jueves, 20 de julio de 2017

EL ARTE DE FINGIR DOLOR

Esta es la entrada a una novela excepcional de Rosa Montero que definitivamente quiero que mis lectores lean, no solo por el tema, la muerte y la espera, sino por la calidad literaria, es una novela hermosa, como una crónica, lapidaria, narra como aquellas personas que se nos van no volverán y siempre estamos esperando que lleguen, el valor de la ausencia en su cara más dura. Marie Curie y Pedro su esposo quien muere, constituye el mejor pretexto para abordar el tema, por aquellos encargos fortuitos que asumen los escritores, terminó convertido en un libro absolutamente bello. Al final está el link para que puedan leerla.

Rosa Montero

Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos, y con ello me refiero a la muerte de mis seres queridos. ¿Te parece lúgubre, quizá incluso morboso? Yo no lo veo así, antes al contrario: me resulta algo tan lógico, tan natural, tan cierto. Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina. Cuando un niño nace o una persona muere, el presente se parte por la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de lo verdadero: monumental, ardiente e impasible. Nunca se siente uno tan auténtico como bordeando esas fronteras biológicas: tienes una clara conciencia de estar viviendo algo muy grande. Hace muchos años, el periodista Iñaki Gabilondo me dijo en una entrevista que la muerte de su primera mujer, que falleció muy joven y de cáncer, había sido muy dura, sí, pero también lo más trascendental que le había ocurrido. Sus palabras me impresionaron: de hecho, las recuerdo aún, aunque tengo una confusa memoria de mosquito. Entonces creí comprender bien lo que quería decir; pero después de experimentarlo lo he entendido mejor. No todo es horrible en la muerte, aunque parezca mentira (me asombro al escucharme decir esto). Pero éste no es un libro sobre la muerte. En realidad no sé bien qué es, o qué será. Aquí lo tengo ahora, en la punta de mis dedos, apenas unas líneas en una tableta, un cúmulo de células electrónicas aún indeterminadas que podrían ser abortadas muy fácilmente. Los libros nacen de un germen ínfimo, un huevecillo minúsculo, una frase, una imagen, una intuición; y crecen como zigotos, orgánicamente, célula a célula, diferenciándose en tejidos y estructuras cada vez más complejas, hasta llegar a convertirse en una criatura completa y a menudo inesperada. Te confieso que tengo una idea de lo que quiero hacer con este texto, pero ¿se mantendrá el proyecto hasta el final o aparecerá cualquier otra cosa? Me siento como ese pastor del viejo chiste que está tallando distraídamente un trozo de madera con su navaja, y que cuando un paseante le pregunta, «¿Qué figura está haciendo?», contesta: «Pues, si sale con barbas, san Antón; y, si no, la Purísima Concepción.» Una imagen sagrada, en cualquier caso. La santa de este libro es Marie Curie. Siempre me resultó una mujer fascinante, cosa que por otra parte le ocurre a casi todo el mundo, porque es un personaje anómalo y romántico que parece más grande que la vida. Una polaca espectacular que fue capaz de ganar dos premios Nobel, uno de Física en 1903 junto con su marido, Pierre Curie, y otro de Química, en 1911, en solitario. De hecho, en toda la historia de los Nobel sólo ha habido otras tres personas que obtuvieron dos galardones, Linus Pauling, Frederick Sanger y John Bardeen, y sólo Pauling lo hizo en dos categorías distintas, como Marie. Pero Linus se llevó un premio de Química y otro de la Paz, y hay que reconocer que este último vale bastante menos (como es sabido, hasta se lo dieron a Kissinger). O sea que Madame Curie permanece imbatible. Además Marie descubrió y midió la radiactividad, esa propiedad aterradora de la Naturaleza, fulgurantes rayos sobrehumanos que curan y que matan, que achicharran La ridícula idea de no volver a verte tumores cancerosos en la radioterapia o calcinan cuerpos tras una deflagración atómica. Suyo es