jueves, 2 de diciembre de 2021

EL FIN DE LA UTOPIA

 Traigo este excelente trabajo del filosofo Alemán por considerarlo de suma importancia, es una análisis pertinente de la sociedad actual y constituye un texto que nos permite reflexionar sobre la crisis actual y cual son los anclajes que nos llevaron a la misma desde una perspectiva filosófica que atiende a sus principales causas. CESAR H BUSTAMANTE


JUGUEN HABERMAS



Observamos hoy signos de una pérdida de confianza en sí misma de la cultura occidental. Desde finales del siglo XVIII, entendemos la historia como un proceso de alcance mundial generador de problemas. En él cuenta el tiempo como recurso escaso para la solución, orientada hacia el futuro, de los problemas que nos lega el pasado. El carácter ejemplar del pasado, en función del cual pudiera orientarse sin reservas el presente, se desvanece. La desvalorización del pasado y la necesidad de ob[1]tener principios normativos de las propias experiencias y formas de vida modernas explica el cambio de estructura del "espíritu de la época", que recibe impulsos de dos fuentes antagonistas: el pensamiento histórico y el pensamiento utópico. A primera vista, estas dos formas de pensamiento parecen excluirse. El pensamiento histórico, saturado de experiencia, parece llamado a criticar los proyectos utópicos, y el desbordante pensamiento utópico parece tener la función de alumbrar espacios de posibilidad que apuntan más allá de las continuidades históricas. Pero, de hecho, la conciencia moderna del tiempo abre un horizonte en el que el pensamiento histórico se funde con el utópico. Esta inserción de las energías utópicas en la conciencia histórica caracteriza el espíritu de la época, que desde los días de la Revolución Francesa ha venido configurando el espacio público político.

Así, al menos, parecía hasta ayer. Pero hoy parece como si las energías utópicas se hubieran consumido, como si hubieran abandonado el pensamiento histórico. El horizonte del futuro se ha contraído, y tanto el espíritu de la época como la política han sufrido una transformación radical. El futuro aparece cargado negativamente; en el umbral del siglo XXI se dibuja el panorama aterrador de unos riesgos que, a nivel mundial, afectan a los propios intereses generales de la vida: la carrera de armamentos, la difusión incontrolada de las armas nucleares, el empobrecimiento de los países en vías de desarrollo, el desempleo y los crecientes desequilibrios sociales en los países desarrolla[1]dos, problemas ecológicos, tecnologías que operan casi al borde de la catástrofe, son las rúbricas que a través de los medios de comunicación han penetrado en la conciencia pública. Las respuestas de los intelectuales, no menos que las de los políticos, reflejan desconcierto.

En la escena intelectual se extiende la sospecha de que el agotamiento de las energías utópicas no solamente es indicación de un pesimismo cultural transitorio. Podría ser indicación de un cambio n la conciencia moderna del tiempo. Quizá se esté disolviendo otra vez aquella amalgama de pensamiento histórico y de pensamiento utópico; quizá se esté transformando la estructura del espíritu de la época y la composición de la política. Tal vez la conciencia histórica se esté descargando otra vez de sus energías utópicas: lo mismo que a finales del siglo XVIII, con la temporalización de las utopías, esperanzas puestas en el más allá emigraron al más acá; así también hoy, las expectativas utópicas pierden su carácter secular y toman otra vez una forma religiosa.

Yo no considero fundada esta tesis según la cual a lo que es[1]tamos asistiendo es a la irrupción de una época posmoderna. Lo que está cambiando no es la estructura del espíritu de la época, no es el modo de la disputa sobre las posibilidades de vida en el futuro. No es que las energías utópicas en general se estén retirando de la conciencia histórica. A lo que estamos asistiendo es, más bien, al fin de una determinada utopía de la utopía, que en el pasado cristalizó en tomo a la sociedad del trabajo. La estructura de la sociedad civil burguesa quedó acuñada por el trabajo abstracto, por un tipo de trabajo orientado en función del lucro, regido por el mercado, revalorizado en términos capitalistas y organizado en forma de empresas. Como la forma de este trabajo abstracto desarrolló una tremenda fuerza configuradora capaz de penetrar en todos los ámbitos, nada tiene de extraño que las expectativas utópicas se centraran también en la esfera de la producción: el trabajo había de emanciparse de la heteronomía a la que estaba sometido. Las utopías de los prime[1]ros socialistas se condensaron en la imagen del falansterio. De la correcta organización de la producción debía surgir la forma de vida comunal de trabajadores libremente asociados. La idea de autogestión de los trabajadores inspiró todavía el movimiento de protesta de los años sesenta. Pese a todas sus críticas al socialismo utópico, Marx, en sus manuscritos de economía y filosofía, se atuvo a esa misma utopía de la sociedad del trabajo.

Los límites del Estado social, pues bien, esta utopía del trabajo ha perdido su fuerza de convicción, sobre todo porque ha perdido su punto de referencia en la realidad: está decreciendo la fuerza que el trabajo abstracto tiene de formar estructuras y de configurar la sociedad. Pero ¿qué nos permite suponer que esta pérdida de fuerza de convicción de la utopía de la sociedad del trabajo reviste importancia para amplias capas de la población y que puede ayudarnos a explicar un agotamiento general de los impulsos utópicos? Bien, esta ideología no solamente atrajo a los intelectuales, sino que inspiró el movimiento obrero europeo y en nuestro siglo dejó sus huellas en tres programas sumamente diversos, pero los tres de importancia histórica universal: el comunismo soviético; el corporativismo autoritario y el reformismo del Estado social.

Después de la II Guerra Mundial, en los países occidentales, todos los partidos gobernantes han obtenido su mayoría, de forma más o menos pronunciada, bajo el signo de objetivos propios del Estado social. Pero desde mediados de los años setenta empiezan a hacerse, visibles los límites del proyecto que representa el Estado social (sin que hasta ahora resulte visible alternativa alguna). Por tanto, ahora puedo formular mi tesis con más exactitud: la perplejidad de políticos e intelectuales es ingrediente de una situación en la que el programa del Estado social, el cual todavía se sigue nutriendo de la utopía de la sociedad del trabajo, pierde su capacidad de alumbrar posibilidades futuras de una vida colectivamente mejor y menos amenazada.

