domingo, 28 de enero de 2018

A PESAR DE TODO, VIRGINIA WOOLF

Hay notas que no requieren mayor comentario. Esta reseña nos da cuenta de una publicación biográfica sobre una de las escritoras más grandes de los últimos dos siglos. Apareció en “Babelia” del periódico “El país” de España.
UNA BIOGRAFÍA, UN TOMO DE SUS DIARIOS Y UN VOLUMEN DE CARTAS PERMITEN VOLVER A UNA AUTORA QUE NO DISTINGUÍA ENTRE ESCRITURA E INTIMIDAD
NORA CATELLI
16 ENE 2018 - 18:06 COT
Olvidemos la cantidad de ediciones en castellano, fragmentarias o no, de los diarios y la correspondencia de Woolf. Olvidemos que Orlando, traducido por Jorge Luis Borges, fue una de las fuentes de varias líneas de la célebre enumeración del aleph visual de El aleph: como en la actualidad los lectores de Borges y los de Woolf pertenecen a galaxias distintas, pocas veces se advierte ese delicioso “préstamo”, como hubiesen dicho los filólogos. Olvidemos otras traductoras o editoras episódicas y egregias, que a Woolf le irritaban: detestó a Marguerite Yourcenar y fue insularmente imperial con Victoria Ocampo.
Olvidemos las oleadas de las diversas posturas críticas que acompañaron su fama: sucesivamente fue convencional; después, vanguardista; más tarde, lírica; casi siempre, estrecha de miras sociales o demasiado inglesa; a partir de los años ochenta del siglo XX se la confinó en un palacio enorme y casi siempre sentimental: el de los estudios culturales y el de la diferencia. Aunque en este último espacio se pierdan en parte sus dotes literarias y su deslumbrante captación de la historia, no podemos olvidar, sin embargo, que fue la autora indiscutible de uno de los tres panfletos supremos de la liberación de las mujeres: el primero, el de Mary Wollstonecraft (Vindicación de los derechos de la mujer; 1792); el segundo pertenece a Woolf (Un cuarto propio; 1929); el tercero fue El segundo sexo, de Simone de Beauvoir (1949). El primero se escribió durante una revolución; los otros dos son textos de las posguerras del siglo XX.
Los tres panfletos, además, fueron posibles por el advenimiento del cristianismo, la única de las tres religiones monoteístas que creó (alumbraron, permitieron, forjaron) un pliegue por el que se deslizó el cuerpo de la mujer primero y después, mucho después, también su entera condición humana. Hay otra -muy incómoda- condición que hizo posible la liberación de las mujeres; y Woolf la percibió: que aquella es impensable fuera del capitalismo. En ese sentido, Orlando podría interpretarse también como la inquietante advertencia de que la mujer, como sujeto social y político, surge atada a dos poderosos señores: cristianismo y reino de la mercancía. En efecto, en 1928 Orlando se transforma en reguladora máxima del mercado: va a grandes almacenes, conduce un coche, espera a su marido.
Porque alberga todas esas vertientes y no resuelve ninguna, hoy podemos leer a Woolf como una intelectual en el sentido más amplio del término y en todos sus géneros: como alguien que no retrocede ante ningún peligro y no distingue entre escritura e intimidad. Al contrario, desafía la intimidad en la escritura, a la que concibe siempre, en sus cartas y diarios, como un arrojarse al espacio de los otros, tanto ante el de los lectores como al de la sociabilidad familiar, casi tan exigente y feroz, en su caso, como la del campo literario.
En una de las extraordinarias cartas a su tardía amiga Ethel Smyth (una de las pocas compositoras de la época, que le llevaba 20 años y que era una aristócrata omnipotentemente lesbiana) formuló la más perfecta y desafiante poética de ese arrojo suyo, clarividente y peculiarísimo. Lo vinculó con sus extensos brotes psicóticos, que se encuentran pautados en la clásica y sutil biografía de Lyndall Gordon y que ella enlaza con los mecanismos de su producción literaria. Dijo Woolf: “Puedo asegurarte que, como experiencia, la locura es aterradora y nada despreciable. En su lava sigo encontrando la mayoría de las cosas sobre las que escribo. Sale de una enteramente formada, terminada, no en gotitas, como sucede con la cordura” (1930, en la traducción de la argentina Susana Constante de Cartas a mujeres; 1993).
En 1930, cuando anotó estas líneas, Woolf ya había pasado por al menos tres de los más prolongados episodios de demencia que jalonaron su vida: Gordon sigue esa serie, sin hacer clínica ni interpretación, y la usa para desarrollar su trabajo sobre tres pilares. El primero es la génesis de la figura de una escritora y la relación con el ritmo de sus lecturas, pautada por su padre, Leslie Stephen. El segundo es un hallazgo de Gordon: las variaciones genéricas que Woolf trabajó en sus ensayos y novelas surgen del género que con más éxito practicó su padre a partir de 1885: el Dictiona ry of National Biography, uno de los monumentos ideológicos de la época victoriana imperial. Observa Gordon: “La biografía fue el punto de partida” de la literatura de su hija porque había sido el punto de llegada de su padre, Leslie Stephen. El tercer pilar es la labor crítica: Gordon no es sólo una biógrafa, sino una guía utilísima para acceder incluso a algunas de las claves de la Woolf más oscura e inclasificable, la de Las olas (1931).
Junto con Gordon y con la correspondencia con Lytton Strachey ha aparecido otra traducción, sin duda excelente, porque es de Olivia de Miguel, de los diarios de 1915-1919, que corresponden a la misma época del intercambio con Strachey. El prólogo de Inés Martín Rodrigo es una enternecedora acumulación de ingenuidades o errores, como afirmar que “es la primera vez que se nos ofrece una versión fidedigna e inequívoca de Virginia Woolf”. Hay traducciones también muy estimables anteriores de Justo Navarro y de Laura Freixas en Grijalbo. Y lo fidedigno y lo inequívoco son, precisamente, lo que Woolf, en su genialidad, nunca entrega. Si se logra, como en el caso de Kafka, hacer la edición completa de los diarios (seis o siete volúmenes según las ediciones) y la de la correspondencia (que posee la extensión ­similar), se podrá acceder, junto con las obras, a uno de los monumentos de la literatura moderna, de su deslumbrante originalidad y de su inagotable y arriesgada inteligencia.

