domingo, 24 de septiembre de 2017

PESSOA EL BARRIL SIN FONDO



La poesía de Pessoa es un cántaro de ritmo, música, excelente composición, levedad y peso en un mismo lugar, vuelo, sus versos de una grandeza inagotable, cada vez que lo leo, no dejan de alucinarme, como si fuera el primer contacto, siempre hay un alumbramiento, una sorpresa, una súbita admiración. Su vida, discreta, misteriosa, ha suscitado la curiosidad de los críticos y biografos, siempre buscando descifrar como se articula vida y creación. Esta nueva antología reseñada por “La revista Ñ” del periódico “El clarín” de Buenos Aires, considero que constituye una entrada excelente al texto y una mirada fresca al poeta que tanto me apasiona[1].   



https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/pessoa-barril-fondo_0_S1ebFApqW.html

Se publica una nueva antología -Papeles personales- con numerosos textos desconocidos del poeta y prosista portugués más extraordinario del siglo XX.
Leer en los años ‘60 y ‘70 en el Río de la Plata los Poemas de Fernando Pessoa en la traducción y selección de Rodolfo Alonso, y en la colección Los poetas de la Compañía General Fabril Editora (1961), constituía a la vez un shock y un deslumbramiento. Aunque ambos estaban facilitados por la difusión de los poetas “beat” y por la influencia que la literatura norteamericana había tenido vía Borges. De hecho Pessoa podría considerarse un Borges portugués no sólo por el papel central en la poesía, la cultura y hasta la política portuguesas, sino también porque desvió el eje de influencia francesa e introdujo la anglosajona.
El otro tema era que el libro incluía poemas de cuatro autores: Fernando Pessoa, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro y Ricardo Reis. En la época todavía era difícil adecuarse al término “heterónimo”, aunque pronto se fue consolidando. No se trataba en absoluto de seudónimos. Tampoco de intentos de escribir a distintos poetas (como hizo, por ejemplo, Juan Gelman con Sidney West y otros). Era la creación completa de personalidades paralelas, incluyendo fecha de nacimiento y a veces muerte, cartas astrales y, sobre todo, poéticas enteras divergentes.
Álvaro de Campos, por ejemplo, era una especie de Pessoa exacerbado: más violento y directo, más entregado a las odas, o a un extenso “Saludo a Walt Whitman”, o a poemas ya clásicos hoy, como el que empieza “Todas las cartas de amor son/ ridículas”, o “Tabaquería”. Estos dos primeros poetas eran además filosóficos o conceptuales alternativamente, y políticos. En cambio Alberto Caeiro era un pastor que se negaba por entero a agregar una molécula de pensamiento o intelectualismo a la desnuda existencia del mundo. Por momentos parecía un poeta zen. En otros se oponía al rasgo cultural mínimo: “¿Para qué se necesita un piano?/ Mejor es tener oídos/ Y amar la naturaleza”. Para él el río de su aldea era más que el Tajo, porque “El río de mi aldea no hace pensar en nada/ Quien está a su lado sólo está a su lado”. Ricardo Reis, por último, fue el pagano, el conectado aún con los dioses griegos, que amaba el presente, y no podía dejar de experimentar una especie de “epicureísmo triste”: “Amo las rosas del jardín de Adonis,/ Esas rápidas, amo, Lidia, rosas,/ Que en el día en que nacen,/ En ese día mueren”.
Durante años aquella selección fue la que circulaba. Pero después los rasgos cada vez menos míticos y más precisos de la extraordinaria complejidad personal y la altísima potencia de su poesía llegaron a superar el ámbito lírico, para convertirlo en una especie de fenómeno literario. Pessoa vivió menos de cincuenta años; cuando murió el padre, se mudaron con la madre a Sudáfrica, y toda su educación (muy buena) fue en inglés. Llegó a sacar un premio victoriano de excelencia entre casi 1.000 competidores. En vida publicó un solo libro, Mensaje (1934), considerado el menos representativo de su obra. Trabajó con comodidad en sitios comerciales donde se encargaba de la correspondencia en inglés con notable eficacia. Tuvo una vida recoleta, minuciosamente esquiva. Era habitué de los sitios donde podía tomar café o vino. En una de esas mesas existe hoy una estatua que lo hace presente. En más de uno de los más de 500 fragmentos de su Libro del desasosiego aclaró su necesidad de soledad absoluta, a tal punto que una mera invitación a cenar lo ponía en jaque. Decía que le bastaba la presencia de un solo cuerpo más para perder concentración, contacto con los sueños. En cambio no tenía el menor empacho en discutir a la vez con varios de sus heterónimos.