Ciertamente que el núcleo de esa utopía toma, en el proyecto que representa el Estado social, una forma distinta. La forma de vida emancipada, más digna del hombre, no se piensa ya como un resultado directo de una revolución de las relaciones de trabajo, es decir, de una transformación del trabajo heterónomo en actividad autónoma. A pesar de eso, las relaciones laborales re[1]formadas siguen manteniendo también en este proyecto una significación central: se convierten en punto de referencia no sólo de las medidas tendentes a humanizar un trabajo que sigue sien[1]do heterónomo, sino, sobre todo, en punto de influencia para las prestaciones compensatorias que tienen por objeto absorber los riesgos funda mentales del trabajo asalariado (accidentes, enfermedad, pérdida del puesto de trabajo y desvalimiento en la vejez). De lo cual se sigue que todos los capaces de trabajar tienen que poder integrarse en este sistema ocupacional atemperado en sus conflictos y amortiguado en sus riesgos, es decir, el objetivo del pleno empleo. La compensación sólo puede funcionar si el papel del asalariado a tiempo completo se convierte en lo normal. Por las hipotecas que, pese a todos estos mecanismos amortiguadores, comporta todavía la situación de asalariado, el ciudadano es compensado en su papel de cliente con derechos que puede hacer valer ante las burocracias del Estado social y en su papel de consumidor con poder adquisitivo de bienes de consumo masivo. La palanca de la pacificación del antagonismo de clases sigue siendo, pues, la neutralización del material de conflicto que la situación de asalariado comporta. Ese fin tiene que ser conseguido por la vía de la legislación propia del Estado Social y por la vía de negociaciones colectivas de asociaciones de trabajadores y empresarios independientes del Estado; las políticas del Estado social obtienen su legitimación de las elecciones generales encuentran en los sindicatos autónomos y en los partidos obreros su base social. Pero lo que decide sobre el éxito del proyecto es el poder y la capacidad de acción del apa[1]rato estatal intervencionista. éste tiene que intervenir en el sistema económico con la finalidad de proteger el crecimiento capitalista, de moderar las crisis, de asegurar a la vez los puestos de trabajo y la competitividad internacional de las empresas para que se generen así crecimientos de los que quepa distribuir sin desanimar a los inversionistas. Esto ilumina la parte metodológica del proyecto: el compromiso que el Estado social representa y la pacificación del antagonismo de clase han de conseguirse mediante una intervención del poder estatal, legitimado democráticamente, en el proceso espontáneo del crecimiento capitalista para protegerlo y moderarlo. La parte sustancial del proyecto se nutre de los restos de la utopía de la sociedad del trabajo: al quedar normalizada la situación de los trabajadores mediante los derechos de participación política y de participación en el producto social, la masa de la población tiene ahora la oportunidad de vivir en libertad, en justicia social y en creciente bienestar. Se presupone, pues, que, mediante las intervenciones del Estado, puede asegurarse una pacífica coexistencia entre democracia y capitalismo.

PODER Y EFICACIA

En las sociedades industriales desarrolladas de Occidente, esta precaria condición pudo cumplirse en términos generales, al menos en el período de reconstrucción de posguerra. Pero eso se acabó desde principios de los años setenta. Ahora las dificulta[1]des inmanentes que se plantean al Estado social se deben precisamente a sus propios éxitos. En este aspecto, siempre han estado presentes dos cuestiones: ¿dispone el Estado intervencionista de poder suficiente y de suficiente eficiencia como para domesticar el sistema económico capitalista? ¿Y es la utilización del poder político el método correcto para conseguir el fin sustancial de fomentar y asegurar formas de vida emancipadas más dignas del hombre? Se trata, pues, de los límites de la conciliabilidad entre capitalismo y democracia y de la cuestión de las posibilidades de producir con medios jurídicos burocráticos nuevas formas de vida.

Con todo, las instituciones del Estado social representan, en no menor medida que las instituciones del Estado constitucional democrático, un paso evolutivo respecto del cual, en las sociedades de nuestro tipo, no existe alternativa visible ni en relación con las funciones que el Estado social cumple ni tampoco en relación con las exigencias normativamente justificadas que ese Estado satisface. Por lo demás, los países algo retrasados todavía en la evolución del Estado social no tienen ninguna razón para apartarse de ese camino. Es precisamente la falta de alternativas, tal vez la irreversibilidad de estas estructuras de compromiso por las que tanto se sigue batallando aún, lo que nos sitúa ante el dilema de que el capitalismo no puede vivir sin el Estado social, pero tampoco puede vivir si éste se sigue extendiendo.

Tres tipos de reacción Simplificando mucho las cosas, podemos distinguir, en países como la República Federal de Alemania y Estados Unidos, tres tipos de reacción: la primera es la de los defensores del legitimismo de la sociedad industrial, legitimismo en su versión de Estado social, que componen el ala derecha de la socialdemocracia. Esta ala derecha se encuentra hoy a la defensiva. En[1]tiendo la caracterización que acabo de hacer en un sentido muy amplio, de forma que pueda extenderse también  a la Mondale del Partido Demócrata de Estados Unidos o al segundo Gobierno de Mitterrand. Los legitimistas borran del proyecto del Estado social precisamente las componentes que éste había tomado de la utopía de la sociedad del trabajo. Renuncian al objetivo de domeñar la heteronomía del trabajo hasta un punto en el cual el estatuto del ciudadano igual y libre penetre en la esfera misma de la producción, convirtiéndose en núcleo de cristalización de formas autónomas de vida. Los legitimistas son hoy los verdaderos conservadores que quisieran estabilizar lo conseguido. Esperan encontrar de nuevo el punto de equilibrio entre la evolución del Estado social y una modernización realizada en términos de economía de mercado. Esta programática mantiene la vista fija en preservar lo adquirido por el Estado social. Pero desconoce los potenciales de resistencia que se han acumulado en el curso de la progresiva erosión burocrática de los mundos de la vida comunicativamente estructurados y liberados de sus contextos históricos no reflexivos. Tampoco toma en serio los desplazamientos que se han producido en su base social y sindi[1]cal, en la que podían apoyarse hasta ahora las políticas del Estado social. En vistas de la estructuración experimentada por el cuerpo electoral y de la debilitación de las posiciones de los sindicatos, esta política se ve amenazada por una desesperada carrera contra el tiempo.

 

Lo que en cambio está hoy en alza es el neoconservadurismo, que opta asimismo por la defensa de la sociedad industrial, pero que decididamente critica su versión de Estado social. En su nombre se han presentado la Administración Reagan y el Gobierno de Margaret Thatcher. El neoconservadurismo se caracteriza esencialmente por tres componentes:

1. Por una política económica orientada en función de la oferta, que tiene por objeto mejorar las condiciones de revalorización del capital y poner otra vez en marcha el proceso de acumulación. Se cuenta -en principio se supone que, sólo de forma transitoria- con una tasa de desempleo relativamente alta. La redistribución de ingresos redunda en detrimento de las capas más pobres de la población, mientras que sólo los grandes poseedores de capital alcanzan claras mejoras. A todo lo cual hay que añadir una cierta restricción de las prestaciones del Estado social.

2. Hay que rebajar los costes de legitimación del sistema político. La "inflación de exigencias o pretensiones" y la "ingobernabilidad" son los dos núcleos temáticos contra los que se vuelve una política que tiene por objeto establecer una más marcada separación entre la Administración y los procesos de formación de la voluntad colectiva. En este contexto se fomentan desarrollos neocorporativistas, es decir, una activación del potencial de control no estatal de las grandes corporaciones, sobre todo de las organizaciones empresariales y de los sindicatos.

Esta sustitución de las competencias parlamentarias, normativamente reguladas por sistemas de negociación que todavía siguen funcionando, convierte al Estado en una parte más en la mesa de negociaciones.

3. Finalmente, la política cultural se encarga de operar en dos frentes. Por un lado, hay que desacreditar a los intelectuales como gente obsesa por el poder y, a la vez, como representantes ya improductivos del modernismo, pues los valores posmateriales sobre todo las necesidades expresivas de autorrealización, y los juicios críticos de una moral universalista ilustrada se consideran amenazas a las bases motivacionales de la sociedad de ltrabajo y de la opinión pública despolitizada. Por otro lado, hay que reavivar la cultura tradicional, las bases sustentadoras de la eticidad convencional, del patriotismo, de la religión civil, de la cultura popular.

CRÍTICOS DEL CRECIMIENTO

Una tercera forma de reacción es la que cristaliza en la disidencia de los críticos del crecimiento, los cuales adoptan una actitud ambivalente frente al Estado social. Así, por ejemplo, algunos movimientos de la República Federal de Alemania congregan minorías de la más diversa procedencia, constituyendo una "alianza antiproductivista". Lo que las une es el rechazo de esas visiones productivistas del progreso que los legitimistas comparten con los neoconservadores.

