lunes, 29 de julio de 2019

EL ESPÍRITU DE LA NOVELA



Esta columna de Antonio Muñoz Molina deja ver la diatriba entre leer y escribir, que son las rutinas intensas del escritor.
Me parece que no es un tema menor, muchos autores alguna vez se han referido a esta dualidad que va más allá de las responsabilidades propias del profesional que vive de la escritura, espero mis lectores la disfruten. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE

Puedes estar tan ocupado siendo escritor que no te quede tiempo para escribir. En la vida literaria, pero sin calma para la vida.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
26 JUL 2019 - 11:44           COT
Cada verano, en cuanto dejo atrás las obligaciones más o menos agobiantes de la temporada, compruebo la distancia, creciente para mí, entre la literatura y lo que se llama la vida literaria, entre las tareas solitarias de escribir y leer y el espectáculo de la presencia pública, entre la concentración y la paciencia del hacer callando y la fatiga y la necesidad de explicar lo que se ha hecho, lo que mejor sería dejar que se explicara por sí solo. Cada verano aprendo de nuevo que al escribir y al leer, en grados distintos, disfruto tanto que llego a olvidarme de mí mismo, pero que al publicar me vuelvo nervioso, inseguro, vulnerable, suspicaz, ansioso. Escribir es una afición y un trabajo que se vuelve soluble en las tareas y las distracciones de la vida diaria, en un fluir continuo que incluye caminatas, conversaciones, ocupaciones domésticas, siestas lectoras, salidas gratas para tomar algo y no volver a casa demasiado tarde. Publicar es exhibirse. El libro es un producto frágil que requiere un grado inevitable de apoyo, casi de militancia. Uno es consciente, cuando publica un libro, de que ha de hacer un esfuerzo para ayudar a su difusión, en una época en que la cultura lectora no cuenta con el apoyo de los poderes públicos, y en la que los medios, también sumidos en la tribulación, se inclinan a celebrar sobre todo lo que les parece que lleva el sello de la moda o lo que ya es tan celebrado que no tendría ninguna necesidad de serlo más aún. De modo que el autor se siente en la obligación de hacer de publicista de sí mismo y viajante de su minoritaria mercancía, y de dar todo tipo de explicaciones sobre ella, aquí y allá, delante del público o en una entrevista, y ahora además en el espacio histriónico de las redes sociales.

Yo nunca sé en qué medida o cuántas veces se puede explicar algo sin abaratarlo, sin quitarle esa veladura de misterio que es el mayor atractivo de un libro cuando uno lo tiene por primera vez entre las manos, cuando lo abre y empieza a leerlo. Hay una soledad sin la cual el libro no podría ser escrito, y para leerlo haría falta otra soledad equivalente: que el libro llegue al lector tan inopinadamente como fue llegando a quien lo escribía. Es como la necesidad de una mesa despejada, de una habitación limpia y desnuda con una ventana. En el interior del libro habrán de oírse los ruidos y las voces del mundo, pero el momento de escribir requiere un silencio absoluto, no más riguroso que el que pide la lectura verdadera. Eso no quiere decir que uno ha de retirarse a una casa en un acantilado, encerrarse en una habitación insonorizada. La primera capa decisiva de silencio la genera, como un campo magnético, el acto mismo de escribir o leer. Esas lectoras —casi siempre lo son— que uno ve a veces en el metro tienen el mismo aire de sosegada concentración que Erasmo de Róterdam en el retrato que le hizo Holbein.

La literatura es soledad, o conversación muy privada. La vida literaria es compañía y tumulto. El escritor en su trabajo está tan gustosamente solo como el lector en su deleite. En la vida literaria se convierte en actor, y peor aún, en miembro de una cofradía, de una pandilla, de un grupo. A Simone Weil, tan apasionada defensora de la igualdad y la justicia, le provocaba rechazo cualquier frase que empezara por la primera persona del plural. Cuando alguien habla delante de mí en primera persona del plural siento instintivamente el deseo de ponerme a salvo o de quedarme fuera. Y no hay primera persona del plural que me despierte más incomodidad y extrañeza que la que empieza con “los escritores”, y hasta con “todos los escritores”: “todos los escritores fuimos embusteros de niños”, por ejemplo; los escritores somos esto, o lo otro. Yo no soy quién para hablar o escribir en nombre de nadie.

