miércoles, 26 de julio de 2017

RAY LORIGA GANA PREMIO ALFAGUARA NOVELA 2017

La obra Rendición, presentada con el título Victoria y publicada con el seudónimo Sebastián Verón, fue la ganadora del reconocimiento. 
175 mil dólares y una escultura de Martín Chirino, fue la recompensa que obtuvo el escritor español Ray Loriga, galardonado por el Premio de novela Alfaguara 2017. El jurado, liderado por la escritora Elena Poniatowska, e integrado por Eva Cosculluela, Juan Cruz, Marcos Giralt Torrente, Andrés Neuman, Santiago Roncagliolo, Samanta Schweblin y Pilar Reyes -con voz pero sin voto- declaró que la novela era vencedora por mayoría.
La novela premiada es "una historia kafkiana y orwelliana sobre la autoridad y la manipulación colectiva, una parábola de nuestras sociedades expuestas a la mirada y al juicio de todos. Sin caer en moralismos, a través de una voz humilde y reflexiva con inesperados golpes de humor, el autor construye una fábula luminosa sobre el destierro, la pérdida, la paternidad y los afectos. La trama de Rendición sorprende a cada página hasta conducirnos a un final impactante que resuena en el lector tiempo después de cerrar el libro".
En la convocatoria se recibieron 665 manuscritos, de los cuales 305 provenían de España, 107 de Argentina, 91 de México, 50 de Colombia, 48 de Estados Unidos, 23 de Chile, 21 de Perú y 20 de Uruguay.
El Premio Alfaguara de novela celebró su 20ª edición, lo que lo consolida como un referente de condecoraciones literarias otorgadas a manuscritos inéditos escritos en castellano.
El ganador

Ray Loriga nació en Madrid en 1967. Es novelista, guionista, director de cine, y autor de las novelas Lo peor de todo (1992), Héroes (1993), Caídos del cielo (1995), Tokio ya no nos quiere (1999), Trífero (2000 y 2014), El hombre que inventó Manhattan (2004), Ya sólo habla de amor (2008),Sombrero y Mississippi (2010), El bebedor de lágrimas (2011) y Za Za, emperador de Ibiza (2014) y de los libros de relatos Días extraños(1994), Días aún más extraños (2007) y Los oficiales y El destino de Cordelia (2009). Su obra literaria, ha sido traducida a catorce idiomas y es valorada como una de las mejores según la crítica nacional e internacional. Como guionista de cine ha colaborado con Pedro Almodóvar y Carlos Saura. Dirigió las películas La pistola de mi hermano, adaptación de su novela Caídos del cielo, y Teresa, el cuerpo de Cristo.





jueves, 20 de julio de 2017

EL ARTE DE FINGIR DOLOR

Esta es la entrada a una novela excepcional de Rosa Montero que definitivamente quiero que mis lectores lean, no solo por el tema, la muerte y la espera, sino por la calidad literaria, es una novela hermosa, como una crónica, lapidaria, narra como aquellas personas que se nos van no volverán y siempre estamos esperando que lleguen, el valor de la ausencia en su cara más dura. Marie Curie y Pedro su esposo quien muere, constituye el mejor pretexto para abordar el tema, por aquellos encargos fortuitos que asumen los escritores, terminó convertido en un libro absolutamente bello. Al final está el link para que puedan leerla.

