viernes, 20 de julio de 2018

DEIRDRE MCCLOSKEY, LA ECONOMISTA DE MODA QUE ENTIERRA LAS IDEAS DE THOMAS PIKETTY


La economía política no dejará de tener vigencia. Frente a la inequidad galopante del mundo, los debates sobre historia económica siempre enriquecerán nuestros conocimientos y ayudan indudablemente a dilucidar temas tan delicados y controversiales alrededor suyo, ejemplo la pobreza. Las ópticas para entender el desarrollo económico son muchas y en ocasiones contradictorias. Leí el texto de Pikete, elogie sus puntos  de vista, la refutación de sus tesis, constituye un bocado de cardenal, que esperaré digerir y por su puesto escribiré mi humilde opinión. El artículo que transcribo, de  Carlos Gustavo Rodríguez Salcedo, del diario “La república” de Colombia es una buena apertura para adentrarse en la discusión académica. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE

Según la economista, “la riqueza no se construyó apilando ladrillo sobre ladrillo, sino apilando idea sobre idea”

Carlos Gustavo Rodríguez Salcedo.
20 de julio 2018

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El problema no es solucionar la desigualdad, sino la pobreza defiende McCloskey, un libro valiente, pero equivocado. Esa es la conclusión a la que la economista Deirdre Nansen McCloske[1] y llegó al analizar al fenómeno en ventas de Thomas Piketty: El capital en el siglo XXI. McCloskey critica las ideas de su colega francés en su ensayo Pesimismo medido, no medido, mal medido e injustificado. A continuación, LR realiza un resumen conectando las principales ideas que escribió en este texto, traducido del inglés por la Fundación para el Progreso, en el que defiende la hipótesis de que el capitalismo, o el ‘trade-tested betterment’, como lo llama ella, no es el origen de los problemas, sino al contrario, la causa del desarrollo económico:
“La lectura del libro de Piketty es una buena oportunidad para entender la preocupación de la izquierda sobre el capitalismo y ayuda a poner a prueba su fortaleza económica y filosófica. La inquietud de Piketty de que los ricos se vuelvan cada vez más ricos es una más de una larga lista que lleva hasta las ideas de Malthus, Ricardo y Marx. Desde esos tiempos, el ‘trade-tested betterment’ (concepto que es mejor al del capitalismo, que implica que lo que nos hace más ricos es la acumulación de capital, y no la innovación) ha enriquecido a la humanidad. Sin embargo, la izquierda olvida sistemáticamente esto y comienza a preocuparse hasta el punto que concluyen que el capitalismo está condenado, excepto si se le introduce el monopolio de la violencia del gobierno, o con dinero para industrias incipientes o, como lo propone Piketty, con un impuesto para gravar al capital que causa la desigualdad.
Sin embargo, estos economistas rara vez consideran necesario demostrar que sus propuestas de intervención estatal funcionarán como deben. Así, el gran número de imperfecciones, que jamás han sido medidas, llevan a los economistas jóvenes a creer que el ‘trade-tested betterment’ ha funcionado mal, pese a que todo demuestra que desde 1800 ha funcionado muy bien.
Todas las dudas, desde Malthus a Piketty, comparten un pesimismo que vende, porque a la gente le gusta escuchar que el mundo se está yendo al infierno, pese a que somos mucho más ricos de lo que éramos dos siglos atrás. La idea central de Piketty es que el retorno sobre el capital excede la tasa de crecimiento de la economía, por lo que el resto estamos condenados a que los capitalistas ricos se enriquezcan, mientras nosotros nos quedamos atrás. Sin embargo, esta idea podría ser cierta si sus supuestos lo fueran: es decir, que solo la gente rica posee capital y que el capital humano no existe.
Al final, la preocupación ética recae solo sobre el coeficiente de Gini y no sobre la condición de la clase trabajadora. La preocupación de Piketty es que los ricos se enriquezcan más, así los pobres también lo hagan. Su preocupación radica exclusivamente en una diferencia, en un coeficiente de Gini.
