martes, 19 de diciembre de 2017

DIARIOS DE RICARDO PIGLIA VIVIR VIÉNDOSE VIVIR

Piglia fue un autor que produjo una obra excelsa, rigurosa, profunda, no solo fue un gran novelista sino un crítico literario y maestro de muchos quilates, lo fue, para toda una generación en Argentina e Hispanoamérica. Sus referencias son memorables, la óptica especial que le permitió escribir y dictar conferencias  sobre Borges, Puig, Arlt, la creación literaria, incitan a nuevas lecturas y relecturas, sobra decir que son interpretaciones fuera de serie. Sus diarios son una muestra de ello. Esta reseña nos permite tener una nota sobre el último tomo. Es una nota lúcida y clara que espero mis lectores disfruten. Apareció en la “Revista Ñ” del periódico “El Clarín” de Buenos Aires. Cesar Hernando Bustamante.
ARIANA HARWICZ
“Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida es el último tomo de los diarios de Ricardo Piglia, que son calificados como “el vicio” de “esa glándula secreta que es la escritura”.
“Para nosotros la forma nouvelle se estructura en base a la narración de un olvido que se convierte en el centro de la trama. ¿Por qué? Porque si se recordara habría que escribir entonces una novela. La concentración de la forma nouvelle está fundada en el olvido. (…) La narración se teje con la tela del olvido”. Con esta cita los diarios se vuelven para mí una suerte de revelación de lo que escribo, del porqué escribo nouvelles y no novelas, poemas o cuentos, cuál es mi relación y la relación de mi escritura con la verdad, el recuerdo y el olvido. Por eso no importa si Ricardo Piglia tiene o no razón. Lo que importa es que sus diarios, o Los diarios de Emilio Renzi están regados de esta clase de anotaciones sobre la forma. Epifanías de lectura que enseguida se transforman en una escritura a la vez muy lírica y muy crítica.
Los diarios de Piglia son toda una indagación de las posibilidades de la primera persona, del Yo, sí, pero de un Yo todo el tiempo desplazado, intervenido, perforado. Todo el tiempo puesto en sospecha. Ya desde el título mismo cuando Piglia decide suprimirse él en tanto sujeto y figura de autor, o convertirse del todo en su propio personaje. El yo, los diferentes yoes o identidades como personajes. Y las voces. “No hay hombre que sea tan distinto de otro como lo es de sí mismo en los diversos tiempos”, decía Pascal. Eso son Los diarios de Emilio Renzi, de Piglia, de esos hombres y autores que fue y no fue el escritor. Y esta sentencia escrita en la entrada de un perdido o ficcional “Miércoles 11”, “Hay que vivir en tercera persona”, que es toda una declaración filosófica y, yo diría, una declaración de lo que “es” un escritor. Vivir en tercera persona, vivir viéndose vivir, escribiéndose.
También su diario entrega un carácter; ya en el final, anota: “He empezado a declinar inesperadamente. No hay que quejarse”.
Los diarios son entonces el recorrido excepcional del aspirante a escritor al hombre serio, del artista adolescente al moribundo, del joven soñador al hombre de letras prestigioso y herido.
Un diario siempre retoma la pregunta entre vida y obra, entre vida y escritura. Saltea el paso, el teatro que siempre incluye la ficción. Saltea la contraseña: “Había una vez...” y va directo de la vida a las palabras y de las palabras a la vida.
Más que nunca Los diarios de Emilio Renzi son también una parábola sobre el arco temporal. Los diarios, incluso más que las novelas, están hechos de tiempo. No sólo el tiempo de una vida, o de parte de una vida de un hombre mortal sino también el tempo del diario mismo. Algo que queda anotado ahí, en esa otra dimensión, acumulado en cajas, fuera del alcance de la viuda, de los lectores, editores, cineastas, del ataúd de Piglia.
Los diarios son el vicio, la manía privilegiada de esa glándula secreta, esa tela de araña y esa trampa redentora que es la escritura.
Y por último los diarios dicen, un sábado: “Admiro a los que luchan por escribir algo cuyo tono sea irrefutable. Es una cualidad que encuentro en Brecht, Kafka, Borges, Calvino”. Escribir algo cuyo tono sea irrefutable, anoto en mi propio diario, salido del diario de Emilio y Piglia.
Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida, Ricardo Piglia. Anagrama, 296 págs.





sábado, 9 de diciembre de 2017

LITERATURA Y NACIÓN


Este articulo, aparecido en el suplemento “Babelia” del país de España, de gran factura, toca con una lucidez inusitada, no corresponde al  formato periodístico, siempre un poco ligero, el tema del nacionalismo y la literatura, la relación intrincada entre estas dos realidades, tan difíciles, pero que tiene una historia, una manera polisémica de articularse, que el autor trata con inteligencia, hasta al punto de incitar a profundizar en el tema. Espero que mis lectores lo disfruten de igual manera. CESAR H BUSTAMANTE

Hoy, ningún escritor civilizado quiere ver su nombre al lado de ninguna clase de nacionalismo identitario. El apátrida más fascinante fue Kafka
MANUEL VILAS
1 DIC 2017 - 05:45 

Fue en el siglo XIX cuando la literatura descubrió su poder para la representación social del presente y lo hizo a través de la novela. Esas sociedades de las que se hablaba en las novelas tenían nombre: Francia, Rusia, Inglaterra, España. El XIX fue el siglo del nacionalismo y lo fue también de las ficciones de largo aliento, que se convirtieron en el espejo de las identidades colectivas. Ya no hacía falta la fuerza bruta de un ejército, o la solemnidad de un Estado, o la efigie de un rey para contemplar una nación: la novela era un reflejo más moderno, más sofisticado, más universal. La novela componía naciones: la Inglaterra de Dickens, la Francia de Balzac, la Rusia de Tolstói o la España de Galdós. Los novelistas triunfaron, pero también cargaron en sus hombros con los recién estrenados fantasmas de las naciones. La modernidad aceptaba el pacto de novela y nación a cambio de que el reflejo de las sociedades fuese crítico. Pero el maridaje entre escritor y país ya estaba formulado. Ese maridaje, en el siglo XX, acabó teniendo toda clase de desencuentros. Thomas Bernhard murió odiando un país entero: Austria. Vladímir Nabokov abandonó la lengua rusa y a partir de 1938 escribió en inglés. Tras la Segunda Guerra Mundial, los escritores huyeron del nacionalismo como de la peste, pero eran conscientes de que iban a ser adjetivados en función de su origen nacional. Nadie escapaba a su país, de modo que el Premio Nobel a Albert Camus fue el Premio Nobel a un escritor francés. O el Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez, un poeta en el exilio, fue el Nobel a un escritor español. La nacionalidad adjetiva siempre a la literatura.
Tal vez el primer apátrida de la modernidad fuese Lord Byron, el primero que experimentó la desavenencia con su identidad nacional como un logro ético y estético. Byron insultó a Inglaterra, pero Inglaterra no se sintió insultada por él. Todo lo contrario, acabó integrando el insulto byroniano como una nueva forma de ser inglés. Byron fue el apátrida errante. La vida errante se instituía en las letras occidentales como una forma hermosa de desafección patriótica y perfilaba el mito de lo que luego se llamó cosmopolitismo, que fue una gran invención tras la que se podían disimular orígenes nacionales exóticos, y estoy pensando en Rubén Darío. Del cosmopolitismo, que fue una utopía parisiense, se pasó a “mi patria es mi lengua”, una solución que evitaba al escritor tener que sufrir la toxicidad de los Estados y zanjar el oscuro asunto de la patria. Aun hubo un remedio casi enternecedor en aquellos escritores que usaban y usan el “mi patria es mi infancia”, que fue un hallazgo de Rilke.

Por mucho que Oscar Wilde maldijera Inglaterra, su destino es estar en el cuadro de honor de la literatura de lengua inglesa. Hasta la poesía irreductible de Rimbaud sabía que su destino era Francia. Estados Unidos sigue siendo feudo de Walt Whitman. Y España pertenece a Antonio Machado. La identidad nacional necesita escritores para existir. Pero los lectores también consiguen articular su identidad personal cuando ven su país representado literariamente, incluso cuando su ciudad es satirizada, caso de Dublín en el Ulises de Joyce. La representación negativa de un país, si tiene fuerza artística, es válida. De la representación realista de las sociedades crecidas bajo el nacionalismo decimonónico, la literatura, ya en el siglo XX, sondeó zonas simbólicas y resbaladizas, como ocurre en Pedro Páramo, de Juan Rulfo, novela que presenta un retrato distorsionado de un ente fantasmal llamado México. Luces de Bohemia, de Valle-Inclán, contribuyó a la construcción del mito literario de España, que pasó de la literatura a la política, y que, lo estamos viendo hoy, aún perdura. Insistiendo en esa idea, y ya casi a título de perversa ironía, si España perdiera su identidad histórica, obras muy críticas con esa identidad, como la de Luis Cernuda o Juan Goytisolo, se volverían incomprensibles. Estoy pensando en que un libro como Coto vedado será comprensible para un lector futuro en tanto en cuanto siga existiendo España.


