martes, 19 de diciembre de 2017

DIARIOS DE RICARDO PIGLIA VIVIR VIÉNDOSE VIVIR

Piglia fue un autor que produjo una obra excelsa, rigurosa, profunda, no solo fue un gran novelista sino un crítico literario y maestro de muchos quilates, lo fue, para toda una generación en Argentina e Hispanoamérica. Sus referencias son memorables, la óptica especial que le permitió escribir y dictar conferencias  sobre Borges, Puig, Arlt, la creación literaria, incitan a nuevas lecturas y relecturas, sobra decir que son interpretaciones fuera de serie. Sus diarios son una muestra de ello. Esta reseña nos permite tener una nota sobre el último tomo. Es una nota lúcida y clara que espero mis lectores disfruten. Apareció en la “Revista Ñ” del periódico “El Clarín” de Buenos Aires. Cesar Hernando Bustamante.
ARIANA HARWICZ
“Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida es el último tomo de los diarios de Ricardo Piglia, que son calificados como “el vicio” de “esa glándula secreta que es la escritura”.
“Para nosotros la forma nouvelle se estructura en base a la narración de un olvido que se convierte en el centro de la trama. ¿Por qué? Porque si se recordara habría que escribir entonces una novela. La concentración de la forma nouvelle está fundada en el olvido. (…) La narración se teje con la tela del olvido”. Con esta cita los diarios se vuelven para mí una suerte de revelación de lo que escribo, del porqué escribo nouvelles y no novelas, poemas o cuentos, cuál es mi relación y la relación de mi escritura con la verdad, el recuerdo y el olvido. Por eso no importa si Ricardo Piglia tiene o no razón. Lo que importa es que sus diarios, o Los diarios de Emilio Renzi están regados de esta clase de anotaciones sobre la forma. Epifanías de lectura que enseguida se transforman en una escritura a la vez muy lírica y muy crítica.
Los diarios de Piglia son toda una indagación de las posibilidades de la primera persona, del Yo, sí, pero de un Yo todo el tiempo desplazado, intervenido, perforado. Todo el tiempo puesto en sospecha. Ya desde el título mismo cuando Piglia decide suprimirse él en tanto sujeto y figura de autor, o convertirse del todo en su propio personaje. El yo, los diferentes yoes o identidades como personajes. Y las voces. “No hay hombre que sea tan distinto de otro como lo es de sí mismo en los diversos tiempos”, decía Pascal. Eso son Los diarios de Emilio Renzi, de Piglia, de esos hombres y autores que fue y no fue el escritor. Y esta sentencia escrita en la entrada de un perdido o ficcional “Miércoles 11”, “Hay que vivir en tercera persona”, que es toda una declaración filosófica y, yo diría, una declaración de lo que “es” un escritor. Vivir en tercera persona, vivir viéndose vivir, escribiéndose.
También su diario entrega un carácter; ya en el final, anota: “He empezado a declinar inesperadamente. No hay que quejarse”.
Los diarios son entonces el recorrido excepcional del aspirante a escritor al hombre serio, del artista adolescente al moribundo, del joven soñador al hombre de letras prestigioso y herido.
Un diario siempre retoma la pregunta entre vida y obra, entre vida y escritura. Saltea el paso, el teatro que siempre incluye la ficción. Saltea la contraseña: “Había una vez...” y va directo de la vida a las palabras y de las palabras a la vida.
Más que nunca Los diarios de Emilio Renzi son también una parábola sobre el arco temporal. Los diarios, incluso más que las novelas, están hechos de tiempo. No sólo el tiempo de una vida, o de parte de una vida de un hombre mortal sino también el tempo del diario mismo. Algo que queda anotado ahí, en esa otra dimensión, acumulado en cajas, fuera del alcance de la viuda, de los lectores, editores, cineastas, del ataúd de Piglia.
Los diarios son el vicio, la manía privilegiada de esa glándula secreta, esa tela de araña y esa trampa redentora que es la escritura.
Y por último los diarios dicen, un sábado: “Admiro a los que luchan por escribir algo cuyo tono sea irrefutable. Es una cualidad que encuentro en Brecht, Kafka, Borges, Calvino”. Escribir algo cuyo tono sea irrefutable, anoto en mi propio diario, salido del diario de Emilio y Piglia.
Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida, Ricardo Piglia. Anagrama, 296 págs.





sábado, 9 de diciembre de 2017

LITERATURA Y NACIÓN


Este articulo, aparecido en el suplemento “Babelia” del país de España, de gran factura, toca con una lucidez inusitada, no corresponde al  formato periodístico, siempre un poco ligero, el tema del nacionalismo y la literatura, la relación intrincada entre estas dos realidades, tan difíciles, pero que tiene una historia, una manera polisémica de articularse, que el autor trata con inteligencia, hasta al punto de incitar a profundizar en el tema. Espero que mis lectores lo disfruten de igual manera. CESAR H BUSTAMANTE

Hoy, ningún escritor civilizado quiere ver su nombre al lado de ninguna clase de nacionalismo identitario. El apátrida más fascinante fue Kafka
MANUEL VILAS
1 DIC 2017 - 05:45 