‘Virginia Woolf. Vida de una escritora’. Lyndall Gordon. Traducción de Jaime Zulaika. Gatopardo, 2017. 456 páginas. 22,95 euros.‘El diario de Virginia Woolf (Vol. I / 1915-1919)’. Virginia Woolf. Traducción de Olivia de Miguel. Tres Hermanas, 2017. 613 páginas. 26 euros.‘600 libros desde que te conocí (correspondencia)’. Virginia Woolf- Lytton Strachey. Traducción de Socorro Jiménez. Jus, 2017. 143 páginas. 14,50 euros.Virginia Woolf, las olas’.‘ Jesús Marchamalo, con ilustraciones de Antonio Santos.Nórdica, 2017. 64 páginas.



sábado, 20 de enero de 2018

LA FUERZA REVULSIVA DE LA PALABRA

Este ensayo ,aparecido en la revista "Ñ" del periodico "El Clarin" de Buenos Aires,  es una visión de la revolución Bolchevique desde el lenguaje. Es una perspectiva de suma importancia, toda revolución nace de una visión nueva de la realidad desde la perspectiva política, el lenguaje constituye el eje que articula los mecanismos de persuasión y las practicas que accionan los cambios, como en este caso, cambió totalmente a un país y la visión de la historia, es una vuelta total a la tuerca. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
En 1917, una efeméride histórica -la de la revolución bolchevique- le permite a Martín Kohan analizar con agudeza las relaciones entre arte, literatura y sociedad. 

