lunes, 16 de octubre de 2017

RICHARD THALER, EL ECONOMISTA QUE DIO “UN PEQUEÑO EMPUJÓN” AL HOMO ECONOMICUS

Traigo a colación este excelente articulo a propósito del premio nobel aparecido en la revista "Letras libres" la óptica que asume el ganador parte del análisis de la conducta humana en la toma de decisiones en una sociedad de consumo que confirma los seres deseantes y emocionales que somos. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE.


El economista estadounidense recibió  el premio nobel de economía " Por contribuciones a la economía del comportamiento", una disciplina que ha pasado de ser una rareza a situarse en la primera línea del mainstrem económico.


CARLOS VICTORIA LANZON 

El comedor de mi oficina no es muy diferente de cualquier otro comedor colectivo: mientras uno empuja su correspondiente bandeja, coge primero el pan, luego el plato principal y, por último, el postre. Hasta ahí, todo normal. Sin embargo, alguien decidió poner, entre el cesto del pan y los platos principales, una nevera con cuencos de fruta. En más de una ocasión, mientras estoy ante la difícil decisión de si coger natillas o arroz con leche, me doy cuenta de que en mi bandeja ya hay unas cerezas o un par de kiwis. No sé si será por la incomodidad de tener que volver atrás en la cola o por la inercia de haber cogido ya algo de postre, pero muy pocas veces cambio la fruta por el dulce.
Esta anécdota, más o menos trivial, pone de relieve al menos dos cosas: uno, el hecho de que ahora coma mucha más fruta que antes; y dos, lo importante que es el contexto en el que tomamos decisiones. El número de opciones, cómo se nos presentan o en qué orden influyen en nuestras elecciones.
Nada de esto es nuevo: al fin y al cabo, las personas somos humanos, no máquinas. Tenemos sesgos, somos supersticiosos, decimos que este lunes empezaremos la dieta o el gimnasio y sin embargo, cuando empieza la semana, incumplimos todas las promesas. También tenemos (algunos más que otros) un cierto sentido de la ética y de la justicia que guía nuestras decisiones. Además, nuestra racionalidad es limitada: preferimos no perder a ganar la misma cantidad de dinero; nos encariñamos con nuestro tique de lotería; valoramos más un descuento de 5 euros en un libro de 30 que en un televisor de 2000 y gestionamos mal los costes hundidos.
Como digo, nadie se sorprenderá demasiado con estos ejemplos. Sin embargo, hasta hace poco tiempo, los economistas, que dedicamos gran parte de nuestra formación a algo llamado “teoría de la decisión”, no habíamos incorporado aspectos como la racionalidad limitada, los problemas de autocontrol o la existencia de preferencias sociales a la hora de analizar cómo deciden las personas, lo que llevaba a la disciplina, de vez en cuando, a enfrentarse a inexplicables paradojas.
En su conocida serie “Anomalies”, publicada en el Journal of Economics Perspectives, el economista Richard Thaler recopiló y estudió cómo ciertos factores psicológicos influyen en la toma de decisiones. Determinados factores cognitivos, emocionales y sociales que nos desvían del modelo estándar, haciendo que “nos parezcamos más a Homer Simpson que a Mr. Spock”.
