domingo, 28 de octubre de 2018

EL SILENCIO ES UN LUJO QUE NO PODEMOS PERMITIRNOS



Me parece que este texto, publicado por la revista “Babelia” es de suma importancia, es una vuelta a la tuerca del discurso feminista, su posición genera una perspectiva novedosa y nos obliga a pensar desde aperturas diferentes. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
La autora del manifiesto ‘Todos deberíamos ser feministas’ sacudió la pasada Feria del Libro de Fráncfort con este discurso. En él reivindica la utilidad de la literatura para ampliar los límites de la imaginación como forma de combatir el machismo y el racismo.
CHIMAMANDA NGOZI ADICHIE
26 OCT 2018 - 17:50        CEST
Me educaron en el catolicismo. De pequeña, me encantaba ir a misa. Mi familia iba todos los domingos a la capilla de St. Peter, un edificio blanco y alto situado en el campus de la Universidad de Nigeria, donde me crie.

El párroco era profesor universitario. Y en la medida de lo posible para una iglesia católica romana, era un lugar abierto, progresista y acogedor. Los sermones del domingo eran benignamente aburridos.

Años después, oí que la parroquia había cambiado de manos y que el nuevo párroco era un hombre particularmente obsesionado con el cuerpo de las mujeres.

Nombró una policía religiosa, una brigada de chicos, cuyo trabajo consistía en situarse a la puerta de la iglesia, examinar a cada mujer y decidir quién podía entrar y quién no. Rechazaban a las abuelas por llevar vestidos excesivamente escotados.

Después de llevar años fuera, fui a casa a visitar a mis padres. Y fui a misa. Llevaba una falda larga y blusa de manga corta con un estampado tradicional, un atuendo normal y de uso común. En la entrada de la iglesia, un joven se interpuso en mi camino. Su expresión era una forzada máscara de rectitud que en circunstancias diferentes me habría parecido muy divertida.

Me pidió que me fuese. Llevaba unas mangas demasiado cortas, dijo. Enseñaba demasiado los brazos. No podía entrar en la iglesia a no ser que me tapase los hombros con un chal.

Estaba furiosa. Esta iglesia formaba parte de mi feliz niñez, parte de mis recuerdos de una época llena de alegría. Y ahora se había convertido en un lugar que no trataba a las mujeres como seres humanos sino como cuerpos que había que controlar y acosar. ¿Y para qué? Para proteger a los hombres de sí mismos.

De modo que decidí escribir un artículo sobre este incidente en un periódico nigeriano de gran tirada. Pensé que el artículo haría que se tomaran medidas, que la comunidad universitaria se levantaría por fin y diría “basta”, y que presentaría una petición al obispo o al Papa o a quien fuera que tomara estas decisiones, y echarían a este párroco y volverían a convertir la parroquia en un lugar acogedor, libre de misoginia.

Pero no fue así. En lugar de eso, me asombró la recepción hostil que tuvo el artículo. El resumen de la misma fue: cállate. ¿Cómo te atreves tú, una mujer joven, a retar a un hombre de Dios?

Me pareció interesante que tanto la respuesta a mi artículo como la actitud del sacerdote hacia las mujeres procediesen de un impulso similar: la necesidad de controlarnos.

Y este impulso de negar a las mujeres total autonomía sobre su cuerpo, esta incapacidad para ver a las mujeres como seres humanos plenos, existe en todo el mundo: la mujer de Oriente Próximo que no quiere pero es obligada a cubrirse, la mujer occidental a la que llaman puta por ser un ser sexual, la mujer asiática grabada secretamente en un baño público.

Es la hora de la valentía, que no es la ausencia de miedo sino la decisión de actuar a pesar de tenerlo

Y este impulso existe también en el mundo literario progresista, en el que se espera que las escritoras hagan a sus personajes femeninos “simpáticos”, como si toda la humanidad de una persona del sexo femenino debiese, a fin de cuentas, encajar en las cuidadosas limitaciones de la simpatía.

Y para terminar el relato de lo ocurrido ese día en la iglesia. Evidentemente mi reacción se basó en una cuestión de principios: de la misma manera que los hombres podían decidir qué ponerse para ir a la iglesia, las mujeres también deberían poder hacerlo. Pero desde un punto de vista práctico, ese día hacía calor y los ventiladores de la iglesia no funcionaban y lo último que yo quería era echarme un chal rasposo sobre los hombros.

De modo que hice caso omiso del policía religioso, entré y me senté. El sacerdote fue informado de que una persona testaruda había entrado sin permiso en la iglesia, y que era culpable de mostrar en exceso los brazos. Me amonestó desde el altar, y después de la misa intercambiamos unas palabras. Decir que esas palabras fueron desagradables sería quedarse muy corto, la verdad.

Esa experiencia me hizo abandonar mi idea boba y romántica de que “hablar claro” va unido a la certeza de un apoyo generalizado. Pero me aclaró la importancia de hablar de lo que importa: no se debe hablar porque uno esté seguro de que le van a apoyar, sino porque no puede permitirse el silencio. Yo sabía lo que había sido la iglesia en otro tiempo, y vi en qué se había convertido, y no podía mantenerme callada.

A veces me llaman activista. Y a menudo siento que me tira la contrariedad, que mi espíritu se resiste, porque no es una palabra que yo utilizaría jamás para describirme. Quizá porque crecí en Nigeria y vi a los que yo considero activistas de verdad, personas que dan su vida por causas, gente que muestra el tipo de dedicación extraordinaria al que yo solo puedo aspirar.

Me veo a mí misma como escritora, como narradora, como artista. Escribir es lo que le da significado a mi vida. Es lo que más feliz me hace cuando va bien. Es lo que más me entristece cuando va mal.

Pero también soy una ciudadana. Mi responsabilidad como artista es mi arte. Mi responsabilidad como ciudadana es la verdad y la justicia.

Esta distinción entre la artista y la ciudadana me la dejó clara un conocido que —en respuesta a la hostilidad nigeriana por algo que yo había comentado acerca del feminismo— me dijo: “Los nigerianos no tienen problemas con tus libros; tienen problemas con tu política. Lo único que quieren es que te calles y escribas”.

Hace unos años, el Gobierno nigeriano aprobó una ley que declara ilegal la homosexualidad, una ley que no solo me parece profundamente inmoral sino también cínica desde el punto de vista político.

Fue este mismo conocido quien me dijo que no entendía por qué decidí manifestar mi oposición a esta ley que muchos nigerianos apoyan de hecho.

“No tienes nada que ganar”, me dijo. “Y posiblemente mucho que perder”. Su intención era buena. A su manera, intentaba protegerme. Pero se equivocaba respecto a que yo no tenía nada que ganar. Porque vivir en una sociedad que trata a cada ciudadano de manera justa e igual es una ventaja.

Necesitamos relatos más complejos: no basta saber cómo sufren los refugiados, falta saber a qué aspiran

Si puedo cambiar una mente, si puedo conseguir que una persona piense de manera crítica y se oponga a la ley, he ganado mucho, porque he contribuido a dar un pequeño paso en el largo camino hacia el progreso.

El arte puede iluminar la política. El arte puede humanizar la política. Pero a veces, eso no basta. A veces es necesario involucrarse en la política como política. Y esto no podría ser más urgente hoy en día.

El mundo está virando; está cambiando; se está oscureciendo. Ya no podemos jugar según las viejas reglas de la complacencia. Debemos inventar nuevas formas de hacer, nuevas formas de pensar. El país más poderoso del mundo parece hoy una corte feudal llena de intrigas, alimentada de mendacidad, ahogada en su propia soberbia. Debemos saber qué es verdad. Debemos decir cuál es la verdad. Y debemos llamar mentira a la mentira.

Este es el momento de la valentía, y para mí la valentía no es la ausencia de miedo. Es la determinación de actuar a pesar de tener miedo.

Es el momento de relatos más complejos: no basta saber cómo sufren los refugiados o de qué modo no encajan en una nueva sociedad; también debemos saber qué hiere su orgullo, a qué aspiran, y quién arma las guerras que los convirtieron en refugiados para empezar, de quién es la responsabilidad.

Es el momento de proclamar que la superioridad económica no significa superioridad moral.

Es el momento de analizar el tema de la inmigración, de ser sinceros respecto a ella. De preguntar si la cuestión es la inmigración o la inmigración de tipos concretos de personas: musulmanes, negros, morenos.

