martes, 16 de octubre de 2018

LAS MEMORIAS DE ENRIQUE SANTOS CALDERÓN





Dos reveladores fragmentos de El país que me tocó, el libro de memorias del exdirector de EL TIEMPO.
Enrique Santos Calderón no solo ha sido el columnista más leído de Colombia sino un testigo de excepción de la historia  de Colombia en los últimos treinta años. Su mirada, desde ópticas menos ortodoxas, lucida, ha sido importante, sin aparecer con los protagonismos mediáticos a que estamos acostumbrados. Fue un hombre muy importante en los l acuerdos de la Habana, curtido por un periodismo comprometido con nuestra realidad, conocedor como nadie de nuestra clase política, sus memorias son un verdadero plato de cardenal. De hecho generarán mucho debate. Este capitulo apareció en el periódico “El tiempo” de Colombia.CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Por: Enrique Santos Calderón  14 de octubre 2018 , 12:25 a.m.
Una noche, en París, junto a García Márquez nos tocó ver morir a la escultora colombiana Feliza Bursztyn, muy amiga de ambos. Un episodio terrible, pues Feliza se murió en nuestras narices. Fue una gélida noche de enero de 1982, en un restaurante ruso de Montparnasse, donde cenábamos. Feliza, amiga mía y sobre todo de Gabo, había estado presa en tiempos del Estatuto de Seguridad de Turbay, por supuestos vínculos con el M-19. Era una artista festiva, progresista y muy pacífica, que hacía esculturas de chatarra. El Ejército, en su obsesión por recuperar las armas robadas, pensó que entre los hierros retorcidos de su taller podían encontrarse algunas ametralladoras. Ella quedó muy afectada por su detención, pues fue maltratada y se refugió luego en México, donde vivía Gabo. Aquella noche en que se nos murió durante esa cena en París, veníamos del apartamento de los García Márquez cerca del Boulevard Montparnasse. Habíamos tomado vodka y nos fuimos a pie al restaurante en medio de una nevada. Ya sentados en la mesa, mientras mirábamos la carta, ella empezó a desgonzarse en la silla. Inicialmente pensamos que había tomado más de la cuenta, y su marido, Pablo Leyva, le preguntó qué le pasaba. Pero había muerto, así, de repente, sin siquiera un gemido.

Nos tocó acostarla en el suelo en ese restaurante atestado de gente. La ambulancia tardó media hora en llegar. Fue algo espeluznante y dramático. No solo Feliza Bursztyn debió salir del país por las amenazas que había recibido. También lo hizo el propio García Márquez, que poco antes de esa triste cena se había asilado en México. Su exilio fue producto de un perverso montaje por parte de miembros del alto mando militar, para vincular a Gabo con el M-19, detenerlo y cobrarle sus duras críticas al Gobierno por todos los excesos del Estatuto de Seguridad, que llevó a la cárcel o al exilio a varios intelectuales y artistas. En un momento dado hubo serios indicios de que a García Márquez lo iban a detener, lo que motivó su decisión de pedir asilo en la embajada de México en marzo de 1981. Él contó después, en una columna en El País de Madrid, que sabía que la trampa estaba puesta y que su condición de escritor famoso no le iba a servir de nada porque se trataba precisamente de demostrar que para las fuerzas de seguridad no había valores intocables. En ese escrito recordó lo que dijo el general Camacho Leyva cuando apresaron al maestro Luis Vidales, que tenía 85 años: “Aquí no hay poeta que valga”.
Creo que a Turbay, además del tenebroso Estatuto de Seguridad de su Gobierno, lo perjudicó su imagen, asociada al manzanillismo y la politiquería. Nadie olvida su famosa frase de que “hay que reducir la corrupción a sus justas proporciones”, y lo increíble es que, vista desde hoy, la corrupción en su época era reducida. Manejó con gran inteligencia la crisis en la embajada dominicana, pero le faltó contener más a sus generales durante su Gobierno. Turbay no era estadista ni intelectual, pero fue un político magistral.