Es muy difícil que un escritor no lleve la sociedad y el país que le ha tocado en suerte a las páginas de sus libros. Cien años de soledad consagraba una épica fantasiosa de un país que parecía de ficción, pero que acabó siendo Colombia. Muy sabedor de esto fue el propio García Márquez cuando eligió como vestimenta de gala en la recepción del Premio Nobel de 1982 el liquilique que ahora se expone en el Museo Nacional de Colombia. Hoy día la incomodidad persiste, y ningún escritor civilizado quiere ver su nombre al lado de ninguna clase de nacionalismo identitario. El apátrida más fascinante fue Franz Kafka. La nacionalidad de Kafka es un vacío. Nadie podría decir de él que fuese alemán, ni checo, ni judío. Cuando Roberto Bolaño escribió Los detectives salvajes formuló una idea del poeta latinoamericano como apátrida y pobre. El vagabundeo byroniano se encarnaba, en versión low cost, en los personajes de la novela de Bolaño, quien en su propia vida también alcanzó un alto grado de escritor sin patria, o escritor con tres patrias: Chile, México y España. Los poetas mendigos de Bolaño son una buena metáfora de la desafección de la literatura hacia la patria.






jueves, 30 de noviembre de 2017

A 100 AÑOS DE LOS SOVIETS. LA BIBLIOTECA INFINITA DE LA REVOLUCIÓN RUSA


Es un hecho que se ha empezado desde hace unos años una especie de revisionismo de la historia. A ciencia cierta Rusia ya lo había suscitado en la década de los 60 y después con el glasnost desde las mismas esferas del poder. Aun así, no se conocían a cabalidad los nefastos resultados de una dictadura y un totalitarismo de inconmensurables alcances con más de 20 millones de víctimas, persecución política de dimensiones inimaginables y asilo de muchos de los opositores al régimen. La revolución Rusa del año 17 del siglo pasado está lejos de ser estudiada en el amplió contexto de la época, menos el efecto que produjo ni lo que significó para la humanidad en términos de esperanza y cambio. Al final fue una frustración. Este artículo publicado por la “Revista Ñ” de Clarín, constituye una buena apertura a esta mirada que de antemano siempre generará debates. Cesar H Bustamante



Veronica Boix

Con abordajes históricos sobre los Romanov, la Revolución, Putin y hasta el psicoanálisis, se relee la URSS.

La Revolución Rusa encarnó el sueño de una realidad igualitaria pero se desvaneció, a lo largo del tiempo, en una pesadilla totalitaria. A cien años de la toma del Palacio de Invierno, el acontecimiento que marcó el pulso del siglo XX todavía despierta interpretaciones contradictorias y cobra vida nueva en la publicación de ensayos, investigaciones, biografías y crónicas.
Lejos de la habitual dicotomía héroe-culpable, Jorge Saborido descubre los contextos en los que se tomaron las decisiones que impulsaron el proceso revolucionario en 1917. La Revolución Rusa cien años después (Eudeba). Sobre la base de que la revolución no es “una enfermedad social que debe ser curada, sino la expresión de los deseos del hombre”, el profesor, que contó con fuentes nuevas provenientes de los archivos soviéticos, afirma que el desenlace de 1917 fue una de las salidas posibles a la confluencia de tres factores: la crisis económica producida por la guerra, una profunda insatisfacción social y las cuestiones irresueltas por el zarismo. Discute hasta qué punto esas cuestiones fueron capitalizadas por los bolcheviques. En el fondo, sostiene que la Revolución puso en primer plano el cuestionamiento acerca de la conciliación entre justicia, igualdad y libertad.

Al plantear su base ideológica, Saborido enfrenta la afirmación de que: “el comunismo no fue una idea que salió mal sino una mala idea”, famosa frase del maestro conservador de la historiografía soviética, Richard Pipes, quien a pesar del golpe que recibió por haber participado en el Consejo de Seguridad de Ronald Reagan, impuso el rigor de su trabajo y aún hoy es replicado por historiadores del resto del mundo. Así es que en su obra emblemática La Revolución Rusa (Debate), Pipes realiza un minucioso análisis y sostiene que el movimiento leninista fue un derivado natural de la tradición autoritaria rusa y de su incapacidad para construir una sociedad civil potente y libre.

De esta manera, marca una línea de continuidad entre zarismo y leninismo. Así entiende que “Para los revolucionarios rusos, el poder era simplemente un medio para llegar a un fin, que consistía en la reconfiguración de la especie humana. Durante los primeros años tras su ascenso al poder carecieron de la fortaleza necesaria para alcanzar un objetivo tan contrario a los deseos del pueblo ruso, pero lo intentaron sentando las bases del régimen estalinista, que volvería a intentarlo con recursos mucho más grandes”. La historiografía abarca desde 1905, incluida la convulsión previa, hasta el período cercano al atentado contra la vida de Lenin y la política de deificación posterior. Resulta significativo que elija destacar que “En su forma plenamente desarrollada, el campo de concentración, con el Estado de partido único y la policía política omnipotente, fueron la principal contribución del bolchevismo a las prácticas políticas del siglo XX”.

La versión “traidora”

Y el entusiasmo que despertó el centenario se volvió una oportunidad para editar –por primera vez completa en español– la Historia de la Revolución Rusa (Ediciones IPS), el relato que León Trotski escribió en 1932, durante su primer exilio en la isla turca de Prinkipo, ya convertido en un “traidor”. En ella aparece la versión particular del pensamiento de uno de los organizadores del acontecimiento central y, al mismo tiempo, un registro apasionado de los hechos. “Un partido no es para nosotros una máquina que deba defender su inocencia y su falta de pecados echando mano a medidas estatales de represión, sino un organismo complejo, que como todos los seres vivos se desarrolla por medio de contradicciones. Dejar al descubierto estas contradicciones –entre ellas las vacilaciones y los errores del Estado Mayor– no debilita en lo más mínimo el significado de esa gigantesca tarea histórica que el Partido puso sobre sus hombros por primera vez en la historia”. La frase logra reflejar el énfasis que guía las ideas del creador del Ejército Rojo, y se vuelve central en el texto, acerca del vuelco democrático que supuso el proceso revolucionario para la sociedad rusa. A lo largo de la lectura, resulta llamativa la conciencia clara de posteridad de Trotski y su evidente intención de presentarse como el verdadero líder revolucionario.

Es curioso que el otro hombre que escribió en primera persona los sucesos de 1917 fuera un estadounidense. John Reed narra su experiencia en la revolución en Diez días que estremecieron al mundo (Marea). A raíz de las noticias que llegaban desde Rusia, Reed se aventuró en la llamada Petrogrado en septiembre de 1917 y permaneció en el país hasta febrero del año siguiente. Primero entrevistó a Kérenski –el primer ministro– y luego a Trotski. Más tarde habló con otros líderes, como Lenin, se mezcló con el pueblo y consiguió construir un retrato vital de ese momento trascendente. En ningún momento intenta disimular su mirada romántica del partido bolchevique, formado por obreros, campesinos, soldados, pero mantiene una asombrosa capacidad de detectar cómo se despertó el espíritu voraz por cambiar el orden imperante. No sorprende que Lenin definiera la crónica como “la exposición más veraz y vívida de la Revolución”. Lo cierto es que su vivencia directa capta un elemento esencial de la condición humana: la búsqueda de libertad frente a la explotación. El libro también fue editado por Ediciones IPS.

En Todo lo que necesitás saber sobre la Revolución Rusa (Paidós), Martín Baña y Pablo Stefanoni despliegan una enciclopedia de hechos y personajes que clarifican y quitan complejidad a uno de los procesos políticos determinantes del siglo XX. Allí se distinguen las capas de la revolución que fue rusa, obrera y bolchevique al mismo tiempo. Y también ubica la revolución en el contexto mundial, más allá de la crisis europea que lo circundaba.