Fue en el siglo XIX cuando la literatura descubrió su poder para la representación social del presente y lo hizo a través de la novela. Esas sociedades de las que se hablaba en las novelas tenían nombre: Francia, Rusia, Inglaterra, España. El XIX fue el siglo del nacionalismo y lo fue también de las ficciones de largo aliento, que se convirtieron en el espejo de las identidades colectivas. Ya no hacía falta la fuerza bruta de un ejército, o la solemnidad de un Estado, o la efigie de un rey para contemplar una nación: la novela era un reflejo más moderno, más sofisticado, más universal. La novela componía naciones: la Inglaterra de Dickens, la Francia de Balzac, la Rusia de Tolstói o la España de Galdós. Los novelistas triunfaron, pero también cargaron en sus hombros con los recién estrenados fantasmas de las naciones. La modernidad aceptaba el pacto de novela y nación a cambio de que el reflejo de las sociedades fuese crítico. Pero el maridaje entre escritor y país ya estaba formulado. Ese maridaje, en el siglo XX, acabó teniendo toda clase de desencuentros. Thomas Bernhard murió odiando un país entero: Austria. Vladímir Nabokov abandonó la lengua rusa y a partir de 1938 escribió en inglés. Tras la Segunda Guerra Mundial, los escritores huyeron del nacionalismo como de la peste, pero eran conscientes de que iban a ser adjetivados en función de su origen nacional. Nadie escapaba a su país, de modo que el Premio Nobel a Albert Camus fue el Premio Nobel a un escritor francés. O el Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez, un poeta en el exilio, fue el Nobel a un escritor español. La nacionalidad adjetiva siempre a la literatura.
Tal vez el primer apátrida de la modernidad fuese Lord Byron, el primero que experimentó la desavenencia con su identidad nacional como un logro ético y estético. Byron insultó a Inglaterra, pero Inglaterra no se sintió insultada por él. Todo lo contrario, acabó integrando el insulto byroniano como una nueva forma de ser inglés. Byron fue el apátrida errante. La vida errante se instituía en las letras occidentales como una forma hermosa de desafección patriótica y perfilaba el mito de lo que luego se llamó cosmopolitismo, que fue una gran invención tras la que se podían disimular orígenes nacionales exóticos, y estoy pensando en Rubén Darío. Del cosmopolitismo, que fue una utopía parisiense, se pasó a “mi patria es mi lengua”, una solución que evitaba al escritor tener que sufrir la toxicidad de los Estados y zanjar el oscuro asunto de la patria. Aun hubo un remedio casi enternecedor en aquellos escritores que usaban y usan el “mi patria es mi infancia”, que fue un hallazgo de Rilke.

Por mucho que Oscar Wilde maldijera Inglaterra, su destino es estar en el cuadro de honor de la literatura de lengua inglesa. Hasta la poesía irreductible de Rimbaud sabía que su destino era Francia. Estados Unidos sigue siendo feudo de Walt Whitman. Y España pertenece a Antonio Machado. La identidad nacional necesita escritores para existir. Pero los lectores también consiguen articular su identidad personal cuando ven su país representado literariamente, incluso cuando su ciudad es satirizada, caso de Dublín en el Ulises de Joyce. La representación negativa de un país, si tiene fuerza artística, es válida. De la representación realista de las sociedades crecidas bajo el nacionalismo decimonónico, la literatura, ya en el siglo XX, sondeó zonas simbólicas y resbaladizas, como ocurre en Pedro Páramo, de Juan Rulfo, novela que presenta un retrato distorsionado de un ente fantasmal llamado México. Luces de Bohemia, de Valle-Inclán, contribuyó a la construcción del mito literario de España, que pasó de la literatura a la política, y que, lo estamos viendo hoy, aún perdura. Insistiendo en esa idea, y ya casi a título de perversa ironía, si España perdiera su identidad histórica, obras muy críticas con esa identidad, como la de Luis Cernuda o Juan Goytisolo, se volverían incomprensibles. Estoy pensando en que un libro como Coto vedado será comprensible para un lector futuro en tanto en cuanto siga existiendo España.


Es muy difícil que un escritor no lleve la sociedad y el país que le ha tocado en suerte a las páginas de sus libros. Cien años de soledad consagraba una épica fantasiosa de un país que parecía de ficción, pero que acabó siendo Colombia. Muy sabedor de esto fue el propio García Márquez cuando eligió como vestimenta de gala en la recepción del Premio Nobel de 1982 el liquilique que ahora se expone en el Museo Nacional de Colombia. Hoy día la incomodidad persiste, y ningún escritor civilizado quiere ver su nombre al lado de ninguna clase de nacionalismo identitario. El apátrida más fascinante fue Franz Kafka. La nacionalidad de Kafka es un vacío. Nadie podría decir de él que fuese alemán, ni checo, ni judío. Cuando Roberto Bolaño escribió Los detectives salvajes formuló una idea del poeta latinoamericano como apátrida y pobre. El vagabundeo byroniano se encarnaba, en versión low cost, en los personajes de la novela de Bolaño, quien en su propia vida también alcanzó un alto grado de escritor sin patria, o escritor con tres patrias: Chile, México y España. Los poetas mendigos de Bolaño son una buena metáfora de la desafección de la literatura hacia la patria.