Rosa Montero

Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos, y con ello me refiero a la muerte de mis seres queridos. ¿Te parece lúgubre, quizá incluso morboso? Yo no lo veo así, antes al contrario: me resulta algo tan lógico, tan natural, tan cierto. Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina. Cuando un niño nace o una persona muere, el presente se parte por la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de lo verdadero: monumental, ardiente e impasible. Nunca se siente uno tan auténtico como bordeando esas fronteras biológicas: tienes una clara conciencia de estar viviendo algo muy grande. Hace muchos años, el periodista Iñaki Gabilondo me dijo en una entrevista que la muerte de su primera mujer, que falleció muy joven y de cáncer, había sido muy dura, sí, pero también lo más trascendental que le había ocurrido. Sus palabras me impresionaron: de hecho, las recuerdo aún, aunque tengo una confusa memoria de mosquito. Entonces creí comprender bien lo que quería decir; pero después de experimentarlo lo he entendido mejor. No todo es horrible en la muerte, aunque parezca mentira (me asombro al escucharme decir esto). Pero éste no es un libro sobre la muerte. En realidad no sé bien qué es, o qué será. Aquí lo tengo ahora, en la punta de mis dedos, apenas unas líneas en una tableta, un cúmulo de células electrónicas aún indeterminadas que podrían ser abortadas muy fácilmente. Los libros nacen de un germen ínfimo, un huevecillo minúsculo, una frase, una imagen, una intuición; y crecen como zigotos, orgánicamente, célula a célula, diferenciándose en tejidos y estructuras cada vez más complejas, hasta llegar a convertirse en una criatura completa y a menudo inesperada. Te confieso que tengo una idea de lo que quiero hacer con este texto, pero ¿se mantendrá el proyecto hasta el final o aparecerá cualquier otra cosa? Me siento como ese pastor del viejo chiste que está tallando distraídamente un trozo de madera con su navaja, y que cuando un paseante le pregunta, «¿Qué figura está haciendo?», contesta: «Pues, si sale con barbas, san Antón; y, si no, la Purísima Concepción.» Una imagen sagrada, en cualquier caso. La santa de este libro es Marie Curie. Siempre me resultó una mujer fascinante, cosa que por otra parte le ocurre a casi todo el mundo, porque es un personaje anómalo y romántico que parece más grande que la vida. Una polaca espectacular que fue capaz de ganar dos premios Nobel, uno de Física en 1903 junto con su marido, Pierre Curie, y otro de Química, en 1911, en solitario. De hecho, en toda la historia de los Nobel sólo ha habido otras tres personas que obtuvieron dos galardones, Linus Pauling, Frederick Sanger y John Bardeen, y sólo Pauling lo hizo en dos categorías distintas, como Marie. Pero Linus se llevó un premio de Química y otro de la Paz, y hay que reconocer que este último vale bastante menos (como es sabido, hasta se lo dieron a Kissinger). O sea que Madame Curie permanece imbatible. Además Marie descubrió y midió la radiactividad, esa propiedad aterradora de la Naturaleza, fulgurantes rayos sobrehumanos que curan y que matan, que achicharran La ridícula idea de no volver a verte tumores cancerosos en la radioterapia o calcinan cuerpos tras una deflagración atómica. Suyo es también el hallazgo del polonio y el radio, dos elementos mucho más activos que el uranio. El polonio, el primero que encontró (por eso lo bautizó con el nombre de su país), quedó muy pronto oscurecido por la relevancia del radio, aunque últimamente se ha puesto de moda como una eficiente manera de asesinar: recordemos la terrible muerte del ex espía ruso Alexander Litvinenko, en 2006, tras ingerir polonio 210, o el polémico caso de Arafat (otro Nobel de la Paz alucinante). De modo que hasta esas siniestras aplicaciones llegó la blanca mano de Marie Curie. Pero, para bien o para mal, esa fuerza devastadora está en la misma base de la construcción del siglo XX y probablemente también del XXI. Vivimos tiempos radiactivos. Litvinenko en su lecho de muerte. La magnitud profesional de Madame Curie fue una absoluta rareza en una época en la que a las mujeres no les estaba permitido casi nada. De hecho, hoy siguen siendo relativamente escasas las científicas, y desde luego todavía se les escatiman los galardones. Desde el comienzo de los Nobel hasta el año 2011 se han llevado el premio 786 hombres por sólo 44 mujeres (poco más del seis por ciento), y además la inmensa mayoría de ellas fueron de la Paz y de Literatura. Sólo hay cuatro laureadas en Química y dos en Física (incluyendo el doblete de Curie, que levanta mucho el porcentaje). Por no hablar de los casos en los que simplemente les robaron el Nobel, como sucedió con Lise Meitner (1878-1968), que participó sustancialmente en el descubrimiento de la fisión nuclear, aunque el galardón se lo llevó en 1944 el alemán Otto Hahn sin siquiera mencionarla, porque además Lise era judía y eran tiempos nazis. Lise tuvo la suerte de vivir lo bastante como para empezar a ser reivindicada y recibir algunos homenajes en su vejez: no sé si eso compensará la herida de una vida entera. Mucho peor es lo que sucedió con Rosalind Franklin (1920-1958), eminente científica británica que descubrió los fundamentos de la estructura molecular del ADN. Wilkins, un compañero de trabajo con quien mantenía una relación conflictiva (era un mundo todavía muy machista), cogió las notas de Rosalind y una importantísima fotografía que la científica había logrado tomar del ADN por medio de un complejo proceso denominado difracción de rayos X y, sin que ella lo supiera ni lo autorizara, mostró todo a dos colegas, Watson y Crick, que estaban trabajando en el mismo campo y que, tras apropiarse ilegalmente de esos descubrimientos, se basaron en ellos para desarrollar su propio trabajo. Se ignora si Rosalind llegó a conocer el «robo» intelectual del que había sido objeto; falleció muy joven, a los treinta y siete años, de un cáncer de ovario muy probablemente causado por la exposición a esos rayos X que le permitieron atisbar las entrañas del ADN. En 1962, cuatro años después de la muerte de Franklin, Watson, Crick y Wilkins obtuvieron el Nobel de Medicina por sus hallazgos sobre el ADN. Como el galardón no se puede ganar póstumamente, nunca se lo hubiera llevado Rosalind, aunque desde luego se lo merecía. Pero lo más vergonzoso es que ni Watson ni Crick mencionaron a Franklin ni reconocieron su aportación. En fin, una historia sucia y triste. Aunque, por lo menos, se conoce. Me pregunto cuántos otros casos de espionaje, apropiación indebida y parasitismo ha podido haber en la historia de la ciencia sin que hayan llegado a hacerse públicos. Ésta es Rosalind Franklin: guapa, ¿eh? (Increíble: mientras redactaba las líneas anteriores, me ha mandado un mensaje a mi facebook una amiga de la página, Sandra Castellanos; no nos conocemos personalmente, sólo sé que vive en Canadá y que es una buena escritora principiante, porque la he leído. Hacía meses que no hablábamos y de repente, salido de la chisporroteante vastedad cibernética, me llega lo siguiente: Hola, Rosa, vi esto y pensé que te encantaría: DePor amor a la física, de Walter Lewin: «Los retos de los límites de nuestro equipamiento hacen aún más asombrosos los logros de Henrietta Swan Leavitt, una brillante pero por lo general ignorada astrónoma. Leavitt trabajaba en el Observatorio de Harvard en un puesto secundario en 1908 cuando comenzó su trabajo, que logró dar un salto gigante en la medición de la distancia a las estrellas. La ridícula idea de no volver a verte »Este tipo de cosas ha pasado tan a menudo en la historia de la ciencia que el hecho de minimizar el talento, la inteligencia y la contribución de las mujeres científicas debería considerarse un error sistémico.» Y en el pie de página: «Le sucedió a Lise Meitner, que ayudó a descubrir la fisión nuclear; a Rosalind Franklin, que contribuyó a descubrir la estructura del ADN; y a Jocelyn Bell, que descubrió los púlsares y que debería haber compartido en 1974 el premio Nobel que le dieron a su supervisor, Anthony Hewish.» ¡Guau! No sabía nada de Leavitt ni de Jocelyn Bell, pero lo que me ha dejado atónita es la espectacular sintonía en el tiempo y el tema. Y lo más inquietante: estas #Coincidencias que parecen mágicas abundan en el territorio literario. Pero de esto hablaremos más adelante). Yo estaba haciendo otra novela. Llevaba más de dos años tomando notas. Leyendo libros próximos al tema. Dejando crecer el zigoto en mi cabeza. Por fin la comencé, o sea, pasé al acto, me senté delante de un ordenador y me puse a teclear. Fue en noviembre de 2011. Toda la trama sucede en la selva, ese asfixiante, putrefacto, enloquecedor vientre vegetal. Escribí los tres capítulos primeros. Y me gustan. Además sé todo lo que va a pasar después. Y también me gusta, es decir, creo que puede ser emocionante para mí escribirlo. Y, sin embargo, a finales de diciembre dejé esa historia tal vez para siempre (espero que no). Sólo he abandonado otra novela a medio hacer en toda mi vida: sucedió en 1984 y en aquella ocasión llevaba un centenar de páginas. Las tiré, salvo las cinco o seis primeras, que publiqué a modo de cuento con el título de «La vida fácil» en mi libro Amantes y enemigos. Esa novela no volverá jamás. Dejé de sentir a los personajes, dejaron de importarme sus peripecias, me cansé del tema. Para poder escribir una novela, para aguantar las tediosas y larguísimas sentadas que ese trabajo implica, mes tras mes, año tras año, la historia tiene que guardar burbujas de luz dentro de tu cabeza. Escenas que son islas de emoción candente. Y es por el afán de llegar a una de esas escenas que, no sabes por qué, te dejan tiritando, por lo que atraviesas tal vez meses de soberano e insufrible aburrimiento al teclado. De modo que el paisaje que atisbas al empezar una obra de ficción es como un largo collar de oscuridad iluminado de cuando en cuando por una gruesa perla iridiscente. Y tú vas avanzando con esfuerzo por el hilo de sombras de una cuenta a la otra, atraída como las polillas por el fulgor, hasta llegar a la escena final, que para mí es la última de estas islas de luz, una explosión radiante. Por cierto que cada novela tiene pocas perlas: con suerte, con muchísima suerte, tal vez diez. Pero incluso puedes apañártelas con cuatro o cinco, si son lo suficientemente poderosas para ti, si son embriagadoras, si las sientes tan grandes que no te caben dentro del pecho y te dices: yo esto tengo que contarlo. Porque, de no hacerlo, presumes que la escena estallaría en tu interior y terminarías sacando chorros de vapor por las narices. Y lo que sucedió con aquella novela de 1984 es que las bombillas de la verbena se apagaron. Se acabó la necesidad, el temblor y el embeleso. Fue un verdadero aborto, y además tan tardío, digamos metafóricamente de unos cinco meses, que mi salud literaria se resintió: me capturó La Seca, como decía Donoso, y pasé casi cuatro años sin poder escribir. Un maldito infierno, porque al perder la escritura perdí el nexo con la vida. Sentía una atonía, una distancia con la realidad, una grisura que lo apagaba todo, como si no fuera capaz de emocionarme con lo que vivía si no lo elaboraba mentalmente por medio de palabras. Si te fijas bien, es posible que Fernando Pessoa se refiriera a eso en sus célebres versos: «El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que llega a fingir dolor del dolor que de veras siente.» Tal vez el escritor sea un tipo más o menos tarado que es incapaz de sentir su propio dolor si no finge o construye con palabras sobre ello. Con esas palabras que colocan, que completan, que consuelan, que calman, que te hacen consciente de estar viva. Vaya, todos los términos me han salido con C. Extraordinario. El ciego tintineo del cerebro. No creo que mi relato de la selva esté tan muerto como aquel de 1984 que me acabó bloqueando. Quiero pensar que es una simple falta de sintonía entre el tema y yo; que no era lo que quería contar ahora; o que antes necesitaba contar otra cosa. Esa novela apareció en mi cabeza durante los meses de la enfermedad de mi marido. Es la trama más oscura, más desesperaba y acongojante que he ideado jamás. Y ahora no me veo ahí. No quiero meterme ahí. No deseo pasar el próximo año atrapada en esa selva trituradora. En ésas estaba cuando llegó un email de Elena Ramírez, editora de Seix Barral. Me proponía que hiciera un prólogo para Únicos, una colección de libritos muy breves. El texto del que quería que hablara era el diario de Marie Curie, poco más de una veintena de páginas redactadas a lo largo de doce meses después de la muerte de su marido, que falleció a los cuarenta y siete años atropellado por un coche de caballos. Y la sabia, bruja, maga Elena Ramírez decía: «He pensado en ti porque refleja con una crudeza descarnada el duelo por la pérdida de su marido. Creo que si te gusta la pieza podrías hacer algo estupendo, sobre ella o sobre la superación (si puede llamarse así) del duelo en general. Creo, además, que según hagas la inmersión en el libro y según te sientas al escribir, podría ser un prólogo o el cuerpo central, y el diario de Curie un complemento… ahí lo dejo abierto a cualquier sorpresa.» Leí el texto. Y me impresionó. Más que eso: me atrapó. Pero éste tampoco es un libro sobre el duelo. O no sólo. Compré media docena de biografías de Madame Curie, de la que antes ya sabía cosas, pero no tanto. Y empezó a crecer algo informe en mi cabeza. Ganas de contar su historia a mi manera. Ganas de usar su vida como vara de medir para entender la mía; y no estoy hablando de teorías feministas, sino de intentar desentrañar cuál es el #LugarDeLaMujer en esta sociedad en la que los lugares tradicionales se han borrado (también anda perdido el hombre, desde luego, pero que ese pantano lo explore un varón). Ganas de merodear por las esquinas del mundo, de mi mundo; y de reflexionar sobre una serie de #Palabras que me despiertan ecos, #Palabras que últimamente andan dando vueltas por mi cabeza como perros perdidos. Ganas de escribir como quien respira. Con naturalidad, con #Ligereza. De pequeña enfermé de tuberculosis. Estuve sin ir al colegio de los cinco a los nueve años y, según consta en la leyenda familiar, me salvó un pediatra llamado don Justo, que era un médico maravilloso y una gran persona y que no cobraba cuando no había dinero. Recuerdo bien las múltiples visitas a don Justo; vivíamos lejos, teníamos que coger un autobús y yo siempre llegaba mareada (por entonces, cuando casi nadie tenía coche propio y la gente viajaba poco en vehículos a motor, era bastante habitual ponerse La ridícula idea de no volver a verte malísimo en cuanto uno se subía a un automóvil). Al fondo de su consulta, don Justo tenía una especie de cuartito en donde estaba la máquina de rayos X. Una y otra vez, en cada ocasión que fui a verle, durante la enfermedad y las revisiones de los años posteriores, don Justo me ponía de pie en la máquina, desnuda de cintura para arriba porque acababa de auscultarme. Hacía que me colocara bien derecha, con la espalda pegada al metal helado, y luego acercaba a mi pecho la pantalla de rayos, también desagradablemente fría. Yo apoyaba la barbilla en el borde superior: el aparato tenía un ligero aroma como a hierro, un tufo que luego he reconocido en el olor de la sangre. Don Justo y mi madre se instalaban delante de la máquina sin ninguna protección y, tras apagar la lámpara, empezaba el espectáculo; recuerdo la penumbra del gabinete, y cómo las caras del pediatra y de mi madre se iluminaban con el resplandor azulado de los rayos. «¿Ve usted, doña Amalia? —decía don Justo, señalando con el dedo hacia algún rincón de mi pecho—, esa parte aparece más blanca porque la lesión se está calcificando.» Miraban y conversaban animadamente durante un tiempo que a mí me parecía larguísimo, fascinados por el espectáculo de mis interiores. Yo me sentía importante, pero también incómoda e inquieta: esa oscuridad, ese fulgor espectral que parecía convertirlos en fantasmas, por no mencionar la asquerosa idea de que vieran mis tripas. Hoy calculo la cantidad de radiaciones que debimos de recibir todos y se me hiela la sangre, aunque resulta tranquilizador saber que don Justo falleció con casi cien años y que mi madre sigue viva y guerrera a los noventa y uno. Todo esto fue a finales de los cincuenta y principios de los sesenta; Marie Curie había muerto, destrozada por el radio, un cuarto de siglo antes. Ahora pienso en el brillo frío que salía de mi pecho como un ectoplasma y en el zumbido de la máquina y siento una profunda cercanía, una rara intimidad con aquella ceñuda científica polaca. De algún modo, su trabajo ayudó a que me diagnosticaran y me curaran. Por no mencionar que la madre de Marie murió de tuberculosis. ¡Y además yo también he visto ese fulgor azul que Curie tanto amó! Digamos que he sido una niña radiactiva; y ahora soy una madura mayor o una vieja joven que, desde hace un par de años, reside a dos esquinas de la antigua consulta de don Justo, es decir, a cien metros de donde estuvo aquella antigua máquina de rayos X que olía como la sangre. Ahora el piso es un gabinete ginecológico. A veces tengo la sensación de que uno se mueve en la vida dando siempre vueltas por los mismos lugares, como en un desconcertante Juego de la Oca. Marie Curie no fue sólo la primera mujer en recibir un premio Nobel y la única en recibir dos, sino también la primera en licenciarse en Ciencias en la Sorbona, la primera en doctorarse en Ciencias en Francia, la primera en tener una cátedra… Fue la primera en tantos frentes que resulta imposible enumerarlos. Una pionera absoluta. Un ser distinto. También fue la primera mujer en ser enterrada por sus propios méritos en el Panteón de Hombres Ilustres (sic) de París. Trasladaron sus restos ahí el 26 de abril de 1995 con gran pompa y boato (por cierto que en el Panteón también están Pierre Curie y Paul Langevin, el marido y el amante de Marie) y el discurso del presidente Mitterrand, para entonces ya muy enfermo, enfatizó «la lucha ejemplar de una mujer» en una sociedad en la que «las funciones intelectuales y las responsabilidades públicas estaban reservadas a los hombres». Estaban, dijo. Como si esas desigualdades ya hubieran sido superadas por completo en el mundo contemporáneo. Pero Marie Curie sigue siendo la única mujer enterrada en el Panteón; y el Panteón aún se denomina, faltaría más, de Hombres Ilustres. ¿Cómo conquistó esa polaca sin apoyos ni dinero todo eso, tan temprano, tan sola, tan a contrapelo? Fue una mujer nueva. Una guerrera. Una #Mutante. ¿Por eso estaba siempre tan seria, tan triste? ¿Por eso tenía esa expresión tan trágica en todas sus fotos? Incluso en instantáneas que, como la siguiente, son anteriores a su viudez. Pienso ahora en el viejo chiste del pastor que tallaba una madera y me digo que quizá lo que salga de este libro sea algo intermedio; y que Marie tuvo que ser a la vez san Antón y la Purísima Concepción para llegar a hacer todo lo que hizo.