Es el momento de la audacia en la narrativa, el momento de los nuevos narradores. Es importante tener una amplia diversidad de voces, no porque queramos ser políticamente correctos, sino porque queremos ser precisos. No podremos entender el mundo si seguimos fingiendo que una pequeña parte de él representa al mundo en su totalidad.

Es el momento de replantearnos cómo pensamos los relatos. La cuestión de los derechos humanos no hace referencia solo a las grandes historias de represión gubernamental. Trata también de relatos íntimos. La violencia doméstica es tanto una cuestión de derechos humanos como lo es el asilo de refugiados. Eleanor Roosevelt dijo de los derechos humanos: “Sin una acción ciudadana concertada para defenderlos cerca de casa, buscaremos en vano el progreso en el mundo en general”.

Hoy en día, en todo el mundo, las mujeres están hablando alto, pero sus historias siguen sin oírse realmente.

Es hora de que dediquemos más que simple palabrería al hecho de que los relatos de mujeres son para todos, no solo para las mujeres. Sabemos por las investigaciones que las mujeres leen libros escritos por hombres y por mujeres, pero los hombres leen libros escritos por hombres. Es hora de que los hombres lean a las mujeres. Es hora de poner fin a esa pregunta de “qué quieren las mujeres”, porque ya es hora de que todos sepamos que las mujeres quieren simplemente ser miembros de pleno derecho de la familia humana.

Hoy en día existe un gran vacío en el espacio imaginativo de muchas personas en todo el mundo. Es imposible sentir empatía por las mujeres porque las historias de mujeres no se conocen verdaderamente; las historias de mujeres no se consideran universales. Esta es, en mi opinión, la razón de que parezca que vivimos en un mundo en el que muchas personas creen que un gran número de mujeres pueden simplemente despertarse un día e inventarse historias de abusos sexuales. Conozco a muchas mujeres que quieren ser famosas. No conozco a una sola mujer que quiera ser famosa por haber sufrido acoso sexual. Creer esto es pensar muy mal de las mujeres.

Las historias de mujeres no se consideran universales porque hay un gran vacío en el espacio imaginativo

La jueza del Tribunal Supremo estadounidense Ruth Bader Ginsburg ha contado que en una ocasión le preguntaron cuántos jueces del Supremo deberían ser mujeres para que a ella le pareciese equitativo.

Y su respuesta fue “las nueve”.

Y explicaba que a menudo la gente se escandalizaba, y que le decían que eso “no es equitativo”. Pero, por supuesto, durante muchos años los nueve jueces fueron hombres, y parecía normal. Al igual que hoy parece normal que la mayoría de los cargos de poder real en el mundo estén ocupados por hombres.

Las mujeres siguen siendo invisibles. Las experiencias de las mujeres siguen siendo invisibles. Es hora de que todas nosotras seamos osadas y reconozcamos que, en palabras de Pablo Neruda, “pertenecemos a esta gran humanidad, no a los pocos sino a los muchos”.

A veces se me conoce como un icono feminista. Tengo un sombrero que dice “icono feminista”, aunque hoy no me lo he traído.

Pero ser un icono feminista significa que la gente a menudo se dirige a mí para hablar de feminismo. Soy bilingüe; hablo igbo e inglés. Con mi familia y amigos, solemos hablar los dos idiomas al mismo tiempo. Y una amiga muy cercana me contó que había ido a ver a alguien para que la asesorase. Lo dijo en inglés. Debo decir que el igbo no tiene pronombres de género, de modo que se usa la misma palabra como pronombre para hombres y mujeres.

Mi amiga me dijo: “He ido a ver a una persona para que me asesore”, y yo cambié a inglés y le pregunté: “¿Y él qué te dijo?”.

Mi amiga se echó a reír. “Siempre estás dándonos sermones sobre que no demos cosas por sentadas, pero tú acabas de dar por sentado que la persona que me asesoraba era un hombre. De hecho, era una mujer”.

Bajé la cabeza muy avergonzada. Pero eso también hizo que me diera cuenta de lo profundamente inscrito que está el patriarcado en nuestro ADN social.

La literatura es mi religión. He aprendido de la literatura que todos tenemos defectos, que todos los humanos tenemos defectos. Pero también he aprendido que podemos ser bondadosos, que no necesitamos ser perfectos para poder hacer lo que es justo y correcto.

Tengo dos casas, en Nigeria y en Estados Unidos. Antes me sacaba de quicio que la gente, cuando se le preguntaba dónde vivía, nombrara dos lugares. Pero me he convertido en una de esas personas (y a veces me saco de quicio a mí misma).

Pero cuando fui por primera vez a Estados Unidos para estudiar en la universidad, hace más de 20 años, descubrí que tenía una nueva identidad. En Nigeria pensaba en mí misma desde el punto de vista de la etnia y la religión —era igbo y cristiana—, pero en Estados Unidos me convertí en algo nuevo: me volví negra.

No traslado a menudo escenas de mi vida a la ficción, pero en una ocasión lo hice con una escena concreta en la que por primera vez empecé a entender lo que significaba ser negra.

Una editora me dijo que la escena era completamente increíble. La había falseado para poder decir algo relativo a la raza. Me dijo que eso nunca habría sucedido en la vida real.

Quise decirle que en realidad sucedió así.

Pero no lo hice, porque cuando enseño redacción creativa les digo a mis alumnos que “no pueden usar la vida real para justificar su ficción”. Si la ficción es increíble para el que la lee, el que la ha escrito ha fracasado en su arte, que es el de usar el lenguaje para alcanzar la suspensión de la incredulidad.

Se lo decía a mis alumnos porque yo solía creerlo. Pero estoy descubriendo que lo cuestiono cada vez más. Porque lo que creemos o lo que no creemos, lo que nos parece creíble y lo que nos parece increíble, es en sí un marco de nuestras propias experiencias.

¿A cuántas personas negras conocía esa editora? ¿Cuántas experiencias sinceras de personas negras había oído? ¿En qué se basaba para decidir qué creer y qué no creer?

Es hora de ampliar nuestros límites, de ampliar el marco, de saber que lo que ya existe puede ser en ocasiones demasiado limitado como para abarcar la compleja multiplicidad de las experiencias humanas.

Pienso que necesitamos más relatos abiertamente políticos, más relatos que miren al mundo a la cara. Pero también creo que necesitamos relatos que no sean abiertamente políticos.

Todos los años doy un taller de redacción en Lagos. Y a la hora de seleccionar a los participantes, hago un esfuerzo consciente por tener diversidad de voces: diversidad de clase, de región, de religión.

Hace dos años asistió al taller un joven llamado Kelechi. Era de clase trabajadora, inteligente, un periodista. Durante el taller, uno de los participantes escribió un relato, un relato sin trama, una celebración del lenguaje, una meditación sobre la maduración.

El relato me pareció hermoso. A Kelechi lo dejó perplejo.

“Pero en este relato no ocurre nada. Y no nos enseña nada”, dijo.

Ahora que lo pienso otra vez, me avergüenza la respuesta que le di.

“Bueno”, le respondí, “siento que el relato no te enseñe a construir una casa y a encontrar trabajo”.

Mi respuesta, en su vergonzoso esnobismo, estaba influida por una idea muy de moda entre quienes hacen literatura, quienes la enseñan y quienes la promocionan: que cuestionar la utilidad de la literatura es ignorancia en su forma más pura.

Más tarde, al pensar en ello, comprendí que lo que Kelechi planteó ese día fue una pregunta mucho más profunda y mucho más importante.

¿Tiene importancia la literatura? ¿Es útil?

Podemos seguir hablando de literatura como un culto que no puede cuestionarse, o podríamos suavizar los límites de nuestras definiciones. ¿Qué significa ser útil? ¿Acaba la utilidad en lo concreto?

Los humanos no somos una colección de huesos y carne lógicos. Somos seres emocionales en igual medida que seres físicos. La utilidad debería estar vinculada a todas las partes que nos hacen humanos.

Ojalá le hubiera dicho a Kelechi aquel día lo que pienso ahora, que nuestra definición de útil se queda demasiado corta.

La literatura nos enseña. La literatura importa.