también el hallazgo del polonio y el radio, dos elementos mucho más activos que el uranio. El polonio, el primero que encontró (por eso lo bautizó con el nombre de su país), quedó muy pronto oscurecido por la relevancia del radio, aunque últimamente se ha puesto de moda como una eficiente manera de asesinar: recordemos la terrible muerte del ex espía ruso Alexander Litvinenko, en 2006, tras ingerir polonio 210, o el polémico caso de Arafat (otro Nobel de la Paz alucinante). De modo que hasta esas siniestras aplicaciones llegó la blanca mano de Marie Curie. Pero, para bien o para mal, esa fuerza devastadora está en la misma base de la construcción del siglo XX y probablemente también del XXI. Vivimos tiempos radiactivos. Litvinenko en su lecho de muerte. La magnitud profesional de Madame Curie fue una absoluta rareza en una época en la que a las mujeres no les estaba permitido casi nada. De hecho, hoy siguen siendo relativamente escasas las científicas, y desde luego todavía se les escatiman los galardones. Desde el comienzo de los Nobel hasta el año 2011 se han llevado el premio 786 hombres por sólo 44 mujeres (poco más del seis por ciento), y además la inmensa mayoría de ellas fueron de la Paz y de Literatura. Sólo hay cuatro laureadas en Química y dos en Física (incluyendo el doblete de Curie, que levanta mucho el porcentaje). Por no hablar de los casos en los que simplemente les robaron el Nobel, como sucedió con Lise Meitner (1878-1968), que participó sustancialmente en el descubrimiento de la fisión nuclear, aunque el galardón se lo llevó en 1944 el alemán Otto Hahn sin siquiera mencionarla, porque además Lise era judía y eran tiempos nazis. Lise tuvo la suerte de vivir lo bastante como para empezar a ser reivindicada y recibir algunos homenajes en su vejez: no sé si eso compensará la herida de una vida entera. Mucho peor es lo que sucedió con Rosalind Franklin (1920-1958), eminente científica británica que descubrió los fundamentos de la estructura molecular del ADN. Wilkins, un compañero de trabajo con quien mantenía una relación conflictiva (era un mundo todavía muy machista), cogió las notas de Rosalind y una importantísima fotografía que la científica había logrado tomar del ADN por medio de un complejo proceso denominado difracción de rayos X y, sin que ella lo supiera ni lo autorizara, mostró todo a dos colegas, Watson y Crick, que estaban trabajando en el mismo campo y que, tras apropiarse ilegalmente de esos descubrimientos, se basaron en ellos para desarrollar su propio trabajo. Se ignora si Rosalind llegó a conocer el «robo» intelectual del que había sido objeto; falleció muy joven, a los treinta y siete años, de un cáncer de ovario muy probablemente causado por la exposición a esos rayos X que le permitieron atisbar las entrañas del ADN. En 1962, cuatro años después de la muerte de Franklin, Watson, Crick y Wilkins obtuvieron el Nobel de Medicina por sus hallazgos sobre el ADN. Como el galardón no se puede ganar póstumamente, nunca se lo hubiera llevado Rosalind, aunque desde luego se lo merecía. Pero lo más vergonzoso es que ni Watson ni Crick mencionaron a Franklin ni reconocieron su aportación. En fin, una historia sucia y triste. Aunque, por lo menos, se conoce. Me pregunto cuántos otros casos de espionaje, apropiación indebida y parasitismo ha podido haber en la historia de la ciencia sin que hayan llegado a hacerse públicos. Ésta es Rosalind Franklin: guapa, ¿eh? (Increíble: mientras redactaba las líneas anteriores, me ha mandado un mensaje a mi facebook una amiga de la página, Sandra Castellanos; no nos conocemos personalmente, sólo sé que vive en Canadá y que es una buena escritora principiante, porque la he leído. Hacía meses que no hablábamos y de repente, salido de la chisporroteante vastedad cibernética, me llega lo siguiente: Hola, Rosa, vi esto y pensé que te encantaría: DePor amor a la física, de Walter Lewin: «Los retos de los límites de nuestro equipamiento