Por lo tanto, la única esperanza para él es que el gobierno ponga un impuesto mundial progresivo sobre el capital que grave a los ricos, a pesar de que sus mismos datos demuestran que únicamente en Canadá, Estados Unidos y Reino Unido ha aumentado la desigualdad del ingreso.
En general, los errores técnicos en sus argumentos se pueden encontrar. Uno de estos es la definición de Piketty de que la riqueza no incluye el capital humano, la principal fuente de ingresos en los países ricos. El mundo ha sido transformado desde 1848 por esto y la única razón por la que se excluye en el texto pareciera ser forzar la conclusión de Piketty, porque si se incluye el capital humano son los trabajadores quienes poseen la mayor parte del capital de la nación.
Pero, al final, si se profundiza en el texto, su pensamiento ‘estructural’ caracteriza a la izquierda y el problema ético fundamental del libro es que no ha reflexionado sobre las razones de por qué la desigualdad es mala. La condición de los pobres ha mejorado sustancialmente y el hecho de que los ricos actúen de manera vergonzosa no implica automáticamente que el gobierno deba intervenir para detener esto. Si a cada gobernante se le asignara la tarea de mantenernos a todos dentro de un comportamiento ético, el gobierno podría tener nuestras vidas bajo su tutela tal como sucede ahora en Corea del Norte.
Lo cierto es que en las últimas décadas no ha habido un estancamiento total de los ingresos reales, por lo que no sirve proponer derrocar el sistema, cuando el sistema en la práctica está enriqueciendo a los pobres en el largo plazo. La ira envidiosa hacia el consumo de los ricos no significa una mejora para los pobres.
Si se mide el capital de una forma más exhaustiva, incluyendo el capital humano, el rendimiento del ingreso sobre el capital está distribuido de una forma más igualitaria. El consumo de necesidades básicas es más equitativo a medida en que la historia de los países que se enriquecen sigue su curso, por más que el crecimiento económico acumule la riqueza de forma desigual . No importa si los pobres tienen el mismo número de brazaletes de diamantes, lo que importa es si tienen las mismas oportunidades para votar o aprender a leer. El coeficiente de Gini es irrelevante para el propósito de elevar a los pobres a una condición de dignidad.
Por esto, no se puede explicar el mundo solo con la acumulación de capital, pues la riqueza no se construyó apilando ladrillo sobre ladrillo, sino apilando idea sobre idea. Lo importante fueron las ideas, no los ladrillos. Unas ideas que se desencadenaron por una ideología conocida como liberalismo. Gravar a los ricos con impuestos para ayudar a los pobres parece una buena idea, pero la redistribución no ha sido el principal sustento de estos.
Los economistas de izquierda están obsesionados con cambios que no ayudan a los pobres y con una envidia por el consumo de los ricos. En síntesis, están más dispuestos a asfixiar con impuestos a los ricos del ‘trade-tested betterment’ que ha sido lo que más ha ayudado a los pobres. Los trabajadores del mundo se tienen que unir, exigir progreso, bajo un régimen de propiedad privada y con fines de lucro. El tema social del libro de Pikkety es una restrictiva ética de la envidia, su política supone que los gobiernos pueden hacer lo que quieren, y su economía tiene fallas. Es un libro valiente, pero equivocado”.


miércoles, 11 de julio de 2018

¡STANLEY KUBCLICK!

En la excelente sección, lecturas dominicales del periodico "El tiempo" de Colombia se publicó este artículo sobre la faceta de fotógrafo de Stanley Kubrik, que traigo a mi blog, no solo por lo lúcida, sino por entregarnos una óptica desconocida para muchos de este gran director de cine. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE.