Leo para que me consuelen, leo para que me conmuevan, leo para que me recuerden la gracia, la belleza y el amor, pero también el dolor y la pena. Y todas estas cosas importan. Todas son lecciones útiles.



domingo, 21 de octubre de 2018

OCTAVIO PAZ Y HEBERTO CASTILLO (EL DICHO Y EL TRECHO)


La clase intelectual latinoamericana y alguna vez muchos escritores, sobre todo después de la revolución Cubana, por algunos momentos y ante la grave crisis de nuestros países, vislumbraron proyectos políticos, quisieron ser protagonistas directos del cambio, la necesidad ante lo que vivíamos parecía no dejarles opción, esta es una muestra de tales propósitos. Muchos nunca renunciaron a su labor crítica, a sus ensayos sobre nuestra realidad, otros se dedicaron por entero a su obra creativa después de experiencias poco gratas en materia política. Este articulo publicado en “Letras Libres” es una muestra de ello, de la mano de personajes tan importantes como Carlos Fuentes y Octavio Paz. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
En el expediente de Octavio Paz que llevaba la Dirección Federal de Seguridad hay un reporte de 1971 sobre la conferencia de prensa en la que Paz, Castillo, Fuentes, entre otros, anuncian un proyecto político.
Guillermo Sheridan 18 octubre 2018

En el expediente de Octavio Paz que llevaba la Dirección Federal de Seguridad (DFS) –que guarda el Archivo General de la Nación y ahora puede leerse en línea gracias a la iniciativa de Northwestern University, El Colegio de México, la ONG Artículo 19 y el Center for Research Libraries– hay un reporte fechado el 22 de septiembre de 1971 sobre la conferencia de prensa en la que Paz, Castillo y Carlos Fuentes, entre otros, anuncian un proyecto político.     



La “Conferencia de prensa”

Firma el informe el capitán Luis de la Barreda Moreno, “Director Federal de Seguridad”, y lo titula “Conferencia de prensa del Ing. Heberto Castillo Martínez”. Registra que el día anterior, 21 de septiembre, en casa del ingeniero Castillo, un grupo formado por él, Paz, Fuentes y los líderes estudiantiles Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Salvador Ruiz Villegas y Manuel Santos, hicieron ante la prensa nacional y extranjera un llamado:
A los sectores de izquierda, intelectuales, profesionistas, obreros, estudiantes y campesinos y mexicanos en general “que deseen una verdadera democracia en nuestro país”, a fin de animarlos a que aporten sus ideas con el propósito de definir la naturaleza, el programa y las metas de un organismo, movimiento o partido, que sume los esfuerzos, constantes pero dispares de quienes luchan por la independencia económica, la justicia social y la libertad política en México.[1]
Los convocantes “anhelan” que se respete “el voto individual y la voluntad popular para oponerse al régimen político, económico y social” que consideran “al servicio de los intereses extranjeros, concretamente de los norteamericanos” y que convocan a elaborar una plataforma “que tiene como meta primordial obtener el poder”. Aspiran a crear un “frente unido”, por lo que han hablado ya con Demetrio Vallejo y Rafael Galván.

Interrogado por los corresponsales extranjeros, Castillo dijo que “los vicios del régimen oligárquico hicieron crisis en 1968, culminando en la masacre oficial” de Tlatelolco; que el pueblo ya sale de la “enajenación mental”, cansado de recibir “las migajas que la oligarquía les tiraba”; que la apertura que menciona Luis Echeverría es resultado de la nueva conciencia; que la organización que buscan “será estructurada de abajo hacia arriba sin imponer ideologías”.

Carlos Fuentes declaró que el movimiento es “de izquierda en forma abierta y que sus filas se fortalecerán con elementos de ideas avanzadas” y que la opción del gobierno es “implementar el terrorismo sistematizado o luchar para robustecer la caricatura de democracia que existe”.

A la pregunta sobre dónde conseguirán financiamiento para su campaña, Octavio Paz  respondió que “formar comités de financiamiento es inoperante” y que por ello optan “por formar grupos de simpatizantes en cada una de las ciudades en que darían conferencias” y que esos grupos correrían con los gastos. Ello además servirá “para comprobar la disciplina y espíritu de colaboración de estos sectores y en caso de que alguno fallara, sería prueba evidente de que aún no estaban preparados activamente en la lucha”.

A la pregunta de si se inspiran en la revolución cubana, Fuentes  responde que cuando Castro desembarcó en Cuba llevaba doce hombres “que encontraron la semilla revolucionaria totalmente germinada” y sólo la cultivaron. El grupo mexicano quiere eso, “sembrar la semilla revolucionaria para hacerla germinar, lo que era un método indispensable para la Revolución”, pues crear un gran movimiento “a la vista del poder oligárquico era exponer a los integrantes a ser barridos por el Ejército”.

Sobre si había contacto con las regiones indígenas del país, Octavio Paz respondió que miembros del movimiento, “maestros de historia y antropología” ya estaban haciendo contacto con esas zonas para “intercambiar conocimientos” y para “enseñar a los indígenas lo que es la dignidad humana y cómo se adquiere la libertad”. Dijo que contra la opinión general, “ellos consideraban que los indígenas eran más susceptibles de participar en un movimiento incluso armado que muchos otros sectores que se dicen revolucionarios pero están indispuestos a comprometerse”.
El expediente anexa una fotografía en la página 69 del expediente, con sus identificadores:

Salvador Ruiz Villegas
Rafael Hernández Tomás
Carlos Fuentes Macías (escritor)
No identificado.
Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca
Manuel José Santos (Líder minero)
Octavio Paz Lozano (Escritor)
Heberto Castillo Martínez
Hasta ahí el informe que obra en el expediente.



Entre la espada y el muro

Paz estaba entusiasmado con el proyecto que, en esa primera etapa, se autonombró “Comité Nacional de Auscultación y Coordinación”. En una carta del 25 de octubre de 1971 a Jean-Clarence Lambert,[2] dice estar trabajando “por fundar un partido político”, a pesar de sentirse acorralado entre “la espada del PRI y el muro del PC” (el Partido Comunista), una izquierda que a su vez cuenta en su izquierda con sus ruidosos extremistas a los que Paz llama las “ranas trostkistas” y los “sapos maoístas”.
En una entrevista, “Postdata”, fechada el 10 de enero de 1972 con Rita Guibert[3]  se refiere al proyecto:
Rita Guibert: ¿ Ya han formado el partido?

Octavio Paz: Todavía no. Lo estamos organizando.

R. G.: ¿ Quiénes son los que están participando?

O. P.: Uno es Heberto Castillo,[4 profesor de matemáticas que estuvo preso por haber simpatizado con el movimiento estudiantil del 68 . Es uno de los hombres más inteligentes y de mejor corazón que he conocido. Otro es Cabeza de Vaca, un líder estudiantil que conoce muy bien a los campesinos y que se ocupa de los asuntos agrícolas. Entre los intelectuales está Carlos Fuentes. También tenemos un grupo de estudiantes, obreros y campesinos. Muy cerca de nosotros está Vallejo, un líder ferroviario que ha estado en la cárcel por mucho tiempo, un hombre ejemplar que ha dirigido a la clase obrera y que es una cabeza lúcida. Y hay otras fuerzas dispersas que tal vez podrán unirse a nosotros, como los obreros electricistas En general, queremos crear una alianza popular: obreros, campesinos, clase media, intelectuales, estudiantes.

R. G.: ¿ Será un partido electoral?

O.P.: No. Por el momento no será un partido electoral ni queremos hacer política electoral. Queremos activar el nivel del sindicato, municipio, las formas sociales básicas. Vamos a la realidad con un mínimo de ideología. En general, en México los partidos han sido formados por un pequeño grupo, con un programa que han tratado de imponer de arriba para abajo. Nuestra idea es proceder en forma contraria.

R.G.: ¿Porqué?

O. P.: Porque creemos que atravesamos por una época de crisis de las ideologías. Creemos que el «socialismo» de tipo cesarista y burocrático ha fracasado, lo mismo que la democracia parlamentaria burguesa. Por eso queremos encontrar nuevas formas de relación democrática que correspondan a las realidades del país. Queremos ser realistas y partimos de la idea de que los programas políticos son para servir a la gente y no para que la gente sirva a los programas políticos. En la Unión Soviética la gente está al servicio del plan, y nosotros creemos que el plan debe estar al servicio de la gente. Esto significa que tenemos una actitud crítica frente a los modelos de desarrollo que nos ofrecen el neocapitalismo del Oeste, principalmente los Estados Unidos, y el «socialismo» burocrático de la Unión Soviética. Este es, al menos, mi modo de pensar y el de muchos de mis amigos.