El Kremlin es, sin duda, el símbolo de la grandeza –y brutalidad– de la URSS. En Los secretos del Kremlin (El Ateneo), Bernard Lecomte investiga crímenes, traiciones y complots que podrían ocultarse, todavía hoy, detrás de la fortaleza de murallas infranqueables, con palacios, iglesias y torres que fundaron Lenin y Trotski. El periodista francés va tejiendo un siglo de historias a partir de los actos oscuros de sus protagonistas, el asesinato de Rasputín, la alianza de Stalin con Hitler, los espías de la KGB, incluso, el surgimiento de la figura de Vladimir Putin.

El actual presidente de Rusia es el eje de la biografía escrita por Frédéric Pons (Vladimir Putin, El Ateneo). El periodista se atreve a desarmar la figura controvertida del mandatario y muestra al niño tímido devenido en estratega político absolutamente reservado. Así, conforma un retrato, más allá del personaje que predomina en los medios, y no solo analiza al hombre sino su contexto, es decir, al país que lo llevó al poder y persiste en su elección nostálgica como si pretendiera recuperar el orden perdido. Es interesante el modo en que se cruzan testimonios que ubican a Putin como heredero del imperio rojo soviético y, al mismo tiempo, del imperio blanco de los zares.




La Rusia zarista

Esa visión que intenta recuperar el orgullo del pueblo ruso en la figura de Putin resulta una idea central en La saga de los Romanov (El Ateneo), la investigación de Jean des Cars acerca del ciclo político de Rusia desde el siglo XVII hasta principios del XX. No es casualidad que el original se publicara en Francia el mismo año que la Corte Suprema de Rusia estableciera que la ejecución de los Romanov había sido injustificada. Podría decirse que el historiador francés, especializado en las grandes familias de la nobleza europea, relata la historia de la dinastía y muestra de qué modo sigue teniendo influencia sobre la construcción de la identidad actual de ese país. En ese sentido, Semon Sebag Montefiore también narra la trama del país a partir de la familia legendaria en Los Romanov (Crítica). Solo que el historiador inglés prefiere sumergirse en el carácter de más de veinte zares y zarinas, entre los que hubo grandes estrategas, como Pedro y Catalina, o locos como Iván el Terrible. De algún modo, consigue captar los efectos devastadores del poder absoluto sobre la personalidad de los hombres y mujeres que formaron parte de la dinastía en esa sucesión de conspiraciones, asesinatos, excesos sexuales y falsedades que tramó la historia de grandeza épica del clan.

Sin embargo, hay un hombre que simboliza al zarismo en decadencia mejor que el último de los Romanov: Grigori Rasputín. Su vida se convirtió en una fábula compartida, primero, por los rusos y, luego, por la sociedad occidental. En el libro que lleva su nombre, el profesor alemán Alexandre Sumpf intenta desarmar la leyenda y mostrar las facetas de una figura que apoyó al zarismo y, al mismo tiempo, encarnó su extinción. Lejos de una hagiografía, aparece la figura de Rasputín como un hombre que avanza desde su juventud en Siberia hacia San Petersburgo y, a los treinta y seis años, ingresa al palacio imperial para vivir más de una década de intrigas, rumores, traiciones y desbordes. (Grigori Rasputín, El Ateneo) Tal vez, dentro de los libros publicados este año sobre el tema, el más insólito resulte El psicoanálisis en la Revolución de Octubre (Editorial Topia), una serie de ensayos compilados por Enrique Carpintero que aborda la relación inusual acerca de la alianza entre marxismo y psicoanálisis. Mientras que la Revolución encarnó, para algunos, la amenaza de desaparición del orden; para otros, se alzó como una esperanza cierta de construir un mundo mejor. De una u otra forma, el hombre se vio enfrentado en su intimidad a un cambio inminente de sus relaciones personales, es decir, la teoría marxista no se limita a una concepción economista, sino que alcanza el inconsciente. Tal vez, la clave de lectura de los ensayos se encuentre en el prólogo: “A cien años de la Revolución de Octubre nos encontramos con un mundo que ha cambiado radicalmente. Pero también un mundo atravesado por la crisis de un sujeto que hace necesario seguir sosteniendo la esperanza de un proyecto emancipatorio social y político”.

A esta altura, el interés que sigue despertando la Revolución Rusa en sus múltiples facetas, más allá de su fracaso, deja al descubierto que aún hoy perdura el deseo del hombre por encontrar un orden alternativo al actual que consiga dar forma a la libertad, la justicia y la equidad.












sábado, 18 de noviembre de 2017

SERGIO RAMÍREZ, PREMIO CERVANTES 2017

Desde hace más de treinta años he venido leyendo este excelente escritor. Cuando leí por primera vez: “Castigo Divino”, quede sorprendido con su prosa, por la capacidad de hilvanar una historia como si fuera un guion cinematográfico, trama que decanta lo perverso de la naturaleza humana capaz de urdir los peores hechos. En adelante nos fue entregando una obra rica en temáticas, excelsa, dejando ver gran parte de la tragedia latinoamericana y consciente del papel de la literatura en el desarrollo de los pueblos. No olvidemos que Sergio ha lidiado en la vida con la política, digamos que la ha padecido y como todos es imposible evitarla. Su obra no escapa a estas ópticas, más en nuestro continente. Estoy alegre con este reconocimiento. El consejo, leerlo con juicio. Este artículo de la revista “El cultural” de España es una buena síntesis de su trayectoria.

El autor de obras como Sara o El cielo llora por mí, que compaginó su carrera literaria con un destacado activismo político, recibe el galardón por "por aunar en su obra la narración y la poesía y el rigor del observador y el actor, así como por reflejar la viveza de la vida cotidiana convirtiendo la realidad en una obra de arte".

El escritor nicaragüense Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) ha sido galardonado con el Premio Cervantes 2017, reconocimiento que otorga cada año el Ministerio de Cultura, para lo que han sido necesarias siete votaciones hasta alcanzar el veredicto. El Cervantes, considerado el Premio Nobel de las letras castellanas y dotado con 125.000 euros, galardonó el pasado año al escritor español Eduardo Mendoza. El 23 de abril de 2016, día en que se conmemora la muerte de Cervantes, el escritor recibirá este galardón durante una ceremonia que habitualmente tiene lugar en la Universidad de Alcalá de Henares y que está presidida por los reyes.

El autor de obras como Sara o El cielo llora por mí, que compaginó su carrera literaria con un destacado activismo político, recibe el galardón por "aunar en su obra la narración y la poesía y el rigor del observador y el actor, así como por reflejar la viveza de la vida cotidiana convirtiendo la realidad en una obra de arte, todo ello con excepcional altura literaria y en pluralidad de géneros, como el cuento, la novela y el columnismo periodístico", según recoge el acta del jurado.

Nacido en el pueblo de Mastepe, a 50 kilómtetos de Managua, en 1942, con 17 años Ramírez ingresa en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de León y un año después funda la revista experimental literaria Ventana, encabezando el movimiento literario del mismo nombre junto a Fernando Gordillo. En 1964 se gradúa como doctor en Derecho, recibiendo la Medalla de Oro como mejor estudiante de su promoción. En 1968 y 1976 es elegido secretario general de la Confederación de Universidades Centroamericanas (CSUCA), con sede en Costa Rica.

En 1977 encabezó el Grupo de los Doce, formado por intelectuales, empresarios, sacerdotes y dirigentes civiles, en lucha contra el régimen dictatorial de Somoza. Tras el triunfo electoral del Frente Sandinista, fue elegido vicepresidente de Nicaragua. Desde el gobierno presidió el Consejo Nacional de Educación y fundó la editorial Nueva Nicaragua. Después de 1996 decidió abandonar la política para volver a escribir. "No escribí ni una palabra entre los 35 y los 45 años, porque entonces era joven y lo que más me importaba era la revolución. Ese sacrificio no lo volvería hacer por nada del mundo, ni aunque me ofrecieran, qué se yo, la presidencia de la General Motors", contaba en su última entrevista en El Cultrual. Ahora Sergio Ramírez ya no milita en nada (desaprueba el "ateísmo militante") y trata de transmitir a los jóvenes que, "si la literatura está reñida con algo, es precisamente con la militancia".

De hecho, el escritor ha reflexionado profundamente con posterioridad sobre la relación entre política y literatura, una simbiosis que ve completamente imposible. "Yo recomiendo siempre a los alumnos que me encuentro en talleres y seminarios que no se metan en política, lo cual no quiere decir que no opinen", puntualiza. "Uno tiene que tener una conciencia abierta y crítica, sobre todo en países con tantas anormalidades públicas como tienen los de América Latina. Pero la obra literaria debe abordarse desde la libertad y hablarle al poder, no plegarse a él; y eso es algo que, si uno pertenece a un partido, o forma parte de un régimen, se ve notablemente limitado".