El escritor Rodrigo Fresán relata los primeros años de creación del director de cine Stanley Kubrick.
Ambas escenas se vieron por primera vez hace medio siglo, pero transcurren en lo que entonces tendría tiempo recién treinta y tres años después. Ambas escenas pueden volver a verse hoy y se verán una y otra vez hasta el fin de los tiempos en lo que, seguro, es el film que cambió la forma en la que se hacían películas hasta entonces. Film que no ha envejecido ni en uno de sus fotogramas pero, paradójicamente, lleva el título ahora más “arrugado” que pueda imaginarse: 2001 : A
Space Odyssey
, de Stanley Kubrick, estrenada en 1968.


En la primera de las escenas, el doctor Heywood R. Floyd se dispone a informar a sus colegas, en una sala de reunión de la base en el cráter Clavius, en la Luna, lo relativo a la misteriosa TMA-1 (Tycho Magnetic Anomaly One), mejor conocida como “El Monolito”.  Antes de comenzar a hablar –en modalidad top secret–, un fotógrafo con una cámara portátil de diseño cilíndrico toma instantáneas de los presentes moviéndose de uno a otro, de mesa a atril, con la gracia de un experimentado bailarín. En la segunda de las escenas –casi a continuación– Floyd y su equipo descienden a la fosa donde se desenterró el Monolito con la parsimonia que te confiere la menor gravedad y los trajes espaciales. Y se posicionan, como si fuesen deportistas, frente a ese ominoso y alien rectángulo negro para ser inmortalizados frente a un fotógrafo (¿el mismo de antes? Imposible saberlo por su escafandra) quien ahora maneja otro modelo de cámara: más aparatosa y envasada al vacío. Cuando todo es interrumpido por un sonido agudo disparado hacia Júpiter, el infinito y más allá.


Y ya saben cómo sigue. Lo que tal vez no sepan es cómo empezó.

Y sí: antes de convertirse en probablemente el director de cine más genial de todos los tiempos, Stanley Kubrick (Estados Unidos 1928 - Inglaterra 1999) se reveló como un igualmente genial fotógrafo. Y los fans y estudiosos de lo suyo ya estaban al tanto de la cuestión a través de varias biografías y de algún que otro documental. Pero esta faceta inicial de su carrera nunca había sido tan exhaustivamente estudiada y ofrecida como ahora. En una muestra total (por estos días en el Museo de la Ciudad de Nueva York hasta octubre de este año para luego, a no dudarlo, ponerse a dar vueltas por el mundo) y en el imprescindible catálogo que la acompaña.

No es, claro, el único acontecimiento a destacar para el kubrickista consumado (la efeméride ya mencionada ha dado lugar al reestreno triunfal del filme en cuestión, al notable ensayo/crónica Space Odyssey: Stanley Kubrick, Arthur C. Clarke, and the Making of a Masterpiece, de Michael Benson, a una reconstrucción-virtual de la célebre y mística sci-fi entrevista que concedió a Playboy y a sendas exposiciones que llegarán a Madrid y a Barcelona en los próximos meses); pero sí, tal vez, el más interesante.

Y de no estar o ir a Manhattan, siempre queda el premio mucho más que consuelo del flamante coffee-table/souvenir book que la editorial Taschen ha dedicado a este Kubrick cámara de fotos en mano y quien, con los años, nunca abandonó la costumbre de llevar la cámara de filmación al hombro o mirarlo todo antes a través de un tubo para anticipar no el mejor sino el más perfecto encuadre.

Y no es la primera vez –y probablemente no sea la última– en que Taschen se entregó a lo grande al más grande. Ahí están ya –y aquí los tengo– el volumen (en versión macro y micro) dedicado a la totalidad de su obra, The Stanley Kubrick Archives; aquel ocupándose de su monumental y exhaustiva research para uno de sus varios proyectos frustrados (la épica Napoleón, planeada para suceder a 2001 y considerada por muchos como “el más grande film jamás filmado”); y ese otro con forma de monolito (The Making of Stanley Kubrick’s 2001: A Space Odyssey).