R. G.: ¿ Qué es lo que están haciendo ahora?

O. P.: En este momento pasamos por un período de investigación. Queremos saber: 1) si el pueblo quiere que exista un partido y 2) cómo quiere que exista ese partido. De esa primera consulta popular, de esa realidad mexicana surgirá un programa. Pienso que sobre todo en el primer momento ese programa va a operar en el nivel más elemental: el de los sindicatos obreros, y las organizaciones de los campesinos y de la clase media. Todas esas organizaciones están controladas por la burocracia política del PRI, de modo que el primer punto de nuestro programa y de nuestra acción será el de la democracia interna y la libertad en las uniones populares obreras y campesinas. Creo además que es fundamental romper con el centralismo mexicano, ya sea el político o el de los monopolios económicos.

R. G.: ¿ Quiénes son los enemigos de ese partido?

O. P.: En primer lugar, el partido oficial, y con él toda la derecha, es decir el PRI. El PRI quisiera poder absorbemos pero no ha podido. También están en contra nuestra los partidos de izquierda tradicionales, como el Partido Comunista.

R. G.: ¿ Quiénes son los que los apoyarán?

O. P.: Mucha gente que todavía está en el PRI: obreros, campesinos y burócratas, y también mucha gente del Partido Comunista y de grupos de izquierda.

R. G.: ¿ Cómo solucionan el problema económico?

O. P.: Por ahora no tenemos dinero y pienso que el pueblo mexicano, que es muy pobre, va a tener que pagar a un partido pobre. Pero esto tiene una ventaja: no tendremos un gran aparato administrativo. Nosotros queremos tener el mínimo de organización, el mínimo de ideología y el máximo de movilidad.

R. G.: ¿ Y el gobierno?

O. P.: El gobierno, debido a las condiciones del régimen, según he explicado en Postdata, ha iniciado una «apertura» democrática que, incluso, si es incompleta es saludable, y que nosotros debemos aprovechar para organizarnos.

R. G.: ¿Se podría comparar la situación mexicana con la chilena?

O. P.: La situación de Chile es muy distinta. Ellos tienen una tradición democrática que México no tiene, pero en cambio México tiene una tradición social mucho más avanzada que la chilena.

R. G.: ¿ Considera la posibilidad de llegar a ser el presidente de México?

O. P.: No, yo odio la autoridad.

R. G.: Su participación en este movimiento político le ha valido algunas críticas; por ejemplo, me dicen que García Márquez lo ha acusado de ser un hombre del sistema...

O. P.: García Márquez se hizo el vocero de un grupito de pseudoextremistas que predican, sin tener las fuerzas ni la posibilidad de hacerla, «¡la revolución ahora mismo!». García Márquez es un oportunista de la izquierda, un hombre sin ideas políticas, sin ideas tout court.
Desatadas las habituales discordias y consecuentes escisiones de la izquierda unida en México, ante la “idea” de hacer la revolución ahora, Paz comenzó a sentirse no sólo incómodo, sino inútil.



“Ranas y grillos”

Muchos de sus comentarios del periodo lamentan la esterilidad de esas disputas. El principal quizás sea su carta del 19 de enero de 1972 a Adolfo Gilly (preso político en Lecumberri), que apareció en la revista Plural[5]. En la carta –que es una teoría del partido político, un denuesto del PRI, un ensayo histórico sobre la izquierda mexicana y una reseña del libro de Gilly La Revolución interrumpida– Paz argumenta en favor del proyecto político en cuestión con las mismas ideas que se citan en el relato de la DFS. Se pregunta –y a Gilly– si será factible crear una “alianza popular” y afirma que sí: una alianza popular que Paz identifica con el modelo del presidente Cárdenas (en una nota posterior, de 1992, se arrepiente de haber escrito eso, pues el modelo de Cárdenas implementó “el carácter corporativo del partido gubernamental”). Pero en la carta a Gilly aún cree que menospreciar la herencia de Cárdenas y desear “comenzar todo de nuevo” es insensato y conducirá a un ridículo peor que el que lograron los comunistas en tiempos de Cárdenas, cuando acabaron como “furgón de cola del lombardismo”.

A unos meses de haber propuesto la consulta popular, es obvio en la carta que Paz se harta velozmente de “la minúscula orquesta crepuscular de ranas y grillos que toca una delirante musiquita en las afueras de la realidad” cuyo sonsonete es el mismo de García Márquez, “¡la revolución ahora mismo!” si bien “su verdadero significado, lo que llaman los psicoanalistas el contenido latente, es el suicidio político”.

En septiembre de 1972, en “El escritor y el poder”, también en Plural, parece referirse de nuevo al proyecto:

Pensar en una transformación revolucionaria es quimérico y suicida dentro de la perspectiva nacional e internacional. La otra posibilidad —la violencia reaccionaria— no es nada remota aunque, todavía, no es inmediata. Todos debemos luchar contra ella. Ahora el régimen intenta la reforma del PRI y del sistema. Tampoco es una verdadera solución. La solución consiste en el nacimiento de un movimiento popular independiente y democrático que agrupe a todos los oprimidos y disidentes de México en un programa mínimo común. Como ciudadano soy partidario de ese movimiento. Como escritor mi posición no es distinta ni contraria sino, valga la paradoja, otra. Como escritor mi deber es preservar mi marginalidad frente al Estado, los partidos, las ideologías y la sociedad misma. Contra el poder y sus abusos, contra la seducción de la autoridad, contra la fascinación de la ortodoxia. Ni el sillón del consejero del Príncipe ni el asiento en el capítulo de los doctores de las Santas Escrituras revolucionarias[6].

Aún más tarde, en 1973, aporta un resumen tajante del problema: “hay un anquilosamiento intelectual de la izquierda mexicana, prisionera de fórmulas simplistas y de una ideología autoritaria no menos sino más nefasta que el burocratismo del PRI y el presidencialismo tradicional de México” (a la facción derechista la despacha más rápido: “no tiene ideas, sólo intereses”)[7]. Otros amigos –sobre todo Fuentes y Fernando Benítez– se habían sumado a la “apertura democrática” de Luis Echeverría. Así pues, Paz decidió irse con su música a otra parte, es decir a su trabajo intelectual y a la revista Plural (que había aparecido en octubre de 1971); a ganarse la vida enseñando –tenía que pasar seis meses al año en Harvard– y, finalmente, a poner en práctica su convicción de que era necesario abrir la televisión a los intelectuales.

Dejó de asistir a las reuniones de Castillo y habrá observado, con fastidio, que se cumplía el sonsonete: el tradicional llamado a “la unidad de la izquierda” se desbarató en alaridos; el Partido Comunista agravió a Castillo llegando a insinuar que trabajaba para Echeverría[8]; otros desunidos fundaron el Partido Socialista de México, los trostkistas crearon su PRT y los maoistas el MOS y sus disidentes el MAUS (es en serio), y un largo ferrocarril de acrónimos infecundos. Y luego el mismo Castillo decidió que el partido –al que llamo en 1974 el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT)–  sería un “partido de masas”…  

No hay –hasta donde sé– una historia completa del episodio, si bien en su libro Octavio Paz en su siglo (México: Aguilar, 2014), Christopher Domínguez Michael aporta una lectura pertinente en el capítulo 10, “El ogro y el peregrino”, (páginas 379-380). Cuenta que todavía en marzo de 1974, en Plural, una nota sin firma en las sección “Letras, letrillas, letrones” (que escribía Paz) encomiaba la creación de un movimiento democrático “que recoja lo que todavía está vivo de la doble herencia del socialismo internacional y de la Revolución mexicana” y saludaba –agrega Domínguez Michael– “los sanos esfuerzos que realizaban Castillo y Vallejo”.



La ira de Castillo

El ingeniero no parece haber perdonado a Paz su decisión de distanciarse del proyecto. En un iracundo comentario de 1990 titulado “La experiencia de la libertad” (el título –con ánimo paródico– del “Primer encuentro de Vuelta” que Paz había convocado en 1990 y que se transmitió por televisión[9]) Castillo censuró la –según él-- convicción de Paz en el sentido de que “las izquierdas en el mundo no tienen otra cosa que hacer que abjurar de su fe en el socialismo y en las ideas y los ideales de Carlos Marx”. Lo acusó de haber olvidado “su efímera participación en ese esfuerzo por construir un nuevo partido” y de no haber explicado nunca por qué se retiró. Lo acusó también de haber hecho a un lado su teoría de que el intelectual debe estar lejos del Príncipe: “su cercanía y su permanente elogio de Carlos Salinas lo hacen aparecer ante los ojos del pueblo cerca y al lado del Príncipe.” Luego cita in extenso el proyecto del nuevo partido en 1971, en el que se exigía democracia, libertad política y justicia social, y acusa a Paz de haber dejado de criticar al “imperialismo norteamericano”, al Fondo Monetario Internacional, a la desigualdad y a la injusticia, y de creer que la solución del mundo subdesarrollado “está en entregarse a quienes saben manejar la economía desde la iniciativa privada”.