Gabo tenía un apartamento en Montparnasse, no muy lejos de donde yo vivía, de modo que nos vimos mucho entre 1980 y 1982, aunque cada cual andaba en sus cosas. Yo debía cubrir de todo: desde elecciones en distintos países hasta eventos deportivos como el Tour de Francia. Pero cada dos semanas nos reuníamos y fue una oportunidad excepcional para conocerlo mejor. Me invitó incluso a que lo acompañara al Festival de Cine de Cannes, en el cual había sido nombrado como jurado, y allí pasamos una semana con nuestras esposas María Teresa y Mercedes, bebiendo el vino rosado de la región y viendo el mejor cine del mundo. Gabo era un tipo superior: inteligente, culto como pocos, con especial olfato para desentrañar a la gente y hasta cierto punto tímido. No era el prototipo del caribeño ruidoso y extrovertido. Le encantaba la conversación en grupos pequeños. Por encima de todo, era amigo de sus amigos. Detestaba hablar en público y, al comienzo, le costó manejar la fama y la gloria. Aun antes del Nobel, en las calles de París la gente lo reconocía, y eso lo halagaba, pero también lo incomodaba. El poder político lo buscaba mucho. Mitterrand lo condecoró con la Legión de Honor, Felipe González lo cortejaba y fueron amigos, para no hablar de Fidel Castro, de quien fue muy cercano. Este fue quizás el aspecto más contradictorio de la personalidad política de Gabo: que un hombre que como él representaba el humanismo y las letras tuviera semejante identidad con un dictador que coartó libertades, que persiguió a los intelectuales y que impidió la prensa libre. Yo se lo mencionaba en privado en algunas ocasiones, y él me contestaba: “Yo te entiendo, pero no me voy a unir al coro reaccionario contra Fidel y contra Cuba, que ha resistido todas las agresiones de Estados Unidos”. Además, el exilio cubano en Miami le parecía detestable. Hay que tener en cuenta que todo eso lo desgastó, afectó su prestigio y lo enfrentó con amigos y con otros grandes escritores latinoamericanos de su generación, como Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, entre otros, pero tampoco hay que olvidar que Gabo desarrolló gestiones exitosas para lograr la liberación de presos políticos en la isla, como fue el caso de Armando Valladares, y que fue un luchador contra las dictaduras militares del Cono Sur y animador de muchos organismos de derechos humanos como el Tribunal Russell, la Fundación Habeas y el Comité contra la Tortura, que creó junto a Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre.

Hace un par de años Vargas Llosa dijo que “García Márquez no era un intelectual sino un artista. Funcionaba a base de intuiciones y pálpitos que no pasaban por lo conceptual”. Honestamente me parece un juicio absurdo. Vargas Llosa, a quien conozco y aprecio, debería releer su propio libro Historia de un deicidio, en el que no ahorra elogios al talento literario, la dimensión intelectual y la riqueza creativa de García Márquez. En 1976, el terrible puñetazo de Vargas a Gabo, en un acto cultural en Ciudad de México por un supuesto lío de faldas, puso fin a una amistad de varios años entre las dos figuras más célebres del famoso boom latinoamericano de las letras. Vargas Llosa retiró de circulación su libro sobre Gabo, no volvieron a hablarse y siempre evitaron referirse al incidente. A Gabo le toqué el asunto una sola vez y me di cuenta de que era un tema sobre el cual prefería no hablar. Las diferencias se ahondaron por motivos políticos: Vargas Llosa había roto de manera tajante y abierta con la Revolución cubana y García Márquez mantuvo hasta el final su amistad con Fidel Castro, pese a reservas personales que tenía sobre la falta de libertades en la isla, que no hizo públicas.
Los intelectuales latinoamericanos que en esos años criticaron el rumbo que tomó la Revolución cubana fueron blanco de toda suerte de ataques por parte de la izquierda internacional. Les llovió mucha mugre, sin duda —como dijo Vargas Llosa—, pese a que el tiempo les dio la razón. Pero no fue menor el baño de mugre que le cayó luego, y durante toda su vida, a García Márquez por no haber roto nunca con Cuba. Su amistad personal con Fidel Castro le trajo muchos sinsabores con la comunidad intelectual de Estados Unidos y Europa, pero él fue fiel a su prédica de que la amistad está por encima de la política. Aunque en su caso, por lo que él simbolizaba como escritor, muy poca gente entendió su posición.