Como escritor Ramírez cultiva una pluralidad de géneros, alternando los cuentos, con las novelas, el ensayo y los artículos periodísticos. Entre sus cuentos destacan, entre muchos, , Perdón y olvido, Catalina y Catalina, Flores oscuras o La viuda Carlota y otros cuentos. De su producción novelística cabe destacar Margarita, está linda la mar, Sombras nada más, Mil y una muertes, La fugitiva o Sara. Algunos de sus títulos ensayísticos son Oficios compartidos, Tambor olvidado o La manzana de oro. Ha escrito también varios títulos de temática gastronómica como Lo que sabe el paladar: diccionario de los alimentos de Nicaragua o A la mesa con Rubén Darío.

Durante su dilatada trayectoria ha recibido numerosos galardones como el Premio Bruno Kreisky de Austria (1988), la Orden de Caballero de las Artes y las Letras de Francia (1993), la Medalla Presidencial del centenario Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile (2004), el Premio Rafael Heliodoro Valle de la República de Honduras (2007), el Premio Internacional Carlos Fuentes (2015) o la Orden al Mérito de la República Federal de Alemania (2007).

Ramírez es doctor honoris causa por la Universidad Central de Ecuador, por la Universidad Blaise Pascal de Clermont-Ferrand (Francia) y por la Universidad de Catamarca (Argentina). Fue secretario general de la Confederación de Universidades Centroamericanas y actualmente es miembro de la Academia Nicaragüense de la Lengua, de la Real Academia Española, de la Academia Puertorriqueña de la Lengua, y de la Academia Panameña de la Lengua. Asimismo es miembro del Patronato del Instituto Cervantes, presidente del Consejo Honorario del Instituto Iberoamericano, y presidente del Encuentro Internacional de Escritores Centroamérica Cuenta.

Con este nuevo reconocimiento, el escritor se une a la amplia nómina de prestigiosos ganadores del Cervantes, entre los que se encuentran, además del mencionado Mendoza, el palmarés de los últimos años se completa con los nombres de Fernando del Paso (2015), Juan Goytisolo (2014), Elena Poniatowska (2013), José Manuel Caballero Bonald (2012) y Nicanor Parra (2011), entre otros.


En esta edición, el jurado ha estado formado por Darío Villanueva, representante de la Real Academia Española, que además ha actuado como presidente; Eduardo Mendoza, galardonado en 2016; designada por la Academia Nacional de Letras de Uruguay, Beatriz Vegh; por la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE), Carmen Ruiz; por la Unión de Universidades de América Latina (UDUAL), Diego Valadés; por el director del Instituto Cervantes, Esperanza López Parada; por el ministro Cultura, Antonio Pau; por la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), M.ª del Carmen Pérez de Armiñán, por la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP), Ileana Alamilla; y por la Asociación Internacional de Hispanistas, María Augusta da Costa.


sábado, 4 de noviembre de 2017

LA PERSISTENCIA DE LA CONCIENCIA: BORGES Y LA INMORTALIDAD

Soy un lector compulsivo y apasionado de Borges. Estadísticamente, en el mundo siempre alguien está leyendo un texto de este autor, la crítica sobre su universo literario es vasta y parece nunca abarcarlo en su totalidad. Cada texto suyo nos conduce a muchos más libros y lecturas. Este trabajo, publicado en la revista “Especulo” de la universidad complutense fue de mi total agrado. Espero los lectores de este blog lo disfruten. Cesar. H. Bustamante.

Dr. Gorka Bilbao Terreros
Resumen: El presente artículo propone un acercamiento comprensivo a uno de los temas claves de la literatura de Jorge Luis Borges, la inmortalidad, a través del análisis de una de sus obras más representativas: ‘El Inmortal’. Se expondrá así el modo en el que, en las páginas del bonaerense, se rechaza la posibilidad de la persistencia de la conciencia individual y se aboga por la integración en una memoria colectiva absoluta de naturaleza inconsciente que alcanzaría el carácter de inmortal gracias a la acción de aquellos que, mediante sus palabras, obras y actitudes, seguirían facultando su existencia eterna.

Palabras clave: Jorge Luis Borges, Inmortalidad, Conciencia, Memoria, ‘El Inmortal’, Literatura Hispanoamericana

Uno de los temas que con más asiduidad se asoma a las páginas de la obra de Jorge Luis Borges, junto al lenguaje, al tiempo o a los límites de la razón, es la posibilidad de la existencia eterna. Tradicionalmente, como se expondrá a continuación, la crítica ha entendido el posicionamiento borgesiano como uno en el que para acceder a la inmortalidad el individuo ha de transformarse en una suerte de ser superior mediante la recolección de vivencias ajenas, es decir, un hombre sería inmortal al aglutinar en sí mismo todas las experiencias de todas las vidas de todos los seres humanos. En este artículo, y tomando como referencia la historia corta “El inmortal” y una de sus clases magistrales que lleva por título “La inmortalidad”, se tratará de ofrecer una alternativa a esta perspectiva tradicional mediante el estudio de lo que el propio Borges acuñaría como “la inmortalidad cósmica”; una de carácter general, pero cuyo énfasis se sitúa en la falta de consciencia y en la disolución absoluta de cualquier rasgo de individualidad.
En 1978, Borges es invitado a impartir una serie de clases en la universidad de Belgrano en Argentina. Años después, esas lecciones que versarían sobre el libro, la inmortalidad, Emanuel Swedenborg, el cuento policial y el tiempo serían recogidas y publicadas en un volumen titulado Borges Oral. En él, el bonaerense expone algunos de los diferentes acercamientos que han existido a lo largo de la historia al problema de la persistencia humana. Tras nombrar a autores de la talla de Sócrates, Platón, William James o Tácito, entre otros, Borges utiliza a Unamuno [1] como paradigma del inmortal individualista y, rápidamente, se apresta a censurar la actitud del vasco: “Él repite muchas veces que quiere seguir siendo don Miguel de Unamuno. Aquí ya no entiendo a Miguel de Unamuno” (OC 4: 172). El autor platense concede que la inmortalidad es uno de los deseos íntimos de los seres humanos y, sin embargo, entiende que la perspectiva de prolongarse en el tiempo de forma personal quizá no sea la más idónea o, incluso, necesaria: “Tenemos muchos anhelos, entre ellos el de la vida, el de ser para siempre, pero también el de cesar […]. Todas esas cosas pueden cumplirse sin inmortalidad personal, no precisamos de ella. Yo, personalmente, no la deseo y la temo”. (175)
Este temor de Borges a la inmortalidad personal le va a llevar a creer en otro tipo de persistencia eterna; aquella que valida una inmortalidad de corte general o común -nunca individual- inconsciente y anónima; lo que él mismo daría en llamar una ‘inmortalidad cósmica’ (OC 4: 172). Así Borges afirmaría:
Intellectus naturaliter desiderat esse semper, la inteligencia desea ser eterna. Pero, ¿de qué modo lo desea? No lo desea de un modo personal, no lo desea en el sentido de Unamuno que quiere seguir siendo Unamuno; lo desea de un modo general. (178)
Para Borges, este modo general se constituye en una suerte de entidad abstracta compuesta por todos los hechos, todas las actitudes, todos los actos y experiencias que aquellos que hemos pasado por esta vida, digamos, terrenal dejamos tras nuestras existencias. Estas serán recordadas por aquellos que vendrán después y, de algún modo, traídas de nuevo a la vida: “En fin, la inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos”. (178)
En opinión del argentino, la simple amalgama de actos, la conjunción de las circunstancias de todos aquellos que han existido y su puesta al servicio de los que vendrán no son los únicos requerimientos para alcanzar una inmortalidad cósmica. Para Borges, el logro de la inmortalidad conlleva la pérdida total y absoluta de todo rasgo identificador e individualizador:
Esa inmortalidad no tiene que ser personal, puede prescindir del accidente de nombres y apellidos, puede prescindir de nuestra memoria. ¿Para qué suponer que vamos a seguir en otra vida con nuestra memoria, como si yo siguiera pensando toda mi vida en mi infancia, en Palermo, en Adrogué o en Montevideo? ¿Por qué estar siempre volviendo a eso? (OC 4: 179)
En esta desaparición, en esta disolución del individuo en la generalidad, para ser más exactos, se encontraría el anhelado descanso que persigue el autor, la liberación definitiva de la opresión a la que le somete su “yo”: “Sería espantoso saber que voy a continuar, sería espantoso pensar que voy a seguir siendo Borges. Estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama y quiero liberarme de todo eso” (175). Para Borges, la posibilidad de que su individualidad, su personalidad misma, sobreviva por los siglos de los siglos no es sino una perspectiva que le causa temor. La eternidad cósmica que propone el escritor se sitúa, por lo tanto, más allá de una simple unión de sujetos y sus experiencias para convertirse en una entidad nueva e independiente de cualquier atisbo de rasgo individualizador o identificador; una suerte de infinita biblioteca anónima. Esta entidad sin conciencia ni consciencia -y de la que aquellos que están vivos tampoco tendrían por qué tener una noción lúcida- reuniría todo el conocimiento, todas las actitudes, todos los actos de aquellos que han sido y que son. Estos últimos, además, accederían a esa información almacenada, a una pieza particular de sabiduría, de forma inconsciente y, al hacerlo, de acuerdo a Borges, volverían a traer a su autor a la vida.