Según Castillo, Paz y otros participantes en el encuentro han dejado atrás “esas ideas que hablan de la explotación del hombre por el hombre” y creen que “el socialismo ha fracasado y llevado a la ruina las economías de las naciones donde se instauró”. Le molestó particularmente que Paz borre “los logros económicos” de China, que ha “superado un atraso feudal que hacia que sus habitantes no pudieran comer una vez siquiera al día.” Castillo no menciona la “Gran Hambruna” que mató a 50 millones de personas entre 1958 y 1961, ni la “Revolución Cultural” que entre 1966 y 1976 mató a 3 millones, ni tampoco la matanza de Tiananmén del año anterior, 1989. Más que esos reveses, para Castillo lo importante era

la educación elemental, los servicios médicos para la mayoría, el trabajo productivo para casi todos, la ausencia de pordioseros, el desarrollo del deporte, el mejor nivel intelectual de los niños y jóvenes nacidos en esas naciones, alimentados suficientemente, todo eso es nada. El fracaso absoluto. La alternativa es el capitalismo moderno. La reprivatización de todas las empresas estatales. Así de simple.

Su conclusión fue que el hombre que en 1971 había participado en el “Comité Nacional de Auscultación y Coordinación” ya no entendía la libertad: “la libertad para Paz es su libertad, no la de los demás.”

Hasta donde sé, Paz no le contestó, o por lo menos no directamente, pero unos meses más tarde, en noviembre de 1991, evocaría la atmósfera de veinte años atrás:  

Tampoco era alentadora la situación política, moral e intelectual de México en 1971. Aunque la revuelta de los estudiantes, tres años antes, fue reprimida con saña, había estremecido al sistema político mexicano. Para los líderes juveniles y para sus maestros, los intelectuales filomarxistas, el sacudimiento era el anuncio de una transformación revolucionaria. Unos tenían los ojos puestos en Cuba, otros en Moscú y otros en Pekín. Para nosotros, en cambio, era un signo de la madurez de la nación y anunciaba el comienzo de la descomposición del sistema político mexicano, instaurado en 1929 con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (hoy PRI).

La opción por la que se inclinó, escribe[10], fue la revista Plural en la que “iniciamos la crítica del partido hegemónico y de las taras y mentiras que corrompen a nuestra vida política” desde la óptica independiente de cada colaborador, pues “no somos un partido político”, pero unidos en “la convicción de asistir a un proceso, largo y sinuoso, encaminado hacia la democracia y el pluralismo”. Claro, tal conducta no complació a todos:

Nuestra  actitud nos atrajo la doble enemistad de los jerarcas del PRI y de los intelectuales de izquierda, los primeros empeñados en defender el statu quo, los segundos empecinados en su programa revolucionario. Unos y otros han cambiado; mejor dicho, la realidad los ha cambiado: los dirigentes del PRI hoy aceptan que su partido, so pena de desaparecer o provocar estallidos, tiene que transformarse, romper sus lazos con el Estado y democratizarse radicalmente; por su parte, los intelectuales de izquierda declaran con ostentación y a veces con intolerancia sus convicciones democráticas y pluralistas, aunque todavía abundan entre ellos los defensores de Castro y de su tiranía. Nos satisfacen estas declaraciones pero nos repetimos, con cautela, el refrán: del dicho al hecho hay mucho trecho.





[1] Hay consenso de los estudiosos en el sentido de que el redactor del “llamamiento” fue Carlos Fuentes.

[2] Recogida en su correspondencia, Jardines errantes, p. 214.

[3] Se recoge en Miscelánea III, volumen 15 de las Obras completas, p. 472 y ss.

[4] En la edición –que ya no alcanzó a revisar Paz– dice Heberto Padilla. 

[5]  “Burocracias celestes y terrestres”. La recogió en Miscelánea II, volumen 14 de las Obras completas, p. 296 y ss.

[6]  En El peregrino en su patria, volumen 8 de las Obras completas, p. 549 y ss.

[7] “Presente fluido”, ibid, p. 334 y ss.

[8] “PMT: Treinta años después”, después sin autor, en la revista Proceso (12 de septiembre de 2004).

[9] Véase la crónica del encuentro que escribió Christopher Domínguez Michael: En Miscelánea II, volumen 14 de sus Obras completas, Paz recogió su discurso inaugural y un balance final (p. 369 y ss).

[10] “Repaso” (en el número 180 de la revista Vuelta), noviembre de 1991. Se recoge en El peregrino en su patria , volumen 8 de sus Obras completas, pp.571-575.









martes, 16 de octubre de 2018

LAS MEMORIAS DE ENRIQUE SANTOS CALDERÓN





Dos reveladores fragmentos de El país que me tocó, el libro de memorias del exdirector de EL TIEMPO.
Enrique Santos Calderón no solo ha sido el columnista más leído de Colombia sino un testigo de excepción de la historia  de Colombia en los últimos treinta años. Su mirada, desde ópticas menos ortodoxas, lucida, ha sido importante, sin aparecer con los protagonismos mediáticos a que estamos acostumbrados. Fue un hombre muy importante en los l acuerdos de la Habana, curtido por un periodismo comprometido con nuestra realidad, conocedor como nadie de nuestra clase política, sus memorias son un verdadero plato de cardenal. De hecho generarán mucho debate. Este capitulo apareció en el periódico “El tiempo” de Colombia.CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Por: Enrique Santos Calderón  14 de octubre 2018 , 12:25 a.m.
Una noche, en París, junto a García Márquez nos tocó ver morir a la escultora colombiana Feliza Bursztyn, muy amiga de ambos. Un episodio terrible, pues Feliza se murió en nuestras narices. Fue una gélida noche de enero de 1982, en un restaurante ruso de Montparnasse, donde cenábamos. Feliza, amiga mía y sobre todo de Gabo, había estado presa en tiempos del Estatuto de Seguridad de Turbay, por supuestos vínculos con el M-19. Era una artista festiva, progresista y muy pacífica, que hacía esculturas de chatarra. El Ejército, en su obsesión por recuperar las armas robadas, pensó que entre los hierros retorcidos de su taller podían encontrarse algunas ametralladoras. Ella quedó muy afectada por su detención, pues fue maltratada y se refugió luego en México, donde vivía Gabo. Aquella noche en que se nos murió durante esa cena en París, veníamos del apartamento de los García Márquez cerca del Boulevard Montparnasse. Habíamos tomado vodka y nos fuimos a pie al restaurante en medio de una nevada. Ya sentados en la mesa, mientras mirábamos la carta, ella empezó a desgonzarse en la silla. Inicialmente pensamos que había tomado más de la cuenta, y su marido, Pablo Leyva, le preguntó qué le pasaba. Pero había muerto, así, de repente, sin siquiera un gemido.

Nos tocó acostarla en el suelo en ese restaurante atestado de gente. La ambulancia tardó media hora en llegar. Fue algo espeluznante y dramático. No solo Feliza Bursztyn debió salir del país por las amenazas que había recibido. También lo hizo el propio García Márquez, que poco antes de esa triste cena se había asilado en México. Su exilio fue producto de un perverso montaje por parte de miembros del alto mando militar, para vincular a Gabo con el M-19, detenerlo y cobrarle sus duras críticas al Gobierno por todos los excesos del Estatuto de Seguridad, que llevó a la cárcel o al exilio a varios intelectuales y artistas. En un momento dado hubo serios indicios de que a García Márquez lo iban a detener, lo que motivó su decisión de pedir asilo en la embajada de México en marzo de 1981. Él contó después, en una columna en El País de Madrid, que sabía que la trampa estaba puesta y que su condición de escritor famoso no le iba a servir de nada porque se trataba precisamente de demostrar que para las fuerzas de seguridad no había valores intocables. En ese escrito recordó lo que dijo el general Camacho Leyva cuando apresaron al maestro Luis Vidales, que tenía 85 años: “Aquí no hay poeta que valga”.
Creo que a Turbay, además del tenebroso Estatuto de Seguridad de su Gobierno, lo perjudicó su imagen, asociada al manzanillismo y la politiquería. Nadie olvida su famosa frase de que “hay que reducir la corrupción a sus justas proporciones”, y lo increíble es que, vista desde hoy, la corrupción en su época era reducida. Manejó con gran inteligencia la crisis en la embajada dominicana, pero le faltó contener más a sus generales durante su Gobierno. Turbay no era estadista ni intelectual, pero fue un político magistral.

