Tomado de la revista H-revista de historia, teoría y crítica de arte de la universidad de los Andes de Bogotá.
La autora elabora una extensa y matizada discusión teórica en
la introduc[1]ción. Allí analiza
sus conceptos clave con ayuda de los trabajos de Jacques Derrida y T. J. Demos
y examina un escrito de Rory O’Bryen —Literature, Testimony, and Cinema in
Contemporary Colombian Culture: Specters of La Violenciaque funge como su
precedente inmediato. Martínez propone extender el aná[1]lisis
de O’Bryen para comprender el periodo que abarca desde la década de los años
ochenta hasta la firma del acuerdo de paz en el 2016. Los análisis de estos pensadores
constituyen el andamiaje conceptual sobre el que ella desarrolla su propia
tesis. CESAR H BUSTAMANTE
Juliana Martínez se centra en Haunting without Ghosts en el
estudio de los dos conceptos principales que introduce su título, “haunting”
—de difícil equivalencia en español, pues podría significar simultáneamente
acechar, perseguir, embrujar— y el paradójico “realismo espectral”, conceptos
que relaciona, por una parte, con los efectos del conflicto armado sobre la
población colombiana y, por otra, con ejemplos específicos de la producción
literaria, fílmica y artística contemporánea en el país.
La autora elabora una extensa y matizada discusión teórica en
la introduc[1]ción. Allí analiza
sus conceptos clave con ayuda de los trabajos de Jacques Derrida y T. J. Demos
y examina un escrito de Rory O’Bryen —Literature, Testimony, and Cinema in
Contemporary Colombian Culture: Specters of La Violencia—que funge como su
precedente inmediato. Martínez propone extender el aná[1]lisis
de O’Bryen para comprender el periodo que abarca desde la década de los años
ochenta hasta la firma del acuerdo de paz en el 2016. Los análisis de estos pensadores
constituyen el andamiaje conceptual sobre el que ella desarrolla su propia
tesis.
Siguiendo a Derrida, la autora entiende el “realismo
espectral” como un concepto metafórico, “una forma de narrativa que se toma en
serio al fantasma, aunque no de forma literal” y que aprovecha “el potencial
disruptivo del espectro, pero trasladando el enfoque de lo que el fantasma es a
lo que el espectro hace”.
A esto añade, en relación con la tradición realista (a la que
dedica un apartado importante), que es un concepto útil para categorizar
estéticas que, aunque com[1]prometidas con
reflejar realidades sociales, “entienden esa realidad como algo que incluye y
abarca las voces y las historias de quienes ‘no están ya, no todavía ahí’”
(citando a Derrida). Desde este punto de vista Martínez concibe la obra artística
“como el conjuro disruptivo y transformador de esas fuerzas reprimidas y
expulsadas”, y a sus autores como “exorcistas” que “no expulsan sino conjuran a
los espectros”.
En su opinión, los “productores culturales” (término que usa,
sin definirlo, para referirse a los literatos, cineastas y artistas) confrontan
en la época reciente múltiples desafíos provenientes de su entorno
sociopolítico y cultural. Por una parte, desean comunicar sus propias
percepciones, emociones y perspectivas de lo que acontece en Colombia; por
otra, buscan desarrollar herramientas para expresar las vivencias de quienes
han sido afectados por el conflicto y la violencia. Las vivencias y las
herramientas convergen en el realismo espectral: los productores culturales que
ejemplifican esta corriente “comparten tanto una preocupación por lo que ya no
se puede ver —pero persiste— como una voluntad de dar cuenta de las
desapariciones y silencios que constituyen la historia reciente de Colombia” y
emplean técnicas representacionales que “tejen la desaparición, la ambigüedad y
la reflexión crítica”. Comparten también una “ansiedad ética” (término tomado
de María Helena Rueda) en tanto buscan evitar lo que otros autores y artistas
han hecho al ofrecer una visión explotadora, comercializadora, objetivizante y “erotizada”
de los eventos traumáticos. En consecuencia, estos productores actuales
proponen un acercamiento que, en vez de centrarse en el trauma y la pasividad
individual y colectiva que estos eventos pueden implicar, estimule o genere una
actitud activa que clame por la justicia y el cambio frente a las situaciones
que afrontan miles de personas.
Una de las fortalezas del texto de Martínez reside en los
análisis y argumentos que la autora desarrolla para explicar cómo los
“productores culturales” han afrontado la mayoría de los desafíos mencionados.
Con base en el andamiaje teórico y conceptual desarrollado en la introducción
Martínez analiza dos novelas de Evelio Rosero, tres películas realizadas respectivamente
por William Vega, Jorge Forero y Felipe Romero, y obras de tres artistas
plásticos: Juan Manuel Echavarría, Beatriz González y Erika Diettes.