La inmortalidad en “El inmortal”
Es en el relato “El inmortal” donde Borges expone de manera más directa su visión sobre la inmortalidad. En esta historia se nos detalla la existencia de un manuscrito que la princesa de Lucinge encontró en el sexto volumen de la Ilíada de Pope que previamente había recibido de manos del anticuario Joseph Cartaphilus [2]. Este manuscrito narra las peripecias de Marco Flaminio Rufo, un tribuno de las legiones romanas que, tras un encuentro con un viajero que le informaría de la existencia de un arroyo capaz de conceder la inmortalidad a los hombres, comienza una búsqueda en pos de la ciudad de los inmortales y del río que otorga ese don a los seres humanos. Rufo encuentra el cauce que garantiza la perdurabilidad eterna “custodiado” por trogloditas y, tras beber de él, se encamina al encuentro de la ciudadela; un lugar de pesadilla en la que las edificaciones no corresponden a la lógica humana [3].
En su regreso de la metrópoli al asentamiento donde moran los trogloditas, Marco Flaminio entablará una cierta relación con uno de ellos, quien más adelante resultará ser Homero, el escritor de la Ilíada, transformado también en inmortal. Tras pasar algún tiempo entre los “salvajes”, el tribuno romano y algún otro miembro del clan deciden que la existencia de un río que garantice la vida eterna inequívocamente indica la existencia de otro que la borre y parten sin demora en su busca. Durante siglos Rufo tratará de hallar el torrente en vano. En su búsqueda Marco Flaminio perderá su propia individualidad transformándose, de algún modo, en todos los hombres. Finalmente, en las afueras de una ciudad de Eritrea, nuestro protagonista dará con el caudal que le restaurará a su condición de mortal. Antes de morir, el romano escribirá un manuscrito donde detallará los hechos de su vida. Un año después lo repasará para advertir que, en apariencia, la narración que él mismo compuso corresponde en realidad a los actos realizados por dos hombres, él mismo y Homero. Una vez acabada la revisión, el ahora mortal -a quien intuimos también como Cartaphilus, el anticuario- se prepara para morir.
La crítica tradicional ha adoptado diferentes acercamientos a la hora de acometer el análisis del relato. Como es bien sabido, en sus historias cortas Borges no se limita al examen de un único argumento sobre el cual edificar su narración sino que tiende a construir sus ficciones combinando diferentes enfoques sobre diversos temas[4]. De este modo, autores como James Woodall o Rodríguez Monegal han identificado como fuentes de la narración aspectos íntimamente relacionados con la vida privada del bonaerense, tales como la impotencia sexual o el insomnio, respectivamente [5]. Estos acercamientos, sin embargo, parecen a priori un tanto restrictivos. Es bien cierto que el propio Borges reconocería en ocasiones que algunos de sus relatos se inspiraban en hechos acontecidos en su propia vida. Así, de “Funes el memorioso” diría que se trataba de una metáfora de su propio insomnio que, precisamente, la redacción del texto le ayudó a combatir (Borges 2007). Sin embargo, en el mismo epílogo a la colección de cuentos El Aleph que publicaría en 1949, el literato argentino se refiere a “El inmortal” no ya como experiencia personal, sino como historia cuyo tema “es el efecto que la inmortalidad causaría en el hombre” (OC 1: 629); por lo tanto identificar inequivocamente a la impotencia o el insomnio como motores de la narración parecen aproximaciones un tanto arriesgadas.
En La prosa narrativa de Jorge Luis Borges, Jaime Alazraki señala a la filosofía de Spinoza como la estructura sobre la que se sostiene la construcción narrativa de “El inmortal”. Así, el crítico va a identificar el panteísmo como la idea que subyace en la transformación del protagonista en inmortal y, más tarde, en todos los hombres: “El tema de ‘El inmortal’ es la idea panteísta de que un hombre es nada y es nadie para ser todos los hombres” (1974: 87). Alazraki sí hace una mención velada a la inmortalidad como aglutinación de experiencias anónimas, pero lo condiciona de forma sustancial al prisma del panteísmo. Lejos queda de mi intención refutar la posibilidad de que la ideología de Spinoza tenga cierta influencia en la creación de la ficción, pero sí es mi opinión que la noción de panteísmo derivada de la filosofía del holandés pasa por la aceptación de la existencia de una suerte de deidad o entidad superior que, bajo mi punto de vista, no es posible hallar en “El inmortal”.
En Pantheism: A Non-Theistic Concept of Deity, Michael P. Levine describe diferentes acercamientos que la noción del panteísmo ha tenido a lo largo de los siglos: “Just as there are alternative theisms, one would expect that there are alternative pantheisms” (26). Así, después de tomar en consideración las diversas posturas promovidas por Spinoza, Tao o, incluso, algunas mantenidas por el hinduismo, el crítico concluye que para los panteístas: “God, the world and the all-inclusive divine Unity all allegedly refer to the same thing” (28). Sin embargo, esta concepción, esta definición que Levine repetirá a lo largo del volumen -“The definition of pantheism as the belief in a divine Unity” (71)- va a chocar de manera frontal con la concepción de eternidad cósmica borgeana. Para Borges, su inmortalidad no tiene rasgo alguno de divino, independientemente de si se entiende “divino” como todopoderoso, como omnisciente o simplemente como unidad perfecta. El hecho irrefutable es que la memoria colectiva en la que el bonaerense anhela obtener su inmortalidad anónima está lejos de la perfección que se deriva de la noción de divinidad. Debido al hecho de que la memoria cósmica no tiene una voluntad que ejercer no puede ser todopoderosa, pues el ejercicio de un poder supremo implica una consciencia de, sino uno mismo, al menos el elemento sobre el que se va a aplicar ese poder. La memoria cósmica tampoco es omnisciente, pues únicamente acumula conocimientos, actitudes y hechos presentes y pasados, pero nunca futuros, pues estos se agregarán a ella a medida que vayan ocurriendo. Es por esto que la memoria cósmica de la que nos habla Borges se aleja de la perfección que se encuentra en la divina Unidad de los panteístas.
Quizá el acercamiento más interesante lo encontremos en los trabajos de Alfred Mac Adam y Dominique Jullien. De acuerdo a Mac Adam: “in ‘El inmortal’ he [Borges] wants to show that authorship is a matter of multiple identities, that to be an author entails absorbing -and being absorbed by- tradition” (125). En opinión del crítico, la historia del tribuno romano sería una alegoría de la realidad del autor moderno, quien no es sino un compendio de todos aquellos autores previos a él. Por lo tanto, si el autor carece de originalidad debido a que es el resultado de la suma de los que le preceden, lo mismo ocurrirá con sus obras: “[Borges] uses immortality here to show that being a writer means constructing texts out of preexistent material -the concept of the new being merely a delusion” (126). En este mismo registro se mueve el artículo de Jullien “Biography of an Immortal”. El crítico analiza los posibles orígenes históricos del relato, que identifica con la leyenda del Wandering Jew [6] y concluye afirmando que: “[Borges’s] version of the legend turns the Wandering Jew from a symbol of all humankind into an impersonal author of all literature” (Jullien 139). De nuevo, la noción del autor como resultado de la suma de todos los literatos del pasado aparece en el análisis de Jullien quien añade, además, una interesante perspectiva, la que ofrece la noción de la pérdida de la identidad: “In becoming an Immortal, the protagonist loses his identity: in becoming a writer, he forsakes his individuality as a man to embrace an impersonal destiny as an author”. (142)
Esta perspectiva parece derivar, en cierto modo, de los conceptos desarrollados el siglo pasado por los franceses Roland Barthes y Michel Foucault. Barthes en “The Death of the Author” aboga por la desaparición del autor, entendido este como elemento aislado y desplazando el énfasis del análisis de una obra desde su autor hasta el texto mismo, sustituyendo de este modo “language itself for the person who until then had been supposed to be its owner” (222). El pensador francés argumenta su tesis en el hecho de que “writing is the destruction of every voice, of every point of origin […] the negative where all identity is lost” (221). Su compatriota parece compartir una idea bastante similar. En el artículo “What is an Author?”, Foucault, como el título mismo indica, estudia el significado, la noción misma de “autor” y escribe: “using all the contrivances that he [the author] sets up between himself and what he writes, the writing subject cancels out the signs of his particular individuality” (226). Tomando como referencia estos textos, así como los anteriormente mencionados de Jullien y Mac Adam, no sería descabellado afirmar que “El inmortal” es una alegoría de la actividad creadora del autor mismo y que la intención de Borges no es otra sino la de equiparar a esta con la propia inmortalidad cósmica. Sin embargo, hay ciertos aspectos que nos señalan la posible inadecuación de esta teoría.
Aún admitiendo que el relato sea en parte un estudio de la actividad creadora, reducir la totalidad de su calado simplemente a este hecho resulta, de nuevo, un tanto limitado. De acuerdo al propio Barthes: “a text is not a line of words releasing a single ‘theological’ meaning […] but a multidimensional space” (223). No estaría totalmente fuera de lugar, como se mencionaba anteriormente, entender parte del posible mensaje de la narración como simbólica de la actividad creadora; no obstante, no debemos olvidar el hecho de que la historia lleve por título “El inmortal” [7] y no “El autor”, ni que el propio Borges se refiera a ella en el epílogo a El Aleph como: “la más trabajada [de la colección]; su tema es el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres” (OC 1: 629, énfasis añadido). Siguiendo la línea de pensamiento marcada por los textos de Mac Adam y Jullien -y acaso también por los de Barthes y Foucault- se podría caer en la tentación de definir el intertexto, la literatura en general, como garante de la inmortalidad. Es decir, un autor se convierte en inmortal debido a que su obra es leída y reciclada además en los textos de otros escritores. Sin embargo, esto sería tanto como aceptar la existencia de un cierto matiz clasista que no se encuentra en el concepto de eternidad que Borges propone. Quizá pueda acusarse al literato argentino de ser demasiado exquisito en el uso del lenguaje o de abusar de continuas referencias filosóficas, pero la noción de eternidad reservada únicamente para aquellos que adquieran un cierto estatus en la literatura universal, no es en absoluto lo que Borges defiende:
Esa inmortalidad [cósmica] se logra en las obras, en la memoria que uno deja en los otros. Esa memoria puede ser nimia, puede ser una frase cualquiera. Por ejemplo: “Fulano de tal, más vale perderlo que encontrarlo”. Y no sé quién inventó esa frase, pero cada vez que la repito yo soy ese hombre ¿Qué importa que ese modesto compadrito haya muerto, si vive en mí y en cada uno que repita esa frase? (OC 4: 179)
La inmortalidad cósmica a la que se refiere el porteño ha de ser alcanzable por todos y cada uno de nosotros; desde el autor de innumerables obras imperecederas William Shakespeare, hasta el anónimo y modesto compadrito de los barrios de Palermo.
No obstante, el hecho de que desestimemos la escritura como vehículo a través del cual alcanzar la inmortalidad, tampoco debe hacernos caer en la tentación de identificar al lenguaje [8] en sí como tal. A pesar de que es innegable que Borges siempre ha mostrado gran interés por él y ha dedicado numerosas páginas a su estudio, tampoco es este el método por el cual asegurarse la eternidad. Según el argentino: “más allá de nuestra muerte corporal queda nuestra memoria, y más allá de nuestra memoria quedan nuestros actos, nuestros hechos, nuestras actitudes” (OC 4: 179, énfasis añadido). Por lo tanto, debemos entender que no es sólo el lenguaje lo que permanece una vez abandonamos este mundo. Es un compendio de elementos el que de nosotros queda y es a través de este que logramos alcanzar la inmortalidad cósmica. Es cierto que a través del lenguaje nos es posible volver a la vida -al repetir los nuestros descendientes nuestras frases [9] y dichos, al narrar nuestras peripecias- pero también es cierto que no es la única vía y que también nuestras actitudes [10], nuestros movimientos y acontecimientos nos garantizan la eternidad tal y como la entendía el bonaerense.