Pero lo de antes: el recién publicado y museológicamente inaugurado Through a Different Lens: Stanley Kubrick Photographs acaso sea el más “interesante” de todos; porque se concentra no en la etapa de oruga de la futura mariposa sino de alguien que nació con alas y volaba tan seguro de sí mismo y con ojo de halcón desde el principio de sus tiempos.
Y lo primero que asombra al hojear el voluminoso volumen prologado por el crítico mayor de The New York Review of Books Luc Sante, y perfectamente editado y diseñado por Donald Albrecht y Sean Corcoran (curadores/comisarios curtidos del Museum de la Ciudad de Nueva York; mostrando no sólo las ciento veinte fotos a solas escogidas a partir de más de diez mil negativos en trescientos encargos, sino también su disposición en las páginas de revistas de los 40 y 50) es descubrir la cantidad de fotografías que uno admiró durante décadas sin siquiera imaginar que habían sido disparadas por Stanley Kubrick. 

Mi caso: esas fotos de Montgomery Clift (como paradigma de lo cool antecediendo a los fotos icónicas que vendrían luego de Marlon Brando y James Dean) durante el rodaje de The Heiress y desayunando y jugando con hijos de amigos y posando con t-shirt blanca o corbata floja; la de los ensayos para el musical de Broadway Kiss Me, Kate; esas otras del cartoonist de The New Yorker, Peter Arno en acción; Frank Sinatra live (haciendo foco más en los rostros extáticos de las fans que en el del divino crooner); Dwight D. Eisenhower en la Columbia University; aquellas de las legendarias fiestas que daba el director de orquesta Leonard Bernstein; el muñeco adorado por los niños Howdy Doody... Y todas esas fotos “en el acto” de gente de a pie o personas en acción: lustrabotas, hombres y mujeres entrando y saliendo de sus trabajos, modelos desfilando y bailes de debutantes, pintadores de carteles en los flancos de rascacielos, chicos que se escaparon de sus escuelas y paseantes por Coney Island, boxeadores y ajedrecistas y músicos de jazz (tres pasiones de Kubrick cuyos “sistemas” y “modales” aplicó más tarde en los sets de filmación y salas de montaje), una visita al rodaje de The Naked City, choferes cambiando neumáticos, pacientes en la sala de espera del dentista, una pareja en llamas y sorprendida en pleno abrazo en una escalera de incendios, un mono mirando a los visitantes del zoológico y los visitantes mirándolo desde el otro lado de la jaula...

...y, claro, en el principio de todo el rollo esa foto. 


No el Big Bang pero sí el Big Click y capturada por un Stanley Kubrick de apenas dieciséis años: el retrato espontáneo de un vendedor de periódicos devastado por la tristeza y rodeado por titulares de periódicos informando acerca de la muerte del presidente Franklin Delano Roosevelt el 12 de abril de 1945. El adolescente Kubrick –pésimo y soberbio alumno porque “el colegio no me interesa” obteniendo sin demora el odio de todos sus profesores de secundaria y tiempo después concluyendo que “de haberme dedicado a estudiar jamás habría llegado a director de cine”– pasaba por allí con la cámara Graflex al cuello. Un regalo de su padre tres años atrás y quien tenía instalado un cuarto oscuro en el piso de la familia en el Bronx. Y Kubrick vio y venció y vendió la toma por veinticinco dólares a la revista Look, competencia de Life. Entonces, Life representaba el establishment y la pulcritud y publicitaba la perfección del Gran Sueño Americano. Look, en cambio, era más imprevisible, original y no le hacía ascos a sombras y turbulencias. Y puso de moda eso de fotógrafo y redactor siguiendo a alguien –célebre o anónimo– para ver qué hacía o qué deshacía.