Cuando murió dejó un legado laberíntico, cósmico. A lo largo de la vida había ido metiendo paquetitos prolijos de hojas en un baúl (o arca). Según el último inventario, de 1972, se ficharon 25.426 originales de todo tipo: servilletas, trozos de papel, hojas que sostenían varios textos a la vez, de muy distinta importancia. Durante años el baúl estuvo en la casa de una hermana, pero con el tiempo fue usado y saqueado a menudo por curiosos y especialistas, quebrando todo orden. De allí la frecuencia con que aparecen inéditos, en especial de prosa.
La mayoría de estos datos figuran en la extensa introducción del chileno Adán Méndez a su recopilación de Papeles personales(Univ. Diego Portales). El libro, con más de 370 páginas, aún descontando la larga introducción, funciona muy bien como “reader” no de la obra sino de la persona (o personaje) misma del propio Pessoa. El prólogo es sintético y claro, y se le agregan una serie de ilustraciones muy bien elegidas. Aparte de él mismo (en especial las que lo muestran caminando “como si no pisara el suelo”), figuran las tapas de las distintas revistas en las que colaboró, o su amada Ofelia Queiroz, o un mostrador de taberna mientras bebe (foto enviada a Ofelia con la dedicatoria: “Fernando Pessoa en flagrante delitro”).
La mejor lectura es la sucesiva. Pero también puede consultarse por tema. Se incluye la larga carta donde cuenta el origen de los heterónimos, adjudicándoles una base de esquizofrenia en él mismo. En otra carta, donde pide catálogos completos de magnetismo y psiquismo, se autodefine como “un histérico-neurasténico”. Y agrega un poco después que salvo las “cosas intelectuales” donde ha llegado a conclusiones firmes “cambio de opinión diez veces al día, sólo tengo un juicio estable respecto de cosas ante las que la emoción no es posible. Sé qué pensar de tal doctrina filosófica, o de tal problema literario; nunca tuve una opinión firme sobre ningún amigo, sobre ninguna de las formas de la actividad externa”.
En una carta a Ofelia, comienza con una frase carambólica, digna de Macedonio Fernández: “Para que no diga que no le escribí, motivada porque yo en efecto no le haya escrito, le escribo”.
También hay abundancia de opiniones sobre Portugal, y sobre un movimiento del que formó parte, el “sebastianismo”, convencido de que habría un retorno de Don Sebastián (1557-1578), emperador de Portugal. El profetismo, el ocultismo, el espiritismo, formaban parte de sus intereses esenciales. Tuvo una relación importante con el “mago” (o satanista) inglés Aleister Crowley, y participó de costado en una operación entre publicitaria y folletinesca que sugería a la vez el suicidio o el asesinato de Crowley. Un largo texto analiza las “comunicaciones mediúmnicas”.
Era plenamente consciente del carácter de frontera, de borde, de Portugal. En una entrevista se acerca otra vez a Borges (para quien ser un país de los límites permitía entrar a saco en todas las demás culturas). Para él “El pueblo portugués es, esencialmente, cosmopolita. Nunca un verdadero portugués fue portugués: siempre fue todo”. Y sigue con fórmulas paradójicas: “Nuestra crisis política es que somos gobernados por una mayoría que no existe”, “Estamos tan desnacionalizados que debemos estar renaciendo”, “Llegamos al punto en que colectivamente estamos hartos de todo e individualmente hartos de estar hartos”, “Ser portugués, en el sentido decente de la palabra, es ser europeo sin la mala educación de la nacionalidad”.
Cuando se trata de una de sus profesiones, dice: “Hay solamente un período creativo en nuestra historia literaria: todavía no ha llegado”. Y cuando se le pregunta sobre el futuro, no tiene dudas: “El Quinto Imperio”, o sea el “sebastianismo”. “¿Quién, siendo portugués, puede vivir en la estrechez de una sola personalidad, de una sola nación, de una sola fe? ¿Qué portugués verdadero puede, por ejemplo, vivir la estrechez estéril del catolicismo, cuando fuera de él hay para vivir todos los protestantismos, todos los credos orientales, todos los paganismos muertos y vivos, fundiéndolos portuguesamente en el Paganismo superior?”.