miércoles, 12 de julio de 2017

EL SUPREMO CRONISTA DEL PODER

Sergio no sólo es un gran novelista sino un estudioso de la realidad latinoamericana. Aún recuerdo su novela “Castigo Divino” de un factura perfecta. Desde hace años tiene un blog en “Boomerang literario” de “El país “de España, esta es una de sus columnas a propósito del aniversario de ese otro gran escritor latinoamericano Augusto Roa Bastos
SERGIO RAMÍREZ

La vida de Augusto Roa Bastos, cuyo centenario de nacimiento celebramos este año, parece asunto de sus propias invenciones. Pasó su infancia en Iturbe, un poblado del Alto Paraná, donde se habla por igual el guaraní y el castellano, lo que le dio esa lengua escindida, o doble, que habría de marcar su escritura no sólo en la tesitura verbal, sino también en su carga de tradición oral.
Su padre, Lucio Roa, llegó hasta allí a talar árboles para abrir aquellas tierras al cultivo de la caña de azúcar. Con sus manos construyó los pupitres donde Augusto y su hermana mayor Rosa se sentaban a recibir las lecciones que él mismo les impartía, una hora diaria después de la siesta de la tarde, porque nunca asistieron a la escuela pública.
Cuando se casó con Lucía Bastos se acercaba ya al medio siglo de vida, veinte años mayor que la esposa, con la que estuvo unido por otro medio siglo. Ella fue cómplice de Augusto para que aprendiera la lengua guaraní, prohibida por el padre, y lo introdujo en el mundo oral de las leyendas indígenas. Es cuando aprendió que los árboles guardan dentro de su corteza a seres silenciosos que se lamentan con quejidos lastimeros si son talados.
Luego lo enviaron a Asunción para que siguiera sus estudios en el Colegio de San José, al cuidado de un tío suyo, el obispo Hermenegildo Roa. Fue cuando estrenó sus primeros zapatos. Vivir al lado de un pariente poderoso puede sonar a grato privilegio, pero según le contó a Tomás Eloy Martínez, "tenía un solo par de medias y vivía muerto de hambre", el más pobre entre todos los alumnos hacinados en un dormitorio comunal.
El padre había encargado su custodia para el viaje a una conocida suya, que llevaba consigo un niño de pecho. Debían trasbordar de un tren a otro, con lo que debieron amanecer en la estación intermedia donde había un inmenso cráter provocado por un estallido de explosivos durante una de las tantas revueltas militares. Y cuando en la oscuridad la mujer dio de mamar a la criatura, él se prendió al otro pecho, la primera vez, dice, "que tuvo una sensación erótica".
Esta escena pasó a las páginas de su novela Hijo de hombre, publicada en 1960, donde se relata la guerra del Chaco, que estalló en 1932, enfrentando a Paraguay y Bolivia por la posesión de unos campos petroleros que nunca existieron. Atizando el conflicto estaban detrás la Standard Oil y la Royal Dutch-Shell.
En 1947 huyó del Paraguay cuando el gobierno del general Morinigo ordenó su captura, vivo o muerto, acusado de conspirador comunista. Lo buscaron en las oficinas del diario El País, donde trabajaba como redactor, y tras escaparse por la azotea pasó varios días escondido dentro de un depósito de agua vacío, hasta que pudo salir al destierro hacia Buenos Aires.
Escribió los cuentos de su libro El trueno entre las hojas, publicado en 1953, mientras servía como camarero en un hotel de parejas clandestinas. "El trabajo que hago no es exigente y me quedan muchas horas libres", le dice en una carta a Tomás Eloy; "llevo bebidas a los cuartos y las parejas me dan propinas generosas. Cuando se van, recojo las sábanas y las toallas y las llevo a la lavandería..."
Fue también empleado de una editorial de partituras musicales, guionista de cine, y vendedor de seguros. Su exilio duró cerca de medio siglo. Ahora Paraguay vivía bajo el reinado del general Alfredo Stroesnner, llegado al poder en 1954.
Cuando en 1982 se atrevió a regresar, el dictador lo expulsó del país acusado de tener "ideas bolcheviques", iguales razones por las que décadas atrás había lo había perseguido el general Morinigo.
Su gran novela, y una de las grandes de la lengua, es, sin duda, Yo el Supremo, de 1974, que retrata al doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, el Karaí Guazú, Supremo Dictador Perpetuo de la República, llegado al poder al darse la independencia de España en 1811. Devoto de la ilustración, convirtió al Paraguay en un sepulcro cerrado, sin mendigos ni ladrones ni asesinos, pero también sin enemigos, hacinados en los calabozos, o en los cementerios. Yendo hacia el pasado, traza un relato contemporáneo de Stroesnner, derrocado por fin en 1989.
El doctor Francia de Roa Bastos pugna siempre por salir del sepulcro. Es el astro central y absorbente de un sistema solar regido por la obediencia total. No nos hemos librado de su fantasma empecinado.


http://www.elboomeran.com/blog-post/7/18472/sergio-ramirez/el-supremo-cronista-del-poder/








domingo, 9 de julio de 2017

ADICTOS A LA DESAPARICIÓN Y UNA RARA FOSFORESCENCIA

Tecnologías nuevas y extrañas gobiernan Los mantras modernos de Martín Felipe Castagnet, novela en la que conviven vertiginosamente el costumbrismo y la ciencia ficción.
Kit Maude

Literatura Argentina
Cuando un escritor argentino, por más joven que sea, escribe una novela sobre ‘desaparecidos’, uno no espera que incluya bindi-comunicadores, monitores inflables o un buscador-adivino, pero eso es exactamente lo que ocurre en la segunda novela de Martín Felipe Castagnet, Los mantras modernos.