En “Juan Muraña”, un cuento de El informe de Brodie (1970), el personaje de Borges se encuentra con un compañero de la escuela que lo cuestiona: “Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos?”. En esa pregunta se esconde un conflicto: ¿cómo puede hacer literatura Borges acerca de guapos, si él no los conocía? ¿Cómo puede el escritor atravesar la frontera entre literatura y vida?
En Borges ese conflicto se resuelve, como plantea la ensayista Beatriz Sarlo, en las orillas. Borges se encontraría en la orilla entre dos linajes –en términos del escritor Ricardo Piglia–: el materno, ligado a la tradición oral, a los antepasados de las guerras de independencia, a lo salvaje; y el paterno, relacionado a la literatura europea, a la civilización, a la biblioteca. Desde esas orillas, desde ese límite, es que Borges puede crear una ruptura con la tradición para hacer una revolución en el lenguaje.
“La literatura [...], ¿qué otra cosa es, sino espera?”, plantea el escritor y crítico argentino Martín Kohan, en su nuevo libro 1917. En él relata, centralizado en la Revolución de Octubre, la historia de ese conflicto, o en sus palabras, de ese dislocamiento entre literatura y vida. Esta fractura se pone en cuestionamiento, sobre todo, tras la toma del poder de los bolcheviques en Rusia, si bien ya había empezado a debatirse entre las vanguardias artísticas –el dadaísmo es de 1916– que redefinirán el arte en el siglo XX al romper con las tradiciones estéticas dominantes en Occidente.
Esta tensión, que aparece a lo largo de todos los capítulos del libro, se puede destacar en dos paradigmáticos. Por un lado, en “Palabras”, a partir de un poema de Vladimir Maiakovski, Kohan compara la palabra revolucionaria de Lenin, inmediata en tanto “produce conciencia y produce acciones”, con la literatura que es, en cambio, siempre acción en potencia. Kohan define: “Nada de lo social en el arte es inmediato”.
Por otro lado, en el último apartado, “Fuera de lugar”, el escritor se sirve de dos anécdotas. En una, opera la necesidad de cercanía entre política y literatura: Lenin le escribe una carta al escritor Máximo Gorki –que había mostrado señales de protesta en relación al estado de la revolución– para pedirle que se acerque a San Petersburgo, donde se encuentra él. En la otra, Trotsky, por causas aún enigmáticas, echa de su auto de un portazo al surrealista André Breton, con quien escribe el Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente.
Esas dos anécdotas funcionan, desde la óptica de Kohan, como símbolo de la tensión entre arte y política, en una lucha incesante entre acercamiento y distanciamiento. En esa pugna, el lugar del escritor –dice el ensayista– es un “fuera de lugar”. De este modo, 1917, por un lado, refleja momentos de desavenencia –que no llegan a ruptura– entre literatura y política, entre literatura y vida. En la idea de que la “literatura espera” puede entreverse una crítica, ya que el escritor parece ocupar solo una posición de observador.
Sin embargo, al mismo tiempo, Kohan se dedica, a lo largo del libro, a reivindicar el carácter inherente del lenguaje en la acción revolucionaria y, por tanto, la ubicación del escritor –más allá del tema de su obra– en un potencial rol de acción y transformación.
Es así que, tanto en Lenin como en Trotsky –así como los dibuja Kohan–, se vuelve central el uso de la palabra. Por un lado, porque ambos se sirven del encarcelamiento o del exilio como espacio para leer, para escribir. Afirmaba Trotsky: “¡Aquella celda era tan tranquila, tan monótona, tan silenciosa, tan apropiada para los trabajos intelectuales!”. Llega a tal punto la importancia del lenguaje para el hecho revolucionario que, como recuerda el ensayista, Trotsky, frente a la comisión investigadora en México, se define primero como “escritor”.
Por otro lado, porque en ambos el fin del lenguaje coincide con el fin de la acción. Lenin se vuelve inactivo, con la evolución de su enfermedad, en tanto ya no es capaz de dictarle a sus secretarias. En cuanto a Trotsky, en esa comisión investigadora, no solo se vuelve un grave inconveniente su falta de manejo del inglés, sino que también su mismo asesinato es producto, también, de un problema lingüístico. Cuenta Kohan que el guardaespaldas de Trotsky, Jean Van Heijenoort, se lamentaba en el libro Con Trotsky de Prinkipo a Coyoacán: él no podía comprender cómo, en su ausencia, nadie había notado el mal francés del asesino de Trotsky, Ramón Mercader.
El libro, enfocado en parte en las orillas de la revolución, es decir, en ciertos hechos que la tocan tangencialmente, tiene un punto en común en todos los capítulos: el lenguaje como acción. Así, Trotsky –que desde el exilio se vuelve peligro para Stalin por la fuerza de su palabra– se define como “un hombre armado con un bolígrafo”. Así, Gramsci puede vivir el crecimiento de sus hijos desde la cárcel por medio de sus cartas. Así, Lenin y Trotsky pueden continuar su acción revolucionaria desde el destierro.
1917, de este modo, aborda la historia del conflicto entre arte y política, entre literatura y política, que se resuelve en el potencial revolucionario de la palabra. Lenin, Trotsky, Gramsci, porque se encontraban en unas orillas, en un no lugar –la cárcel, el exilio–, se vieron obligados a crear acción por medio de la palabra. La literatura se convirtió en el único modo de quebrantar la distancia. La escritura, en su carácter intrínseco, funciona siempre como cuerpo en ausencia. Aquellos líderes revolucionarios murieron, pero sus textos no.
En todo lenguaje late el sentido de la fundación; en toda tensión puede estar la creación de una ruptura, un nacer. Borges, desde las orillas, y porque estaba plantado en ellas, pudo resolver el conflicto entre literatura y vida. 1917, de Martín Kohan, refleja también que es en las orillas, en ese “fuera de lugar”, donde la literatura, entonces, deja de esperar.