Algo que lo acerca a otro “raro” de las tierras “menores” (Felisberto Hernández) es la casi imposibilidad de clavarle el alfiler crítico que lo convierta en una mariposa muerta, pero manejable. El propio compilador se ve un poco avergonzado en el momento de explicar la creencia de Pessoa en el “sebastianismo”. Lo mismo le ocurrirá a quien trate de acomodar un folleto político de subtítulo fabulosamente explícito: “Defensa y justificación de la dictadura militar en Portugal” (1928). Los esquives de la obra misma son, como en Felisberto, producto de un lenguaje complejo y mezclado, y de una originalidad casi agobiante.
Quien entra en Pessoa, y sigue un buen tiempo adentro, no sabe cómo sale, y sobre todo no sabe cómo explicar los cambios sufridos en sí mismo.
En acción, caminando, tenía un toque de “performer”: le daba una importancia especial al ibis, el ave que suele pararse sobre una sola pata: así lo hacía, imitando las alas con los brazos. “Ibis” es un apodo que emplea con Ofelia en la correspondencia.
Como suelen descubrir quienes se meten en el baúl, algunos de los textos tienen apenas un párrafo de extensión. Pueden ser instrucciones, como estas “Reglas morales”:
“1. Nunca afirmar que en determinadas circunstancias –que no hayas experimentado– actuarás de determinada manera.
2. No confesar nunca lo que íntimamente ocurre en ti. Quien confiesa es un débil.
3. Nunca dar una opinión inmediata sobre algo, a menos que sea algo que pueda resolverse directamente en base a principios”.
En otras ocasiones son momentos más personales, dignos de un diario íntimo. En 1914 (aprox.): “Cada vez estoy más solo, más abandonado. Poco a poco se cortan todos los lazos. Pronto me quedaré solo.
Mi peor mal es que no consigo nunca olvidar mi presencia metafísica en la vida. Por eso la timidez trascendental que pone temor en todos mis gestos, que extrae de todas mis frases la sangre de la simplicidad, de la emoción directa”. Varios años después, las cosas no han mejorado: “Me rodea un vacío absoluto de fraternidad y afecto. Incluso los que me son queridos no me son queridos; estoy rodeado de amigos que no son mis amigos y de conocidos que no me conocen”.
Lo curioso es que pocos autores parecen haber tenido una vida más plena, creativamente hablando. Y también en lo social: lo consideraban cortés y amable. Como muchos, tuvo un amor que terminó. Y, como dijo en “Tabaquería”: “No soy nada./ Nunca seré nada./ No puedo querer ser nada./ Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”.

Papeles personales, Fernando Pessoa. Trad. Adán Méndez. Ediciones Univ. Diego Portales, 382 páginas.





[1] Fernando António Nogueira Pessoa, más conocido como Fernando Pessoa (Lisboa, 13 de junio de 1888-ibídem, 30 de noviembre de 1935) fue un poeta y escritor portugués, considerado uno de los más brillantes e importantes de la literatura mundial y, en particular, de la lengua portuguesa.
Tuvo una vida discreta, centrada en el periodismo, la publicidad, el comercio y, principalmente, la literatura, en la que se desdobló en varias personalidades conocidas como heterónimos. La figura enigmática en la que se convirtió motiva gran parte de los estudios sobre su vida y su obra.
Habiendo vivido la mayor parte de su juventud en Sudáfrica, donde estudió hasta 1905, la lengua inglesa tuvo gran importancia en su vida, pues Pessoa traducía, trabajaba y pensaba en ese idioma. De día, Pessoa se ganaba la vida como traductor. Por la noche, escribía poesía: no escribía «su» propia poesía, sino la de diversos autores ficticios, diferentes en estilo, modos y voz. Publicó bajo varios heterónimos —de los cuales los más importantes son Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Bernardo Soares y Ricardo Reis—, e incluso publicó críticas contra sus propias obras, firmadas por sus heterónimos.
Murió por problemas hepáticos a los 47 años en la misma ciudad en que naciera, dejando una descomunal obra inédita que todavía suscita análisis y controversias.