La verdad es que el uso de un término tan cargado de asociaciones trágicas presenta un problema para el lector: por supuesto que ningún término ni tema debería estar vedado a un escritor pero tampoco puede permanecer ajeno a las resonancias del lenguaje que decide emplear. Aquí, efectivamente, es una distracción cuya ventaja es difícil de detectar, especialmente cuando se podría haber evitado muy fácilmente con un leve toque al vocabulario. Una distracción como esa es, por otra parte, la última cosa que necesita el lector de Los mantras modernos; ya tiene bastante para asimilar.

Primero están las desapariciones; muchos de los residentes de la ciudad de Embarcación –una urbe del futuro próximo con fuerte sabor argentino– han descubierto, más o menos de manera voluntaria, cómo desaparecer. Esta transición tiene varios niveles (el parecido con un videojuego no es casual). El más básico es el de hacerse invisible pero quedando del lado del mundo conocido. Lo sigue un nivel más profundo, en el que se viaja a un futuro en el que los humanos ya no están más pero se pueden robar sus objetos para venderlos en el presente. Y el nivel de fondo: la misteriosa fosforescencia.

Después viene toda la nueva tecnología: bindis, botoncitos enterrados en la frente que comunican pensamientos, buscadores en un Internet omnipresente que pueden predecir el futuro con cierta precisión, y equipos para ver otras realidades, los más efectivos de los cuales son los ‘guantes hápticos’ (de los que surge la pregunta de la contratapa: “¿Y si fuera el tacto, y no la inteligencia, lo único que nos mantiene humanos?”).

Finalmente, hay una nueva fauna –la “vida exótica”– invisible para ojos comunes, que invade desde el otro lado (les resultará familiar a los seguidores de la serie Stranger Things), objetos y mascotas parlantes. Además, como si eso no fuera suficiente, se acerca el fin del mundo.

Siguiendo el modelo clásico de la ciencia ficción, Castagnet combina sus altos conceptos con un relato costumbrista, y como con la mayoría de la ciencia ficción, la escritura brilla más cuando está en el primer territorio. Los mantras modernos nos presenta a Masita, que tiene que encontrar a su hermano Rapo, un adicto de la desaparición. En eso lo ayuda su abuelo, después de la fuga del anciano de un geriátrico.

En la búsqueda van encontrándose con varios miembros de la familia extendida, que incluye la de la ex novia de Masita. Casi todos sufren, en mayor o menor grado, del mismo vicio que Rapo, y el autor empieza a saltar con sumo virtuosismo de una perspectiva a otra, de la segunda a la tercera persona.

Todo esto suena un poco vertiginoso, y lo es, pero vale la pena: la mezcla estrafalaria de elementos va borboteando de manera atrapante, hasta llegar a un punto exhilarante y rarísimo que revela las influencias subversivas de escritores como Marcelo Cohen o César Aira, aunque es poco probable que uno de estos maestros hubiera caído en la trampa o error mencionada al principio.


Los mantras modernos, Martín Felipe Castagnet. Sigilo, 208 págs.

viernes, 7 de julio de 2017

EL PUÑO INVISIBLE / CARLOS GRANÉS

Author : EU-topías Date : 5 febrero, 2015 El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales, Carlos Granés, Madrid, Taurus, 2011, 469 pp.
Imanol Zumalde