Siempre he huido de las pertenencias colectivas, más todavía cuando se exhiben en público. Desconfío de la facilidad con la que puede caer en la prepotencia quien se ve a sí mismo en una tarima delante de una sala llena de gente favorable: la tentación de la ocurrencia, el chiste seguro que ya ha funcionado otras veces, las competiciones de ingenio y de presunta agudeza con los colegas de mesa redonda, la calderilla de las anécdotas y las citas espurias. Mucho antes de lo que parece, el halago y el hábito de la exposición pública lo convierte a uno en algo peor que un personaje o un impostor: en un farsante. Uno puede estar tan ocupado siendo escritor que no le quede tiempo para escribir; tan sumergido en la vida literaria que no le queda calma suficiente para fijarse en la vida.

Son divagaciones de verano. Para mí hay veranos de escribir y veranos de leer y de curarme la fatiga de haber escrito, pero sobre todo la angustia y la incertidumbre de haber publicado. En los veranos de leer me embarco en novelas de larga travesía y recupero sin ninguna dificultad un fervor por la literatura que tiene algo de inocencia, como si estuviera descubriéndola en su gloriosa variedad y amplitud, como si tuviera toda una vida de lecturas por delante. En el tiempo dilatado de los veranos caben igual los regresos que los nuevos hallazgos. La literatura es el libro que tengo entre las manos y el cine en colores lujosos de mi imaginación que por fortuna los años no han debilitado. Este verano vuelvo a Cervantes, que lleva acompañándome toda mi vida de lector, y leo por primera vez a Machado de Assis, dos novelas prodigiosas, una tras otra, Dom Casmurro y Memórias póstumas de Brás Cubas. Tal vez no hay novela que yo conozca mejor que Don Quijote, y sin embargo siempre estoy encontrando en ellas sutilezas, ironías y profundidades nuevas. Nunca había leído a Machado de Assis, que tiene una audacia y una desenvoltura cervantinas en la invención de sus historias. Pero lo que reconozco en él, desde las primeras páginas, es el espíritu singular de la novela, su vocación de indagar en los actos y en las conciencias de los seres humanos, su generosa ambición abarcadora, su desolación y su humorismo. No nos importaría tanto la literatura si no aprendiéramos en ella tantas cosas que de otro modo no podríamos saber. Es eso lo que le exigimos. Todo lo demás que hay a su alrededor carece de importancia.



domingo, 7 de julio de 2019

MÉXICO SE ESCRIBE CON 'M' DE MARGO GLANTZ

La literatura femenina tiene hoy reconocimientos que antes le fueron negados por razones que no cabe enumerar ahora, de hecho, hay una reverberación por estos tiempos que se traduce en muchas publicaciones y re-ediciones, no solo de las nuevas escritoras, sino de aquellas que hace años tienen un trabajo importante y serio como Margo Glantz. Son muchos los trabajos serios publicados alrededor de las escritoras de mitad del siglo pasado que traeremos a este blog. Este artículo publicado por el periódico “El tiempo” de Bogotá Colombia, de la mano de un gran escritor, solo espero que mis lectores lo disfruten, está descontada su calidad. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE


Charla con la ensayista e intelectual de 89 años, una de las más reputadas de la región.

Por: Juan Camilo Rincón*  05 de julio 2019 , 10:30 p.m.

En el salón de un hotel capitalino me encontré con Margo Glantz, de 89 años. Esperaba que esta destacada escritora, académica y crítica mexicana me llevara a un recorrido por su relación con los escritores de hace algunas décadas, pero, en cambio, me condujo por otros caminos, cuando de su boca empezaron a salir profusamente nombres de autores latinoamericanos contemporáneos.

Me habló con propiedad de libros publicados hace un año o seis meses por autores colombianos como Giuseppe Caputo, Juan Cárdenas (“Me interesa mucho lo que escribe y me parece novedoso”), Juan Gabriel Vásquez y Carolina Sanín (“Me gusta ella misma como persona, siempre con un tono contestatario. Su último libro me parece muy interesante”). Son ellos algunos de quienes la maravillan de la actual movida literaria.