Sólo los disidentes de la sociedad industrial parten de que el mundo de la vida se halla amenazado por igual tanto por la monetarización de la fuerza de trabajo como por la burocratización. Sólo los disidentes juzgan también necesario reforzar la autonomía de un mundo de la vida amenazado en sus fundamentos vitales y en su estructura comunicativa interna. Sólo ellos exigen que la dinámica propia de los subsistemas regidos por los me[1]dios poder y dinero se vea detenida o reencauzada por formas de organización más próximas a la base y autogestionadas.

Los disidentes de la sociedad industrial son, por tanto, los herederos de los componentes radical-democráticos del programa del Estado social abandonados por los legitimistas. Sólo que mientras no vayan más allá de la mera disidencia, sigan atrapa[1]dos en el fundamentalismo de las grandes negaciones y no ofrezcan más que un programa negativo de obtención del crecimiento y de desdiferenciación, caen por detrás de una idea del proyecto de Estado social.

Pues en la fórmula "domesticación del capitalismo" no solamente se ocultaba la resignación ante el hecho de que la jaula de una supercompleja economía de mercado ya no puede romperse desde dentro y transformarse democráticamente con simples recetas de autogestión de los trabajadores. Aquella fórmula con[1]tenía también la idea de que, para ejercer un influjo desde fuera, indirecto, sobre los mecanismos sistémicos de control era preciso algo nuevo, a saber: una combinación, altamente innovadora, de poder y de autolimitación inteligente. Bien es verdad que la idea que inicialmente subyacía a esto era la de que la sociedad puede influir sin riesgos sobre sí misma mediante el medio neutral que es el poder político- administrativo. Pero si ahora hay que "domesticar socialmente" no ya sólo al capitalismo, sino también al Estado intervencionista, la tarea se complica considerablemente, pues entonces esa combinación de poder y autolimitación inteligente no puede ser ya confiada a la capacidad de planificación del Estado.

El desarrollo del Estado social ha entrado en un callejón sin salida. Con él se agotan las energías utópicas de la sociedad del trabajo. Las respuestas de los legitimistas y de los neoconservadores exhiben una actitud defensiva. Expresan una conciencia histórica que se ha despojado de su dimensión utópica. También los disidentes de la sociedad del crecimiento se mantienen a la defensiva. Su respuesta sólo podría pasar a la ofensiva si, además de interrumpir el proyecto del Estado social, trataran de proseguirlo a un nivel superior de reflexión. Pero cuando el proyecto del Estado social se torna reflexivo -es decir, cuando no solamente se dirige a domesticar la economía capitalista, sino también a domesticar al Estado mismo- pierde al trabajo como punto central de referencia, pues ya no puede tratarse de la pacificación de un sistema de empleó a tiempo pleno elevado a norma. El proyecto ni siquiera podría agotarse en romper, mediante la introducción de unos ingresos mínimos garantizados, la maldición que el mercado de trabajo hace pesar sobre la biografía de todos los que tienen un empleo y sobre el creciente y cada vez más marginado potencial de aquellos que se ven obligados a seguir en la reserva. Este paso sería revolucionario, pero no lo suficientemente, si el mundo de la vida sólo fuera inmunizado contra los imperativos inhumanos del sistema de empleo, y no contra los efectos contraproducentes de una gestión administrativa de la existencia. Y tales ambientes protectores en el intercambio entre el sistema y el mundo de la vida sólo podrían funcionar si a la vez se produjera una nueva división de poderes. Las sociedades modernas disponen de tres recursos con que cubrir su necesidad de operaciones de control: el dinero, el poder y la solidaridad. Entre sus esferas de influencia habría que conseguir un nuevo equilibrio. El poder de integración social de la solidaridad tendría que afirmarse contra los otros dos recursos: dinero y poder administrativo. Pues bien, los ámbitos de la vida que se especializan en transmitir valores y saber cultural, en integrar los grupos y en socializar a los nuevos miembros de la sociedad dependieron siempre de la fuente que es la solidaridad; en una palabra, el mundo de la vida se reproduce a través de la acción orientada en función del entendimiento. De la misma fuente tendría que nutrirse también una formación de la voluntad colectiva para poder influir en el trazado de límites y en el intercambio entre los ámbitos de la vida estructurados comunicativamente, por un lado, y la economía y el Estado, por el otro. De lo que aquí se trata es de la integridad y de la autonomía de estilos de vida -por ejemplo, de la defensa de subculturas de tipo tradicional- o de la transformación de las gramáticas de formas de vida superadas. De lo primero nos ofrecen ejemplos los movimientos regionalistas; de lo segundo, los movimientos feministas o ecologistas. En la mayoría de los casos, estas luchas permanecen latentes; se mueven en el microámbito de las comunicaciones cotidianas, pero de cuando en cuando se condensan en discursos públicos y en intersubjetividades de nivel superior. En tales escenarios pueden formarse espacios públicos autónomos que después entren en comunicación si se hace un uso autoorganizado de medios de

comunicación.

LA UTOPÍA DE LA COMUNICACIÓN

Estas consideraciones se hacen tanto más provisionales, tanto más oscuras, cuanto más penetran en el terreno de nadie, de lo normativo. Los deslindes negativos son más sencillos. El proyecto del Estado social, una vez que se vuelve reflexivo, se des[1]pide de la utopía de la sociedad del trabajo. ésta se había guiado por la oposición entre trabajo vivo y trabajo muerto, por la idea de actividad autónoma. Pero para ello esa utopía tenía que suponer las formas subculturales de vida de los trabajadores industriales como fuente de solidaridad. Tenía que presuponer que las relaciones de cooperación en la fábrica incluso reforzarían la solidaridad vivida en las subculturas obreras. Pero, mientras tanto, de esas subculturas queda poco, y es dudoso que pueda regenerarse su capacidad de generar solidaridad en el puesto de trabajo. Mas sea como fuere, lo que para la utopía de la sociedad del trabajo era presupuesto o condición marginal, hoy se con[1]vierte en tema. Y así, los acentos utópicos se desplazan del concepto de trabajo al concepto de comunicación. Y hablo nada más que de acentos, porque con este cambio de paradigma de la sociedad del trabajo a la sociedad de la comunicación cambia también el tipo de conexión con la tradición utópica. Ciertamente que con el abandono de los contenidos utópicos de la sociedad del trabajo no se cierra la dimensión utópica de la conciencia histórica y de la discusión política. Cuando los oasis utópicos se secan, se difunde un desierto de trivialidad y de desconcierto.

Insisto en mi tesis de que el autocercioramiento de la modernidad se ve aguijoneado, lo mismo ahora que antes, por una con ciencia de actualidad en la que se funden el pensamiento utópico y el histórico. Pero con los contenidos utópicos de la sociedad del trabajo desaparecen ilusiones que hechizaron la conciencia que tuvo de si la modernidad.


martes, 16 de noviembre de 2021

LA GLOBALIZACIÓN NEOLIBERAL EN CRISIS

 

Este artículo publicado en antroposmoderno me parece de suma importancia, por lo que decidí publicarlo en este blog

Álvaro García Linera Publicado el: 01/09/2021

 

Vivimos la articulación imprevista de cuatro crisis que se retroalimentan mutuamente: una crisis médica, una crisis económica, una crisis ambiental, y una crisis política. Una coyuntura de enorme perplejidad y angustia. Pareciera que la sociedad y el mundo hubieran perdido el rumbo, una dirección hacia dónde ir, su destino. Nadie sabe lo que va a pasar en el corto y mediano plazo, ni puede garantizar si habrá un nuevo rebrote o si surgirá un nuevo virus, si la crisis económica se intensificará, si saldremos de ella, si tendremos trabajo o ahorros. Esto da lugar a una parálisis del horizonte predictivo, no solamente en los filósofos, que es algo normal, sino en la gente común, en los ciudadanos y ciudadanas, en las personas que van al mercado, en los trabajadores, obreros, campesinos, en los pequeños comerciantes. El horizonte predictivo es la capacidad imaginada de proponernos cosas a mediano plazo, cosas que muchas veces no suceden, pero guían nuestra acción y nuestro comportamiento. El horizonte predictivo se ha roto, se ha desintegrado. Nadie sabe lo que va a suceder.                                   