García Márquez nunca perdió el sentido del humor ni las ganas de mamar gallo, que para él era la mejor forma de hablar en serio. También se gastaba sus bromas pesadas. Un día, en París, nos pasó algo de ese tipo con Lucas Caballero Reyes, el hijo de “Klim” y amigo mío, fallecido en el 2018, y su primo Pepe Gómez, descendiente de don Pepe Sierra. Pepe estaba empeñado en conocer a Gabo, y Gabo, renuente. Para convencerlo, Lucas terminó sugiriéndome que le dijera que su primo era un encanto y además el tipo más rico de Colombia. Se lo conté tal cual a Gabo y se le iluminaron los ojos con una chispa de malicia. “Bueno, organiza la comida”, me dijo. Fuimos entonces a un restaurante elegantísimo sobre el Sena, con María Emma Mejía, entonces esposa de Lucas; con Mercedes Barcha, la esposa de Gabo, y con María Teresa. Entramos a un reservado en el segundo piso y Gabo se pilló que Pepe Gómez, al entrar, le dio su tarjeta de crédito al maître para que no quedara duda de quién iba a pagar la cuenta. Gabo estudió con mucho cuidado la carta de vinos y comenzó a pedir unos Bourdeaux de los años cincuenta que costaban un ojo en la cara y que tocaba traerlos de unas bodegas especiales. Yo veía a Lucas sudar la gota gorda. Al día siguiente me puso la queja: “Carajo, ¡esa cuenta costó una fortuna!”. Le contesté, riéndome: “Ahhh, es que conocer a Gabo tiene su precio…”