El pasado lunes nos llegaba la noticia de que, decenas de artículos académicos y divulgativos y un par de best-sellers mundiales después, Thaler recibía el premio Nobel de Economía “por sus contribuciones a la economía del comportamiento”. Grosso modo, se puede decir que la economía del comportamiento es “una mezcla de economía y psicología”. No es la primera vez que el Nobel de Economía queda en la frontera entre esta disciplina y la psicología: en 2002, Daniel Kahneman recibió este galardón “por haber integrado la psicología en la ciencia económica, especialmente en la toma de decisiones en incertidumbre”, junto con su por entonces ya fallecido coautor, el psicólogo Amos Tversky.
Tras una larga y prolífica carrera que él mismo resume en su libro Misbehaving(Todo lo que he aprendido con la psicología económica en España), Thaler ha logrado que la economía del comportamiento haya sido aceptada e incorporada a la economía más “tradicional”: a día de hoy, los principios de la disciplina se han integrado de forma manejable en el aparataje matemático y estadístico de la economía académica, y se publican decenas de artículos, teóricos y empíricos, sin olvidar que muchas áreas “clásicas” de la investigación económica, como las finanzas o la teoría de juegos, han adoptado enfoques conductuales.
Sin embargo, la economía del comportamiento no ha quedado confinada en las universidades. Ha entrado (en algunos países más que en otros) en ministerios y agencias, influyendo en el diseño de las políticas públicas y permitiendo mejores intervenciones, alcanzando su máxima expresión cuando se utiliza para darle “un pequeño empujón” (un nudge, en inglés) a los ciudadanos, de modo que cambien su comportamiento en una determinada dirección, sin para ello prohibirles nada.
La teoría y la práctica del nudge se pueden encontrar en el libro del mismo título que Thaler publicó junto con el jurista Cass Sunstein, y cuyo subtítulo ya apunta a las potenciales aplicaciones de esta técnica: sanidad, educación, pensiones y, en general, todas aquellas áreas en las que las decisiones de los individuos tienen consecuencias sobre ellos mismos en el largo plazo.
En torno a la utilidad e incluso a la deseabilidad del nudge se ha generado un acalorado debate que trasciende lo económico y que gira en torno a la filosofía del “paternalismo libertario”. Se trata de la idea de que las elecciones de los individuos se pueden (y deben) “manipular” de forma más o menos sutil, de modo que estos vean aumentado su bienestar. Thaler y Sunstein insisten en que este concepto “no es un oxímoron”, y defienden que no solo es posible, sino también legítimo, influir en el comportamiento de los ciudadanos a la vez que se respeta su libertad de elección.
La opción “más deseable” lo será siempre para el experto, el legislador o el tecnócrata, pero, según estos autores, si las preferencias de los individuos están “deformadas” de algún modo (bien por razones de racionalidad limitada, por falta de autocontrol, etcétera) y queremos aumentar su bienestar en el largo plazo, no podemos evitar una cierta dosis de paternalismo. El objetivo del paternalismo libertario es, entonces, “empujar” al individuo a elegir la opción que él mismo hubiera elegido si dispusiera de toda la información disponible, fuera perfectamente racional y tuviera un total autocontrol. Al fin y al cabo, toda intervención pública es, en cierto modo, paternalista.
Como se ve, los debates en torno al nudge y al paternalismo libertario distan de estar cerrados. Lo que no deja lugar a dudas es el hecho de que, en pocas décadas, la economía del comportamiento ha pasado de ser una rareza a situarse en la primera línea del mainstream económico, logrando, entre otras cosas pero sobre todo, que el homo economicus sea hoy un poco más humano.