La foto del día de la muerte de Roosevelt fue la primera de muchas –los editores fotográficos de Look vieron y creyeron el precoz resto del portfolio del joven y le ofrecieron 50$ a la semana en calidad de aprendiz– y para 1948 el quincenario presentaba en una columna de colaboradores a su joven estrella como “veterano a sus 19 años” y fotógrafo más joven en toda la historia de la publicación y haciendo bromas en cuanto a su propensión a olvidar llaves y gafas. Pero, también, temblando ante la manera en que el joven al que pronto ya no hubo nada que enseñarle acometía sus misiones. Así, en su primer gran encargo para Look –recopilado en las páginas del libro y en las paredes de la exposición– Kubrick viajó una y otra vez bajo tierra, a lo largo de dos semanas, antes de considerar que su lente había conseguido captar a la perfección (con la cámara al cuello pero el disparador escondido en un bolsillo) las idas y las vueltas de los pasajeros en el metro de Nueva York.
Para 1950, Kubrick le comunicó a sus jefes que renunciaba porque ahora tenía ganas de sacar fotos que se moviesen y hablasen y buena suerte a sus amigos Weegee y Richard Avedon y Diana Arbus.

Pero ha quedado más que bien fijado y en foco que el joven Stanley Kubrick se fue de allí no sólo sin rencor sino con un profundo agradecimiento. En Look, Kubrick aprendió to look, a mirar. “Mi paso por Look fue algo increíblemente divertido y educativo. Fue mi alma mater. Y la ciudad mi aula. Para cuando cumplí 21 años yo ya tenía cuatro años de experiencia privilegiada y valiosísima observando el modo en el que las cosas funcionaban en el mundo...”. Y en Look Kubrick también aprendió la mecánica de trabajo dentro de un determinado sistema (junto a editores y redactores y modelos y diagramadores) y pulió su faceta de control-freak absolutista ya célebre por investigar en los botiquines de las casas de sus fotografiados para enterarse de dolencias y vicios.

Nada cuesta comprobar los alcances de una lección bien aprendida en la posterior disposición y composición de personas en escenarios como aquella war room demencial, en el pie y las gafas de Dolores “Lolita” Haze, en los salones de palacio con luz de vela por los que trepa el pícaro Lyndon, en los pasillos resplandecientes del Overlook Hotel o de aquel otro milenarista hotel en los confines del universo, en la marcha de los soldados alabando a Mickey Mouse en Vietnam o corriendo por las trincheras primerizas de Francia, o en la Manhattan nocturna y reconstruida en estudios por la que se pierde y se encuentra un Tom Cruise con cara de no saber cuándo va a poder salir de allí. Allí, en todas partes de ese territorio conocido como Kubricklandia, puede rastrearse sin dificultad alguna los muy positivos negativos de todo lo que Kubrick aprendió en Look para, enseguida, enseñar después. En LookKubrick aprendió a obsesionarse, a ser un obsesivo para –años después– demandar el mismo grado de compromiso en todos y cada uno de sus colaboradores.

Y la foto en la portada de Through a Different Lens es, sí, una de esas proverbiales imágenes que, lo siento, nunca dirán más de mil palabras; pero que sí, en su perfección conceptual, alcanzarán la altura de varias palabras justas y exactas. Allí, una imagen inédita hasta ahora de la showgirl Rosemary Williams maquillándose frente al espejo con el muy joven Kubrick (con ese aire de bebé gigante que también tuvo en sus inicios el también genial Orson Welles) apretando el obturador y consiguiendo algo que ya, desde el principio, es una forma de credo artístico y existencial. Un “De acuerdo, ahí está el modelo de turno o el actor del momento; pero a sus espaldas o frente a todos siempre estaré yo, se me vea o no se me vea, viendo y controlándolo todo... Ahora mira a cámara y no digas nada”.
En Stanley Kubrick de Vincent LoBrutto –tal vez la mejor de las biografías que anda dando vueltas por ahí– se recuerda que “la fotografía puede ser el más seductor de los hobbies” y que tuvo particular impacto e influjo entre los jóvenes durante los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y encendieron la caliente Guerra Fría. De ahí, de esa constante inminencia apocalíptica, tal vez la compulsión por registrarlo todo. Por retratar aquello que mañana podría ya no estar allí arrasado por la floración en cadena de esos hongo atómicos que Stanley Kubrick hizo estallar al final de Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb.
En las páginas de la biografía de Kubrick por LoBrutto se revisita el principio del principio: un Kubrick pésimo alumno pero excelente a la hora de capturar a un profesor de inglés (Aaron Traister, uno de los pocos que entendió que detrás del silencio despectivo de ese muchacho había alguien interesante y, posiblemente, con motivos para ser así) con un ejemplar de Hamlet en mano y ya disponiendo las tomas no como postales aisladas sino como si fuesen la secuencia de una acción y el antecedente directo de artículos gráficos en LookArtículos con títulos del tipo “¿Cómo gastarías 1000 dólares en una semana?” o “¿Cuál es tu idea de pasar un buen rato?” o “¿Es un atleta más fuerte que un bebé?” o “¿Qué es lo que hace que no puedas cerrar los ojos?”.