En las novelas de Rosero (En el lejero y Los ejércitos)
Martínez identifica el uso de herramientas narrativas desconcertantes que hacen
eco de la experiencia de los personajes que confrontan la violencia, en ambos
casos la desaparición forzada de seres queridos. Se trata de recursos formales
que evocan la dificultad de ver, de discernir y de comprender. En su búsqueda
los protagonistas (y el lector) sufren una desorientación temporal y espacial
que refleja la disrupción de sus vidas a partir de sus pérdidas.
Simultáneamente, están expuestos y son vulnerables ante las miradas de los
demás; en algunos casos ellos mismos ejercenun tipo de mirada cosificante o
escopofílica, impulsados por un deseo de very de controlar a otros e incluso de
violentarlos. Coexisten así en estas novelas la mirada dominadora y la
visibilidad “háptica”, los tiempos cronológicos y los subjetivos, los espacios
controlables o “estriados” y los ambiguos o “suaves” (según la terminología de
Deleuze y Guattari), la vulnerabilidad y el poder, lo familiary lo extraño. En
palabras de la autora, en su espectralidad los escritos “presentan lo que no se
puede ver, pero persiste, está de alguna manera ahí”. Tal presencia reclama, en
su opinión, una “justicia restaurativa”.
Así como las novelas de Rosero suponen dificultades para los
lectores, las películas La sirga de William Vega, Violencia de Jorge Forero y
Oscuro animal de Felipe Guerrero no son accesibles en un sentido convencional:
no parecen mostrar nada, son lentas, carecen de diálogos. También en ellas los
cineastas dan prioridad a las vivencias traumáticas de los protagonistas y
utilizan para comunicarlas herramientas desorientadoras como el manejo irregular
de la cámara, las tomas desenfocadas y los sonidos ambientales en lugar de
narrativas explicativas.
En todas ellas, según Martínez, “en lugar de la claridad
visual y narrativa predominan la emoción y la tensión irresuelta”. La autora
discute las similitudes y diferencias de estas películas con las del
neorrealismo italiano, que entiende como un precedente del realismo espectral
en el cine. Adicionalmente, ubica el cine colombiano reciente dentro de la
historia del cine latinoamericano y resalta la reciente oleada de películas
centradas en poblaciones, sobre todo rurales, históricamente marginadas.
Continuando con su
análisis de obras producidas en la esfera de las artes visuales Martínez
analiza el documental Réquiem NN, realizado por el artista Juan Manuel
Echavarría. De esta y las demás obras discutidas en esta sección (y en el
epílogo) Martínez afirma que se ofrecen como espacios de reconocimiento, duelo
y reparación simbólica de las pérdidas irreversibles. Desde esta perspectiva discute
e interpreta las reacciones de los habitantes de Puerto Berrío en Requiem NN,
que rescatan cadáveres del río Magdalena provenientes de otros municipios para
darles una sepultura digna y “adoptarlos” con el ánimo de recibir sus favores. En
este caso no solo el documental, sino el río y el cementerio en los que se
enfoca el artista, constituyen para Martínez “lugares espectrales”.
También la obra Auras anónimas realizada por Beatriz González
en los columbarios del Cementerio Central de Bogotá es vista por la autora como
un espacio espectral en el que se da sepultura y reconocimiento simbólico a
múlti[1]ples muertos de la
historia pasada y reciente de Colombia. Martínez enriquece la interpretación de
la obra al vincularla a la historia del cementerio y también al analizarla a la
luz de otra serie de González, Cargueros, de la que la artista toma las
imágenes que plasma en los columbarios.
Finalmente, Martínez discute más detalladamente cuatro obras
de Erika Diettes: Río abajo, A punta de sangre, Sudarios y Relicarios. En su
análisis resalta la relación directa que establece esta artista con los
familiares de algunas víctimas de desaparición forzada quienes la proveen de
objetos o reliquias que ella integra en dos de estas obras y que comparten con
ella sus testimonios de lo que les ha
acaecido a sus seres queridos. En esta sección propone
comparaciones ilumina doras con obras de Óscar Muñoz y Doris Salcedo a las que,
no obstante, habría podido dedicar un estudio más detallado (aunque propone en
el epílogo una lectura cuidadosa de Fragmentos). Sin desconocer la profundidad
del análisis de las obras de Diettes, llama la atención que la autora no
aplique a Sudarios su crítica a la visibilidad cosificante con el mismo rigor
que en otras secciones del libro, tratándose de una obra en la que la
visibilidad de personas que han sido directamente afectadas por hechos
violentos juega un papel preponderante.
