácil. Yo fui muy rebelde siempre, en una sociedad como la de Burgos. Pero te decía que la vejez es uno de los lugares singulares y pensaba, por ejemplo, en la dificultad que está teniendo el presidente francés Emmanuel Macron –un gobierno neoliberal en muchos aspectos, de una gran violencia neoliberal, destrucción completa del tejido social, de la Seguridad Social y la enseñanza, con vistas a una privatización total–, cuyo gran objetivo es la transformación del régimen de pensiones para la tercera edad. La población francesa sujeta a ese cambio son 15 millones: ¡es el 22% ¡, hoy considerado improductivo y por tanto, una carga social. 

 
-¿Son los futuros pobres europeos? 

-Ningún futuro, ¡ya lo son, de hecho! Otra parte de la población sujeta a normas extremadamente violentas es la infancia. Son los dos extremos, los que se acercan más al nacimiento y la muerte permanecieron invisibles antes, cuando la figura del obrero masculino era central en las luchas del siglo XIX y principios del XX. El obrero se ha disuelto y hoy las poblaciones explotadas son otras, la vejez y la infancia. Pensemos en todo el debate sobre las infancias trans, el abuso, el incesto; son núcleos nuevos de emancipación política. Yo esperaría una revolución de la tercera edad, en la que los considerados viejos se conviertan en agentes de transformación política. 

–En España hubo recientemente una protesta, cuando un grupo de pensionados se negó a la violenta digitalización bancaria que rige aquí tras el Covid. 

–Pero fíjate qué importante. Entonces, el libro es ambicioso por eso. No quería hacer un libro difícil ni que fuera solo para mí. Dysphoria es casi un manual de lucha social. 

–Has mencionado la infancia trans; pero esa es también la arena que, por rechazo, está provocando un gran backlash. En los EE.UU., hay familias que sacan a los niños de la escuela porque la actual perspectiva induce el cambio de género. 

–La infancia es crucial pues estamos en un momento de cambio de paradigma. Podríamos mirar lo que sucede como un momento de expansión apocalíptica del capitalismo cibernético. Ese es el modelo y nos lo están haciendo leer desde los poderes fácticos, estatales y –Elon Musk mediante–, los nuevos poderes digitales: una expansión cibernética al mismo tiempo apocalíptica, cuya solución sería un viaje a Marte u alguna otra completamente distópica y absurda. Frente a esa lectura del presente, es necesario hacer proyecciones más radicales y, al mismo tiempo, más optimistas. Al final del libro hablo del optimismo, no como un sentimiento psicológico sino como una metodología. Ser optimista supone mirar el futuro como un campo de posibilidades de acción. Imagino la situación en que uno se levanta por la mañana y dice: ‘Todo ha dejado de tener sentido, pero no puedo hacer nada’. Eso es lo que el covid ha impreso. Frente a ello, otra lectura posible es que estamos en un cambio epistémico y político, de una profundidad solo comparable a la reforma que siguió a la sífilis, en el principio de la colonización. Un paradigma para mí es un conjunto de técnicas de gobierno -desde tu pasaporte hasta la frontera-, un conjunto de técnicas del cuerpo. El smartphone, por ejemplo, es un órgano cibernético conectado a la somateca que somos, un órgano de gestión política del cuerpo y la subjetividad. Por eso los llamo “aparatos de verificación” que son un conjunto de discursos y representaciones que nos rodean constantemente. Es decir, cómo estamos representando el cuerpo contemporáneo. Fíjate cómo se representa el virus del covid: nos llega de Wuhan, es un extranjero que contamina, un travesti. Cuando un paradigma está completo y cerrado, lo que ha ocurrido durante la Modernidad hasta la aparición del sida, esos niveles están articulados de una forma sólida, cohesionados en una misma dirección y fabricando una ficción de cuerpo normativo. En la Modernidad, ese cuerpo normativo lo encarnó el blanco heterosexual, sobre todo el masculino: el cuerpo trabajador, el cuerpo nacional. Y luego los hay que quedan como cuerpos residuales, sometidos a gran violencia, normalización y vigilancia. Bien, lo que pasa cuando entramos en un proceso de transición y cambio de paradigma es que esos niveles que estaban cohesionados se desarticulan y abren. Y esto hace que dejemos de entender todo lo que ocurre. Por ejemplo, seguimos usando la noción de mujer como si fuera evidente aunque ha dejado de serlo. Del mismo modo, la noción de Estado-nación ya no es clara, tampoco lo es la de frontera. Entonces, podríamos hablar de la irrupción del MeToo, cuando se empieza a tomar la palabra para decir “he sido víctima de violencia, he sido violada”. Esas palabras eran imposibles bajo el paradigma patriarcal colonial del siglo XIX y principios del siglo XX. Era imposible que millones de mujeres tomaran la palabra. 

 

–En la Argentina, donde se implantó y luego se rechazó en la Capital el uso del lenguaje inclusivo en la escuela, solo se declaró no binario el 0,12 por ciento de la población. Hay otra paradoja; tanto énfasis en las luchas contra la normatividad sexual motiva hoy una derechización. 

–Pero estos vaivenes podemos verlos como la lucha contra el heteropatriarcado, que no deja de ser más que un conjunto de instituciones políticas ya en colapso. Éstas siguen funcionando como ruinas mitológicas de un régimen de gobierno ya no operativo. La familia heterosexual normativa ha entrado en colapso. Esto no lo digo yo, es una evidencia. Quien quiera negarlo es negacionista. Lo observo como filósofo, no hago sociología. 

 

 

–Cierto para la familia nuclear del siglo XIX. ¿Dirías lo mismo de la familia ensamblada? 

–En la medida en que se piense heteronormativa, sí. Pero lo que me interesa a mí como filósofo es este proceso de cambio de paradigma en curso. Ese proceso empezó hace mucho tiempo y para mí hoy es continuidad de la revolución feminista. Ese es gran mi gran duelo ahora mismo y mi gran tristeza: ver que una parte del feminismo se está aliando con las fuerzas más reaccionarias del heteropatriarcado colonial. Bueno, esa era una posibilidad... Y ese cambio de paradigma no es solo que el heteropatriarcado colonial como régimen y forma de gobierno ya está en colapso, no funciona, ya es “dysphoria mundi”. Lo que se está produciendo es quizá el cambio a otro paradigma que, desde mi punto de vista, es no binario. Es decir, introduce una variación crítica totalmente nueva, que ya no es ni heterosexual ni homosexual, ni hombre ni mujer, ni animal ni humana. Debemos pensar que la gestión colectiva de la vida tendrá que inventar otra noción contemplando esa diferencia, porque de otro modo no podremos salvar el planeta. Con la diferencia jerárquica, hombre y mujer, no podremos gestionar la vida. Con la diferencia política heterosexualidad-homosexualidad tampoco. La homosexualidad como opción también se derrumba. Hay cuerpos que están inventando otras formas de vida; al avanzar hacia el paradigma no binario están ya viviendo de otro modo. Entre esos cuerpos, los de la vejez y la infancia. Por eso este libro lo escribí para los niños que hoy tienen 15 años, ellos son mis interlocutores. Mira, las familias heterosexuales de toda la vida hoy. 

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