Gabo tenía un apartamento en Montparnasse, no muy lejos de donde yo vivía, de modo que nos vimos mucho entre 1980 y 1982, aunque cada cual andaba en sus cosas. Yo debía cubrir de todo: desde elecciones en distintos países hasta eventos deportivos como el Tour de Francia. Pero cada dos semanas nos reuníamos y fue una oportunidad excepcional para conocerlo mejor. Me invitó incluso a que lo acompañara al Festival de Cine de Cannes, en el cual había sido nombrado como jurado, y allí pasamos una semana con nuestras esposas María Teresa y Mercedes, bebiendo el vino rosado de la región y viendo el mejor cine del mundo. Gabo era un tipo superior: inteligente, culto como pocos, con especial olfato para desentrañar a la gente y hasta cierto punto tímido. No era el prototipo del caribeño ruidoso y extrovertido. Le encantaba la conversación en grupos pequeños. Por encima de todo, era amigo de sus amigos. Detestaba hablar en público y, al comienzo, le costó manejar la fama y la gloria. Aun antes del Nobel, en las calles de París la gente lo reconocía, y eso lo halagaba, pero también lo incomodaba. El poder político lo buscaba mucho. Mitterrand lo condecoró con la Legión de Honor, Felipe González lo cortejaba y fueron amigos, para no hablar de Fidel Castro, de quien fue muy cercano. Este fue quizás el aspecto más contradictorio de la personalidad política de Gabo: que un hombre que como él representaba el humanismo y las letras tuviera semejante identidad con un dictador que coartó libertades, que persiguió a los intelectuales y que impidió la prensa libre. Yo se lo mencionaba en privado en algunas ocasiones, y él me contestaba: “Yo te entiendo, pero no me voy a unir al coro reaccionario contra Fidel y contra Cuba, que ha resistido todas las agresiones de Estados Unidos”. Además, el exilio cubano en Miami le parecía detestable. Hay que tener en cuenta que todo eso lo desgastó, afectó su prestigio y lo enfrentó con amigos y con otros grandes escritores latinoamericanos de su generación, como Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, entre otros, pero tampoco hay que olvidar que Gabo desarrolló gestiones exitosas para lograr la liberación de presos políticos en la isla, como fue el caso de Armando Valladares, y que fue un luchador contra las dictaduras militares del Cono Sur y animador de muchos organismos de derechos humanos como el Tribunal Russell, la Fundación Habeas y el Comité contra la Tortura, que creó junto a Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre.

Hace un par de años Vargas Llosa dijo que “García Márquez no era un intelectual sino un artista. Funcionaba a base de intuiciones y pálpitos que no pasaban por lo conceptual”. Honestamente me parece un juicio absurdo. Vargas Llosa, a quien conozco y aprecio, debería releer su propio libro Historia de un deicidio, en el que no ahorra elogios al talento literario, la dimensión intelectual y la riqueza creativa de García Márquez. En 1976, el terrible puñetazo de Vargas a Gabo, en un acto cultural en Ciudad de México por un supuesto lío de faldas, puso fin a una amistad de varios años entre las dos figuras más célebres del famoso boom latinoamericano de las letras. Vargas Llosa retiró de circulación su libro sobre Gabo, no volvieron a hablarse y siempre evitaron referirse al incidente. A Gabo le toqué el asunto una sola vez y me di cuenta de que era un tema sobre el cual prefería no hablar. Las diferencias se ahondaron por motivos políticos: Vargas Llosa había roto de manera tajante y abierta con la Revolución cubana y García Márquez mantuvo hasta el final su amistad con Fidel Castro, pese a reservas personales que tenía sobre la falta de libertades en la isla, que no hizo públicas.
Los intelectuales latinoamericanos que en esos años criticaron el rumbo que tomó la Revolución cubana fueron blanco de toda suerte de ataques por parte de la izquierda internacional. Les llovió mucha mugre, sin duda —como dijo Vargas Llosa—, pese a que el tiempo les dio la razón. Pero no fue menor el baño de mugre que le cayó luego, y durante toda su vida, a García Márquez por no haber roto nunca con Cuba. Su amistad personal con Fidel Castro le trajo muchos sinsabores con la comunidad intelectual de Estados Unidos y Europa, pero él fue fiel a su prédica de que la amistad está por encima de la política. Aunque en su caso, por lo que él simbolizaba como escritor, muy poca gente entendió su posición.

García Márquez nunca perdió el sentido del humor ni las ganas de mamar gallo, que para él era la mejor forma de hablar en serio. También se gastaba sus bromas pesadas. Un día, en París, nos pasó algo de ese tipo con Lucas Caballero Reyes, el hijo de “Klim” y amigo mío, fallecido en el 2018, y su primo Pepe Gómez, descendiente de don Pepe Sierra. Pepe estaba empeñado en conocer a Gabo, y Gabo, renuente. Para convencerlo, Lucas terminó sugiriéndome que le dijera que su primo era un encanto y además el tipo más rico de Colombia. Se lo conté tal cual a Gabo y se le iluminaron los ojos con una chispa de malicia. “Bueno, organiza la comida”, me dijo. Fuimos entonces a un restaurante elegantísimo sobre el Sena, con María Emma Mejía, entonces esposa de Lucas; con Mercedes Barcha, la esposa de Gabo, y con María Teresa. Entramos a un reservado en el segundo piso y Gabo se pilló que Pepe Gómez, al entrar, le dio su tarjeta de crédito al maître para que no quedara duda de quién iba a pagar la cuenta. Gabo estudió con mucho cuidado la carta de vinos y comenzó a pedir unos Bourdeaux de los años cincuenta que costaban un ojo en la cara y que tocaba traerlos de unas bodegas especiales. Yo veía a Lucas sudar la gota gorda. Al día siguiente me puso la queja: “Carajo, ¡esa cuenta costó una fortuna!”. Le contesté, riéndome: “Ahhh, es que conocer a Gabo tiene su precio…”