lunes, 9 de octubre de 2017

NI AUTOR NI AUTORIDAD


He querido transcribir esta columna aparecida en “El país” de España a propósito del premio nobel, porque se sale del lugar común, de hecho cuestiona de alguna manera la falta de sindéresis de la academia, aunque reconoce los atributos narrativos de Ishiguro. Le suma la tierra movediza en que ciertos narradores del presente siglo y el anterior se mueven con placidez, comodidad e inexplicablemente mucho éxito, son obras exentas de calidad narrativa y valor estético, resuenan para la crítica y se venden como salchichas, la magia del mercado que también cuenta.
Es importante que la Academia Sueca haya valorado la extraña y espinosa forma en que los 'grandes temas' se articulan en la obra de Ishiguro, ajena a la latosa orfebrería léxica y a la sentencia viril.

LUIS MAGRINYÀ
7 OCT 2017 - 08:08 COT

A lo largo del siglo XIX, el género novelístico fue estableciendo una alianza entre autor y autoridad que, ya propiciada por la etimología, pasó por las previsibles fases de confianza, engreimiento, escepticismo y burla sin acabar de renunciar nunca, es curioso, a eso que ahora ya tópicamente llamamos «el control férreo del narrador». De hecho, tales fases no fueron tanto sucesivas como simultáneas, porque los novelistas, conscientes de tener el «control», se permitían alternar, hasta en una misma obra, el crédito con el descrédito, la satisfacción con la frustración, la bravuconada con el ridículo. Como nada se les escapaba, aunque de hecho se les escapara, podían hacer ambiciosas enormidades como Balzac o Zola, Tolstói o Dostoievski, payasadas como Thackeray o Dickens (y Dostoievski también), o ser delicadísimos como Turguénev... o delicadamente crueles como Flaubert.
La conciencia de que sí, ¡por el amor de Dios!, siempre hay algo que se escapa tal vez fuera responsable de que Chéjov no se dedicara nunca realmente a la novela sino al cuento y a la nouvelle, y de que algunos de los experimentos más exquisitos sobre la limitación del poder y la (con)ciencia del narrador (James, Melville) se concretasen también, más que en novelas, en nouvelles. Pero, aun así, en esos rinconcitos abreviados, empequeñecidos, donde los narradores podían perderse e inducir al lector a dudar de su autoridad, subsistía la duda de si no habrían encontrado, en las estrecheces justamente, el sitio donde eran más poderosos. En 1925, en una novela de más de 400 páginas (una metanovela, encima), Los falsificadores de moneda, Gide se presentaba como un autor/narrador que «se pregunta con inquietud adónde va a llevarle su relato»... pero al mismo tiempo se regalaba con un capítulo titulado «El autor juzga a sus personajes». En descargo de tanta coquetería, añadiremos que la metanovela finalmente resolvía (sí, resolvía) con la mayor seriedad y compromiso el dilema entre autor y autoridad.
Toda la obra publicada de Kazuo Ishiguro, a excepción de la última, El gigante enterrado (2016), está escrita en una primera persona que desde el principio parece no creerse ni ella misma lo que dice. Su novela más famosa, Los restos del día (1989), empieza así: «Cada vez es más probable que haga una excursión que desde hace unos días me ronda por la cabeza»; la tercera frase es: «Según la he planeado, me permitirá llegar hasta el oeste del país». Tal conjunción de incerteza y probabilidad, de vaguedad y cálculo, es característica de la narrativa de su autor, que parece toda ella confiada a un individuo tan celoso de su capacidad de control como advertida o inadvertidamente sujeto a lo incontrolable. Normalmente su vanidad se estrella contra los hechos, aunque nunca reconozca o tarde muchísimo en reconocer la catástrofe. Los novelistas del XIX podían tratar con sorna o con timidez el yo; Ishiguro parte de un yo que, visto desde fuera más que (en patéticos momentos de lucidez) desde dentro, no es nada.
Esta cualidad terrible no se expresa, sin embargo, con los habituales trucos neorrománticos del siglo XX y aún del XXI (fanfarrias, languideces, jueguecitos pueriles), sino con una extrema y a menudo desesperante formalidad. Una formalidad que resulta algo extemporánea pero que se entiende de inmediato cuando en los primeros epígrafes o líneas de las novelas sale a relucir la palabra «Japón» (en las dos primeras) o la más ominosa todavía «Inglaterra» (en todas las demás). Los narradores de Ishiguro están educados en la virtud cívica de no decir y es extraordinario el partido que el autor, a nivel estilístico y estructural tanto como moral, saca de esa represión que obliga continuamente a la digresión, al circunloquio, a la corrección, a todas las estrategias concebidas para no ofender a nadie –ni siquiera a uno mismo− y facilitar la cohesión social. Por una parte, afecta a la construcción temporal de la narración, conducida con increíble virtuosismo a través de continuas interrupciones, aplazamientos, anticipaciones y retrocesos, como si la linealidad –y he aquí un malicioso y bonito vuelco a uno de los tabús de la posmodernidad− fuera una grosería. Por otra, se aplica al estilo, a la misma frase, donde todo ruido está de más, las metáforas y la pedrería se evitan porque son de mal gusto, y el acabado plano, ultraprosaico, clónico y hasta atontao se revela en tremendas atenuaciones como «Mi padre estaba inconsciente y tenía la cara de un tono gris muy singular» o «Me ha venido a la cabeza que una vez te hice cosas horribles, esposo». Joyce Carol Oates recriminó a Los inconsolables (1995) ser «un Kafka medicado con Thorazine»; tal vez no vio el espléndido alcance que, a todos los efectos, especialmente en la destrucción del yo, de su autoridad y de su lenguaje, podía tener un neuroléptico.
Las alegaciones de la Academia sueca para otorgar el Premio Nobel a Ishiguro no difieren mucho de la defensa que hizo, precisamente de Los inconsolables, el arzobispo de Canterbury en julio de 1996: «ofrece una potente descripción de los recientes cambios culturales, y en particular de la creciente sensación de fragmentación y pérdida de comunidad que hoy se experimenta en muchas partes del mundo». No faltan, desde luego, en Ishiguro esos Grandes Temas que tanto impresionan a Occidente. Pero es importante que se haya valorado esta vez, como ya se hizo con Modiano, la extraña y espinosa forma en que esos temas desoladores se articulan en su obra, tan ajena a la latosa orfebrería léxica, a la sentencia viril, a los brillos del ingenio y la ironía, a los académicos mariposeos de la meta y hartoficción y a las obviedades pronunciadas con voz cavernosa, preferiblemente delante de una pintura de historia, con que se afanan los escritores consagrados desde hace décadas a ese género conocido como «prosa de Premio Nobel».