Los años del terror
(...) De esos años de muertes estremecedoras, la que más me impactó, y que sacudió a Colombia entera, fue la de Luis Carlos Galán durante una manifestación política en Soacha el 18 de agosto de 1989. Nunca olvidaré lo que sentí. Un dolor y una rabia indescriptibles. Son momentos que quedan grabados para siempre. Uno recuerda con exactitud dónde estaba cuando los vivió. Yo me encontraba en un seminario con periodistas nacionales y extranjeros sobre el eterno tema del conflicto armado, en un hotel del norte de Bogotá, cuando se me acercó María Jimena Duzán para decirme que la radio acababa de informar que habían atentado contra Luis Carlos y estaba gravemente herido. Era un viernes por la noche y nos fuimos ahí mismo con ella y otros colegas para su residencia, donde nos enteramos de que Galán había muerto. ¡No es posible que hayamos llegado a esto!, me repetí toda la noche: el más joven, valiente y valioso candidato a la presidencia que tenía Colombia, acribillado por la mafia en una tarima en la plaza de Soacha. Porque no podía haber duda sobre sus autores. Muchos medios radiales especularon esa noche sobre las “oscuras fuerzas del crimen” que estarían detrás. “¡La mafia mató a Galán!” fue el gran titular con el que abrimos al otro día El Tiempo. Y esa mafia era la del Cartel de Medellín de Pablo Escobar y Rodríguez Gacha. Había conversado con Luis Carlos pocos días antes en su apartamento de Residencias Tequendama, adonde se había trasladado temporalmente, acosado por la cantidad de amenazas que recibía. Lo vi contento con la creciente popularidad de su campaña presidencial, pero a la vez muy tenso y preocupado por las amenazas. Me dijo que tenía información de que “El Mexicano” lo quería matar, pero que él no iba a dejar de denunciar la injerencia de la mafia en la política, una mafia que, no hay que olvidar, ya había matado a ministros, periodistas, congresistas, magistrados... Y que terminó por matarlo a él, tras infiltrar al ya corrupto das, encargado de protegerlo. Me conmovieron el valor y la sangre fría que mostró ese día, de cara a la temible situación que estaba viviendo. Se sabía sentenciado y no se amedrentó, pero se sentía solo en su lucha. Esos días de luto y lágrimas evoqué todo lo que habíamos compartido, cuando trabajamos juntos en el mismo diario y cuando estuvimos luego en publicaciones opuestas, él en Nueva Frontera, yo en Alternativa, desde donde ambos le echábamos dardos al periódico de donde veníamos. “Conozco el monstruo porque he vivido en sus entrañas”, escribió una vez Luis Carlos en su revista, molesto porque El Tiempo se mostraba muy proclive al turbayismo. El día de su entierro miles de personas desfilamos de la Plaza Bolívar hasta el Cementerio Central, y entre el llanto y silencioso pesar de la gente, recuerdo la irritación que me produjo la absurda consigna de “¡Cómo no, sí señor, el Gobierno lo mató!” que coreaban grupitos de la Juventud Comunista metidos en la multitud. La muerte de Galán impactó muy hondo a los colombianos, que entendimos que nos habían asesinado la esperanza. Luis Carlos Galán estaba en la antesala de la Presidencia. Le había ganado la pelea al oficialismo liberal, que tuvo que aceptar que al candidato del partido lo escogiera una consulta popular y no una convención dominada por la maquinaria clientelista que él siempre combatió. Galán hubiera llegado a la jefatura del Estado en 1990. La mafia lo sabía y por eso lo eliminó. Tuve con Luis Carlos una larga y a veces errática amistad de veinticinco años que evoqué en una crónica en El Tiempo al otro día de su muerte. La titulé con una frase que pronunció en el cementerio su hijo Juan Manuel, cuando le pidió a César Gaviria que tomara en sus manos la antorcha de Galán: “¡Qué vida tan transparente y pura!”. La indignación colectiva que desató su muerte condujo a la Asamblea Constituyente del 91.
En 1990, cuando César Gaviria llevaba escasos meses en el poder, distintos periodistas fueron secuestrados por orden de Pablo Escobar. El 30 de agosto los narcotraficantes retuvieron, entre otros, a Diana Turbay Quintero, hija del expresidente Turbay Ayala, y poco después, el 19 de septiembre, le tocó el turno a Francisco Santos, jefe de redacción de El Tiempo. Este secuestro produjo por supuesto una tremenda conmoción en el periódico. Hubo una enorme sensación de vacío y el clima de trabajo ya no fue el mismo, sin el acelere y el contagioso entusiasmo que irradiaba Pachito hacia todos los rincones de la redacción. Fueron largos meses en los que en el diario reinó una extraña y tensa calma. Julio César Turbay y Hernando Santos se reunían con frecuencia al atardecer para hablar de sus hijos secuestrados y de las posibles pretensiones de Escobar. Lo que sentí la única vez que los vi juntos fue una atmósfera cargada de tristeza pero también de dignidad. Ya ambos le habían comunicado al presidente Gaviria que entendían que ninguna gestión para la liberación de sus hijos podría comprometer la política del Gobierno. Durante los ocho meses de ese secuestro, recibí más de una llamada de Gilberto Rodríguez Orejuela, cabeza del Cartel de Cali, que estaba en guerra a muerte con Escobar, para decirme que ellos ayudaban con información para “arrinconar a ese bandido”. Me llamó la atención el tono de voz pausado y respetuoso de “don Gilberto” —como le decían— y sus ganas de colaborar en la búsqueda de Pacho. Yo tomé notas de esas llamadas y se las pasé al editor judicial para que supiera y averiguara, aunque él ya también tenía líneas de comunicación con los Rodríguez Orejuela o con “los caballeros de Cali”, como los llamó irónicamente Netflix, en su serie Narcos, para contrastarlos quizá con los bárbaros del Cartel de Medellín. Y ciertamente fueron más inteligentes y sofisticados en sus métodos, pero no menos implacables en la defensa de su negocio o la liquidación de sus rivales. No es casual que de las cenizas del Cartel de Cali surgiera el del Norte del Valle, si acaso más brutal y violento que los anteriores.
Tras estar encadenado ocho meses a una cama, Francisco fue finalmente liberado cuando Escobar se mostró satisfecho por los términos de su reclusión en la cárcel que le habían construido en Envigado, la tristemente célebre Catedral. Cuando apareció hubo explosión de alegría en el periódico y la familia. El más eufórico fue Pachito, que se dedicó a dar declaraciones a diestra y siniestra sobre todos los temas imaginables. “Le faltaron tres meses de secuestro”, comenté un día. Chiste malo que su familia no me perdonó.
La presentación de 'El país que me tocó' será el próximo 25 de octubre, a las 7 de la noche, en el Museo El Chicó. El autor conversará con Álvaro Tirado Mejía y Juan Esteban Constaín*.



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