Los años del terror
(...) De esos años de muertes estremecedoras, la que más me impactó, y que sacudió a Colombia entera, fue la de Luis Carlos Galán durante una manifestación política en Soacha el 18 de agosto de 1989. Nunca olvidaré lo que sentí. Un dolor y una rabia indescriptibles. Son momentos que quedan grabados para siempre. Uno recuerda con exactitud dónde estaba cuando los vivió. Yo me encontraba en un seminario con periodistas nacionales y extranjeros sobre el eterno tema del conflicto armado, en un hotel del norte de Bogotá, cuando se me acercó María Jimena Duzán para decirme que la radio acababa de informar que habían atentado contra Luis Carlos y estaba gravemente herido. Era un viernes por la noche y nos fuimos ahí mismo con ella y otros colegas para su residencia, donde nos enteramos de que Galán había muerto. ¡No es posible que hayamos llegado a esto!, me repetí toda la noche: el más joven, valiente y valioso candidato a la presidencia que tenía Colombia, acribillado por la mafia en una tarima en la plaza de Soacha. Porque no podía haber duda sobre sus autores. Muchos medios radiales especularon esa noche sobre las “oscuras fuerzas del crimen” que estarían detrás. “¡La mafia mató a Galán!” fue el gran titular con el que abrimos al otro día El Tiempo. Y esa mafia era la del Cartel de Medellín de Pablo Escobar y Rodríguez Gacha. Había conversado con Luis Carlos pocos días antes en su apartamento de Residencias Tequendama, adonde se había trasladado temporalmente, acosado por la cantidad de amenazas que recibía. Lo vi contento con la creciente popularidad de su campaña presidencial, pero a la vez muy tenso y preocupado por las amenazas. Me dijo que tenía información de que “El Mexicano” lo quería matar, pero que él no iba a dejar de denunciar la injerencia de la mafia en la política, una mafia que, no hay que olvidar, ya había matado a ministros, periodistas, congresistas, magistrados... Y que terminó por matarlo a él, tras infiltrar al ya corrupto das, encargado de protegerlo. Me conmovieron el valor y la sangre fría que mostró ese día, de cara a la temible situación que estaba viviendo. Se sabía sentenciado y no se amedrentó, pero se sentía solo en su lucha. Esos días de luto y lágrimas evoqué todo lo que habíamos compartido, cuando trabajamos juntos en el mismo diario y cuando estuvimos luego en publicaciones opuestas, él en Nueva Frontera, yo en Alternativa, desde donde ambos le echábamos dardos al periódico de donde veníamos. “Conozco el monstruo porque he vivido en sus entrañas”, escribió una vez Luis Carlos en su revista, molesto porque El Tiempo se mostraba muy proclive al turbayismo. El día de su entierro miles de personas desfilamos de la Plaza Bolívar hasta el Cementerio Central, y entre el llanto y silencioso pesar de la gente, recuerdo la irritación que me produjo la absurda consigna de “¡Cómo no, sí señor, el Gobierno lo mató!” que coreaban grupitos de la Juventud Comunista metidos en la multitud. La muerte de Galán impactó muy hondo a los colombianos, que entendimos que nos habían asesinado la esperanza. Luis Carlos Galán estaba en la antesala de la Presidencia. Le había ganado la pelea al oficialismo liberal, que tuvo que aceptar que al candidato del partido lo escogiera una consulta popular y no una convención dominada por la maquinaria clientelista que él siempre combatió. Galán hubiera llegado a la jefatura del Estado en 1990. La mafia lo sabía y por eso lo eliminó. Tuve con Luis Carlos una larga y a veces errática amistad de veinticinco años que evoqué en una crónica en El Tiempo al otro día de su muerte. La titulé con una frase que pronunció en el cementerio su hijo Juan Manuel, cuando le pidió a César Gaviria que tomara en sus manos la antorcha de Galán: “¡Qué vida tan transparente y pura!”. La indignación colectiva que desató su muerte condujo a la Asamblea Constituyente del 91.
En 1990, cuando César Gaviria llevaba escasos meses en el poder, distintos periodistas fueron secuestrados por orden de Pablo Escobar. El 30 de agosto los narcotraficantes retuvieron, entre otros, a Diana Turbay Quintero, hija del expresidente Turbay Ayala, y poco después, el 19 de septiembre, le tocó el turno a Francisco Santos, jefe de redacción de El Tiempo. Este secuestro produjo por supuesto una tremenda conmoción en el periódico. Hubo una enorme sensación de vacío y el clima de trabajo ya no fue el mismo, sin el acelere y el contagioso entusiasmo que irradiaba Pachito hacia todos los rincones de la redacción. Fueron largos meses en los que en el diario reinó una extraña y tensa calma. Julio César Turbay y Hernando Santos se reunían con frecuencia al atardecer para hablar de sus hijos secuestrados y de las posibles pretensiones de Escobar. Lo que sentí la única vez que los vi juntos fue una atmósfera cargada de tristeza pero también de dignidad. Ya ambos le habían comunicado al presidente Gaviria que entendían que ninguna gestión para la liberación de sus hijos podría comprometer la política del Gobierno. Durante los ocho meses de ese secuestro, recibí más de una llamada de Gilberto Rodríguez Orejuela, cabeza del Cartel de Cali, que estaba en guerra a muerte con Escobar, para decirme que ellos ayudaban con información para “arrinconar a ese bandido”. Me llamó la atención el tono de voz pausado y respetuoso de “don Gilberto” —como le decían— y sus ganas de colaborar en la búsqueda de Pacho. Yo tomé notas de esas llamadas y se las pasé al editor judicial para que supiera y averiguara, aunque él ya también tenía líneas de comunicación con los Rodríguez Orejuela o con “los caballeros de Cali”, como los llamó irónicamente Netflix, en su serie Narcos, para contrastarlos quizá con los bárbaros del Cartel de Medellín. Y ciertamente fueron más inteligentes y sofisticados en sus métodos, pero no menos implacables en la defensa de su negocio o la liquidación de sus rivales. No es casual que de las cenizas del Cartel de Cali surgiera el del Norte del Valle, si acaso más brutal y violento que los anteriores.
Tras estar encadenado ocho meses a una cama, Francisco fue finalmente liberado cuando Escobar se mostró satisfecho por los términos de su reclusión en la cárcel que le habían construido en Envigado, la tristemente célebre Catedral. Cuando apareció hubo explosión de alegría en el periódico y la familia. El más eufórico fue Pachito, que se dedicó a dar declaraciones a diestra y siniestra sobre todos los temas imaginables. “Le faltaron tres meses de secuestro”, comenté un día. Chiste malo que su familia no me perdonó.
La presentación de 'El país que me tocó' será el próximo 25 de octubre, a las 7 de la noche, en el Museo El Chicó. El autor conversará con Álvaro Tirado Mejía y Juan Esteban Constaín*.



lunes, 8 de octubre de 2018

‘PARA RECONCILIARNOS NO SOLO HACE FALTA MEMORIA, TAMBIÉN IMAGINACIÓN’


Juan Gabriel Vásquez es uno de los escritores colombianos más importantes de los últimos 20 años, además es un ensayista riguroso, excelso y ordenado. Se puede afirmar, que es uno de los novelistas que logra romper con el cordón umbilical del Boom latinoamericano que aisló a tantos escritores. Ha escrito novelas históricas que según su criterio no sólo son textos ficcionales sino otra manera de construir la memoria para entender nuestro atribulado presente. Este escrito es una constatación de este propósito. Lo publicó el periódico “El tiempo” y creo que para Colombia constituye una reflexión muy importante, más por los momentos tan delicados en que vivimos frente a los acuerdos de la Habana donde la historia y la memoria juegan un papel relevante. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Por: Juan Gabriel Vásquez  06 de octubre 2018 , 10:02 p.m.
Recordar es revivir el rencor, y revivir el rencor es abonar el terreno para la venganza.
En cierta ocasión, alguien me preguntó para qué servía escribir novelas sobre un pasado doloroso. ¿No sería mejor dejar el pasado quieto y seguir adelante? Empeñarse demasiado en recordar viejos conflictos, ¿no nos vuelve incapaces de superarlos? Recordé a David Rieff, un gran ensayista que ha vivido de primera mano varios escenarios de guerra civil y ha concluido en ensayos magníficos que las violencias presentes son muchas veces producto de la terca memoria: recordar es revivir el rencor, y revivir el rencor es abonar el terreno para la venganza.

Ahora que Colombia se enfrenta al reto inverosímil de la reconciliación, me doy cuenta de que no pasa un día sin que me haga estas preguntas. ¿Qué es más conveniente, el olvido de mutuo acuerdo o el empeño memorioso? Y no pasa un día sin que llegue a la misma conclusión: no puede haber reconciliación genuina sin un esfuerzo común por saber qué nos ha pasado en estos últimos 50 años. Eso, contar el cuento de este medio siglo, es lo que intenta mucha gente en estos momentos. Y así debe ser, porque una democracia de verdad es entre otras cosas un debate civil entre las distintas versiones de nuestro pasado común.

En otras palabras, lo que hacemos en democracia puede verse desde dos ópticas. Por un lado, se trata de construir un espacio en el que versiones distintas de nuestro pasado sean válidas (...). Por el otro, se trata de negociar una versión de nuestro pasado, una sola, pero amplia y suficiente, una versión generosa y abarcadora con la que todos los ciudadanos podamos sentirnos identificados. Sin esa diversidad que es hija de la tolerancia, sin esa versión común de nuestro pasado –que siempre estamos negociando— no hay futuro posible. Ni reconciliación tampoco.

Y es aquí donde entran los novelistas. La novela tiene su propia versión de lo ocurrido, pero es una versión única e insustituible porque no ocurre en el terreno de los hechos visibles, sino en el de los invisibles: la moralidad, las emociones, las memorias secretas e inconfesadas. Para comenzar a entender nuestra experiencia como país, son imprescindibles los relatos que contamos desde la historia, el periodismo y las ciencias sociales; pero sin la ficción, sin las maquinarias de esas narraciones capaces de vernos por dentro, capaces no solo de contarnos lo que le ocurrió al otro, sino de permitirnos imaginarlo y compadecerlo, esa posible comprensión queda incompleta. Acerca de nuestros últimos 50 años de guerra, solo la novela puede contarnos lo que esas violencias le han hecho a nuestra frágil condición humana. Y ninguna reconciliación es posible entre gente que no conoce los resquicios del dolor ajeno o que no tiene palabras para explorar y defenderse de los dolores propios. (...)