jueves, 14 de septiembre de 2017

ALVARO MATUTE, 70 AÑOS

Este año murió este gran historiador y divulgador de la cultura Mexicana. Me recuerda a Germán Arciniegas de Colombia. Enrique Krauze nos trae este articulo sobre su vida y obra que sintetiza la calidad y el legado de su labor, como profesor de la UNAM, como escritor y como miembro de la academia de historia de su país. En el mundo quedan muy pocos humanista de este peso. Cuando perdemos uno de ellos, no queda más que divulgar su obra y tratar de mantener vivo su pensamiento. En este caso, sus textos son de referencia obligada.
Álvaro Matute es la imagen misma del equilibrio, la suavidad, la ponderación, la honestidad. Clío misma las tendría como prendas principales.
En 1998 Álvaro Matute fue elegido académico de número para ocupar el sillón 11 de la Academia Mexicana de la Historia.  Su discurso de ingreso fue respondido por Enrique Krauze. Hoy, a manera de homenaje por los 70 años del Dr. Álvaro Matute recuperamos aquella ponderación.
POR ENRIQUE KRAUZE 
Ponderación de Álvaro Matute
El nombre de Álvaro Matute[1], admirable por tantas razones, me es personalmente entrañable por estar ligado al despertar mismo de mi vocación intelectual. A mediados de los sesenta, en las horas que me dejaban libre los inescrutables misterios de la regla de cálculo, prendía Radio Universidad y escuchaba mi programa favorito: Los libros al día. Su redactor era Álvaro Matute. Por aquella cartelera no solo desfilaban los libros de historia, sino toda la producción bibliográfica nacional: temas de teatro, novela, cine, política, sociedad. El programa tenía la virtud de ser vivaz sin ser frívolo, informado sin ser tedioso, claro sin ser superficial. Estaba hecho con una rara mezcla de equilibrio y pasión, por un hombre que no leía las solapas de los libros: leía los libros. Entonces me lo imaginaba viejo y de larga barba. Un prototipo de madurez. Años más tarde, cuando lo conocí, me llevé la gran sorpresa: aquel promotor del noble arte de la lectura era apenas unos años mayor que yo y llegaría a ser un miembro destacado de nuestra generación. Álvaro Matute, el maestro, el historiador, ha sabido ser fiel a esa vocación humanista que apuntaba en aquel remoto programa de los años sesenta. Un hombre de libros que entiende la vida intelectual como servicio público; cívico. Por más de un cuarto de siglo, Matute ha sido, ante todo, un maestro, en la más alta tradición de la Universidad Nacional Autónoma de México, un digno heredero de sus grandes mentores, sobre todo de dos a quienes, si no me equivoco, debe los perfiles específicos de su vocación: don Eduardo Blanquel –brillantísimo profesor que por desgracia se nos fue prematuramente– y don Edmundo O’Gorman, cuya obra, plena de ironía, conocimiento e inteligencia, no palidece frente a los escritos históricos de su abuelo intelectual, José Ortega y Gasset. Como sus maestros, Álvaro Matute no solo ha escrito libros, ensayos y artículos valiosos sino que ha pasado buena parte de su vida transmitiendo su conocimiento a las generaciones jóvenes. Recuerdo el entusiasmo con que hace algún tiempo me hablaba de un curso que ha impartido sin interrupción por decenios a los recién llegados de las escuelas preparatorias. Al escucharlo, confirmé que Clío, musa exigente, admite muchas formas de servirla.
Una de ellas, representada ejemplarmente por Matute, es profesarla en coloquios, congresos, conferencias, seminarios, cátedras, mesas redondas y, sobre todo, cotidianamente, en las aulas. Estoy seguro de que detrás de cada ficha de participación profesoral incluida en su currículo –y son cientos de ellas– hay un acto auténtico de compromiso con el tema y con el auditorio. Matute no llena expedientes, busca conocer y dar a conocer, así hable de asuntos tan disímbolos como el Ateneo de la Juventud –uno de sus temas favoritos–, los militares del siglo XIX, los caudillos de la Revolución, el teatro en México, la tarea del historiador, la obra de Ramón Iglesia, la historiografía mexicana o la literatura del siglo XX. Este compromiso con la historia, y con la historia de la historia, ha sido un imán para los alumnos de Matute. Así se entiende la riqueza y variedad de las casi cincuenta tesis que ha dirigido en la Universidad, desde una biografía de Ignacio Chávez hasta una monografía sobre el Colegio Madrid. Como corresponde a un historiador genuino, Matute sabe que todo es susceptible de ser historiado: lo grandioso y lo nimio, lo ideal y lo material, lo social y lo individual. A sus 55 años, ha seguido siendo el joven y omnívoro redactor de “los libros al día”. Todo despierta su curiosidad y sabe plantar esa semilla en sus alumnos.
