sábado, 9 de diciembre de 2017

LITERATURA Y NACIÓN


Este articulo, aparecido en el suplemento “Babelia” del país de España, de gran factura, toca con una lucidez inusitada, no corresponde al  formato periodístico, siempre un poco ligero, el tema del nacionalismo y la literatura, la relación intrincada entre estas dos realidades, tan difíciles, pero que tiene una historia, una manera polisémica de articularse, que el autor trata con inteligencia, hasta al punto de incitar a profundizar en el tema. Espero que mis lectores lo disfruten de igual manera. CESAR H BUSTAMANTE

Hoy, ningún escritor civilizado quiere ver su nombre al lado de ninguna clase de nacionalismo identitario. El apátrida más fascinante fue Kafka
MANUEL VILAS
1 DIC 2017 - 05:45 

Fue en el siglo XIX cuando la literatura descubrió su poder para la representación social del presente y lo hizo a través de la novela. Esas sociedades de las que se hablaba en las novelas tenían nombre: Francia, Rusia, Inglaterra, España. El XIX fue el siglo del nacionalismo y lo fue también de las ficciones de largo aliento, que se convirtieron en el espejo de las identidades colectivas. Ya no hacía falta la fuerza bruta de un ejército, o la solemnidad de un Estado, o la efigie de un rey para contemplar una nación: la novela era un reflejo más moderno, más sofisticado, más universal. La novela componía naciones: la Inglaterra de Dickens, la Francia de Balzac, la Rusia de Tolstói o la España de Galdós. Los novelistas triunfaron, pero también cargaron en sus hombros con los recién estrenados fantasmas de las naciones. La modernidad aceptaba el pacto de novela y nación a cambio de que el reflejo de las sociedades fuese crítico. Pero el maridaje entre escritor y país ya estaba formulado. Ese maridaje, en el siglo XX, acabó teniendo toda clase de desencuentros. Thomas Bernhard murió odiando un país entero: Austria. Vladímir Nabokov abandonó la lengua rusa y a partir de 1938 escribió en inglés. Tras la Segunda Guerra Mundial, los escritores huyeron del nacionalismo como de la peste, pero eran conscientes de que iban a ser adjetivados en función de su origen nacional. Nadie escapaba a su país, de modo que el Premio Nobel a Albert Camus fue el Premio Nobel a un escritor francés. O el Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez, un poeta en el exilio, fue el Nobel a un escritor español. La nacionalidad adjetiva siempre a la literatura.
Tal vez el primer apátrida de la modernidad fuese Lord Byron, el primero que experimentó la desavenencia con su identidad nacional como un logro ético y estético. Byron insultó a Inglaterra, pero Inglaterra no se sintió insultada por él. Todo lo contrario, acabó integrando el insulto byroniano como una nueva forma de ser inglés. Byron fue el apátrida errante. La vida errante se instituía en las letras occidentales como una forma hermosa de desafección patriótica y perfilaba el mito de lo que luego se llamó cosmopolitismo, que fue una gran invención tras la que se podían disimular orígenes nacionales exóticos, y estoy pensando en Rubén Darío. Del cosmopolitismo, que fue una utopía parisiense, se pasó a “mi patria es mi lengua”, una solución que evitaba al escritor tener que sufrir la toxicidad de los Estados y zanjar el oscuro asunto de la patria. Aun hubo un remedio casi enternecedor en aquellos escritores que usaban y usan el “mi patria es mi infancia”, que fue un hallazgo de Rilke.

Por mucho que Oscar Wilde maldijera Inglaterra, su destino es estar en el cuadro de honor de la literatura de lengua inglesa. Hasta la poesía irreductible de Rimbaud sabía que su destino era Francia. Estados Unidos sigue siendo feudo de Walt Whitman. Y España pertenece a Antonio Machado. La identidad nacional necesita escritores para existir. Pero los lectores también consiguen articular su identidad personal cuando ven su país representado literariamente, incluso cuando su ciudad es satirizada, caso de Dublín en el Ulises de Joyce. La representación negativa de un país, si tiene fuerza artística, es válida. De la representación realista de las sociedades crecidas bajo el nacionalismo decimonónico, la literatura, ya en el siglo XX, sondeó zonas simbólicas y resbaladizas, como ocurre en Pedro Páramo, de Juan Rulfo, novela que presenta un retrato distorsionado de un ente fantasmal llamado México. Luces de Bohemia, de Valle-Inclán, contribuyó a la construcción del mito literario de España, que pasó de la literatura a la política, y que, lo estamos viendo hoy, aún perdura. Insistiendo en esa idea, y ya casi a título de perversa ironía, si España perdiera su identidad histórica, obras muy críticas con esa identidad, como la de Luis Cernuda o Juan Goytisolo, se volverían incomprensibles. Estoy pensando en que un libro como Coto vedado será comprensible para un lector futuro en tanto en cuanto siga existiendo España.


Es muy difícil que un escritor no lleve la sociedad y el país que le ha tocado en suerte a las páginas de sus libros. Cien años de soledad consagraba una épica fantasiosa de un país que parecía de ficción, pero que acabó siendo Colombia. Muy sabedor de esto fue el propio García Márquez cuando eligió como vestimenta de gala en la recepción del Premio Nobel de 1982 el liquilique que ahora se expone en el Museo Nacional de Colombia. Hoy día la incomodidad persiste, y ningún escritor civilizado quiere ver su nombre al lado de ninguna clase de nacionalismo identitario. El apátrida más fascinante fue Franz Kafka. La nacionalidad de Kafka es un vacío. Nadie podría decir de él que fuese alemán, ni checo, ni judío. Cuando Roberto Bolaño escribió Los detectives salvajes formuló una idea del poeta latinoamericano como apátrida y pobre. El vagabundeo byroniano se encarnaba, en versión low cost, en los personajes de la novela de Bolaño, quien en su propia vida también alcanzó un alto grado de escritor sin patria, o escritor con tres patrias: Chile, México y España. Los poetas mendigos de Bolaño son una buena metáfora de la desafección de la literatura hacia la patria.






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