 

La suspensión del tiempo arrastra un conjunto de síntomas y consecuencias. La primera de ellas es lo que podríamos denominar “un ocaso de época”. El mundo está asistiendo al prolongado, conflictivo y agónico cierre de la globalización neoliberal. Estamos en un proceso emergente de desglobalización económica que se ha ido acentuando, pero que comenzó hace cinco o diez años atrás con idas y vueltas. La primera oleada de globalización se dio en el siglo XIX, hasta principios del XX, y la segunda a finales del siglo XX, entre 1980 y el 2010. Esta segunda oleada de globalización ha entrado en un proceso de una deshilachamiento parcial, en un proceso de desglobalización económica parcial. Hay cuatro datos que permiten afirmar esta hipótesis:

 

Primero, el comercio mundial tenía una tasa de crecimiento, entre 1990 y 2012, de dos a tres veces por encima de la tasa del crecimiento del PIB global. Desde el 2013 hasta el 2020 es menor o, en el mejor de los casos, igual a la tasa del crecimiento del PIB. El comercio, que es la bandera de los mercados globalizados, se ha reducido, según informes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE.

 

El segundo dato es que los flujos transfronterizos de capital, que entre 1989 y 2007 habían crecido del 5% al 20% respecto al PIB mundial, pasaron a tener una tasa menor al 5% entre 2009 y la actualidad.

 

El tercer dato es la salida de Inglaterra de la Unión Europea, el Brexit, que ha establecido un límite a la expansión, al menos por el lado de Occidente, de esta articulación de mercado, economía y política europea. Por su parte, Estados Unidos inicia con el gobierno de Trump un proceso gradual de repatriación de capitales bajo el lema “América Primero”. En su gobierno, Trump desplegó una guerra comercial contra China, pero también contra Canadá y luego contra Europa. Destapó viejos fantasmas de seguridad nacional para intentar impedir que China tome el liderazgo mundial y controle la red 5G. Además, el COVID-19 ha acelerado los procesos de reagrupación de las cadenas de valor esenciales, para que no se repitan procesos que se dieron en Europa cuando, entre países supuestamente pertenecientes a la misma unión comercial, se peleaban en la frontera por los respiradores e insumos médicos. Este control les permite no depender de insumos de China, Singapur, México o Argentina, o del país que fuera. Entonces, tenemos un escenario paradójico con China y Alemania aliadas por el libre comercio y Estados Unidos e Inglaterra aliados en una mirada proteccionista de la economía y del mundo. En los años 80, estos dos últimos países encabezaron la oleada globalizadora con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y ahora son sus líderes los que encabezan una mirada proteccionista y los comunistas, a la cabeza de China, los que convocan a todo el mundo a abrir fronteras y a no impedir que la globalización se detenga.

 

Un último dato de esta desglobalización parcial que estamos viviendo es el documento que acaba de publicar el Fondo Monetario Internacional. Hay un monitor fiscal y un reporte de la economía mundial que presenta un conjunto de recomendaciones sorprendentes, paradójicas, e incluso chistosas viniendo del FMI: “hay que prorrogar los vencimientos de la deuda pública”. Es decir, están proponiendo que los países no paguen su deuda pública, que prorroguen y que establezcan mecanismos de repagos para los siguientes años. No se olviden que el FMI junto con Merkel y el Deutsche Bank fueron los que se impusieron sobre Italia, luego sobre Irlanda y finalmente sobre Grecia, para obligar a que asuman sus compromisos de endeudamiento. El informe sugiere “incrementar los impuestos progresivos a los más acaudalados”, no es el programa de un partido de izquierda radical, es la recomendación del Fondo Monetario. También, propone impuestos “a las propiedades más costosas, a las ganancias de capital, y a los patrimonios”, siendo incluso más radical que algunas propuestas que se habían manejado en los grupos de izquierda del continente. Sigue con “modificar la tributación de las empresas para asegurarse de que paguen impuestos”. Es decir, pide ser más audaces y modificar el sistema tributario porque hay muchos ricos que han evadido los impuestos. Cierra con una sugerencia para la tributación internacional a la economía digital, apoyo prolongado a los ingresos de los trabajadores desplazados e incremento de la inversión pública. Se trata de un programa de reformas que hace un año era impensable, era una herejía que viniera de estos organismos internacionales que funcionan como el cerebro del capitalismo mundial.

 

Esto está marcando una modificación del espíritu de la época. Algo está cambiando. Se acabó el recetario de austeridad fiscal, la amenaza de que espantar a los ricos imponiéndoles impuestos nos hará perder riqueza y empleos. Hay una modificación de los parámetros epistemológicos con los que este sector del capital mundial estaba mirando lo que se viene en términos de esta articulación de la crisis ambiental, médica, económica y social. Evidentemente, hay un miedo a las clases peligrosas y a los estallidos sociales que está llevando a un cambio de 180º de las posiciones de políticas económicas que impulsan estos ideólogos del capitalismo mundial, y que habían comandado todo el neoliberalismo desde los años 80 hasta el 2020, en términos de reducción del Estado, de la inversión pública, de los impuestos a la gente rica y de apoyos sociales a los trabajadores. No sabemos si será temporal, pero se trata de un giro sustancial.

El desgaste de la hegemonía neoliberal conservadora

Un segundo efecto de este tiempo suspendido es lo que podemos calificar como un estupor y cansancio de la hegemonía neoliberal conservadora implementada en los últimos 40 años. No es que se acabó, puede durar un buen tiempo más, pero ha perdido su capacidad de regeneración, de impulso irradiador y de articulación de esperanzas. El neoliberalismo se mantiene por la inercia, por la fuerza de la herencia pasada. Esto lo visualizamos en la crisis de los instrumentos que habían sido fetichizados para organizar el futuro.

 

El neoliberalismo utilizó tres instrumentos para crear un relato, un imaginario, falso en los hechos, pero creído por mucha gente sobre quiénes organizaban el futuro: el mercado, la globalización y la ciencia. El mercado globalizado ha mostrado que no es un sujeto cohesionador. Frente a la crisis del virus y a la expansión de los contagios, ningún mercado hizo nada. Al contrario, los mercados escondieron la cabeza como avestruces y lo que salió a relucir como la única y última instancia de protección social fueron los Estados. La globalización, como un ideario de modernización, mejora de la vida y de expansión ilimitada de las oportunidades, ya no tiene la capacidad para contener a los descontentos, para organizar a la gente que tiene miedo ni para calmar las preocupaciones de los angustiados. La ciencia, en la que se depositó de manera imaginada y tergiversada una potencia ilimitada y una capacidad infinita para transformar y resolver los problemas de la humanidad, ahora muestra sus límites. Hay cosas que los humanos no podemos resolver, enfrentar o remontar, fruto de nuestras propias acciones. La ciencia también tiene un horizonte de época, puede resolver muchas cosas y otras no. Se requiere mucho tiempo, esfuerzo, recursos y una modificación de los comportamientos para que la ciencia pueda abarcar y resolver los problemas que estamos ocasionando, especialmente por nuestra manera de haber roto metabólica, orgánica y racionalmente nuestra relación con la naturaleza.