hacen aún más asombrosos los logros de Henrietta Swan Leavitt, una brillante pero por lo general ignorada astrónoma. Leavitt trabajaba en el Observatorio de Harvard en un puesto secundario en 1908 cuando comenzó su trabajo, que logró dar un salto gigante en la medición de la distancia a las estrellas. La ridícula idea de no volver a verte »Este tipo de cosas ha pasado tan a menudo en la historia de la ciencia que el hecho de minimizar el talento, la inteligencia y la contribución de las mujeres científicas debería considerarse un error sistémico.» Y en el pie de página: «Le sucedió a Lise Meitner, que ayudó a descubrir la fisión nuclear; a Rosalind Franklin, que contribuyó a descubrir la estructura del ADN; y a Jocelyn Bell, que descubrió los púlsares y que debería haber compartido en 1974 el premio Nobel que le dieron a su supervisor, Anthony Hewish.» ¡Guau! No sabía nada de Leavitt ni de Jocelyn Bell, pero lo que me ha dejado atónita es la espectacular sintonía en el tiempo y el tema. Y lo más inquietante: estas #Coincidencias que parecen mágicas abundan en el territorio literario. Pero de esto hablaremos más adelante). Yo estaba haciendo otra novela. Llevaba más de dos años tomando notas. Leyendo libros próximos al tema. Dejando crecer el zigoto en mi cabeza. Por fin la comencé, o sea, pasé al acto, me senté delante de un ordenador y me puse a teclear. Fue en noviembre de 2011. Toda la trama sucede en la selva, ese asfixiante, putrefacto, enloquecedor vientre vegetal. Escribí los tres capítulos primeros. Y me gustan. Además sé todo lo que va a pasar después. Y también me gusta, es decir, creo que puede ser emocionante para mí escribirlo. Y, sin embargo, a finales de diciembre dejé esa historia tal vez para siempre (espero que no). Sólo he abandonado otra novela a medio hacer en toda mi vida: sucedió en 1984 y en aquella ocasión llevaba un centenar de páginas. Las tiré, salvo las cinco o seis primeras, que publiqué a modo de cuento con el título de «La vida fácil» en mi libro Amantes y enemigos. Esa novela no volverá jamás. Dejé de sentir a los personajes, dejaron de importarme sus peripecias, me cansé del tema. Para poder escribir una novela, para aguantar las tediosas y larguísimas sentadas que ese trabajo implica, mes tras mes, año tras año, la historia tiene que guardar burbujas de luz dentro de tu cabeza. Escenas que son islas de emoción candente. Y es por el afán de llegar a una de esas escenas que, no sabes por qué, te dejan tiritando, por lo que atraviesas tal vez meses de soberano e insufrible aburrimiento al teclado. De modo que el paisaje que atisbas al empezar una obra de ficción es como un largo collar de oscuridad iluminado de cuando en cuando por una gruesa perla iridiscente. Y tú vas avanzando con esfuerzo por el hilo de sombras de una cuenta a la otra, atraída como las polillas por el fulgor, hasta llegar a la escena final, que para mí es la última de estas islas de luz, una explosión radiante. Por cierto que cada novela tiene pocas perlas: con suerte, con muchísima suerte, tal vez diez. Pero incluso puedes apañártelas con cuatro o cinco, si son lo suficientemente poderosas para ti, si son embriagadoras, si las sientes tan grandes que no te caben dentro del pecho y te dices: yo esto tengo que contarlo. Porque, de no hacerlo, presumes que la escena estallaría en tu interior y terminarías sacando chorros de vapor por las narices. Y lo que sucedió con aquella novela de 1984 es que las bombillas de la verbena se apagaron. Se acabó la necesidad, el temblor y el embeleso. Fue un verdadero aborto, y además tan tardío, digamos metafóricamente de unos cinco meses, que mi salud literaria se resintió: me capturó La Seca, como decía Donoso, y pasé casi cuatro años sin poder escribir. Un maldito infierno, porque al perder la escritura perdí el nexo con la vida. Sentía una atonía, una distancia con la realidad, una grisura que lo apagaba todo, como si no fuera capaz de emocionarme con