La noción del autor como compendio de escritores pasados no es en absoluto ajena a la obra de Borges [11] y, sin embargo, es mi parecer que en “El inmortal” ese fundamento está íntimamente relacionado con la idea de la persistencia eterna, precisamente, a través de esa noción de la pérdida de la identidad. A la luz de la clase magistral recogida en Borges Oral, vamos a tratar de explicar las motivaciones que llevan al tribuno romano protagonista del relato a buscar, primero, la fuente de la eterna existencia y, más tarde, el remedio que le libre de tal don.
Al comienzo de “El inmortal”, Marco Flaminio Rufo se embarca en la búsqueda de la ciudad de los inmortales y del río que concede la vida eterna. Sin embargo, el soldado romano falla a la hora de manifestar una razón clara que revele el motivo por el cual emprendió su viaje en pos de la leyenda. Nos dice que tras conquistar la ciudad de Alejandría para el César: “yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esta privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales” (OC 1: 533). Como decía, el propio tribuno no parece comprender claramente el impulso que le llevó a iniciar su búsqueda imposible. Quizá esa explicación la hallemos en la sección sobre la inmortalidad de Borges Oral. En ella, como ya hemos mencionado, el argentino repite en numerosas ocasiones una cita que atribuye a Santo Tomás de Aquino y con la que parece concordar de forma plena: “Intellectus naturaliter desiderat esse semper (La mente espontáneamente desea ser eterna, ser para siempre)” (OC 4: 175). Si la inteligencia humana desea de forma natural perdurar, no es de extrañar que, tras su encuentro con un viajero que le informaría de la existencia de un caudal capaz de otorgar la inmortalidad a los hombres, Rufo determine descubrir la localización de este.
Por supuesto, Marco Flaminio logra su propósito y bebe las aguas que le proporcionan la vida eterna. Sin embargo, varios siglos después y junto con un grupo de inmortales, nuestro protagonista abandona su retiro y emprende un viaje para tratar de encontrar el río que le transformará de nuevo en un simple mortal. En sus andanzas a lo largo de los años, el tribuno romano adquiere múltiples identidades y es, de este modo, soldado en Stamford en el siglo XI, transcriptor en Bulaq, preso en Samarcanda o astrólogo en Bikanir y en Bohemia. Vive en Kolozsvár y en Leipzig en el siglo XVII, se suscribe en Aberdeen a la Ilíada de Pope en 1714, discute filosofía con un profesor de retórica en 1729 hasta que, el cuatro de octubre de 1921, en un puerto de Eritrea descubre el ansiado objeto de su búsqueda. Bebe sin dudar y, tras herirse por primera vez tras dieciséis siglos de inmortalidad, escribe: “Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres”. (OC 1: 542)
Al convertirse en inmortal, el tribuno romano sufre una serie de transformaciones, de migraciones o incluso acumulaciones si preferimos, que han sido identificadas por la crítica como una pérdida de identidad personal; de acuerdo a Jullien: “In becoming an Immortal, the protagonist loses his identity” (142). En apariencia, esta privación de conciencia propia es el preámbulo al modo en el que Borges concibe la inmortalidad. Mac Adam así lo entiende y afirma: “It is equally clear that the multiple identities make the individual into a multitude -not everyman but all men- which is exactly what being immortal entails for Borges” (125). Jaime Alazraki parece ser de la misma opinión y escribe: “Cartaphilus ha perdido su identidad individual y ahora puede ser todos y, consecuentemente, Homero” (86). Es decir, la negación de la unicidad de la identidad propia y la adopción de múltiples conciencias parece responder a una concepción de la inmortalidad que se atribuye a la “cósmica” de la que nos habla Borges, una inmortalidad a la que todos colaboramos y gracias a la cual: “Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre” (OC 4: 178). Mac Adam resume así este modo de entender la visión del escritor argentino:
For Borges, becoming immortal involves a fundamental transformation of the person in question: to be immortal is to posses all possible human experiences, which, in the context of the story includes being Homer, Homer”s translator Alexander Pope, and Giambattista Vico. (126)
Sin embargo, este acercamiento que defienden Alazraki, Jullien y Mac Adam no termina de explicar el acto que determina la segunda mitad de la narración en “El inmortal”; la búsqueda del río que borre los efectos de aquel que aseguraba la vida eterna. Si la noción de inmortalidad que Borges defiende responde a una simple suma de “todas las experiencias humanas” y, como resultado, a una pérdida de la identidad individual en favor de una general -requisitos ambos ya conseguidos por nuestro protagonista- ¿por qué entonces ese empeño de Marco Flaminio en buscar el manantial que permita su destrucción total? ¿Por qué no nos regala Borges una conclusión en la que el protagonista continúe su vida eterna mutando y recogiendo experiencias? La respuesta, quizá, nos la ofrezca de manera involuntaria Rodríguez-Carranza en el análisis de estilo al que somete a la historia que nos atañe.
En “De la memoria al olvido: Borges y la inmortalidad”, Rodríguez-Carranza estudia el papel que el olvido juega en el relato “El inmortal” y analiza el juego de voces que Borges utiliza para ilustrar el viaje de Rufo desde la mortalidad a la inmortalidad y de nuevo a la mortalidad. Concluye la crítica que: “El cambio de identidad que se produce […] se logra narrativamente pasando de una primera persona singular a una plural y luego a la inversa” (229). Es decir, el militar romano Marco Flaminio Rufo tiende a la utilización del “yo” cuando aún es mortal, a la del “nosotros” cuando adquiere la vida eterna, y de nuevo a la del “yo” cuando vuelve a la mortalidad en forma de Cartaphilus. El esquema responde, en principio, al planteamiento de Mac Adam, Jullien y Alazraki. Mientras el protagonista es mortal muestra su manifiesta individualidad mediante el empleo reiterado del pronombre personal “yo”. Cuando se transforma en inmortal, pierde su identidad única y adopta una globalizadora, de ahí el “nosotros”. Finalmente, al volver a la mortalidad, a la individualidad, prevalece de nuevo el “yo”.
No onstante, al analizar el uso del estilo a la hora de plasmar las intervenciones de aquellos que no son, estrictamente, nuestro protagonista, Rodríguez-Carranza nota lo siguiente:
Casi no hay otras voces en el cuento, no hay prácticamente estilo directo: el yo de la narración se apropia de las voces de los otros. Así, la narración de Homero, la más importante ya que explica a Marco no sólo que se encuentra entre los Inmortales sino que se ha transformado en uno de ellos, está en estilo indirecto, como el prólogo de los editores. La propiedad de las palabras desaparece, pues, y es asumida por el yo final que las integra en su propio discurso (230)
Es decir, el tribuno, al convertirse en inmortal, efectivamente, pierde su propia personalidad y adquiere una identidad global que integra a todos y cada uno de los personajes/seres humanos. Y, sin embargo, esta integración, esta consciencia plural en la que se transforma el ser humano al adquirir la vida eterna, aún muestra síntomas de conciencia propia, de identificación con un ente particular, un “yo”. Uno diferente, sí, al “yo” individual, personal, formado por las experiencias particulares de cada individuo, pero un “yo”, al fin y al cabo, con realidad propia, con consciencia de su propia existencia e identidad como ente sino superior sí, al menos, íntegro, universal.
Es menester recordar en este punto que, como se ha expuesto con anterioridad, este tipo de inmortalidad, aquella que preserva la identidad particular y la conciencia, es contraria al pensamiento de Borges. Y es precisamente debido a esto que, en previsión de la creación de esa superestructura aglutinante de experiencias, Cartaphilus siente la necesidad de borrar de forma total cualquier huella de existencia. El tribuno romano logra la inmortalidad general a través de la simultaneidad, es decir, es a la vez todos aquellos que han existido antes que él. Y, sin embargo, aunque su identidad personal ya se ha borrado -lo que junto con la acumulación de todas las experiencias asegura la inmortalidad de acuerdo a Mac Adam, Jullien y Alazraki- Rufo sigue persiguiendo la exterminación. El razonamiento es sutil, pero, en mi opinión, clave para entender la lógica borgeana. De acuerdo al argentino, el hecho de ser yo todos los hombres no me convertiría a mí en inmortal, sino a ellos. Alcanzar la inmortalidad no residiría simplemente en el hecho de que yo sea todos los demás, sino en el de que todos los demás sean yo.
En su conversación con Homero, nuestro protagonista descubre cuál es el resultado de su inmortalidad recién adquirida: “Todo me fue dilucidado, aquel día” (OC 1: 540). Así, conoce la historia de la ciudad de los inmortales y de sus moradores, le es revelado el principio del equilibrio -según el cual todo acto está compensado por su contrario- aprende que “en un plazo infinito le ocurren a un hombre todas las cosas” (540) y, de este modo, concluye: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy” (541). En su conversión a la inmortalidad, Rufo, efectivamente, ha perdido su identidad particular. No obstante esta circunstancia no le ha hecho a él acreedor de la inmortalidad cósmica de la que habla Borges, sino a aquellos que han vivido a través de él y de su manuscrito de forma más o menos inadvertida; Homero, Plinio, de Quincey, Descartes o Shaw: “Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos”. (544)
A través de esta inmortalidad, llamémosla simultánea o aglutinante, todos aquellos que han existido a través de Marco Flaminio han llegado a la eternidad cósmica. Sin embargo, para que nuestro protagonista adquiera ese estatus ha de dejar de ser de forma total y absoluta; en palabras del tribuno romano: “Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto” (OC 1: 544); en las del propio Borges: “yo no quiero seguir siendo Jorge Luis Borges, yo quiero ser otra persona. Espero que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma” (OC 4: 172). La desintegración absoluta del “yo” es la condición sine qua non para que el individuo participe de esa inmortalidad cósmica de la que nos habla el argentino. No un ente único, con conciencia, al que se vayan sumando las experiencias de aquellos que sigan viviendo y, consecuentemente, muriendo. No un Dios o una Naturaleza, sino una entidad infinita y abstracta, sin identidad ni conciencia propia, sin otro motivo de existencia que el que le den aquellos que, mientras vivan, la rescaten y traigan de vuelta a la vida. Una memoria universal no a su propio servicio ni auto-sustentada, sino sostenida por la acción del ser humano.
Es de este modo en el que Borges entiende la inmortalidad y, cinsecuentemente, en el que se encuentra la explicación más probable de la búsqueda del río que permita su exterminio total en el caso de Marco Flaminio Rufo. La eliminación de cualquier tipo de conciencia propia en esta memoria universal que salvaguarda nuestra inmortalidad cósmica separa dramáticamente el pensamiento borgeano de las tradiciones metafísicas occidentales. La eternidad, en el caso del argentino, se lograría de un modo casi involuntario y, paradójicamente, sin que nosotros nos percatemos conscientemente de que hemos accedido a ella. Es por esto que Borges subraya el hecho de que: “seguiremos siendo inmortales […] aunque no lo sepamos y es mejor que no lo sepamos” (OC 4: 179). Al contrario que en el caso del mencionado Unamuno, ni la inmortalidad individual, ni la colectiva -entendida esta la de la unión de conciencias en una Conciencia Superior- parecen ser perspectivas que seduzcan al argentino. La única posibilidad que el autor bonaerense contempla es la de la extinción total, la de la integración en una memoria colectiva absoluta de naturaleza inconsciente y que alcanzaría el carácter de inmortal gracias a la acción de aquellos que, mediante sus palabras, obras y actitudes, seguirían facultando su existencia eterna, su inmortalidad cósmica.