 

Todo esto significa que la hegemonía neoliberal ha perdido el optimismo histórico. Ya no se presenta ante el mundo como portador de certidumbres imaginadas, horizontes plausibles, conquistables y realizables a mediano plazo. Las certezas imaginadas del futuro se han quebrado y este es ahora el nuevo sentido común. Ahora nadie puede decir cuál es el destino de la humanidad. La humanidad nunca tiene un destino, siempre es una incertidumbre, pero las grandes hegemonías lo que hacen es crear un imaginario del destino de la humanidad. Las ideologías y las hegemonías tienen una facultad performativa: la capacidad de crear lo que enuncian. Esta capacidad es la que perdió la hegemonía neoliberal planetaria porque ya no tiene la fuerza de despertar entusiasmo, crear adherencias duraderas, ni proponer un horizonte factible en el tiempo. Es un momento de cansancio y de estupor hegemónico, un momento que habilita una nueva materialidad de la hegemonía, que se vuelve porosa. Ya no se presenta como un caudal imbatible que va hacia un lado, sino como aguas estancadas, donde se filtran otro tipo de sustancias, otro tipo de elementos. Por lo tanto, estas aguas estancadas de la hegemonía conservadora hablan de la parálisis del horizonte predictivo. Repito: no es el fin ni del neoliberalismo económico ni de la hegemonía neoliberal. Es un momento de cansancio, de agotamiento y debilitamiento que puede arrastrarse incluso todavía años, cada vez con más dificultades, con menos irradiación, con menos entusiasmo, con menos capacidad de generar adherencias duraderas y legitimidades activas.

 

Ruptura del consenso neoliberal político y económico

La tercera característica de este ocaso es la ruptura del consenso neoliberal político y económico. Desde los años 80, la hegemonía neoliberal pudo desarrollarse en los ámbitos económicos y discursivos porque fusionó dos cosas: la economía de libre mercado y la democracia representativa. Esto le dio mucha fuerza. Había una retroalimentación entre el horizonte económico que buscaba reducir el Estado, entregar los bienes públicos a los actores privados, regular y fragmentar la fuerza laboral, reducir salarios y derechos, con un sistema de democracia representativa. Luego de la caída del muro de Berlín y del comunismo como una alternativa a la sociedad capitalista, todas las élites, sean de izquierda o derecha, habían apostado por el neoliberalismo, con un sentido un poco más social o más empresarial, porque compartían el mismo horizonte sobre el destino de la humanidad.

 

Luego de 40 años, ese núcleo de economía de libre mercado y democracia representativa comienza a dislocarse y disociarse, mientras surge un neoliberalismo cada vez más enfurecido. Esta es una de las características de la época. Cada año vamos a tener un replanteamiento de la propuesta neoliberal, cada vez más enfurecida, autoritaria, racista, xenofóbica, antiliberal, antifeminista, cada vez más vengativa, cada vez más fascista. Es lo que ha pasado en América Latina y en otras regiones del mundo. El caso del golpe en Bolivia, la situación de Brasil, Estados Unidos, Polonia y muchos otros países. Hay un neoliberalismo cada vez más autoritario, como una manera de atrincherarse, cuando sus fuerzas y su capacidad de atracción van menguando.

 

Además, por primera vez, la democracia comienza a presentarse como un estorbo para las perspectivas neoliberales. Se perdió el optimismo de los años 80 y ahora se miran con sospecha las banderas democráticas porque hay una divergencia entre las élites. Es decir, por un lado, hay élites que propugnan por continuar con el neoliberalismo: hay que enriquecer a los ricos, voltear de arriba abajo a los pobres, seguir privatizando y manteniendo la austeridad fiscal; y, por otra parte, hay élites y bloques sociales dispuestos a implementar otro tipo de políticas más híbridas: preocuparse de los pobres, replantearse los temas de la propiedad, los impuestos, el potenciamiento de lo común, entre otras cuestiones. Esta divergencia y la falta de un mismo horizonte de expectativas compartido preocupan a las élites neoliberales que comienzan a mirar con sospecha, recelo y distancia a la propia democracia y a los procesos electorales.

 

Tendencias de la suspensión del tiempo en el futuro inmediato

En este tiempo suspendido y de quiebre del horizonte predictivo podemos identificar cuatro tendencias para el futuro inmediato.

 

La primera está sucediendo en el debate de los grandes centros pensantes del capitalismo mundial: la revitalización de los Estados como sujeto protagónico. Esto ocurre bajo dos modalidades. La primera es la revitalización de la utilización de recursos públicos para atenuar las pérdidas o ampliar las ganancias empresariales. Esta es la vieja modalidad neoliberal que busca achicar el Estado, pero para agrandar sus riquezas con los bienes comunes que están bajo control o bajo propiedad del Estado. Actualmente, se está utilizando dinero público para la compra de acciones de las grandes empresas que han visto afectada su producción o comercialización por el confinamiento de los últimos meses.

 

Según un informe del Fondo Monetario Internacional, en octubre de 2020 las economías avanzadas habían utilizado capital propio de los Estados equivalente a un 11% de sus PIB en préstamos y garantías, y un 9% en gasto adicional. Es decir, las economías avanzadas, como Estados Unidos, Inglaterra, España, Italia, Alemania, Noruega, Suecia, Dinamarca, Japón o Canadá han utilizado entre el 15% y el 20% de sus PIB para comprar acciones de empresas, nacionalizar las pérdidas corporativas, entregar crédito a los bancos o amortiguar la reducción de ganancias de las empresas. Se trata de una revitalización del Estado, pero en términos de monopolios privados.

 

Otra modalidad de revitalización que pugna también por sobresalir es la del Estado en su dimensión de comunidad, que busca la protección social, mejorar salarios, ampliar derechos, aumentar la inversión pública, proteger a los más débiles, invertir en salud y en educación, crear empleos o nacionalizar empresas privadas para generar recursos públicos en favor de la gente.

 

Todo Estado tiene estas dos dimensiones. Como señala Marx, “el Estado es una comunidad ilusoria”, que tiene la dimensión de los bienes comunes (la riqueza es un bien común, los impuestos son un bien común, las identidades son bienes comunes), pero son bienes comunes de administración monopólica. Lo que están haciendo las fuerzas conservadoras es utilizar los bienes comunes para beneficio privado, a través del potenciamiento de lo monopólico del Estado; en tanto que las fuerzas sociales progresistas se esfuerzan por la ampliación del Estado como comunidad con bienes para ser distribuidos y utilizados por la mayoría de la población. Hacia dónde se incline el Estado dependerá de las luchas sociales, de la capacidad de movilización, de gobernabilidad vía parlamento y en las calles, de la acción colectiva, etcétera.

 

Una segunda tendencia del momento actual es el uso del excedente económico de cada sociedad. En los siguientes meses y años se van a incrementar las luchas sociales, políticas e ideológicas entre los distintos partidos, conglomerados, grupos de presión, clases y movimientos sociales, para determinar quién se va a beneficiar con los recursos públicos que son escasos. Con necesidades muy grandes y bienes escasos, ¿se beneficiará al sector empresarial, trabajador, campesino, obrero, medio? ¿A la burocracia, a los terratenientes, a los hacendados o a los banqueros? Los Estados se están endeudando una o dos generaciones por delante y están emitiendo más dinero para que haya circulante y movimiento económico. Ahí aparecen dos querellas: por el uso de ese dinero y por quién va a pagar ese dinero.