El (nuevo) malestar en la cultura Si, con esa intuición de zahorí que le caracteriza, Michel Houellebecq predijo en el final de Plataforma el atentado de Bali de octubre de 2002 con un año de antelación, en su última y no menos clarividente novela, El mapa y el territorio, retrató con pelos y señales el malestar, literalmente freudiano, que aqueja a la Cultura de nuestro tiempo. Tal es así que Daniel Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercad-o del arte, el lienzo-emblema de una de las etapas del derrotero artístico del protagonista, resume de un brochazo todos los síntomas que salen a relucir en El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales, reciente ensayo en el que Carlos Granés (Bogotá, 1975) indaga a fondo en los múltiples estragos que parecen afligir a la Cultura de este tiempo confuso que nos ha tocado vivir: la banalización del Arte, la depauperación del gusto, la obscena mercantilización del negocio artístico, la vacuidad oscurantista del discurso teórico que mece la cuna de los creadores, etc. Este trabajo, que mereció el Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco en su edición de 2011, es un impetuoso recorrido por la historia cultural del Occidente de la última centuria, lapso temporal enmarcado por dos hitos reveladores: la publicación (en 1909) del Manifiesto Futurista de Marinetti y la madrileña revuelta light del 15-M (de 2011), que Granés considera eco tardío (y adulterado) de esa revolución cultural fraguada a fuego lento en la que centra el foco. Cabría objetar, de entrada, la no correspondencia conceptual de ambos acontecimientos: uno, pese a sus ínfulas, pertenece al terreno de lo artístico; el otro al mucho más amplio de la política. Con lo que el último difícilmente puede ofrecer un cierre categorial adecuado al periodo que se abre con el primero. Pero vayamos al grano. Resumida en el críptico título del libro (en jerga boxística se llama puño invisible al más peligroso, no porque sea el más fuerte, sino porque no se le ve venir), la tesis que guía a través de este sinuoso itinerario mezcla perspicacia y grandilocuencia a partes iguales: contra una lectura de la historia del siglo XX que hoy ya sólo sostienen los sectores más recalcitrantes de lo que algunos llamaron “la izquierda consecuente” (“Suele decirse que la revolución bolchevique triunfó y que las vanguardias perdieron. Lenin transformó Rusia, y sus ideas se extendieron con el tiempo a Europa del Este, África, Asia y Latinoamérica”, pág. 14), parece una evidencia para Granés que las grandes revoluciones políticas del siglo XX fracasaron al cabo del tiempo, mientras la revolución cultural que las acompañaba 1 / 4 Eu-topías Revista de interculturalidad, comunicación y estudios europeos http://eu-topias.org a hurtadillas ha triunfado de forma inequívoca, aunque su formulación adopte trazas de un oxímoron (“cada una de las batallas utópicas que emprendieron las distintas vanguardias condujo a la derrota. Pero en conjunto, sumando los esfuerzos de futuristas, dadaístas, surrealistas, letristas, músicos experimentales, poetas beat, situacionistas, yippies y demás revolucionarios culturales, sus batallas por transformar las vidas resultaron fructíferas”, pag. 14). Según Granés, la aparatosa divergencia en el desenlace de ambas revoluciones no dimana ni de cuestiones tácticas ni estratégicas, sino de la diferencia decisiva a la hora de llevar a cabo la adecuada selección del objetivo final: los dadaístas lo identificaron mejor que Lenin, Mao o cualquiera de sus esforzados seguidores; se trataba de transformar de forma radical los hábitos de vida de los individuos en lugar de hacerlo con las estructuras del Estado, con la finalidad de que sus cambios facilitaran el nacimiento de una nueva sociedad. Lo que a la postre les ha valido, si hemos de creer a Granés, la victoria nada pírrica de haber terminado modelando a su gusto las sociedades contemporáneas (“Si hoy sorprende que buena parte de la población occidental, independientemente de que sea rica o pobre, culta o ignorante, profesional o trabajadora, oriente su vida hacia el hedonismo, la búsqueda de experiencias fuertes, espectáculos excitantes, aventuras transgresoras y actitudes rebeldes, es porque se ha olvidado el legado vanguardista”, pág. 15). Esta idea troncal, no obstante, lleva consigo una curiosa transformación (y formulada de esta manera, cierta incongruencia) en la medida en que, según Granés, el triunfo postrero de la revolución cultural ha terminado produciendo una serie efectos perniciosos en todos los órdenes de los que sólo cabe colegir que estamos ante una auténtica calamidad (“… vivimos un período de calma cultural, donde prevalece la frivolidad y la inocuidad de las obras, y en el que los artistas, antes de oponerse a la sociedad en la que viven, producen un arte que celebra los aspectos más rentables y degradantes del capitalismo contemporáneo: la banalidad (Koons), el plagio (Prince y Levine), la explotación (Sierra), el shock escandaloso (Hirst), el exhibicionismo (Emin), la bobería (Creed), el sadismo (Muehl), el amarillismo (Orlan), la escatología (Mike Kelley) y la vulgaridad (Paul MacCarthy)”, pág. 459). ¿Qué polvos han traído tan cuantioso lodo?, ¿Qué extraña mutación ha hecho posible que el éxito de los valores revolucionarios predicados por las vanguardias históricas haya aflorado en la sociedad del espectáculo?, ¿Qué f-uerzas tectónica-s han vaciado de contenido y banalizado el impulso revolucionario hasta convertirlo en mero gesto y/o acto de consumo?, ¿Cómo es posible que los indignados del 11-M exigieran casa, trabajo, beneficios sociales, estabilidad,... en fin, todos los valores burgueses que combatió ese Mayo 68 que fue resultado indirecto de la influencia vanguardista? Carlos Granés se empeña en descifrar estos enigmas y contradicciones. Como no hay modo sensato de reflexionar sobre los procesos revolucionarios sin la presencia tutora de su más perspicaz analista, las referencias a Carlos Marx menudean por el libro. Sin embargo, la gran impronta de Marx en el trabajo de Granés es de orden conceptual toda vez que la parcelación dicotómica del relato histórico en dos grandes momentos que propone (Primer tiempo y Segundo tiempo, separados por esa suerte de año-meridiano situado en 1968) hace suya, con matices, la tantas veces mal citada aserción que abre, a puerta gayola, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte (“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”). En efecto, si lo que Granés describe en Primer tiempo (a saber: el nacimiento y desarrollo arborescente de las vanguardias artísticas del siglo XX) puede verse bajo un cierto prisma trágico, la estampa que traza de lo que vino después del 68 (no sólo del Mayo francés, sino también de ese Abril neoyorkino que brotó al calor de la ocupación de la Universidad de Columbia) corresponde de manera bastante fiel a la caricatura del tío (Napoléon) que Marx vió en el sobrino (Luis Bonaparte). 2 / 4 Eu-topías Revista de interculturalidad, comunicación y estudios europeos http://eu-topias.org La figura de Warhol ocupa, por activa y por pasiva, una posición angular en este entramado puesto que, amén de paradigma del arte-mojiganga del Segundo tiempo, su obra constituye, por un lado, la repetición, según la máxima de Marx, en clave de farsa de Marcel Duchamp, uno de los padres de la vanguardia, al tiempo que cuando fue objeto de un atentado (el 3 de julio de 1968 la feminista radical Valerie Solanas le descerrajó tres disparos en The Factory, su famoso taller donde facturó el Pop Art) se convirtió, por otro, en el actor pasivo, pero imprescindible, del acto que según el ensayista colombiano marcó el cataclismático final del virtuoso Primer tiempo de la revolución artística. La dramaturgia con la que Granés despliega estas dos partes-tiempos reproduce, se diría que por ósmosis, la dicotomí-a argumental que desarrollan: tras señalar sus respectivos manantiales (sobre el germen de Max Stirner –El único y su propiedad– estallan los sucesivos Big Bang futurista, conceptual y dada), la primera parte hace un uso preciosista del montaje paralelo (cada capítulo lleva inscritos los lugares y años en los que acontecen los hechos que abarca) para dar cuenta de la evolución simultánea de los distintos veneros por los que fluye la idea de común de subvertir la institución y las formas tradicionales del Arte (las soirées del Cabaret Voltaire migran de Zurich a Berlín, Breton disiente y crea el surrealismo, etc.; Isou funda el letrismo, Debord lo sublima con el situacionismo que da lugar a la marea Pro-situ, suerte de efecto dominó que va de Alemania a Escandinavia, a Holanda, a Francia, a Inglaterra, etc.; en paralelo, John Cage descubre a Duchamp, desembarca en el Black Mountain College donde crea junto a Merce Cunningham el happening, etc.) Este zizagueante relato que avanza trenzando sus líneas de fuerza como los mejores thrillers adviene bajo la autoridad epistémica de una voz narradora que al tiempo de exponer con encomiable claridad la caudalosa información que maneja, juzga sin contemplaciones la vida y las obras (en muchos casos indiscernibles) de esa miríada de artistas y creadores de todo pelaje a los que pasa revista. Esa narración translúcida, virtuosista y trepidante se colapsa e implosiona a la hora de dar cuenta de la mutación que padece el proyecto revolucionario de las vanguardias a partir de mediados de los años sesenta. Tal es así que el Segundo tiempo es, en puridad, un exhaustivo informe de situación del desastre al que ha conducido la utopía de las vanguardias cuando su mixtificación consiguió filtrarse en las conciencias, formas y estilos de vida de los occidentales. Se trata, en suma, de siete grandes bloques (más un octavo encargado de cotejar el Mayo francés de 1968 y el madrileño de 2011) que abordan en compartimentos estancos las distintas metástasis del cáncer cultural que aqueja a nuestro tiempo: la coronación de la banalidad y el culto a la fama (de Warhol a Koons), la mercadotecnia del escándalo (de la operación Sex Pistols de Malcom McLaren a los Young British Artists), la redefinición integral del Conocimiento impuesto por el relativismo (Multi)cultural, la abyección y las laceraciones como motivo artístico (del art corporel al body art sangriento), el hedonismo como argument-o estético bajo el imperio de la novedad (con Damien Hirst de flautista de Hamelin), el triunfo del discurs-o teórico sobre el objeto artístico (el despotismo del Curator), y el adocenamiento capitalista de las pretéritas muestras de la contracultura revolucionaria (el rock, las drogas y la liberación sexual como rentables argumentos de la industria del entretenimiento). El collage que forman estos ocho bloques se resiente a ojos vista sin el respaldo de una lógica (discursiva) fuerte. Su disposición, perfectamente intercambiable, parece arbitraria cuando no caprichosa, y a uno se le antoja que alguna sección está de más (“De la revolución al espectáculo 1964-2000. Detroit, Ann Arbor, Polo Norte” aborda cuestiones cuando menos tangenciales) y otras merecerían un abordaje conjunto, como es el caso de los capítulos que en buena medida gravitan en torno a Koons y Hirst, figuras sintomáticas de la misma enfermedad (“Del radicalismo revolucionario al regocijo de la banalidad 1966-1990. Nueva York, San Francisco” y “Del individualismo libertario al hedonismo egoísta 1970-2011. Nueva York”, respectivamente). A esto se suma el hecho de que, a la inversa de su precedente, en este Segundo tiempo el juicio (siempre adverso) de la voz narradora prevalece sobre la ubicación historiográfica de los artistas y sus obras, lo que da pie a que un Granés 3 / 4 Eu-topías Revista de interculturalidad, comunicación y estudios europeos http://eu-topias.org definitivamente desatado no deje títere con cabeza. Aunque es materialmente imposible no discrepar en algún detalle de este páramo apocalíptico digno de El Bosco más sombrío (la figura de Warhol, artista más serio de lo que Granés quiere concederle, amén de cineasta esencial es acreedor de algunos méritos que el autor le niega de forma radical; Obra No 227 de Martin Creed, mucho menos “tonta” de lo que aprecia Granés, demuestra, entre otras cosas, que el arte conceptual, desde su alumbramiento duchampiano, juega en el filo de navaja), no se puede objetar que, en términos globales, el diagnóstico se aproxima bastante a la realidad. Por si fuera poco, este Segundo tiempo cuenta al menos con tres apartados magistrales (los que abordan, respectivamente, el impacto devastador del multiculturalismo, la abyección como argumento estético, así como el eclipse del objeto artístico tras su paratexto teórico) en los que Granés hace gala de sus mejores armas: una mirada incisiva que no se arredra ante las modas ni la corrección política, así como el sólido respaldo de una documentación fecunda, pertinente y esclarecedora que es llevada en volandas por un estilo expositivo tan poderoso como eficaz.
 Imanol Zumalde.







miércoles, 5 de julio de 2017

DEL ESCRITOR REACCIONARIO

Tomado de la revista “Letras libres”. El debate de suma importancia ha sido tratado desde muchas perspectivas, el lugar común, como un grupo de intelectuales se toma la palabra por completo frente a un tema o como los otros se silencian. Ha sucedido en Francia con el espíritu anti-moderno, hegemónico, unidimensional, polémico de antemano, esta nación siempre piensa con lucidez el presente en el marco de ópticas sociológicas, políticas y filosóficas profundas, no mediáticas, tira línea como decimos, en esencia pone a pensar el mundo. Esta es una excelente columna al respecto.

En el periodo de entreguerras, la reacción, al menos en su variante francesa, abandonó la política para instalarse en la literatura. A contracorriente del espíritu de su época, estos escritores no se resignaron a aceptar la lógica de la civilización.