“Los temas de mi trabajo para Look eran, por lo general, más bien tontos. Pero yo intentaba salirme con la mía. Y, además, siempre tuve muy claro que para poder dirigir una película primero tenías que saber acerca de fotografía”.
Así, en lo que Look encargaba a Kubrick, las preguntas estaban en el titular. Pero las respuestas, siempre, venían en las fotos de Kubrick.
                                                                      ***
“Stanley siempre actuaba como si supiese algo que tú no sabías”, escribió Michael Herr, el escritor y periodista y colaborador de Kubrick en el guión de Full Metal Jacket. Y está claro que esta en lo cierto. Pero Herr se quedó corto en su apreciación: Kubrick sabía muchos algos, sabía todo. “Me dicen que Stanley Kubrick no se conforma con dirigir y montar la película sino que, además, tiene los planos de todos los cines más importantes del mundo y supervisa que la posición y número de butacas sean los correctos y es capaz de llamar por teléfono al proyeccionista para quejarse porque alguien le comentó que la alineación entre proyector y pantalla no estaba bien medida. Me dicen que Kubrick suele decir ‘No me digas las buenas noticias porque sólo funciono cuando hay problemas para solucionar’... Lo admiro pero no lo envidio”, comentó Federico Fellini. “Una de esas personas perturbadoras, que producen la sensación de estar completamente de acuerdo con uno para después hacer lo que se le da la gana”, apuntó Vladimir Nabokov.

Stanley Kubrick nos propone problemas: aquello que quería que supiésemos para que después pudiésemos ver cómo lo solucionaba a su manera y haciendo su voluntad, con sus ojos ante los nuestros. Con esa mirada, con esa manera de mirar, con esa posición de rostro y ojos. La cabeza hacia abajo, las pupilas hacia arriba. Siempre. Así nos veía Stanley Kubrick desde sus películas, y ésta es la mirada que se repite una y otra vez, como en un juego de espejos, como en una carrera de postas en todas ellas desde la primera a la última. La mirada de la mujer acechada por soldados en Fear and Desire, la del boxeador derrotado en Killer’s Kiss, la del ladrón descubierto en The Killing, la del condenado a muerte en Paths of Glory, la del esclavo libre en Spartacus, la de la mujercita fatal en Lolita, la del científico loco en Dr. Strangelove, la del astronauta sin retorno en 2001: A Space Odissey, la del drogo feliz en A Clockwork Orange, la del trepador caído en Barry Lyndon, la del escritor demente en The Shining, la del recluta enloquecido en Full Metal Jacket, la de la esposa que fuma marihuana en Eyes Wide ShutLa del mismo Kubrick mientras miraba todas esas miradas desde el otro lado de la cámara, sin apuro, lejos de las presiones y los tiempos de un sistema al que no reconocía como suyo pero en el que, sin embargo, reinaba solitario y único. Mirando de abajo arriba, sabiéndose en lo más alto. La mirada con que pedía que lo mirásemos fijo antes de disparar y atraparnos para siempre, en foto o en fotograma. La mirada de un dios en lo suyo y, sí, los detractores de Kubrick siempre lo acusaron de creerse dios y sus adoradores siempre alabaron el que así lo creyera.
Y vale la pena, pienso, despedirse con el flash de un chiste que, seguro, provocará en todos la sonrisa perfecta antes del click insuperable.