 

La tercera tendencia es lo que podemos definir como apertura cognitiva de la sociedad. En la medida en que las viejas certidumbres se vuelven más rudimentarias y ásperas, y que el horizonte predictivo de la sociedad neoliberal se achica, la gente comienza a abrir su capacidad y disposición para recibir nuevas ideas, creencias y certidumbres. Los seres humanos no pueden permanecer indefinidamente sin horizontes de predicción más o menos estables y de mediano plazo. Es una necesidad humana porque necesitamos “terrenalizar”, necesitamos anclar la proyección de nuestras vidas, acciones, trabajo, esfuerzos, ahorros, apuestas académicas y amorosas en un tiempo más o menos previsible. Cuando eso no se da, se busca por donde sea. Esta es la base para el surgimiento de propuestas muy conservadoras, cuasi fascistas, que es lo que está sucediendo en algunos países del mundo. En Bolivia, los perdedores de las elecciones han ido a rezar ahí, han ido a hincarse ante los cuarteles para pedir que los militares tomen el gobierno. La salida ultraconservadora, fascistoide reunió a toda la gente que se metió en el golpe de Estado: Añez, Carlos Meza, Tuto Quiroga, la Organización de Estados Americanos, OEA. Esto es algo nunca había sucedido en el continente, ni en los años 70, en el continente. Ahora vemos esas imágenes patéticas del abandono de la racionalidad política para pedir este tipo de salidas.

 

La cuarta tendencia son los gigantescos retos para las fuerzas progresistas y de izquierda del planeta para enfrentar la gravedad de este horizonte predictivo quebrado y diluido. Simplemente voy a mencionar los seis temas que cualquier propuesta debería abordar al momento de asumir la batalla por el sentido común y por el horizonte predictivo de la sociedad en los siguientes meses y años:

 

1. La democratización política y económica, y sus distintas variantes. Esto es lo que algunos denominan la posibilidad de un socialismo democrático.

 

2. La lucha contra la explotación, incluyendo no solamente la distribución de la riqueza sino también la democratización de las formas de concentración de la gran propiedad.

 

3. La desracialización y la descolonización de las relaciones sociales y de los vínculos entre los pueblos y entre las personas incluidas al interior de las organizaciones.

 

4. Los procesos de despatriarcalización y la reivindicación de la soberanía de las mujeres sobre la gestión de sus cuerpos y de sus vínculos.

 

5. Un ecologismo social que no mire a la naturaleza como un parque, sino que vea la naturaleza en su relación con la sociedad. Se requiere un enfoque que restablezca el metabolismo racional entre el ser humano y la naturaleza, tomando en cuenta la satisfacción de las necesidades básicas imprescindibles de la gente más humilde, de los pobres y de los trabajadores.

 

6. Un internacionalismo renovado. Los retos de la izquierda y de las fuerzas progresistas en los siguientes años van a radicar en la capacidad de impulsar propuestas de democratización política y económica cada vez más radicales.

 

Creo que estamos ciertamente ante tiempos sociales muy estremecedores. Paradójicamente, a pesar de que hablamos de un tiempo paralizado, se están desarrollando local y tácticamente un conjunto de luchas, convulsiones e inestabilidades permanentes que nos indican que las victorias del lado conservador y las victorias del lado progresista o de la izquierda, tampoco han de ser duraderas. Es un tiempo en que nada ha de ser duradero durante un periodo prolongado. Cada victoria de las fuerzas conservadoras tendrá pies cortos y podrá derrumbarse, y cada victoria de las fuerzas de izquierda podrá tener pies cortos si es que no sabe corregir errores e impulsar un conjunto de vínculos con la sociedad.

 

 

 

Este es el conjunto de ideas que quería compartir con ustedes sobre nuestro tiempo presente.

 

 

 

El presente texto es una adaptación de la clase que Álvaro García Linera realizó en el Curso “Estado, política y democracia en América Latina”, donde fue presentada por Victor Santa María. La clase completa puede encontrarse en: www.americalatina.global

 

El Curso Internacional “Estado, política y democracia en América Latina” es una iniciativa destinada a militantes y activistas sociales, funcionarios públicos, docentes, estudiantes universitarios/as, investigadores/as, sindicalistas, dirigentes de organizaciones políticas y no gubernamentales, trabajadores/as de prensa y toda persona interesada en los desafíos de la democracia en América Latina y el Caribe. Ha sido promovido por el Grupo de Puebla, el Observatorio Latinoamericano de la New School University, el Programa Latinoamericano de Extensión y Cultura de la Universidade do Estado do Rio de Janeiro y la UMET. Fue organizado por la Escuela de Estudios Latinoamericanos y Globales, ELAG, y contó con el apoyo de Página12.

 

Coordinación general: Carol Proner, Cecilia Nicolini y Pablo Gentili

lunes, 8 de noviembre de 2021

UN ABISMO QUE SE ENSANCHA

 

Esta columna del excelente escritor nicaragüense, exiliado gracias a la dictadura de Ortega, refleja el grave momento que vive este país a propósito de las elecciones realizadas el día de ayer, farsa perversa que pretende legitimar una situación de hecho, donde todos los poderes están en cabeza de un solo hombre y los candidatos que pretendieron oponerse, siete en total, a través de un proceso democrático, paradójicamente todos están en la cárcel, con un irrespeto total al debido proceso y el derecho de defensa.  Esta columna aparecida en Boomerang literario del periódico “El país” de España, es una radiografía de lo que pasa en este país, la transcribimos con el único ánimo de sumarnos a esta denuncia. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE

Sergio Ramírez

Para el régimen en Nicaragua la mejor de las soluciones sería que las elecciones que según la Constitución y las leyes deben realizarse en noviembre de este año, fueran nada más un trámite burocrático, o, mejor que eso, que no existieran del todo. Que no existieran los partidos políticos de oposición, ni tampoco los candidatos capaces de desafiar la cuarta reelección consecutiva de Daniel Ortega.

 

Esta es una antigua idea sacada del leninismo de manual acondicionado al trópico, donde, de todas maneras, el vicio de la reelección es más viejo que la revolución de octubre. La supuesta escogencia, ya tan obsoleta, sigue siendo entre democracia burguesa o democracia proletaria, aunque, en fin de cuentas, no es sino otra más simple: poder temporal, con alternancia democrática, o poder para siempre a toda costa.

 

La democracia representativa sale sobrando en la simpleza de este credo, porque la existencia de varios partidos en competencia, reza el alegato ideológico, sólo provoca disensiones. Entonces, la panacea, por mucho que huela a naftalina, es el partido único.

 

Los viejos telones rotos enseñan el tinglado de trampas y artimañas donde estas elecciones van a representarse. Al Consejo Supremo Electoral, de absoluta obediencia al régimen, tocará calcular de antemano la cifra abrumadora de votos con que el candidato oficial a presidente y su esposa, candidata a vicepresidenta, ganarán las elecciones; y decidir, de antemano también, cuántos asientos tendrá su partido en la Asamblea Nacional; no menos de dos tercios, por supuesto, lo que les garantiza el control absoluto.

 

Hallarse a la cabeza de las encuestas de opinión, vuelve indeseable a un aspirante a la candidatura presidencial en estas condiciones. Es lo que ha ocurrido con Cristiana Chamorro, hija del periodista Pedro Joaquín Chamorro, asesinado por la anterior dictadura de Somoza en 1978, y de Violeta Barrios de Chamorro, quien ganó las elecciones de 1990 que pusieron fin a la dramática década de la revolución.

 

Cristiana, quien presidió la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, dedicada a promover la libertad de expresión, está siendo acusado del delito de lavado de dinero, y sus cuentas bancarias han sido congeladas, han allanado su domicilio, la han dejado incomunicada, con la casa por cárcel, y le han quitado sus derechos políticos, inhibiéndola sin que exista ninguna sentencia judicial condenatoria, para que no pueda ser candidata.

 

Dos funcionarios de la Fundación han sido llevados a la cárcel, porque una atrabiliaria ley faculta al estado a detener por tres meses a personas sujetas a investigación penal, con lo que el derecho de habeas corpus, que es una garantía universal, queda anulado. Dos presos políticos más, que se suman a los cerca de cien que ya había antes.