Ernesto Hernández Busto 19 junio 2017


En el verano del 2005, el crítico francés Antoine Compagnon publicó en Gallimard un libro polémico y brillante titulado Los antimodernos, cuya tesis, a grandes rasgos, es que hay una progenie de escritores franceses (contrarrevolucionarios, antiilustrados, pesimistas; creyentes en el pecado original y en la estética de lo sublime; practicantes del vituperio) que, al menos en Francia, se ha adueñado de la posteridad literaria de eso que llamamos “modernidad”. En cuanto empecé a leer esas páginas, reconocí en todos los escritores de los que yo mismo me había ocupado un año antes en mi libro Perfiles derechos (Península, 2004) los rasgos inconfundibles de estos antimodernos, protagonistas de una resistencia que acabará por modificar la manera en que entendemos las relaciones entre política y literatura.
Al comienzo de su libro, Compagnon cita in extenso una tesis de Albert Thibaudet sobre la cultura francesa que me pareció reveladora: “el siglo XX ha visto cómo las letras y París se pasaban en masa a la derecha, en el momento mismo en que, para el conjunto de Francia, las ideas de derecha perdían definitivamente la partida”. Para Thibaudet, durante ese paréntesis de entreguerras, que es tal vez la zona más curiosa del siglo XX, la contrarrevolución habría abandonado la política para instalarse en la literatura. Al explicar cómo el impulso antirrevolucionario y tradicionalista acaba por refugiarse entre los escritores e intelectuales de la Tercera República, el pensador francés usa una metáfora hidráulica: la potente masa acuosa de la reacción, al ser suplantada en la vida política e institucional por otra dinámica del movimiento de las ideas, según los ideales del Progreso o la Escuela, “fue captada por otra red, entró en otra hidrografía: la literatura”. Mientras los grupos políticos se movían hacia la izquierda, las letras, las tertulias y la prensa hacían la crítica de esas filiaciones y se atrincheraban en una crítica al modernismo. Baudelaire, Flaubert, los Goncourt, Proust, Paulhan... los grandes nombres de esa tradición intelectual no son de izquierda, pero tampoco simples representantes del tradicionalismo. Compagnon resume ese proceso en una paradoja inapelable: “el genio antimoderno se refugió en la literatura, e incluso en la literatura que consideramos moderna”.
Es un asunto para detenerse. A mí, como a Compagnon, no me parece que el proceso que describe Thibaudet se limite a la Francia de ese periodo histórico, si bien es cierto que los horrores de mediados del siglo XX, aunque no eliminaron, sí limitaron mucho la influencia del discurso antimoderno. Pero décadas después, hacia 1990, pasado el emblemático bicentenario de la Revolución francesa, cuando yo leía a todos esos autores europeos de entreguerras era difícil no ver en sus críticas radicales de la modernidad cierto lado lúcido, profético. Lo atractivo de esa mutación tenía que ver, además, con un desfase biográfico: mi formación había sido de izquierdas y mi ideario político y filosófico era más bien liberal, pero mis preferencias literarias se decantaban, a veces con cierto sentimiento de culpa, hacia esa prole “de derechas”.
De ahí que en Perfiles derechos me ocupase de algunos cruces de esa curiosa familia de “antimodernos”: Jünger leyó a Rózanov, por ejemplo, y dejó un emotivo apunte de esa lectura en sus oceánicos diarios; Pound manifestó en una de sus polémicas emisiones radiales su interés por Céline; Morand y Montherlant coincidieron en no pocas recepciones y párrafos; Vasconcelos publicó en La Gaceta Literaria de Giménez Caballero... Tales coincidencias o cameos no prueban, sin embargo, la existencia de una “derecha literaria”, entidad difusa y problemática. ¿Qué tienen en común el furibundo Pound y el dandismo aristocrático de Montherlant? ¿O las ideas de Vasconcelos con las de Jünger? ¿O las lecturas bíblicas de Céline y Rózanov? Además de sus rasgos intercambiables y sus credos, esos escritores ejemplifican cierto talante: una comunidad de deseos, gustos, voluntades; un modo o manera de hacer literatura, una disposición atrabiliaria ante el mundo. Muchos de ellos muestran, además, un curioso semblante estoico que no pasa desapercibido a una mirada de conjunto: estoicismo que se desdobla en imágenes múltiples, desde el mito de Epimeteo y su funesto descubrimiento de que la caja de Pandora contiene demasiados males para la humanidad, hasta el Benito Cereno de Melville, cuyo barco le sirvió a Carl Schmitt como emblema de una Europa desorientada que se abandona a las fuerzas de la disolución.
Al menos durante ese periodo que se conoce como “de entreguerras”, la hipótesis que alimentó a buena parte de la literatura reaccionaria fue la negación del progreso. Muchos de estos “contrarrevolucionarios” no ignoraban la actualidad, pero la consideraron signo de decadencia: su presente se mantenía en un equilibrio precario, amenazado siempre por ese fuego purificador, que también es un invento estoico: la apocatástasis. El escritor convertido en Jeremías que anuncia, con especial vehemencia, algún tipo de catástrofe, cualquier “apocalipsis de nuestro tiempo”, nunca se equivoca del todo pero está condenado a lo inoportuno. Es cuestión de tiempo, ya lo decía Rózanov –a quien ahora, por cierto, la editorial Acantilado acaba de publicar por primera vez en español–. El Gran Reaccionario –escribí en mi prólogo– padece siempre el sabor amargo de una derrota que se le figura no exenta de nobleza. Lo cual nos coloca frente a una galería de “perdedores” confesos, hombres del pasado e insurrectos del presente, como se declaraba Morand en su Journal inutile.
Una carrera, hay que decirlo, no exenta de errores y frivolidades: basta recordar el lamentable momento en que las citas de Chateaubriand y las quejas contra la “entropía democrática” eran las bromas del desayuno en los cafés de la Francia de Vichy. Pero estos escritores nunca temieron ejercer una libertad de pensamiento que incluía lo intempestivo y lo anacrónico. Compáreseles, por ejemplo, con esa lenta agonía de signo contrario, la de un Louis Aragon que, como escribe Jacques Laurent (¡otro antimoderno!) en su Histoire égoïste, “durante medio siglo mostró una atroz sangre fría al seguir sirviendo a una empresa que sabía inhumana”. O la de un Paul Éluard apoyando la ejecución de su amigo, el surrealista checo Záviš Kalandra.
En la introducción de Perfiles derechos me permito una cita tramposa de Susan Sontag (en su ensayo An argument about beauty) sobre la cual convendría volver ahora. La ensayista norteamericana, digo, afirma que una política conducida de acuerdo con los principios liberales carece de drama, del sabor del conflicto irreconciliable, mientras que las políticas fuertes y autocráticas tienen la indudable virtud de resultarnos “interesantes”. Mi trampa fue escamotear al lector la otra parte del ensayo, donde Sontag somete a una severa crítica el uso estético de ese adjetivo: “Cuando la gente dice que una determinada obra de arte es interesante, no quiere decir que le guste o que se identifique plenamente con ella, sino más bien que debería gustarle.” Lo interesante es algo que antes no habíamos visto como bello (o bueno) y, por lo tanto, implica un tabú. “Los enfermos son interesantes –recuerda Sontag, citando a Nietzsche–. Los perversos también. Lo que se admira a través del despliegue de este término es el ingenio, no la verdad; la tosquedad o insolencia o transgresividad, no el respeto.”
Pasé mucho tiempo dándole vueltas a esas palabras; me sentía aludido pues ¿qué joven no ha usado el adjetivo “interesante” para referirse a determinadas obras de arte que así se lo parecían, o simplemente para evadir la banalidad de llamarlas bellas? Pero ¿de dónde procede en realidad ese atractivo? No solo del tabú de algo que no se ha visto antes como bello, sino tal vez de una función más atávica, tan humana y legítima como ese consuelo idealizado que atribuimos a la belleza, pero de signo contrario, más cercano a aquella belleza suprema que procede del caos, atributo de la “nueva mitología” concebida por Schlegel y otros románticos. Lo que en política se revela como una falta de empatía, desde otra perspectiva simbólica puede ayudarnos a iluminar cierta zona esencial de la modernidad.
A propósito de La decadencia de Occidente, el célebre libro de Oswald Spengler, Roberto Calasso deja caer una recomendación muy útil: muchos de esos intelectuales que llamamos reaccionarios o antimodernos deben ser desvinculados de su propósito original (el de una historia universal o una filosofía, en el caso de Spengler) para ser leídos como fenómenos de estilo, autores de un psicodrama de prosa visionaria o síntomas de una fantasmagoría “que solo puede entenderse en términos de literatura”.
¿Qué quiere decir entender algo “en términos de literatura” y de qué manera tiene esto que ver con aquella disyunción de política de izquierdas/literatura de derechas de la que habla Thibaudet?
Todos los escritores reaccionarios que desfilan como figuras de ese “psicodrama” moderno navegaron a contracorriente del espíritu de su época porque tenían otra idea de la temporalidad. Una concepción que había dejado de encarnar en la política para filtrarse en lo literario. Ni en el arte ni en la literatura puede el progreso encontrar su púlpito adecuado. Desde Chateaubriand a Cioran (“la idea del progreso deshonra la inteligencia”), pasando por Baudelaire, Proust, Flaubert, Gracq, por mencionar solo autores franceses, el escritor reaccionario es aquel pesimista, desencantado o escéptico que no se resigna a aceptar la lógica de la civilización y, en cambio, vive su presente vuelto hacia el pasado, instalado en la ansiedad de un no lugar. Todos ellos, también, comparten aquella obsesión de Mircea Eliade en sus diarios de posguerra, cuando intenta acercarse al mundo incierto que ha revelado la física cuántica: “¿Cómo es posible la libertad en un universo condicionado? ¿Cómo se puede vivir en la Historia sin traicionarla, sin negarla, y participar, sin embargo, en una realidad transhistórica? En el fondo, el verdadero problema es este: ¿cómo reconocer lo real camuflado en las apariencias?”
Al desechar la temporalidad del progreso, al cambiar el tiempo de la política por el tiempo de la poiesis, hace su aparición una idea muy particular del mito: encarnación de ese otro tiempo que es siempre pasado y presente a la vez. Demostración de que hay determinados gestos que solo adquieren sentido al vincularse con ciertos relatos antiguos, es decir, al volverse simulacros para actuar en lo real. Desde las ideas de De Maistre sobre el pecado original hasta la teoría del sacrificio que ha venido elaborando Calasso en sus últimos libros (El ardor o Il cacciatore celeste), desde el lúcido escepticismo de un Gómez Dávila convencido de que “ya no hay por quién luchar, solamente contra quién” hasta las reflexiones de Pascal Quignard sobre la inevitabilidad del despojo y la esencial condición predadora de lo humano, el escritor reaccionario concibe siempre la historia a la sombra de varias metáforas primordiales, verificadas en ese rito interminable que son las representaciones simbólicas.
Hoy en día se acostumbra usar el término “mítico” como sinónimo de algo falso, y por “ritual” se alude a costumbres vacías, sin sentido. Pero, como precisa Calasso, detrás de estos sintomáticos equívocos de la doxa hay otra historia en la que debemos profundizar para entender la esencia de esos simulacros que llamamos arte y su verdadero papel en una sociedad. El rol de lo sagrado y su inseparable relación con el sacrificio, que teorizaron hasta el cansancio los dos “antimodernos” emblemáticos del Collège de Sociologie, Roger Caillois y Georges Bataille, actualizaron una idea del tiempo y de lo sublime que solo podía ser representada y comprendida plenamente a través de ciertas zonas del arte y la literatura. Gracias al mito, el intelectual moderno estaba obligado, como un Jano bifronte, a mirar siempre hacia el pasado para entender su presente. Una doble condición que busca ser, al mismo tiempo, liturgia y relato.
Es una tarea de resistencia, no solo al progreso, sino a todos los Grandes Ideales sociales, que apelan siempre a lo más “profundo” y lo más “humano” del creador. Sin embargo, es posible que, como decía Eliade, la tarea más importante del intelectual moderno no sea la entrega confiada a esos absolutos sino, al contrario, el ejercicio de rehusar su llamado: resistir la tentación de inmolarse en esas “profundidades” para emprender el otro camino del conocimiento espiritual, ya completamente exiliado de cualquier supuesta superioridad y desencantado de cualquier humanismo.