Cruzando la frontera nacional, hizo, además, un recorrido por aquellas voces latinoamericanas que le parecen fascinantes: Mónica Ojeda, de Ecuador; Samantha Schweblin, de Argentina; Liliana Colanzi, de Bolivia. “Hay que ver la cantidad de mujeres jóvenes que están escribiendo y están teniendo un gran éxito. ¡Y cada vez hay más! En México hay una generación muy brillante; por ejemplo, Verónica Gerber, Valeria Luiselli; una chica muy interesante que se llama Jazmina Barrera. En fin, hay una gran producción femenina que es cada vez mejor acogida y más leída. En general, la literatura latinoamericana es tan extensa, hay tanta y tan maravillosa que ya no me da el tiempo para vivirla y leerla. Estoy muy fascinada de ver un renacimiento tan espectacular de la literatura latinoamericana y, justamente, el hecho de que cada vez más mujeres tan interesantes están publicando en nuestra región”.
¿Por qué es tan importante lo que afirma Glantz? La respuesta es sencilla: es una de las voces predominantes de la academia mexicana en los últimos 40 o 50 años. Profesora emérita de la Unam (Universidad Nacional Autónoma de México) y del Sistema Nacional de Investigadores (SIN) de su país. Es, además, docente visitante en templos educativos estadounidenses como Yale, Berkeley, Harvard y Princeton, entre muchas otras, y ganadora de numerosos premios y reconocimientos.
Es inconmensurable su conocimiento sobre la literatura latinoamericana y, en particular, sobre la mexicana. Su mirada global abarca estudios sobre los escritos de la época colonial, de los que Sor Juana Inés de la Cruz es el mejor ejemplo, logrando establecer un amplio y sesudo panorama hasta la literatura de hoy.
Paisaje de letras
Me sorprendió gratamente su capacidad de verlo todo como un gran paisaje donde cada detalle es esencial para hacer una pintura completa de las letras mexicanas.
Es como si Glantz (Ciudad de México, 1930) viviera sin tiempo, en todos los tiempos. No se especializa en un asunto en particular y es, entonces, un gran mar de conocimiento sobre todos los temas. Para ser alguien que comprende y conoce tan bien el pasado, ella tiene muy claro el presente, un presente que hace suyo en cada encuentro, en cada viaje, en cada libro.

El país anfitrión siempre es un tema que surge entre las fisuras. Entonces, menciona algunos de sus muchos referentes sobre las letras colombianas del siglo pasado. Cita con igual facilidad a Rafael Gutiérrez Girardot y a José Eustasio Rivera, sobre cuya obra afirmó tiene la capacidad de plantear el concepto de región, particularmente en su narración de la selva, “zona tórrida por excelencia” y espacio idóneo para representar las dicotomías racional-irracio-nal, barbarie-civilización.

¿Por qué es tan importante lo que afirma Glantz? La respuesta es sencilla: es una de las voces predominantes de la academia mexicana en los últimos 40 o 50 años.
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Otrora territorio idílico, como lo fue para Andrés Bello, para Glantz la selva es en Rivera aquel lugar de “carácter horrible e infernal, concebida como una especie de divinidad, un mito típicamente latinoamericano”.

Aparecen ahora los nombres de Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez. Nuestro nobel cataquero es referente inevitable sobre el que, considera, todo está dicho.

Cuando recién llegó a México, los círculos intelectuales no le hacían el menor caso; era un actor entre otros hasta que apareció Cien años de soledad. Entonces, “la gente se sorprendió enormemente porque había convivido con García Márquez y no se había dado cuenta de quién era él”.
En cambio, Glantz lo conocía, lo vio siempre en eventos y tertulias, con la prensa “como enloquecida” detrás de él.
Más cercano a sus afectos estaba el autor de Ilona llega con la lluvia. Desafiando las convenciones de leyes y papeles, en su corazón Margo siente que, junto con Monterroso y Cardoza y Aragón –igualmente nacidos en otras tierras–, Mutis es mexicano de la más pura raigambre.
Admiradora de las dos vertientes de la obra del bogotano, poesía y novela, que ha leído y releído incontables veces, sobre el autor de La nieve del almirante, Glantz ha dado clases y realizado estudios rigurosos.