 

Todos los periodistas que han recibido alguna vez respaldo económico de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, o becas, están siendo llamados a declarar a cuenta de un delito inexistente, y también como una manera de amedrentarlos. Algunos de ellos han sido ya indiciados, y no pueden salir del país.

 

La Fundación Luisa Mercado, que yo presido, y que realiza cada año el Festival Centroamérica Cuenta, ha firmado convenios con la Fundación Violeta Barrios de Chamorro para organizar talleres y mesas sobre nuevo periodismo en el marco del festival, que tiene relieve internacional. Fui llamado a declarar ante la Fiscalía por este motivo, a pesar de que no hay nada oculto ni nada que no sea legal en esos convenios.

 

El pretexto de la acusación de lavado de dinero es que la Fundación Violeta Barrios de Chamorro obtuvo fondos de la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID) del gobierno de Estados Unidos.

 

Los organismos no gubernamentales de Nicaragua reciben recursos de otros gobiernos, y de agencias internacionales. Ya Ortega mandó aprobar una ley que obliga a quienes obtienen fondos de estas fuentes, a declararse agentes extranjeros, y con eso pierden sus derechos políticos. Pero no es la que se está aplicando en este caso.

 

Han buscado el nombre de un delito que evoque al crimen organizado, por absurdo que pueda ser. El lavado de dinero, de acuerdo con el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) sólo existe cuando se busca legitimar fondos “generados por actividades ilegales o criminales, por ejemplo, narcotráfico, contrabando de armas, corrupción, desfalco, extorsión, secuestro, piratería”.

 

Ahora, otro aspirante presidencial, Arturo Cruz Sequeira, ha sido apresado en el aeropuerto al entrar al país procedente de Estados Unidos, y acusado de violar la “Ley de Defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz”, por “incitar a la injerencia extranjera”. Esta es una ley que castiga aún el acto de “aplaudir” la imposición de sanciones impuestas desde fuera contra el régimen o personas de la maquinaria oficial.

 

Estas son, pues, las elecciones que se avecinan en Nicaragua. Unas elecciones donde no habrá candidatos oponentes, más que aquellos cortados a la medida de la representación teatral, que tiene un guion inflexible. Una falsa campaña electoral, unas elecciones de resultados ya sabidos desde antes, y con unos ganadores asegurados de antemano.

 

Todo esto lo que demuestra es que el estado de derecho dejó de existir en Nicaragua. Lo demás es ficción y remedo. Y mientras tanto, el abismo se ensancha a nuestros pies.

 

sábado, 30 de octubre de 2021

LA SOCIEDAD ALINENADA

 

Texto del filósofo y educador brasileño, Paulo Freire, publicado en su libro "Educación y Cambio" tomado de Bloghemia

 

Por: Paulo Freire

 

Cuando el ser humano pretende imitar a otro ya no es él mismo. Así también la imitación servil de otras culturas produce una sociedad alienada o sociedad objeto. Mientras más una persona quiere ser otro, menos ella misma es.

 

La sociedad alienada no tiene conciencia de su propio existir. Un profesional alienado es un ser inauténtico. Su pensar no está comprometido consigo mismo, no es responsable. El ser alienado no mira la realidad con criterio personal sino con óptica ajena. Por eso vive una realidad imaginaria y no su propia realidad objetiva. Vive a través de la visión de otro país. Se vive Rusia o Estados Unidos, pero no se vive Chile, Perú, Guatemala o Argentina.

 

El ser alienado no busca un mundo auténtico. Esto provoca una nostalgia; añora otro país y lamenta haber nacido en el suyo. Tiene vergüenza de su realidad. Vive en el otro país y trata de imitarlo y se cree culto mientras menos nativo es. Ante un extranjero tratará de ocultar las poblaciones marginales y mostrará barrios residenciales, porque piensa que las ciudades más cultas son las que tienen edificios más altos. Como el pensar alienado no es auténtico tampoco se traduce en una acción concreta.

 

Hay que partir de nuestras posibilidades para ser más uno mismo. El error no está en la imitación sino en la pasividad con que se recibe esta imitación o en la falta de análisis o autocrítica. Se piensa que los bolivianos o panameños son flojos, porque son tales. Por eso se trata de ser menos boliviano o panameño. Se cree que ser grande es imitar los valores de otras naciones. Sin embargo, la grandeza se expresa a través de la propia vocación nativa.

 

Otro ejemplo de alienación es la preferencia de los técnicos extranjeros con menosprecio de los nacionales.

 

La sociedad alienada no se conoce; es inmadura, tiene comportamiento ejemplarista: trata de conocer la realidad por diagnósticos extranjeros.

 

Los dirigentes solucionan los problemas con fórmulas que han dado resultado en el extranjero. Hacen importación de problemas y de soluciones. No conocen la realidad nativa. Antes de admitir soluciones extranjeras, habría que preguntarse cuáles eran las condiciones y características que motivaron esos problemas. Porque los 80'ó 90' de Rusia o de Estados Unidos no son los 80' ó 90' de Chile o Argentina. Somos contemporáneos en el tiempo, pero no en la técnica. Por lo demás, los técnicos extranjeros llegan con soluciones fabulosas, fuera de los prejuicios, que no corresponden a nuestra idiosincrasia.

 

Las soluciones importadas deben ser reducidas sociológicamente, es decir, estudiadas e integradas en un contexto nativo. Deben ser criticadas y adaptadas; en este caso, la importación es reinventada o re-creada. Esto es ya desalienación que no significa sino autovaloración.

 

Generalmente las élites culpan al pueblo de que es flojo o incapaz y por eso sus soluciones no resultaron. Así, las actitudes de los dirigentes oscilan entre un optimismo ingenuo o un pesimismo o desesperación. Es ingenuidad pensar en que la simple importación de soluciones salvará al pueblo. Le pasa esto a los candidatos que por no conocer a fondo los problemas del poder, hacen miles de promesas y al llegar al poder encuentran miles de obstáculos que, a veces, los hacen caer en pesimismo. No es deshonestidad, sino ingenuidad.

sábado, 28 de agosto de 2021

AFGANISTAN

 Por: Noam Chomsky  

La invasión estadounidense de Afganistán en octubre de 2001 fue criminal, por la inmensa fuerza utilizada para demoler la infraestructura física del país y fracturar sus vínculos sociales. 

El 11 de octubre de 2001, el periodista Anatol Lieven entrevistó al líder afgano Abdul Haq en Peshawar, Pakistán. Haq, que lideró parte de la resistencia contra los talibanes, se preparaba para regresar a Afganistán al cubierto de los bombardeos aéreos de Estados Unidos. Sin embargo, no estaba satisfecho con la forma en que EE. UU. había decidido proseguir la guerra. “La acción militar por sí misma, en las circunstancias actuales, no hace más que dificultar las cosas, sobre todo si esta guerra se prolonga y mueren muchos civiles”, dijo Abdul Haq a Lieven. La guerra duraría 20 años más, y al menos 71.344 civiles perderían la vida durante este período. 

Abdul Haq también le dijo a Lieven que “lo mejor sería que Estados Unidos trabajara por una solución política unida que incluyera a todos los grupos afganos. De lo contrario, se fomentarán las profundas divisiones entre los distintos grupos, respaldadas por diferentes países y que afectarán negativamente a toda la región”. Sus palabras eran premonitorias, pero Haq sabía que nadie le estaba escuchando. “Probablemente”, continuó, “Estados Unidos ya ha decidido qué hacer, y para cualquier recomendación será demasiado tarde”. 