Pero Matute no solo sirve a la musa de la historia en el papel ejemplar de maestro universitario sino como un historiador cumplido y maduro. Además de participar puntualmente como editor y consejero en numerosos cuerpos colegiados, editoriales, comisiones y proyectos ligados al trabajo histórico, ha escrito cinco libros: el original estudio sobre Lorenzo Boturini y el pensamiento histórico de Vico, editado por la UNAM en 1976; La carrera del caudillo y Las dificultades del nuevo Estado, dos libros claros y sustanciosos editados por El Colegio de México dentro de la serie Historia de la Revolución Mexicana; la obra La Revolución mexicana. Actores, escenarios y acciones, que dio a luz el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana; y, recientemente, el breve pero excelente panorama de la historiografía mexicana llamado Estudios historiográficos. Además de estas aportaciones, a la pluma de Matute se deben 12 libros coordinados, antologías y ediciones de fuentes (entre ellos el utilísimo sobre la teoría de la historia en México, el revelador sobre el contraespionaje político en la época de Obregón, los conmovedores documentos sobre esa especie extraña de santo laico y militar que fue Felipe Ángeles, y las indagaciones sobre la huella española en América); 10 estudios y prólogos; 28 capítulos de libros colectivos y ponencias en memorias; 21 artículos en revistas académicas; 15 textos en revistas de divulgación; 9 colaboraciones en tomos enciclopédicos; 52 textos de divulgación y docencia, y 48 reseñas críticas sobre la producción histórica de los últimos veinticinco años en México.
En el universo de sus curiosidades destacan dos campos: la historia de la Revolución y la historia de la historia, es decir, la disciplina que José Gaos, en un memorable artículo de Historia Mexicana, denominó historiografía. Todos los historiadores tenemos una clave secreta, a veces familiar, que explica nuestra vocación. La inclinación de Matute por estudiar la Revolución mexicana tiene su origen más claro en la cercanía de Eduardo Blanquel, quien era la excepción a la regla universitaria de no tocar la historia contemporánea. Pero quizá exista una presencia anterior, la de su antepasado (abuelo) el general Amado Aguirre, de quien Matute publicó y prologó su obra Mis memorias en campaña. Apuntes para la historia en edición facsimilar en 1985. Este gran revolucionario jalisciense, maderista de primera hora, no solo fue Constituyente del 17, sino que pudo servir sin contradicción al gobierno de Carranza y al de Obregón, fue embajador en varias repúblicas sudamericanas y escribió –además de la obra publicada por su nieto– estudios sobre los territorios de Quintana Roo y Baja California de los que fue gobernador. Murió a los 86 años, en 1949, cuando Álvaro tenía alrededor de seis años de edad. Tal vez su recuerdo perduró en la casa familiar. Así nacen las vocaciones cuando son de verdad. No del interés sino de las entrañas.
Otra influencia dominante fue la de don Edmundo O’Gorman, que abrevó a su vez el interés historiográfico en su maestro José Gaos. Gaos solía decir que había cabalgado toda su vida entre la historia y la filosofía, y la historiografía representaba una síntesis de las dos disciplinas. Matute, que estudió primero en Ciencias Políticas y luego Historia en la Facultad de Filosofía y Letras, se ha inclinado cada vez más hacia el territorio fascinante de historiar a los historiadores. Próximamente aparecerá, editada por el FCE, su obra sobre el Pensamiento historiográfico mexicano del siglo XX (1910-1935) y está avanzado en un 75% el libro que complementa esta edición de 1940 hasta 1968. Los lectores esperamos con gran interés estos libros. Estamos seguros de que estarán a la altura de aquellas obras de los grandes historiadores de la historia que, por influencia de los transterrados españoles (de quienes todos somos deudores intelectuales), se publicaron en la misma casa editorial en los años cuarenta.