domingo, 1 de octubre de 2017

DE LA SEDUCCIÓN A LA IMPIEDAD Y LA ESTAFA


Además de ser un excelente escritor, Truman Capote fue un excéntrico personaje, más una ficción que otra cosa, se movió como pez entre el agua en la sociedad elitista americana, no sólo falseándola, sino haciendo que estuviera a sus pies a como diera lugar, ideó todo tipo de situaciones y mentiras para mantenerse vigente, creando en la mayoría de veces mitos, obteniendo siempre que las miradas no le abandonaran, su lengua mordaz e inteligente sirvió a este propósito y de hecho una prosa exquisita y renovada que llegó al clímax con “A sangre fría”, una novela perfecta y un icono en la aplicación de las técnicas del periodismo a la literatura. Esta reseña de Rodolfo Biscia de una nueva biografía aparecida en “La revista Ñ” de Clarin, deja ver las claves de un personaje que siempre cautiva.






Rodolfo Biscia

Una nueva biografía del célebre autor de A sangre fría, por Liliane Kerjan, renueva el interés por una obra y una vida irrepetibles. 
Todo biógrafo de Truman Capote corre con ventaja, ya que cuenta con el atractivo de un personaje magnético y ese sinfín de peripecias amenas que tuvo la suerte, cuando no la desgracia, de vivir a lo largo de cinco décadas. Al momento de narrar otra vez una historia conocida, Liliane Kerjan se limita a mediar entre estos sucesos, un tesoro de textos muy célebres y el poco exigente lector de hoy en día. El resultado es uno de esos libros algo superfluos que nunca están de más en nuestra biblioteca.
Kerjan repasa la vida del escritor desde su infancia sureña hasta su madurez neoyorquina y la decadencia final, incluido su colapso en Los Angeles, en 1984. De manera intermitente, esta doctora en letras que estudió el teatro de Edward Albee y Arthur Miller logra encontrar una buena cadencia para retratar al héroe de su relato. Valga este ejemplo: “Capote tuvo como forma de vida el torbellino, el pavoneo y el encadenamiento precipitado de los hechos; como horizonte, la falta de duración; como modelos, la seducción y la estafa”.
El verdadero rival de Kerjan no hay que buscarlo entre los otros biógrafos, sino en la obra del propio biografiado. Porque además de retratar con prosa acerada a sus amistades famosas, Capote multiplicó imágenes de sí mismo en casi cada recodo de su producción. En 1986 se publicó de manera póstuma su relato autobiográfico, muy temprano, “Recuerdo a mi abuelo”.En Otras voces, otros ámbitos, había transfigurado los paisajes de su infancia en la ciudad imaginaria de Noon City, una tendencia que prolongó en su siguiente novela, El arpa de hierba.
Dejó al menos dos semblanzas insuperables de su Nueva Orleáns natal: un artículo de 1946 y “Jardines ocultos”, en Música para camaleones. De su encuentro con la escritora Colette, nos queda el relato “La Rosa Blanca”. De sus muchos viajes, contamos con las crónicas memorables de Color local (1950). Conocemos el hogar que logró construirse en Brooklyn a mediados de los 50 a través de “Una casa en las alturas” y escuchamos cómo el escritor se autoentrevista antes de dormirse en “Vueltas nocturnas”.
Se añaden, además, el prefacio fulgurante de Música para camaleones y el autorretrato que epiloga Los perros ladran (1973), compilación considerada por él mismo como un mapa en prosa y una geografía en palabras de sus últimos treinta años. Tenemos, finalmente, a P. B. Jones, narrador de Plegarias atendidas y tardío alter ego, el más descarnadamente fiel que segregó el escritor.