A saber y a repetir: Steven Spielberg –quien heredaría y llevaría a cabo la última voluntad de Kubrick: el proyecto que pensaron a dúo y que acabó siendo A.I. Artificial Intelligence y su niño robot– se muere, va al cielo y San Pedro no lo deja pasar. “Los directores de cine van al Purgatorio. A Dios no le gustan los directores de cine”, le dice el santo al cuidado de las puertas del cielo. Un cabizbajo Spielberg se está yendo cuando, al otro lado de las verjas, ve pasar caminando al director de 2001 con el ceño fruncido y el paso lento. “¡Un momento!”, exclama Spielberg, “Si los directores de cine no pueden entrar al Paraíso, ¿cómo es que ahí está Stanley Kubrick?”. San Pedro le sonríe dulcemente y responde: “Ése no es Stanley Kubrick, amiguito. Ése es Dios. Dios se cree que es Stanley Kubrick”.

Y algo me dice que ese ser superior y monolítico lleva una cámara colgada del cuello.


Y apunta hacia Spielberg. 


Y dispara. 


Y da en el blanco y negro de otra inolvidable foto de Stanley Kubrick, de otra de sus tantas fotos de película. 

domingo, 1 de julio de 2018

EL REGRESO DE LA CALUMNIA DE SANGRE

PAUL KRUGMANG

Las medidas tomadas por el presidente Trump en materia de emigración representan no sólo un anacronismo, sino la vuelta al peor racismo, al antisemitismo, la ausencia total de tolerancia de hechos y actitudes que asumíamos, estaban superados por la humanidad. Dos fenómenos adicionales preocupan, la popularidad del presidente entre un número amplio de ciudadanos y de militantes y simpatizantes del partido republicano y por otro lado, las consonancias y mayorías de un congreso arrodillado.  Está columna de nobel de economía, lúcida, es análisis de lo que está pasando. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE HUERTAS
El tratamiento de Trump hacia los latinoamericanos recuerda a los peores tiempos del antisemitismo.
PAUL KRUGMAN
22 JUN 2018 - 17:00 COT
El declive moral de Estados Unidos con Donald Trump es vertiginoso. En solo unos meses, hemos pasado de ser un país que representaba "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad" a ser un país que separa a los niños de sus padres y los mete en jaulas.
Lo que resulta igual de sorprendente de esta decadencia hacia la barbarie es que no es una respuesta a ningún problema real. La afluencia masiva de asesinos y de violadores de la que habla Trump, la oleada de delitos cometidos por los inmigrantes en Estados Unidos (y, en su cabeza, por los refugiados en Alemania), son cosas que simplemente no están sucediendo. Son solo fantasías enfermizas utilizadas para justificar atrocidades reales. ¿Y saben a qué me recuerda esto? A la historia del antisemitismo, un relato de prejuicios alimentados por mitos y engaños que terminó en un genocidio.
Vamos a hablar primero de la inmigración estadounidense moderna y de cómo se puede comparar con esas fantasías enfermizas. Existe un debate muy técnico entre los economistas sobre si los inmigrantes con un bajo nivel educativo ejercen un efecto negativo sobre los salarios de los trabajadores nacidos en el país y con similar nivel de formación (la mayoría de los investigadores opinan que no, pero hay algunas discrepancias). Sin embargo, este debate no influye en las políticas de Trump.
Lo que reflejan más bien estas políticas es una imagen de la “carnicería estadounidense”, de grandes ciudades invadidas por inmigrantes violentos. Y esta imagen no guarda ninguna relación con la realidad. Para empezar, a pesar de un pequeño repunte desde 2014, los delitos violentos en EE UU se encuentran en unos mínimos históricos y la tasa de homicidios es la misma que a principios de la década de 1960. (Los delitos en Alemania también están en mínimos históricos, por cierto). La carnicería de Trump es un producto de su imaginación.