lo que vivía si no lo elaboraba mentalmente por medio de palabras. Si te fijas bien, es posible que Fernando Pessoa se refiriera a eso en sus célebres versos: «El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que llega a fingir dolor del dolor que de veras siente.» Tal vez el escritor sea un tipo más o menos tarado que es incapaz de sentir su propio dolor si no finge o construye con palabras sobre ello. Con esas palabras que colocan, que completan, que consuelan, que calman, que te hacen consciente de estar viva. Vaya, todos los términos me han salido con C. Extraordinario. El ciego tintineo del cerebro. No creo que mi relato de la selva esté tan muerto como aquel de 1984 que me acabó bloqueando. Quiero pensar que es una simple falta de sintonía entre el tema y yo; que no era lo que quería contar ahora; o que antes necesitaba contar otra cosa. Esa novela apareció en mi cabeza durante los meses de la enfermedad de mi marido. Es la trama más oscura, más desesperaba y acongojante que he ideado jamás. Y ahora no me veo ahí. No quiero meterme ahí. No deseo pasar el próximo año atrapada en esa selva trituradora. En ésas estaba cuando llegó un email de Elena Ramírez, editora de Seix Barral. Me proponía que hiciera un prólogo para Únicos, una colección de libritos muy breves. El texto del que quería que hablara era el diario de Marie Curie, poco más de una veintena de páginas redactadas a lo largo de doce meses después de la muerte de su marido, que falleció a los cuarenta y siete años atropellado por un coche de caballos. Y la sabia, bruja, maga Elena Ramírez decía: «He pensado en ti porque refleja con una crudeza descarnada el duelo por la pérdida de su marido. Creo que si te gusta la pieza podrías hacer algo estupendo, sobre ella o sobre la superación (si puede llamarse así) del duelo en general. Creo, además, que según hagas la inmersión en el libro y según te sientas al escribir, podría ser un prólogo o el cuerpo central, y el diario de Curie un complemento… ahí lo dejo abierto a cualquier sorpresa.» Leí el texto. Y me impresionó. Más que eso: me atrapó. Pero éste tampoco es un libro sobre el duelo. O no sólo. Compré media docena de biografías de Madame Curie, de la que antes ya sabía cosas, pero no tanto. Y empezó a crecer algo informe en mi cabeza. Ganas de contar su historia a mi manera. Ganas de usar su vida como vara de medir para entender la mía; y no estoy hablando de teorías feministas, sino de intentar desentrañar cuál es el #LugarDeLaMujer en esta sociedad en la que los lugares tradicionales se han borrado (también anda perdido el hombre, desde luego, pero que ese pantano lo explore un varón). Ganas de merodear por las esquinas del mundo, de mi mundo; y de reflexionar sobre una serie de #Palabras que me despiertan ecos, #Palabras que últimamente andan dando vueltas por mi cabeza como perros perdidos. Ganas de escribir como quien respira. Con naturalidad, con #Ligereza. De pequeña enfermé de tuberculosis. Estuve sin ir al colegio de los cinco a los nueve años y, según consta en la leyenda familiar, me salvó un pediatra llamado don Justo, que era un médico maravilloso y una gran persona y que no cobraba cuando no había dinero. Recuerdo bien las múltiples visitas a don Justo; vivíamos lejos, teníamos que coger un autobús y yo siempre llegaba mareada (por entonces, cuando casi nadie tenía coche propio y la gente viajaba poco en vehículos a motor, era bastante habitual ponerse La ridícula idea de no volver a verte malísimo en cuanto uno se subía a un automóvil). Al fondo de su consulta, don Justo tenía una especie de cuartito en donde estaba la máquina de rayos X. Una y otra vez, en cada ocasión que fui a verle, durante la enfermedad y las revisiones de los años posteriores, don Justo me ponía de pie en la máquina, desnuda de cintura para arriba porque acababa de auscultarme. Hacía que me colocara bien derecha, con la espalda pegada al metal helado, y luego acercaba a mi pecho la