sábado, 6 de enero de 2018

LA EXTINCIÓN OLVIDADA

Más allá de la importancia de quien reseña el presente libro; el tema del texto suscito mucho mi interés: La extinción de los campesinos, este sector constituyen una fuerza social muy importante, son parte del tejido social desde hace muchos siglos, representan la seguridad alimentaria de la humanidad, ellos han sufrido los embates de la inequidad y el mal trato siempre, no importa cuál  sea el momento histórico que quisiéramos analizar, el texto de la referencia es una investigación especial, de suma importancia y oportuna. Nunca había conocido un libro sobre este tema con la excepción de los estudios académicos que tocan este ítem de manera tangencial.
Solo hay dos certezas absolutas sobre los campesinos: de su trabajo procedía todo el sustento y siempre sufrieron el despotismo del poder.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA
5 ENE 2018 - 11:25 COT

Un buen libro actúa en dos direcciones simultáneas. Abre los ojos a la novedad de lo exterior y remueve en la conciencia y la memoria lo que ya estaba dentro de uno, olvidado o latente. Vidas a la intemperie, de Marc Badal, tiene ese efecto sobre mí. Es un libro riguroso y muy bien documentado que está hecho con una factura liviana, una riqueza de erudición y experiencia que sin embargo no pesa. La buena escritura se distingue porque se alza del suelo con una cierta ingravidez. Como un poema, que siempre parece estar en suspensión encima de la página, sostenido en el aire. Las vidas a la intemperie a las que alude el título de Badal son las de los campesinos, las generaciones innumerables que desde los tiempos del Neolítico fueron modelando el mundo, a fuerza de trabajo, tal como existe a nuestro alrededor, y a continuación desaparecieron, tan radicalmente como esas civilizaciones perdidas de las que quedan solo ruinas ciclópeas, tan inexplicables en su simbolismo como en la hazaña de su construcción. La diferencia es que la desaparición del mundo de los campesinos no sucedió hace milenios: en España fue casi ayer mismo, hace apenas dos generaciones, tan poco tiempo que hay todavía personas que pueden dar testimonio de esa civilización abolida. Parecía haber durado desde siempre y estar destinada a prolongarse idéntica en el porvenir, y desapareció de la noche a la mañana, o casi, en el tránsito de unos pocos años.
El libro de Marc Badal ha tenido tanto efecto sobre mí porque yo soy una de esas personas que recuerdan. Me he acordado de la dureza de los trabajos del campo, pero sobre todo de algo que es más difícil de preservar, y hasta de explicar, lo peculiar de la mentalidad campesina, que yo observaba en las personas más próximas a mí. Cuando yo era niño me daba cuenta de la diferencia radical que existía entre nuestras vidas y las de la gente que no dependía para su subsistencia del trabajo en el campo: tenían otro color de cara, manos más blancas y menos poderosas, vivían en barrios alejados del nuestro, en casas muy distintas, que a mí me producían admiración y más desconcierto que envidia cuando las visitaba. Eran casas en las que no había cuadras para los animales, ni graneros, ni jaulas de madera y alambre para los conejos. A veces ni siquiera eran casas, sino pisos en edificios modernos. Yo estaba convencido de que vivir en un piso era un signo de riqueza.