http://www.letraslibres.com/mexico/revista/del-escritor-reaccionario

martes, 4 de julio de 2017

LAS DEFENSAS: LITERATURA COMO ACCIÓN DIRECTA

Tomado de el portal de “Letras Libres”.
La nueva novela de Gabi Martínez presenta el estrés como un monstruo contemporáneo y muestra cómo la ciencia puede tener una relación amorosa con la literatura.

Paula Corroto
25 junio 2017

Un segundo y, dos años después, una novela. El segundo: un hombre en la cincuentena, Domingo Escudero, acercándose al escritor Gabi Martínez (Barcelona, 1971) durante un Sant Jordi para contarle que sufrió una encefalitis que, sin embargo, fue diagnosticada como un trastorno mental, y estuvo medicado y tratado como si fuera un loco. La novela: un cóctel de hechos reales y ficción que se adentra en el territorio pantanoso de la mente y la locura de un hombre, pero también de una sociedad enferma a través de sus últimos cuarenta años de historia.
Las defensas (Seix Barral) es el título de todo esto y es la primera vez que Martínez abandona la literatura de viajes para relatar una historia que transcurre en Barcelona –aunque podría haber sido en cualquier otra metrópolis– y que bebe de hechos que ocurrieron. Hechos crudos, que remueven al lector y que son la base de lo que más interesa al escritor. “Me guío siempre por lo que digan los hechos. Y lo que trato es provocar una reacción en el lector. Después de leer, algo ha de cambiar en tu entorno y en ti, porque tu entorno cambia en el momento en el que tú decidas hacer un gesto o moverte en una determinada dirección. Me gusta ilustrar todo lo que ocurre con acción directa”, cuenta vía telefónica.
No miente. En Las defensas transcurren muchas cosas que agitan. No es solo la historia del doctor Escudero –Camilo Escobedo en la ficción–, sino que también es una profunda inmersión en los órganos de un ciudad, en cómo España/Cataluña se hizo mayor con la llegada de los Juegos Olímpicos y, oh, sí, también la corrupción, en cómo la competitividad nos puede acabar aniquilando y volviéndonos locos, y en cómo la ciencia también puede tener una relación amorosa con la literatura. Y todo contado con sobriedad quirúrgica.
Martínez nunca había escrito sobre su ciudad. “Me hacía falta tranquilidad. Cuando empecé a escribir quería hacerlo sobre Barcelona, sobre las pulsiones individuales que nos perturban, pero no sabía lo suficiente ni de España ni de Barcelona. Y vi que era un terreno pantanoso, y si entras tienes que saber el terreno que pisas”, comenta. Muchos grandes escritores como Marsé, Candel o, más recientemente, Casavella, se habían ocupado de ella. Martínez quería ir con tiento y, después de recorrer Australia con Voy y el corazón de África con Sudd, llegó el turno de Barcelona. No obstante, tampoco se trataba de recrear con fanático realismo la ciudad. Ni siquiera Barcelona es el referente de la “enfermedad” de la novela. “No. Habla de la sociedad, de lo que estamos haciendo con las personas que viven en las grandes ciudades donde hay presiones soterradas brutales”, sostiene el escritor.
Y que derivan en patologías. Como resume Martínez, ahí está la clave de la novela: el estrés como el gran monstruo de nuestros días –un alien del capitalismo– y cómo la mente puede jugar con nuestro cuerpo. Nunca cerebro y corazón estuvieron tan cerca. “Hay que preguntarse cómo tienes a alguien en una ciudad diseñada para vivir bien, con una carrera para vivir bien y de pronto todo eso se le vuelve en contra. De ahí procede el título. Las defensas se vuelven en tu contra”, explica el escritor. Esta crudeza se cuenta sin ironías porque no solo se narra la enfermedad de Escobedo, sino también la de otros compañeros de la planta de neurología que sufren la tiranía de un jefe al servicio de los poderes públicos del sistema sanitario. Emoción y neuronas. Una vez más, Martínez removiendo las entrañas del lector.
Hay pasajes, no obstante, más reconciliadores, como aquellos que muestran la pasión literaria del neurólogo. Escobedo lee constantemente (por momentos podríamos estar ante un psiquiatra literato como Oliver Sacks) y es una patada hacia todos los escritores que no tienen interés en asuntos científicos. “Igual es pura intimidación de las letras con respecto a la ciencia. Históricamente las letras creen que todo viene del espíritu, y que el conocimiento directo igual no es tan decisivo”, sostiene Martínez que sin embargo hace un verdadero tour de force con los términos médicos que aparecen en la novela.  “Si estamos en esto es para aprender, quiero que cada uno de los libros me aporte, me enseñe algo de lo que me rodea”, añade.
Lamenta que no existan más novelas que, quizá como Las defensas, se detengan en asuntos de la contemporaneidad. Y hasta echa de menos que no existan debates literarios. “Hubo una época en la que me molestó que me incluyeran en el grupo de los Nocilla, pero ahora no lo veo tan mal. Al menos había un debate”, constata el escritor a quien le gustaría que la literatura se cerniera sobre asuntos más del presente y menos del pasado –la pereza de la memoria histórica– como la plurinacionalidad de España. “Ahora los libros que más suenan tienen que ver con España: Patria y el ensayo La  España vacía. Si eso es así creo que es un debate que se podría retomar. También por la muerte de Juan Goytisolo, que escribió España y los españoles desde el exilio. Hay que ir a los temas donde la gente, y también los jóvenes, se puedan proyectar. Introduzcamos más debates literarios”, insiste.
Ah, y también el de Cataluña. En Las defensas hay dos momentos interesantes: en uno de ellos, el protagonista deplora la actitud de los políticos catalanes con respecto a España; en la otra, la crítica es a la inversa. “Y hago que lo diga un loco para que el lector tenga que posicionarse. Es un tema que no se está abordando. Hablo con escritores de distintas zonas, y algunos de zonas en las que no se habla el catalán que dicen que no puede decir lo que creen porque si no les empapelan. Es gente que escribe en castellano. Esta es una situación muy incómoda para todos y ahora mismo es un problema real. Hay gente que puede ser literariamente crucificada”, mantiene a la vez que se pregunta “si un autor de fuera de Cataluña defiende el referéndum o la independencia, ¿no sería linchado?”.
 Pura acción directa. Solo queda que alguien recoja el guante.




REFLEXIONES DE ALEJANDRO GAVIRIA SOBRE SU ENFERMEDAD.