El libro de Martínez es especialmente valioso debido al
carácter elucida territorio y riguroso de las discusiones con las que busca
darle validez hermenéutica al concepto del realismo espectral. Particularmente
enriquecedores son sus análisis críticos de cada novela, película y obra visual
y plástica. También de gran aporte son sus contextualizaciones históricas de
los campos de la literatura y el cine, así como de la situación sociopolítica
colombiana reciente, incluyendo su discusión de conceptos como el de “densidad
histórica”, “neoconflicto” y “violencia objetiva”.
Debido quizás a la forma en que Martínez ha construido
algunas secciones del libro a partir de artículos previamente publicados,
tiende a haber repeticiones, sobre todo en su presentación del andamiaje
teórico y conceptual ampliamente desarrollado en la introducción. Por
contraste, el texto carece de un análisis del estado del arte, que en el caso
de las obras visuales y plásticas habría complementado su investigación y
puesto más claramente de relieve su aporte específico.
Finalmente, hay un punto clave que afecta tanto la
metodología como el rigor y la solidez de algunos planteamientos centrales.
Este punto queda sin resolver desde que la autora plantea dos preguntas
distintas en la introducción, ambas derivadas del concepto de “haunting”: por
un lado, ¿cómo es que la violencia histórica acecha espectralmente (“haunts”) a
los productores culturales y les genera los desafíos estéticos y éticos
anteriormente mencionados? Por otro, ¿cómo es que estos a su vez acechan
espectralmente a sus lectores y espectadores por medio de sus obras? El énfasis
y, a mi modo de ver, el mayor aporte de sus análisis está en su discusión del
primer aspecto. Sin embargo, Martínez insiste en cada caso en demostrar lo
segundo: que los espectadores se ven “haunted” y en consecuencia motivados a
buscar la justicia y reparación de los espectros.
No solo es ampliamente discutible cuál pueda ser la recepción
de las obras por parte de su audiencia, sino que Martínez omite sustentar sus
afirmaciones en un análisis de las reacciones concretas de espectadores o
críticos. En consecuencia, da la impresión de que ese último aspecto, que figura
en su argumento como uno de los componentes esenciales del realismo espectral,
le ha sido impuesto a las obras más que haber sido inducido, como los demás, de
sus análisis cuidadosos. Un ejemplo ilustra con especial claridad este punto.
En su interpretación de Réquiem NN Martínez considera que la labor de
“adopción” de los muertos recogidos del río puede ser leída como un acto de
duelo y justicia por parte de los adoptantes. Sin negar el derecho a esta
posible interpretación o que las vivencias de quienes realizan las adopciones
puedan coincidir con esta apreciación, es cuestionable el suponer que los
diferentes gestos con los que reciben a estos cadáveres anónimos puedan
realmente concebirse como actos significativos y objetivos de reparación y
reconocimiento, incluso a nivel simbólico. Lo que resulta intrigante es más
bien la existencia misma de estos gestos y de los esfuerzos de la población de
Puerto Berrio por recibir favores bajo la creencia de que están realizando un
acto de duelo hacia estos seres anónimos y sus familiares igualmente
desconocidos.
Dejar como una cuestión abierta la pregunta por la recepción
de las obras por parte del público y centrarse más claramente en las
implicaciones de su rico y complejo estudio le habría permitido a Martínez
desarrollar más extensamente las conclusiones que apenas esboza en el epílogo,
donde reitera gran parte de las tesis de la introducción. Sería enriquecedor,
en este sentido, ensayar interpretaciones alternas y complementarias sugeridas
por los análisis que aventura este libro y reflexionar más profundamente sobre
sus aportes desde un punto de vista humano y artístico más universal. Discutir,
por ejemplo, las implicaciones del intrincado tratamiento que proponen estas
obras de los diversos tipos de comprensión, visibilidad, espacialidad,
temporalidad, familiaridad y extrañeza, y sus evocaciones de lo liminal,
aquello que existe, como explica Martínez, entre lo material y lo inmaterial,
la presencia y la ausencia, la vida y la muerte. En otras palabras, aunque el
libro demuestra de manera convincente que los conceptos de “haunting” y de
realismo espectral son pertinentes y valiosos para analizar las obras
seleccionadas y realiza un diagnóstico esclarecedor de una tendencia reconocible
en el campo cultural colombiano contemporáneo, sería de gran valor resaltar
también las múltiples e iluminadoras perspectivas que ofrecen Rosero, Vega,
Forero, Romero, Echavarría, González y Diettes sobre los comportamientos, las
vivencias y las creencias de los individuos y los grupos humanos recreados en
sus trabajos, así como la riqueza perceptual y cognitiva de las herramientas formales
desarrolladas en las obras
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