Para la ensayista, Maqroll es el personaje que mejor expresa el concepto universal del mundo fantástico de la aventura, pues su creador “evita caer en el color local, ya sea en los regionalismos del paisaje o en los del lenguaje; también evita dejarse atrapar por un sensiblero compromiso político y social”.
Colombia en el corazón
Al preguntarle qué tiene México que ha permitido la creación de destacadas obras de la literatura colombiana, la autora de El rastro (premio Sor Juana Inés de la Cruz 2004) nos recuerda que aquel fue un país de acogida al que llegaron muchas personas de exilios diferentes, cuyos aportes fueron esenciales en campos como las ciencias, la filosofía, la labor editorial: “Es que era un país de una corriente libertaria, cosmopolita, con una gran cultura. La Revolución mexicana fue importante también porque fue la primera gran revolución del siglo XX, a la que acudieron no solamente mexicanos sino gente de todo el mundo”.

Con más de 35 premios y reconocimientos a cuestas, la académica y ensayista no solo conoció nuestra literatura en su tierra natal, también se ha deleitado con las letras colombianas en el suelo donde muchas de ellas han nacido.

Aunque ha venido tantas veces a nuestro país, le siguen fascinando “la comida, la gente, la amabilidad, el cariño con el que te tratan, la cortesía, las montañas. Es preciosa la vista de las montañas”.
Invitada por su amigo Darío Jaramillo Agudelo, entonces director de la biblioteca Luis Ángel Arango, vino por primera vez en 1981, junto con el escritor mexicano Sergio Pitol, ganador del premio Cervantes; con Marisa Blanco (la directora de Babelia, suplemento cultural del diario español El País), con Manolo Porras y con la ensayista Elena Urrutia.

Durante su estadía, Glantz recuerda que la acompañaron la poeta Piedad Bonnett y la escritora Fanny Buitrago. Entre sus amistades colombianas también cuenta a la crítica, profesora de literatura latinoamericana y novelista Helena Araújo, quien dedicó su vida al estudio de las escritoras hispanoamericanas.

La escritora mexicana rememora, de manera especial, el texto de Araújo titulado ¿Imitadoras de García Márquez?, en el que cuestiona a esas mujeres que tomaron el esquema del cataquero para escribir sus novelas.

Inspirada por ese análisis de su amiga, Glantz escribió en los años noventa Las Gabitas de la literatura latinoamericana, artículo en el que invita a las escritoras a desprenderse del rotundo y avasallador éxito del creador de Macondo, a evitar la imitación de la fórmula garcíamarquiana y, más bien, a buscar otras formas de transgredir la literatura desde lo femenino. Eso es precisamente lo que, según Margo, ocurre hoy con las nuevas escritoras de este lado del continente, cuya ruptura de los modelos precedentes les ha permitido cobrar relevancia en el mundo.
Glantz se describe a sí misma como una sobreviviente, pues de la generación con la que compartió sus creaciones, todos han partido ya. Y con nostalgia de quienes ya no están, afirma: “Extraño a mis contemporáneos: a Sergio Pitol, a Carlos Monsiváis, a Tito Monterroso, a Cardoza y Aragón. Ellos eran escritores extraordinarios que no estaban sujetos ni esclavizados al mercado. Había mucho más interés en la literatura como tal, que ser conocidos y aparecer en listados y ser vendidos… eso lo extraño. Además eran escritores con una gran pasión por la cultura y por la lectura. Puede ser que ahora eso también exista, quizás estoy exagerando, quizás es nostalgia, pero creo que en aquella época teníamos una relación mucho más profunda con la literatura en el sentido de algo que determinaba nuestras vidas, como algo vital”.

Me despido viéndola rodeada de jóvenes, quienes, desconociendo que su obra nació hace más de medio siglo, la sienten poderosamente actual. Margo Glantz es uno de los últimos rastros de esa literatura cuya fuerza arrastró las corrientes y les dio vida y forma, transformando nuestras letras y haciéndolas capaces aún de luchar cuerpo a cuerpo para resignificar una Latinoamérica que no se da por vencida.

JUAN CAMILO RINCÓN*
 ESPECIAL PARA EL TIEMPO
@JuanCamiloRinc2

 Periodista cultural, escritor e investigador. Autor de libros como ‘Ser colombiano es un acto de fe. Historias de Jorge Luis Borges y Colombia’ (2014) y ‘Viaje al corazón de Cortázar’ (2015).