Kerjan destaca bien la parábola que, en la obra de Capote, va desde la crónica periodística hasta la novela testimonial. Arranca con el relato de un viaje a Haití en 1948, comisionado por Harper´s Bazaar, y sigue con el diario de su gira soviética, en compañía de los cantantes negros que interpretarían la ópera Porgy and Bess en Leningrado. Se oyen las musas (1956), en efecto, conjuga la crónica de viaje, una radiografía política de la Guerra Fría y la reflexión sobre la distancia entre lo vivido y la escritura, todo irrigado por la pluma de un observador avispado y malicioso. De la célebre entrevista a Marlon Brando en Kioto, al año siguiente, la autora sostiene con razón que el episodio prefiguró las revelaciones escabrosas de su última novela, Plegarias atendidas.
La tendencia llegó a su clímax con A sangre fría (1966), donde Capote abordó el crimen cuádruple de la familia Clutter, en Garden City, Kansas. Kerjan tal vez se equivoque al declarar que Desayuno en Tiffany´s no envejeció, pero es perspicaz para apreciar la novedad formal de A sangre fría, cuya escritura demandó “un ojo selectivo irreprochable para los detalles visuales y, sobre todo, una empatía con personas situadas fuera del abanico de la propia imaginación”. Hace falta, además, recordar otros ecos. Uno de los proyectos alternativos propuestos por The New Yorker, al momento de la cobertura del crimen, se concretó más tarde en el cuento “Un día de trabajo”: es el diálogo con una mucama en que se divisa el retrato oblicuo de sus veinticuatro empleadores. Y A sangre fría conoció una resonancia miniaturizada, diez años más tarde, en el relato verídico “Féretros tallados a mano”. Lejos de señalar una ruptura, el proyecto de Plegarias atendidas marcaría la culminación de esta tendencia: una novela mundana basada en el conocimiento íntimo de la alta burguesía y en las confidencias recibidas, a la vez fresco proustiano, crónica contemporánea y roman à clef.
Polígrafo e histrión, Capote inventó una moral de la escritura –rara mezcla de inquina y de compasión– que muy pronto se ocupó de transgredir. En su cuento “El invitado del Día de Acción de Gracias”, reformuló la réplica que Blanche DuBois desliza en una escena crucial de Un tranvía llamado deseo: “Existe un solo pecado imperdonable: la crueldad deliberada. Todo lo demás puede perdonarse. Eso, jamás”.
Hay, sin embargo, mucha crueldad intencional en Plegarias atendidas, algo que tal vez explique parte del fracaso del autor al intentar convertir la Café Society neoyorquina en un nuevo mundo de Guermantes. Pocos llegaron a cultivar un estilo tan entrañablemente malévolo o una ética tan aviesa, a la medida de una obra en perpetua metamorfosis. Pero al margen de la variedad de sus temas y los contornos difusos de su imaginación moral, recordaríamos menos a Truman Capote si no hubiera sido, sobre todas las cosas, un abnegado estilista. Además de la diferencia entre escribir bien y mal, conocía esa otra diferencia impiadosa que existe entre escribir muy bien y el verdadero arte.
Sin duda encontró una forma del goce en su tortuosa destreza para construir mundos con palabras. Y si bien sufrió con los escollos de la puntuación y “las complejidades diabólicas de separar los párrafos”, reconforta descubrir que cada tanto experimentaba un momentáneo sosiego: en una entrevista, celebró la aparición de esas frases que, sin que sepamos bien de dónde vienen, irrumpen en el momento preciso y son el dividendo inesperado, el empujoncito jubiloso que mantiene con vida al escritor.

Truman Capote, Liliane Kerjan. Trad. Silvia Kot Editorial El Ateneo, 256 págs.






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