Notas
[1] Borges parece dejarse llevar aquí por las corrientes críticas más clásicas en cuanto a la noción de inmortalidad en el ideario de Unamuno. Así, simplifica quizá en demasía la posición del bilbaíno, acaso como método para estructurar su clase magistral partiendo de un enfoque estrictamente individualista para llegar a uno general más acorde con su propia idiosincrasia.
[2] El último de los seis volúmenes en los que Alexander Pope dividió la Ilíada de Homero en su proceso de traducción al inglés (1715 - 1720).
[3] La composición desconcertante de la ciudad nos recuerda sobremanera a la morada del “habitante” en otro de los relatos de Borges; “There Are More Things”. En esa historia, un Borges ficticio describe una casa cuya construcción tampoco se correspondería con la lógica humana. En aquel caso, el hogar del “habitante” es una alegoría del universo que no podemos comprender. Tal vez, en el texto que nos ocupa, la monstruosa ciudad lo sea de la propia inmortalidad que nuestra mente limitada no acierta a concebir.
[4] Jean Franco trata este asunto brevemente en “The Utopia of a Tired Man”: “What is surprising is not that the fictions are read in these different ways nor that they become arguments for the right and for the left, but rather the critical consensus: everyone agrees that what the fictions display is mastery”. (53)
[5] Véanse los trabajos de Woodall (1996), Rodríguez Monegal (1978) o Mac Adam (2000).
[6] Para un análisis más detallado de la leyenda del Wandering Jew véanse Jullien (1995) pp. 137 - 139 o el artículo homónimo en la frecuentemente citada por el propio Borges Encyclopaedia Britannica, edición de 1911.
[7] Curiosamente Alazraki registra una variación del título del relato pasando de llamarse “Los inmortales” en Los anales de Buenos Aires (febrero 1947, año II, n.12) a “El inmortal” en El Aleph (Buenos Aires: Emecé, 1957).
[8] De él diría el argentino en Borges Oral: “El lenguaje es una creación, es una especie de inmortalidad”. (OC 4: 179, énfasis añadido)
[9] “Yo sé -mi madre me lo dijo- que cada vez que repito versos ingleses, los repito con la voz de mi padre. […] Cuando yo repito versos de Schiller, mi padre está viviendo en mí”. (OC 4: 178 - 179)
[10] “Por ejemplo, cada vez que alguien quiere a un enemigo aparece la inmortalidad de Cristo”. (178)
[11] El tema se encuentra en un gran número de sus cuentos y ensayos pero, quizá, el que trata la cuestión de la novedad literaria de forma más directa al poner el énfasis en el ojo del lector más que en la pluma del escritor sea “Pierre Menard, autor del Quijote”.