Si miramos el conjunto de EE UU, es verdad que existe una correlación entre los delitos violentos y el predominio de inmigrantes indocumentados: una correlación negativa. Es decir, los lugares con muchos inmigrantes, legales e indocumentados, suelen tener unos índices de criminalidad excepcionalmente bajos. El mejor ejemplo de esta historia de la carnicería inexistente es la ciudad más grande de todas, Nueva York, en la que más de un tercio de la población ha nacido en el extranjero —incluyendo aproximadamente a medio millón de inmigrantes indocumentados— y la delincuencia ha caído a niveles que no se registraban desde la década de 1950.
Y esto, en realidad, no debería resultar sorprendente porque los datos de las condenas a delincuentes muestran que es mucho menos probable que los inmigrantes, tanto legales como indocumentados, cometan delitos que los que han nacido en el país. Por tanto, el Gobierno de Trump ha aterrorizado a familias y a niños haciendo caso omiso de todas las normas de decencia humana para responder a una crisis que ni siquiera existe.
¿De dónde proceden este temor y este odio hacia los inmigrantes? En gran parte parece ser un temor hacia lo desconocido: da la sensación de que los Estados más contrarios a los inmigrantes son lugares, como Virginia Occidental, donde apenas se ven. Pero el odio virulento hacia los inmigrantes no solo existe entre los palurdos rurales. Naturalmente, el propio Trump es un neoyorquino adinerado, y una gran parte de la financiación para los grupos antiinmigrantes proviene de fundaciones controladas por multimillonarios de derechas.
¿Por qué acaban odiando a los inmigrantes personas que tienen dinero y éxito? A veces pienso en Lou Dobbs, un comentarista de televisión que me caía bien y al que conocí a principios de la década de 2000, pero que se ha convertido en un fanático anti-inmigracionista (y en confidente de Trump) y que actualmente advierte de la existencia de un complot de “los Illuminati de la calle K [donde tienen su sede la mayoría de grupos de presión de Washington]” a favor de los inmigrantes.
No sé qué mueve a estas personas, pero esta película ya la hemos visto antes, en la historia del antisemitismo. Lo que ocurre con el antisemitismo es que nunca tuvo que ver con algo que hiciesen los judíos. Siempre estuvo relacionado con mitos espeluznantes, basados a menudo en invenciones deliberadas que se difundían sistemáticamente para generar odio.
Por ejemplo, la gente repitió durante décadas la "calumnia de sangre”, la afirmación de que los judíos sacrificaban bebés cristianos como parte del ritual de la Pascua judía. Y a principios del siglo XX, se difundieron ampliamente Los protocolos de los sabios de Sión, un supuesto plan para que los judíos dominasen el mundo que probablemente fuera fraguado por la policía secreta rusa. (La historia se repite, la primera vez como una tragedia y la segunda vez como una tragedia mayor).
Este documento falso se difundió ampliamente en EE UU gracias nada menos que al mismísimo Henry Ford, un virulento antisemita que supervisó la publicación y distribución de medio millón de ejemplares de una traducción en inglés, El judío internacional. Ford se disculpó más tarde por haber publicado una falsificación, pero el daño ya estaba hecho.
Insisto, ¿por qué alguien como Ford – que no solo era rico, sino que también era uno de los hombres más admirados de su época – emprendió esta senda? No lo sé, pero es evidente que estas cosas ocurren.
En cualquier caso, lo importante es entender que las atrocidades que está cometiendo nuestro país en la frontera no son una reacción exagerada o una respuesta mal ejecutada ante algún problema real que haya que resolver. No hay ninguna crisis de inmigración y no hay ninguna crisis de delincuencia de los inmigrantes.
No, la verdadera crisis es el aumento del odio, un odio irracional que no guarda ninguna relación con nada de lo que hayan hecho las víctimas. Y cualquiera que justifique ese odio – que intente, por ejemplo, convertirlo en una historia con “dos lados” – en realidad es un defensor de los crímenes contra la humanidad.