Tampoco hay reconciliación posible sin imaginación. El escritor israelí Amos Oz, que ha conocido durante décadas ese conflicto sin salida que ocurre en su país, cuenta una anécdota que una vez le contó su amigo y colega Sammy Michael. Un día, en un taxi, Michael oyó al taxista decir que la única solución para el conflicto árabe-israelí sería que los israelíes exterminaran uno por uno a todos los árabes. “Cada uno de nosotros debería matar a algunos”, dijo el taxista. En lugar de indignarse, Michael optó por un método que no había intentado antes: el de la imaginación. Le pidió al taxista que imaginara el momento en el que llega a matar a su primera víctima. Resulta que es una mujer. No importa: el taxista la mata. Luego resulta que al fondo del apartamento llora un bebé. “¿Mataría usted al recién nacido?”, preguntó Michael. Aquí el taxista lo interrumpió. “¿Sabe?”, le dijo. “Es usted un hombre muy cruel”. (...) Entre esos dos polos, la imaginación y la memoria, se mueven las historias que nos contamos.

II
En noviembre de 2017, durante una conversación con Fernando Savater, le hice una pregunta sobre uno de los asuntos que han dominado mis preocupaciones más recientes: la creación de un relato capaz de contar nuestra experiencia de la guerra desde la verdad. Me había pasado el último año dándole vueltas a la idea, angustiosa y a la vez condenadamente interesante, de que la derrota de los acuerdos de paz en el plebiscito compartía una dolorosa característica con los otros grandes fenómenos de ese año malhadado: la victoria del ‘brexit’ y la otra, más inverosímil, de Donald Trump. Esa característica, puesta en una síntesis tosca, era la siguiente: en todos los casos triunfó un relato mentiroso. No simplemente una mentira, sino una narrativa entera, una versión de la realidad diseñada para sembrar la desconfianza y manipular las emociones de una ciudadanía vulnerable. (...) Y Savater me contestó así: “Ahí está la importancia que tiene la tarea de los novelistas. La gente en general ya no se molesta en leer libros de ensayos y de reflexión política. Están los artículos de periódico, los esquemas de cobro por internet y ya está, de manera que la forma más interesante de mantener relatos coherentes es precisamente la novela. (...) En esta época de posverdad, quizá lo más verdadero sea la ficción bien orientada. Una ficción realmente bien orientada puede ser el mejor sustituto de esa verdad que ya nadie se ocupa de buscar”.

No sé si Savater tenga razón, pero sí creo que vale la pena pensar en ello. (...) La palabra ‘ficción’ viene del latín ‘fingere’, que significa “moldear” o “dar forma”. Es esto acaso lo que busca la literatura de imaginación: dar forma a nuestro pasado, poner un orden en el caos de nuestra experiencia y conseguir, por esas vías misteriosas, que el caos tenga un sentido. Pero estos actos no son inocentes ni se libran de las tensiones que han acompañado siempre nuestra costumbre de interpretar el mundo a través de los relatos. Tener el control sobre el relato es tener el poder, y eso se ha sabido siempre. En 1984 escribe George Orwell: “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”.

III
El asunto volvió a estar presente en nuestras conversaciones hace unos meses, cuando una congresista de tendencias extremistas y pocas luces sostuvo en un programa de radio que la masacre de las Bananeras era un mito histórico de la narrativa comunista. Recordó el episodio de ‘Cien años de soledad’ en el que, por boca de José Arcadio Segundo, se nos arroja a la cara la cifra espeluznante de 3.000 muertos. Como esa cifra le parece exagerada, la congresista concluye que la masacre nunca existió, y añade, invulnerable al ridículo, que más bien fueron los trabajadores los que atacaron al Ejército. (...)

“Usted hoy en día no consigue ese número de trabajadores”, argumentó. Los historiadores tuvieron que salirle al paso para probar que la United Fruit Company era una empresa del tamaño de un pueblo, y que 3.000 trabajadores se hubieran “conseguido” sin problemas; le recordaron también que el general Carlos Cortés Vargas, responsable de la masacre, confesó nueve muertos en sus memorias, que la prensa colombiana habló de 100 muertos y 238 heridos, que el gran Ricardo Rendón dibujó la masacre en una caricatura célebre, que Jorge Eliécer Gaitán denunció los hechos en el Congreso y que para hacerlo levantó un cráneo de niño ante los congresistas horrorizados. (...)

De manera que es verdad: no hay certeza posible sobre el número de trabajadores que el Ejército colombiano asesinó el 6 de diciembre de 1928. Los historiadores están habituados a estas zonas de sombra, y más todavía los novelistas: ya dejó dicho Novalis que las novelas nacen de las fallas de la historia. Pero sostener que la masacre no ocurrió no pertenece a ese orden de la incertidumbre: es un intento burdo por reescribir las historias, por editar la versión de nuestro pasado de manera que se acomode a un relato político, y en eso no es distinta de las reescrituras desesperadas y radicales que llevó a cabo el estalinismo (eliminando a Trotski de las enciclopedias, por ejemplo) o incluso el vecino chavismo (que intentó probar que Bolívar no había muerto de tuberculosis, sino envenenado por la oligarquía bogotana). La gran ironía está en que Cien años de soledad ya había previsto que la masacre de las Bananeras sería un tema contencioso. Tras despertar sobre el montón de muertos que viajan hacia el mar para ser desaparecidos como el banano de rechazo, José Arcadio Segundo salta del tren y busca refugio en las casas de Macondo. Le cuenta a una mujer del tiroteo, del tren y de los muertos, y ella lo mira con lástima: “Aquí no ha habido muertos”, le dice. “Desde los tiempos de tu tío, el coronel, aquí no ha pasado nada”. (...) “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz”. Colombia es el país más feliz del mundo, decía una encuesta reciente. Otra encuesta, más realista, decía que era el segundo.

IV
La historia de nuestra guerra es también la guerra por nuestra historia. El final de esta guerra, de este medio siglo de violencias diversas que le han salido como ramas al árbol del conflicto, trae consigo nuestra obligación de averiguar qué ha pasado, recordarlo cuando sea posible y contarlo con las herramientas que tengamos a mano. (...)

La clase de información, y por lo tanto de conocimiento, que nos dejarán los informes de las comisiones es imprescindible; pero claro, ninguna comisión de verdad o de memoria podrá incluir el párrafo siguiente (‘Los ejércitos’, de Evelio Rosero), que me permito citar entero porque su temperatura y su tono son parte de sus descubrimientos; parte, es decir, de la manera como es capaz de cartografiar los espacios en blanco del mapa de la guerra después de que han pasado por allí las demás formas de contar el mundo.

“Hemos ido de un sitio a otro por la casa, según los estallidos, huyendo de su proximidad, sumidos en su vértigo; finalizamos detrás de la ventana de la sala, donde logramos entrever alucinados, a rachas, las tropas contendientes, sin distinguir a qué ejército pertenecen, los rostros igual de despiadados, los sentimos transcurrir agazapados, lentos o a toda carrera, gritando o tan desesperados como enmudecidos, y siempre bajo el ruido de las botas, los jadeos, las imprecaciones. Un estruendo mayor nos remece, desde el huerto mismo; el reloj octagonal de la sala —su luna de vidrio pintado, una promoción de Alka-Seltzer que Olivia compró en Popayán— se ha escindido en mil líneas, la hora detenida para siempre en las 5 en punto de la tarde. Voy corriendo por el pasillo hasta la puerta que da al huerto, sin importar el peligro; cómo importarme si parece que la guerra ocurre en mi propia casa. Encuentro la fuente de los peces —de lajas pulidas— volada por la mitad; en el piso brillante de agua tiemblan todavía los peces anaranjados, ¿qué hacer, los recojo?, ¿qué pensará Otilia —me digo insensatamente— cuando encuentre este desorden? Reúno pez por pez y los arrojo al cielo, lejos: que Otilia no vea sus peces muertos”.

Esos peces muertos no aparecerán nunca en los imprescindibles informes de nuestros investigadores. Sin embargo, cuánta vida truncada hay en ellos, cuánto rumor de guerra y cuánto conocimiento imposible de conseguir de otro modo. Es el lenguaje de la ficción el que nos lo provee. O el lenguaje de la poesía, que la novela ha tomado prestado para transformar sus materiales, para permitirnos llegar con ellos a otra parte.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ*
* Autor de cinco novelas traducidas a 28 lenguas y merecedoras, entre otros, del Premio Alfaguara, el Gregor von Rezzori y el Real Academia. Es columnista de ‘El País’ de España.

Este texto fue publicado originalmente en el libro ‘¿Cómo mejorar a Colombia?’