Vivían de otro modo, pero también las mentalidades de los adultos con los que yo me encontraba, los maestros en la escuela, los profesores en el instituto, los padres de mis compañeros que no eran del campo, no se parecían en nada a las de las personas de mi familia y a las que encontraba trabajando en la huerta de mi padre o en las cuadrillas de aceituneros. Los campesinos miraban y hablaban de otra manera, y habitaban una geografía exclusivamente suya. La forma del mundo se correspondía con la del territorio en el que vivían su vida y en el que trabajaban. Fronteras invisibles para cualquiera que no fuera ellos delimitaban lugares con rasgos específicos, más propicios para el cultivo de unas especies que el de otras, designados con nombres de una meticulosa geografía oral que no estaba escrita en ningún mapa. La vida campesina es más fácil de falsificar porque en ella no hay o no había casi nada que pudiera someterse a una generalización. Un campesino conoce su territorio, pero se pierde fácilmente unos kilómetros más allá. Los nombres que da a las cosas son muy precisos pero varían en la comarca o en la provincia contigua. Marc Badal despliega conocimientos muy extensos de la historia de los movimientos campesinos y de los dogmas ideológicos, favorables u hostiles, que se les han aplicado a lo largo de los siglos. Pero leyéndolo se le nota mucho que también ha escuchado y se ha fijado mucho, ha interrogado a supervivientes, y les ha prestado una atención respetuosa, sin idealizarlos ni caricaturizarlos, que es lo que han hecho a lo largo de los siglos la mayor parte de los estudiosos y los teóricos, los que querían ver en el campesino al Buen Salvaje del paraíso primitivo y los que se burlaban de su tosquedad o veían en él un símbolo del mundo arcaico y retrógrado que debía ser abolido cuanto antes por la modernidad. Solo hay dos certezas absolutas sobre los campesinos, y las dos son indelebles: de su trabajo procedía prácticamente todo el sustento y toda la riqueza; siempre ocuparon la escala más baja en el orden social y sufrieron el despotismo de los poderosos.
Una tarde, hace años, en Úbeda, estaba asomado al mirador de la muralla, que da a las laderas fértiles de las huertas, ahora casi todas perdidas, y más allá al oleaje monótono de los olivares. A mi lado había unos turistas haciendo fotos, admirando la vista del valle del Guadalquivir. Entonces pensé que ellos, aunque miraban lo mismo, no veían lo mismo que yo. Ellos veían un paisaje, hecho de valores estéticos. Yo veía, en ese campo y en esos caminos que fueron los de mi vida hasta los 18 años, las marcas poderosas del trabajo humano. La estética del paisaje eliminaba el tiempo y la presencia humana: a los ojos de los turistas aquellas laderas y aquel valle poseían una belleza intemporal, impersonal. Yo veía el proceso histórico tan cercano que había dado forma a aquella vista: cercas y tejados de chalets en lo que habían sido huertas; espesores de maleza cubriendo antiguos canteros de cultivos; y los olivares invadiéndolo todo, eliminando la diversidad y el contraste del cereal, la viña, el barbecho, los cañaverales y arroyos que antes marcaban algunas lindes, el trazado de los bancales y de las acequias.
En la mirada del campesino no existía el paisaje. Lo he recordado leyendo, con emoción gradual, este libro que me ha tomado por sorpresa, en el que me he sumergido tan favorablemente en el silencio del primer día del año. Marc Badal ha escrito la crónica de una extinción, y en ella hay una velada declaración de amor, y también un manifiesto político, un gesto de disidencia frente a la abrumadora coacción de que este mundo, tal como existe ahora, es el mejor y también el único posible. Yo he visto contada en él una parte de mi vida. Leo y voy recobrando voces, miradas, palabras, actitudes: aquel escepticismo inmune a cualquier entusiasmo, aquella incredulidad en el fondo sarcástica hacia la impostura y la palabrería. Me crie entre algunos de los últimos supervivientes del universo campesino. Soy uno de ellos.