El ministro de salud de Colombia es un pensador a carta cabal, sus columnas y libros son disertaciones muy lucidas sobre temas variopintos, siempre en torno a temas científicos, literarios y políticos, desde una perspectiva humanística, trayendo siempre temas y conexiones novedosas. Desde que supo de su enfermedad, un cáncer, el país ha estado pendiente de su estado, no deja de ser interesante todo lo que haga y diga, por ello transcribo esta entrevista que termina siendo una excelente reflexión sobre las paradojas de la vida que amerita ser divulgada.



(Risas).   Lo de la rapada todavía no es una realidad, fue una ficción de un medio de comunicación. Ya vendrá.


Le pido licencia para tratarle un tema muy personal, el de su enfermedad. ¿Cómo se hace el tránsito de pasar de rector de la salud a una camilla del sistema?


No ha sido fácil. No es fácil ni para el ministro de Salud ni para ninguna persona verse de un día para otro como paciente de una enfermedad complicada. He tenido momentos de tranquilidad, pero también de tristeza. Además, la dimensión pública de mi enfermedad ha sido más grande de la que yo esperaba.

¿Por qué?


Porque yo creí que el asunto iba a despertar alguna curiosidad, pero no tantos comentarios y reflexiones. Recibo cientos de mensajes diariamente. De todo tipo.


De pronto, por su condición de ministro de Salud, la gente se ha sentido con el derecho de preguntar un poco más que si se tratara de un particular. Mire lo que yo estoy preguntando…

Respondo con una reflexión que he hecho durante estos días y que ya había reiterado desde meses atrás. Uno de los mayores desafíos de nuestra sociedad, para que el derecho fundamental a la salud sea una realidad plena, es que la desigualdad en el acceso a la salud sea cada vez menor. Por eso, yo entiendo los reclamos y las voces de protesta. Cuando, por ejemplo, en las redes sociales alguien escribe, ¿ministro, usted cómo hizo para que le hicieran un examen en tan corto tiempo? Entiendo el clamor de la sociedad colombiana para que las desigualdades en el acceso a la salud desaparezcan. Esas críticas las respeto profundamente y sé que mi trabajo consiste precisamente en contribuir a cerrar esas brechas, que han disminuido de manera sustancial, pero todavía hay mucho por hacer.
Ha multiplicado mi aprecio y admiración por los trabajadores de la salud y me ha vuelto más sensible a muchos temas

¿Cuándo usted se vuelve paciente encuentra algo muy distinto de sus diagnósticos como ministro del sector?


Yo diría que no; no creo que mi experiencia actual haya cambiado mi forma de pensar. Pero sí reconozco que ha multiplicado mi aprecio y admiración por los trabajadores de la salud y me ha vuelto más sensible a muchos temas y problemas.


¿A cuáles temas?


En particular, en el tema de atención a pacientes con cáncer. Cuando un paciente me dice, no he podido conseguir la cita, está atrasada mi quimioterapia o me dieron la cita para la radioterapia pero me la cancelaron, para mí eso es muy duro, eso no puede pasar. O sea, en el tema cáncer, el acceso oportuno a los medicamentos y a los procedimientos de los pacientes es ahora una obsesión personal. Pero yo ya se lo decía a mis funcionarios desde mucho antes, si el sistema no atiende bien a los niños con cáncer, por ejemplo, nunca podremos dormir tranquilos. Allí no hay margen para errores o excusas.


¿A dónde lo llevan hoy sus reflexiones?


Recuerdo ahora que cuando estaba haciendo mi doctorado, me suscribí a la revista 'Scientific American'. Me gustaba mucho leer una columna de dos científicos estadounidenses que se llamaba ‘Conexiones’; era una celebración de las coincidencias, de la forma como se conectan el pasado y el presente. Allí no había nada de misticismo, simplemente una celebración del rumbo azaroso de nuestras vidas. He reflexionado sobre lo siguiente, sobre las conexiones en mi vida: como ministro de Salud hice la recomendación al Consejo Nacional de Estupefacientes para que suspendiera la fumigación con glifosato. ¿Sabe qué tipo de cáncer es el que está asociado con el glifosato? El linfoma no Hodgkin, el que yo tengo. Una conexión interesante. Y hay otras.

Lo escucho…


En mi tratamiento hay un medicamento clave, el Rituximab. Es un medicamento biotecnológico. Fue uno de los primeros a los que le redujimos el precio años atrás, mucho antes de mi diagnóstico. Esas
preocupaciones, que eran preocupaciones más generales, sobre el linfoma no Hodgkin o sobre el precio de los medicamentos contra el cáncer, yo de alguna manera ahora las personifico. Hay otra conexión. En las políticas preventivas, el cáncer ha sido desde el inicio una de mis preocupaciones principales. He promovido activamente la vacunación contra el virus del papiloma humano, a pesar de muchas críticas.


Cuyas virtudes el país habrá de reconocer en algún momento como política preventiva más importante de cáncer que ha implementado este país.


Y los impuestos al tabaco igualmente. Con los impuestos estamos disminuyendo la posibilidad de cáncer en el futuro. Acabamos de recibir un premio de la OMS que lo reconoce. Menciono una última conexión. Tengo un 'hobby' que pocos conocen, me gusta reseñar libros en internet. Reseñé dos tipos de libro con mucha asiduidad estos últimos años: unos sobre cáncer y otros sobre la buena muerte y la importancia de tener conciencia de la mortalidad.

¿Alguno que le haya impresionado especialmente?


Sí, un libro que escribió un joven neurocirujano estadounidense: era el médico estrella de la Universidad de Stanford y murió de un cáncer de pulmón. El libro tiene un título inquietante: 'Cuando el soplo se torna en aire'. Recuerdo una de sus frases: “Todas nuestras ambiciones son alcanzadas o abandonadas. De cualquier forma pertenecen al pasado. El futuro, en lugar de ser una escalera hacia nuestros objetivos personales, termina diluyéndose en el presente. Dinero, prestigio y todas las vanidades no son más que una forma fútil de perseguir el viento”. Hoy, este mensaje me resuena con fuerza. Coincide con uno que yo le había dado, antes de leer ese libro, a un grupo de estudiantes en Cali en la universidad de Icesi. ¿Por qué estaba tan interesado en el cáncer y en la necesidad de reflexionar y escribir sobre el tema de la mortalidad? Son las conexiones, no místicas, pero sí interesantes de la vida.

Sí, es muy coincidencial… Usted, antes que economista es un filósofo. ¿Qué tan golpeado está, en medio de su paradoja de ser el ministro de Salud?


Esto tiene muchos vaivenes emocionales. He sido capaz de afrontar las cosas con objetividad y cabeza fría, pero no puedo negar que en ciertos momentos, sobre todo cuando llego a mi casa por la noche y veo a mi hijo pequeño… es difícil.


¿Le da miedo?


Sí, me da miedo que mis hijos no puedan crecer conmigo.

Dio mucho que hablar en las redes sociales que usted se reconociera como un ateo manso. ¿Ha cambiado su visión de Dios desde su enfermedad?


No ha cambiado nada, pero sí me ha exacerbado el existencialismo. ¿Cómo construir significado a pesar de nuestra finitud, de nuestro tránsito efímero por este planeta? Mi hijo me decía hace poco: “Papi, somos un punto”. Y yo le respondí: “Así es, somos un punto en el tiempo y en el espacio”. Tal vez lo más bonito que he leído en estos días es una reflexión que escribió la esposa de Carl Sagan días después de la muerte de su esposo. Él también era ateo. Y decía su esposa algo como lo siguiente –cito de memoria–: “Ya no nos vamos a encontrar. La muerte es para siempre. Tengo que vivir con esa certeza que me hace infinitamente triste, de que a la persona que yo más quise en la vida no la voy a volver a ver”. Pero decía al mismo tiempo lo siguiente: “En este espacio infinito y en la inmensidad del tiempo, coincidimos por muchos años y tengo que ser capaz de celebrar esa coincidencia, esa casualidad, esa conexión
que lo justifica todo”. También he vuelto a releer El Mito de Sísifo de Albert Camus.


¿Por qué se identifica con Sísifo?


Sísifo se levanta cada mañana, arrastra la roca hasta la cima de la montaña, y esta vuelve y cae. Decía Camus: Sísifo cuando llega a la cima de la montaña y va de regreso, de pronto se ríe, es feliz porque a esta actividad, tal vez inane de subir y bajar haciendo lo mismo, que es nuestra vida, él le encontró un significado. Yo no me voy a convertir a ninguna religión, pero sí voy a seguir, María Isabel, enseñando y reflexionando sobre la importancia de buscar un significado, un propósito. Con mi familia leemos poemas a veces, es casi como rezar.

¿Cuál poema se le viene a la cabeza?

Hay uno que nos gusta de Eugenio Montejo, un poeta venezolano, que dice en una de sus últimas estrofas, “solo trajimos el tiempo de estar vivos entre el relámpago y el viento; el tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo, el hoy, el grito delante del milagro; la llama que arde con la vela, no la vela, la nada de donde todo se suspende, eso es lo nuestro.


MARÍA ISABEL RUEDA


Especial para EL TIEMPO