El texto que Álvaro Matute ha leído hoy pertenece al género referido y prueba la calidad de sus investigaciones. Se concentra en un momento olvidado de nuestra vida académica, un encuentro de 1955 que todos nosotros, estoy seguro, habríamos querido presenciar. ¡Qué formidable desfile de escritores y pensadores! Entre ellos, Matute destaca la figura modesta de Juan Hernández Luna, el historiador de las ideas de origen michoacano que escribió una buena historia del Ateneo de la Juventud pero que en aquel congreso atisbó avenidas de revisionismo que se ampliarían asombrosamente en los años sesenta. Matute rescata también las ideas de Manuel Moreno Sánchez, no hay que olvidarlo, sirvió al gobierno del general Benigno Serrato, que sucedió al general Cárdenas en Michoacán y murió en circunstancias sospechosas. Debido a esa experiencia, Moreno Sánchez pudo perfilar una crítica francamente heterodoxa y, a mi juicio, muchas veces certera, del cardenismo.
Pero tal vez el rescate más justo y notable es el de un ensayo: “La ideología de la Revolución mexicana” escrito por nuestro querido maestro Moisés González Navarro y publicado en Historia Mexicana en 1960. Se trataba, en efecto, de un acto a contracorriente. Mientras el gobierno lopezmateísta festejaba con bombo y platillo los cincuenta años de una revolución que no solo no tenía fin sino que, supuestamente, recomenzaba siempre, González Navarro hablaba del Termidor, y aplicaba categorías extraídas de sus estudios sociológicos para mostrar la trayectoria y el agotamiento de la ideología revolucionaria. Matute apunta, con toda razón, que ese valeroso artículo de González Navarro fue un antecedente del revisionismo histórico que tocaba a la puerta de nuestra historia escrita. Y si se me permite dar una pequeña confirmación personal de este hallazgo historiográfico de Matute, diré que al escribir Caudillos culturales en la Revolución mexicana, leí aquel ensayo como una inspiración. Ese era el tono y la distancia crítica que necesitaba. Mi ejemplar de aquel número 40 de Historia Mexicana está subrayado con pluma, lleno de admiraciones y apostillas.
Matute toca un instante del pensamiento historiográfico, el momento en que la Academia descubre, por así decirlo, que la Revolución no es una realidad suprahistórica intocable, y que por tanto la historia de la Revolución es historiable. En este sentido, me parece importante señalar la influencia del ensayo seminal de Daniel Cosío Villegas, “La crisis de México”, ese acto de revisionismo histórico avant la lettre escrito fuera de la Academia y que sin embargo fructificó, años más tarde, en los escritos de las jóvenes generaciones. De hecho, el ensayo de Moreno Sánchez que recuerda Matute puede leerse como una respuesta a Cosío Villegas. Por otra parte, Matute tiene razón en señalar de paso la importancia de Frank Tannenbaum en la historia de nuestra historia, pero tal vez discrepo un tanto de él en cuanto a considerarlo un autor ortodoxo. Creo que en los libros de Tannenbaum, y en ensayos poco conocidos, hay al menos un embrión de revisionismo histórico.
Clío, dije al principio, es una musa exigente pero generosa. Se le puede servir como maestro, como editor, como historiador en los géneros y los campos más diversos. Se le puede servir dentro y fuera de la Academia. Matute le ha sido fiel dentro del ámbito universitario: ha contribuido decisivamente –y seguirá contribuyendo, estoy seguro– a la propagación, edición y descubrimiento del saber histórico. Pero para apreciar su mayor cualidad como historiador basta acercarse a nuestro nuevo académico como persona: en una generación arrebatada por las pasiones, Álvaro Matute es la imagen misma del equilibrio, la suavidad, la ponderación, la honestidad. Clío misma las tendría como prendas principales. Porque en una mano sostiene un reloj de arena pero en la otra la balanza de la justicia.










[1] Álvaro Matute Aguirre (Ciudad de México, 19 de abril de 1943-Ciudad de México, 12 de septiembre de 20171​) fue un historiador mexicano. Fue miembro de la UNAM y también de la ONU​ y, desde 1998, miembro de la Academia Mexicana de la Historia, donde ocupó el sillón 11.3​ Fue miembro de la Junta de Gobierno de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) entre 1999 y el 2009.4​ En el 2004, recibió el nombramiento como Investigador Emérito de dicha universidad.3​ Poco antes de su fallecimiento, se había anunciado su próximo ingreso, en el 2018, a la Academia Mexicana de la Lengua