Veinte años después de la increíble destrucción causada por esta guerra, y tras exacerbar la enemistad entre “todos los grupos afganos”, los Estados Unidos han regresado a la fórmula exacta propuesta por Abdul Haq: el diálogo político. 

Abdul Haq regresó a Afganistán y fue asesinado por los talibanes el 26 de octubre de 2001. Ahora su consejo es inaplicable. En septiembre de 2001, los diferentes actores ‒incluidos los talibanes‒ estaban dispuestos al diálogo, en parte, porque temían que los aviones de guerra estadounidenses que se acercaban abrieran las puertas del infierno para Afganistán. Ahora, 20 años después, se ha abierto el abismo entre los talibanes y el resto. El apetito por las negociaciones simplemente ya no existe. 

 
 

Guerra civil 

El 14 de abril de 2021, el presidente del parlamento afgano ‒Mir Rahman Rahmani‒ advirtió que su país estaba al borde de una “guerra civil”. En los círculos políticos de Kabul se desbordan las conversaciones sobre una posible guerra civil cuando Estados Unidos se retire (antes del 11 de septiembre). Por eso el 15 de abril, durante una conferencia de prensa celebrada en la embajada de Estados Unidos en Kabul, Sharif Amiry, de TOLOnews, preguntó a Antony Blinken ‒secretario de Estado estadounidense‒ sobre la posibilidad de una guerra civil. Blinken respondió: “No creo que a nadie le interese, por decirlo de alguna manera, que Afganistán entre en una guerra civil, en una guerra larga. Inclusive los talibanes, según hemos oído, han dicho que no tienen ningún interés en ello”. 

 
 

En realidad, Afganistán lleva por lo menos medio siglo de guerra civil, desde la creación de los muyahidines ‒incluido Abdul Haq‒ para luchar contra el Gobierno del Partido Democrático Popular de Afganistán (1978-1992). Esta guerra se intensificó con el apoyo de Estados Unidos a los elementos más conservadores y de extrema derecha de Afganistán, grupos que pasarían a formar parte de Al Qaeda, los talibanes y otras facciones islamistas. Durante este período, Estados Unidos no ha ofrecido ni una sola vez un camino hacia la paz; en cambio, ha mostrado siempre su afán por utilizar la inmensidad de la fuerza estadounidense para dirigir el desenlace en Kabul. 

 
 

¿Retirada? 

Incluso esta retirada, que se anunció a finales de abril de 2021 y comenzó el primero de mayo, no es tan clara como parece. El 14 de abril de 2021 el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, anunció: “Es hora de que las tropas estadounidenses vuelvan a casa”. Ese mismo día, el Departamento de Defensa de Estados Unidos aclaró que 2.500 soldados abandonarían Afganistán antes del 11 de septiembre. El 14 de marzo, el New York Times puntualizó que Estados Unidos tiene 3.500 soldados en Afganistán aunque “públicamente se dice que hay 2.500 soldados estadounidenses en el país”. La laxitud del Pentágono con las cifras es oscurantismo. Además, un informe de la oficina del subsecretario de defensa para sostenimiento, señaló que Estados Unidos tiene unos 16.000 contratistas sobre terreno en Afganistán. Estos proporcionan una variedad de servicios, que muy probablemente incluyan apoyo militar. No está prevista la retirada de ninguno de estos contratistas ‒ni de los 1.000 soldados adicionales no declarados en las cuentas públicas‒, ni que se terminen los bombardeos aéreos ‒incluidos los ataques con aviones no tripulados‒, y tampoco se acabarán las misiones de las fuerzas especiales. 

 
 

El 21 de abril, Blinken dijo que Estados Unidos proporcionaría casi 300 millones de dólares al Gobierno afgano de Ashraf Ghani. Ghani, que al igual que su predecesor Hamid Karzai, a menudo parece más un alcalde de Kabul que el presidente de Afganistán, está siendo superado por sus rivales. En Kabul se habla de Gobiernos posteriores a la retirada, incluida una propuesta del líder del Hezb-e-IslamiGulbuddin Hekmatyar, para formar un Gobierno que él dirigiría y que no incluiría a los talibanes. Paralelamente, Estados Unidos ha expresado su conformidad con la idea de que los talibanes tengan un papel en el Gobierno; llegando a declarar públicamente que la administración Biden cree que los talibanes “gobernarían con menos dureza” que entre 1996 y 2001. 

 
 

Al parecer, Estados Unidos está dispuesto a permitir que los talibanes vuelvan al poder con dos salvedades: en primer lugar, que se mantenga la presencia estadounidense y, en segundo lugar, que los principales rivales de Estados Unidos ‒China y Rusia‒ no jueguen ningún rol en Kabul. En 2011, la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, habló en Chennai (India), donde propuso la creación de una Iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda que uniera Asia Central a través de Afganistán y de los puertos de la India; el propósito de esta iniciativa era interrumpir los vínculos de Rusia con Asia Central e impedir el establecimiento de la Iniciativa china de la Franja y la Ruta, que ahora llega hasta Turquía. 

 
 

La estabilidad no es una de las cartas a jugar en Afganistán. En enero, Vladimir Norov, ex ministro de Asuntos Exteriores de Uzbekistán y actual secretario general de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), intervino en un seminario web organizado por el Instituto de Investigación Política de Islamabad. Norov dijo que Daesh / ISIS ha estado trasladando a sus combatientes desde Siria al norte de Afganistán. Este movimiento de combatientes extremistas preocupa no sólo a Afganistán, sino también a Asia Central y China. En 2020, el Washington Post reveló que el ejército de Estados Unidos había estado proporcionando apoyo aéreo a los talibanes en la medida que estos iban ganando terreno sobre los combatientes del ISIS. Incluso si llega a haber un acuerdo de paz con los talibanes, el ISIS lo desestabilizará. 

 
 

Posibilidades olvidadas 

Han quedado olvidadas las palabras de preocupación por las mujeres afganas, aquellas que otorgaron legitimidad a la invasión estadounidense en octubre de 2001. Rasil Basu ‒funcionario de las Naciones Unidas‒ fue, entre 1986 y 1988, el asesor principal del Gobierno afgano para el desarrollo de la mujer. La Constitución afgana de 1987 otorgaba a las mujeres la igualdad de derechos, lo que permitió a los grupos de mujeres luchar contra la normativa patriarcal, exigiendo igualdad en el trabajo y en el hogar. Como un gran número de hombres había muerto en la guerra, nos dijo Basu, las mujeres se dedicaron a varias ocupaciones. Se produjeron avances sustanciales en sus derechos, como el aumento de las tasas de alfabetización. Todo esto se ha diluido, en gran parte, durante las dos últimas décadas de la guerra de Estados Unidos. 

Incluso antes de que la URSS se retirara de Afganistán en 1988-89, los hombres que ahora se disputan el poder ‒como Gulbuddin Hekmatyar‒ declararon que anularían estos avances. Basu recordó los shabanamas, avisos que circulaban entre las mujeres y les advertían de que debían obedecer las normativas patriarcales (envió un artículo de opinión advirtiendo de esta catástrofe al New York Times, al Washington Post y a Ms. Magazine, que fue rechazado por todos). 

El último jefe de Gobierno comunista de Afganistán ‒Mohammed Najibullah (1987-1992)‒ presentó una Política de Reconciliación Nacional, en la que situaba los derechos de las mujeres en lo más alto de la agenda. Fue rechazada por los islamistas respaldados por Estados Unidos, muchos de los cuales siguen ocupando puestos de autoridad. 

De toda esta historia, no se ha aprendido ninguna lección. Estados Unidos se “retirará”, pero al mismo tiempo dejará sus activos para dar el jaque mate a China y Rusia. Estos cálculos geopolíticos eclipsan cualquier preocupación por el pueblo afgano.