Bibliografía
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© Gorka Bilbao Terreros 2011
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero48/perconc.html.html


lunes, 16 de octubre de 2017

RICHARD THALER, EL ECONOMISTA QUE DIO “UN PEQUEÑO EMPUJÓN” AL HOMO ECONOMICUS

Traigo a colación este excelente articulo a propósito del premio nobel aparecido en la revista "Letras libres" la óptica que asume el ganador parte del análisis de la conducta humana en la toma de decisiones en una sociedad de consumo que confirma los seres deseantes y emocionales que somos. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE.


El economista estadounidense recibió  el premio nobel de economía " Por contribuciones a la economía del comportamiento", una disciplina que ha pasado de ser una rareza a situarse en la primera línea del mainstrem económico.


CARLOS VICTORIA LANZON 

El comedor de mi oficina no es muy diferente de cualquier otro comedor colectivo: mientras uno empuja su correspondiente bandeja, coge primero el pan, luego el plato principal y, por último, el postre. Hasta ahí, todo normal. Sin embargo, alguien decidió poner, entre el cesto del pan y los platos principales, una nevera con cuencos de fruta. En más de una ocasión, mientras estoy ante la difícil decisión de si coger natillas o arroz con leche, me doy cuenta de que en mi bandeja ya hay unas cerezas o un par de kiwis. No sé si será por la incomodidad de tener que volver atrás en la cola o por la inercia de haber cogido ya algo de postre, pero muy pocas veces cambio la fruta por el dulce.
Esta anécdota, más o menos trivial, pone de relieve al menos dos cosas: uno, el hecho de que ahora coma mucha más fruta que antes; y dos, lo importante que es el contexto en el que tomamos decisiones. El número de opciones, cómo se nos presentan o en qué orden influyen en nuestras elecciones.
Nada de esto es nuevo: al fin y al cabo, las personas somos humanos, no máquinas. Tenemos sesgos, somos supersticiosos, decimos que este lunes empezaremos la dieta o el gimnasio y sin embargo, cuando empieza la semana, incumplimos todas las promesas. También tenemos (algunos más que otros) un cierto sentido de la ética y de la justicia que guía nuestras decisiones. Además, nuestra racionalidad es limitada: preferimos no perder a ganar la misma cantidad de dinero; nos encariñamos con nuestro tique de lotería; valoramos más un descuento de 5 euros en un libro de 30 que en un televisor de 2000 y gestionamos mal los costes hundidos.
Como digo, nadie se sorprenderá demasiado con estos ejemplos. Sin embargo, hasta hace poco tiempo, los economistas, que dedicamos gran parte de nuestra formación a algo llamado “teoría de la decisión”, no habíamos incorporado aspectos como la racionalidad limitada, los problemas de autocontrol o la existencia de preferencias sociales a la hora de analizar cómo deciden las personas, lo que llevaba a la disciplina, de vez en cuando, a enfrentarse a inexplicables paradojas.
En su conocida serie “Anomalies”, publicada en el Journal of Economics Perspectives, el economista Richard Thaler recopiló y estudió cómo ciertos factores psicológicos influyen en la toma de decisiones. Determinados factores cognitivos, emocionales y sociales que nos desvían del modelo estándar, haciendo que “nos parezcamos más a Homer Simpson que a Mr. Spock”.
El pasado lunes nos llegaba la noticia de que, decenas de artículos académicos y divulgativos y un par de best-sellers mundiales después, Thaler recibía el premio Nobel de Economía “por sus contribuciones a la economía del comportamiento”. Grosso modo, se puede decir que la economía del comportamiento es “una mezcla de economía y psicología”. No es la primera vez que el Nobel de Economía queda en la frontera entre esta disciplina y la psicología: en 2002, Daniel Kahneman recibió este galardón “por haber integrado la psicología en la ciencia económica, especialmente en la toma de decisiones en incertidumbre”, junto con su por entonces ya fallecido coautor, el psicólogo Amos Tversky.
Tras una larga y prolífica carrera que él mismo resume en su libro Misbehaving(Todo lo que he aprendido con la psicología económica en España), Thaler ha logrado que la economía del comportamiento haya sido aceptada e incorporada a la economía más “tradicional”: a día de hoy, los principios de la disciplina se han integrado de forma manejable en el aparataje matemático y estadístico de la economía académica, y se publican decenas de artículos, teóricos y empíricos, sin olvidar que muchas áreas “clásicas” de la investigación económica, como las finanzas o la teoría de juegos, han adoptado enfoques conductuales.
Sin embargo, la economía del comportamiento no ha quedado confinada en las universidades. Ha entrado (en algunos países más que en otros) en ministerios y agencias, influyendo en el diseño de las políticas públicas y permitiendo mejores intervenciones, alcanzando su máxima expresión cuando se utiliza para darle “un pequeño empujón” (un nudge, en inglés) a los ciudadanos, de modo que cambien su comportamiento en una determinada dirección, sin para ello prohibirles nada.
La teoría y la práctica del nudge se pueden encontrar en el libro del mismo título que Thaler publicó junto con el jurista Cass Sunstein, y cuyo subtítulo ya apunta a las potenciales aplicaciones de esta técnica: sanidad, educación, pensiones y, en general, todas aquellas áreas en las que las decisiones de los individuos tienen consecuencias sobre ellos mismos en el largo plazo.
En torno a la utilidad e incluso a la deseabilidad del nudge se ha generado un acalorado debate que trasciende lo económico y que gira en torno a la filosofía del “paternalismo libertario”. Se trata de la idea de que las elecciones de los individuos se pueden (y deben) “manipular” de forma más o menos sutil, de modo que estos vean aumentado su bienestar. Thaler y Sunstein insisten en que este concepto “no es un oxímoron”, y defienden que no solo es posible, sino también legítimo, influir en el comportamiento de los ciudadanos a la vez que se respeta su libertad de elección.
La opción “más deseable” lo será siempre para el experto, el legislador o el tecnócrata, pero, según estos autores, si las preferencias de los individuos están “deformadas” de algún modo (bien por razones de racionalidad limitada, por falta de autocontrol, etcétera) y queremos aumentar su bienestar en el largo plazo, no podemos evitar una cierta dosis de paternalismo. El objetivo del paternalismo libertario es, entonces, “empujar” al individuo a elegir la opción que él mismo hubiera elegido si dispusiera de toda la información disponible, fuera perfectamente racional y tuviera un total autocontrol. Al fin y al cabo, toda intervención pública es, en cierto modo, paternalista.
Como se ve, los debates en torno al nudge y al paternalismo libertario distan de estar cerrados. Lo que no deja lugar a dudas es el hecho de que, en pocas décadas, la economía del comportamiento ha pasado de ser una rareza a situarse en la primera línea del mainstream económico, logrando, entre otras cosas pero sobre todo, que el homo economicus sea hoy un poco más humano.