pantalla de rayos, también desagradablemente fría. Yo apoyaba la barbilla en el borde superior: el aparato tenía un ligero aroma como a hierro, un tufo que luego he reconocido en el olor de la sangre. Don Justo y mi madre se instalaban delante de la máquina sin ninguna protección y, tras apagar la lámpara, empezaba el espectáculo; recuerdo la penumbra del gabinete, y cómo las caras del pediatra y de mi madre se iluminaban con el resplandor azulado de los rayos. «¿Ve usted, doña Amalia? —decía don Justo, señalando con el dedo hacia algún rincón de mi pecho—, esa parte aparece más blanca porque la lesión se está calcificando.» Miraban y conversaban animadamente durante un tiempo que a mí me parecía larguísimo, fascinados por el espectáculo de mis interiores. Yo me sentía importante, pero también incómoda e inquieta: esa oscuridad, ese fulgor espectral que parecía convertirlos en fantasmas, por no mencionar la asquerosa idea de que vieran mis tripas. Hoy calculo la cantidad de radiaciones que debimos de recibir todos y se me hiela la sangre, aunque resulta tranquilizador saber que don Justo falleció con casi cien años y que mi madre sigue viva y guerrera a los noventa y uno. Todo esto fue a finales de los cincuenta y principios de los sesenta; Marie Curie había muerto, destrozada por el radio, un cuarto de siglo antes. Ahora pienso en el brillo frío que salía de mi pecho como un ectoplasma y en el zumbido de la máquina y siento una profunda cercanía, una rara intimidad con aquella ceñuda científica polaca. De algún modo, su trabajo ayudó a que me diagnosticaran y me curaran. Por no mencionar que la madre de Marie murió de tuberculosis. ¡Y además yo también he visto ese fulgor azul que Curie tanto amó! Digamos que he sido una niña radiactiva; y ahora soy una madura mayor o una vieja joven que, desde hace un par de años, reside a dos esquinas de la antigua consulta de don Justo, es decir, a cien metros de donde estuvo aquella antigua máquina de rayos X que olía como la sangre. Ahora el piso es un gabinete ginecológico. A veces tengo la sensación de que uno se mueve en la vida dando siempre vueltas por los mismos lugares, como en un desconcertante Juego de la Oca. Marie Curie no fue sólo la primera mujer en recibir un premio Nobel y la única en recibir dos, sino también la primera en licenciarse en Ciencias en la Sorbona, la primera en doctorarse en Ciencias en Francia, la primera en tener una cátedra… Fue la primera en tantos frentes que resulta imposible enumerarlos. Una pionera absoluta. Un ser distinto. También fue la primera mujer en ser enterrada por sus propios méritos en el Panteón de Hombres Ilustres (sic) de París. Trasladaron sus restos ahí el 26 de abril de 1995 con gran pompa y boato (por cierto que en el Panteón también están Pierre Curie y Paul Langevin, el marido y el amante de Marie) y el discurso del presidente Mitterrand, para entonces ya muy enfermo, enfatizó «la lucha ejemplar de una mujer» en una sociedad en la que «las funciones intelectuales y las responsabilidades públicas estaban reservadas a los hombres». Estaban, dijo. Como si esas desigualdades ya hubieran sido superadas por completo en el mundo contemporáneo. Pero Marie Curie sigue siendo la única mujer enterrada en el Panteón; y el Panteón aún se denomina, faltaría más, de Hombres Ilustres. ¿Cómo conquistó esa polaca sin apoyos ni dinero todo eso, tan temprano, tan sola, tan a contrapelo? Fue una mujer nueva. Una guerrera. Una #Mutante. ¿Por eso estaba siempre tan seria, tan triste? ¿Por eso tenía esa expresión tan trágica en todas sus fotos? Incluso en instantáneas que, como la siguiente, son anteriores a su viudez. Pienso ahora en el viejo chiste del pastor que tallaba una madera y me digo que quizá lo que salga de este libro sea algo intermedio; y que Marie tuvo que ser a la vez san Antón y la Purísima Concepción para llegar a hacer todo lo que hizo.











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