Author : EU-topías Date : 5 febrero, 2015 El puño invisible.
Arte, revolución y un siglo de cambios culturales, Carlos Granés, Madrid,
Taurus, 2011, 469 pp.
Imanol Zumalde
El (nuevo) malestar en la cultura Si, con esa intuición de
zahorí que le caracteriza, Michel Houellebecq predijo en el final de Plataforma
el atentado de Bali de octubre de 2002 con un año de antelación, en su última y
no menos clarividente novela, El mapa y el territorio, retrató con pelos y
señales el malestar, literalmente freudiano, que aqueja a la Cultura de nuestro
tiempo. Tal es así que Daniel Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercad-o del
arte, el lienzo-emblema de una de las etapas del derrotero artístico del
protagonista, resume de un brochazo todos los síntomas que salen a relucir en El
puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales, reciente
ensayo en el que Carlos Granés (Bogotá, 1975) indaga a fondo en los múltiples
estragos que parecen afligir a la Cultura de este tiempo confuso que nos ha
tocado vivir: la banalización del Arte, la depauperación del gusto, la obscena
mercantilización del negocio artístico, la vacuidad oscurantista del discurso
teórico que mece la cuna de los creadores, etc. Este trabajo, que mereció el
Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco en su edición de 2011, es un
impetuoso recorrido por la historia cultural del Occidente de la última
centuria, lapso temporal enmarcado por dos hitos reveladores: la publicación
(en 1909) del Manifiesto Futurista de Marinetti y la madrileña revuelta light del
15-M (de 2011), que Granés considera eco tardío (y adulterado) de esa
revolución cultural fraguada a fuego lento en la que centra el foco. Cabría
objetar, de entrada, la no correspondencia conceptual de ambos acontecimientos:
uno, pese a sus ínfulas, pertenece al terreno de lo artístico; el otro al mucho
más amplio de la política. Con lo que el último difícilmente puede ofrecer un
cierre categorial adecuado al periodo que se abre con el primero. Pero vayamos
al grano. Resumida en el críptico título del libro (en jerga boxística se llama
puño invisible al más peligroso, no porque sea el más fuerte, sino porque no se
le ve venir), la tesis que guía a través de este sinuoso itinerario mezcla
perspicacia y grandilocuencia a partes iguales: contra una lectura de la
historia del siglo XX que hoy ya sólo sostienen los sectores más recalcitrantes
de lo que algunos llamaron “la izquierda consecuente” (“Suele decirse que la
revolución bolchevique triunfó y que las vanguardias perdieron. Lenin
transformó Rusia, y sus ideas se extendieron con el tiempo a Europa del Este,
África, Asia y Latinoamérica”, pág. 14), parece una evidencia para Granés que
las grandes revoluciones políticas del siglo XX fracasaron al cabo del tiempo,
mientras la revolución cultural que las acompañaba 1 / 4 Eu-topías Revista de
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hurtadillas ha triunfado de forma inequívoca, aunque su formulación adopte
trazas de un oxímoron (“cada una de las batallas utópicas que emprendieron las
distintas vanguardias condujo a la derrota. Pero en conjunto, sumando los
esfuerzos de futuristas, dadaístas, surrealistas, letristas, músicos
experimentales, poetas beat, situacionistas, yippies y demás revolucionarios
culturales, sus batallas por transformar las vidas resultaron fructíferas”,
pag. 14). Según Granés, la aparatosa divergencia en el desenlace de ambas
revoluciones no dimana ni de cuestiones tácticas ni estratégicas, sino de la
diferencia decisiva a la hora de llevar a cabo la adecuada selección del
objetivo final: los dadaístas lo identificaron mejor que Lenin, Mao o
cualquiera de sus esforzados seguidores; se trataba de transformar de forma
radical los hábitos de vida de los individuos en lugar de hacerlo con las
estructuras del Estado, con la finalidad de que sus cambios facilitaran el
nacimiento de una nueva sociedad. Lo que a la postre les ha valido, si hemos de
creer a Granés, la victoria nada pírrica de haber terminado modelando a su
gusto las sociedades contemporáneas (“Si hoy sorprende que buena parte de la
población occidental, independientemente de que sea rica o pobre, culta o
ignorante, profesional o trabajadora, oriente su vida hacia el hedonismo, la
búsqueda de experiencias fuertes, espectáculos excitantes, aventuras transgresoras
y actitudes rebeldes, es porque se ha olvidado el legado vanguardista”, pág.
15). Esta idea troncal, no obstante, lleva consigo una curiosa transformación
(y formulada de esta manera, cierta incongruencia) en la medida en que, según
Granés, el triunfo postrero de la revolución cultural ha terminado produciendo
una serie efectos perniciosos en todos los órdenes de los que sólo cabe colegir
que estamos ante una auténtica calamidad (“… vivimos un período de calma
cultural, donde prevalece la frivolidad y la inocuidad de las obras, y en el
que los artistas, antes de oponerse a la sociedad en la que viven, producen un
arte que celebra los aspectos más rentables y degradantes del capitalismo
contemporáneo: la banalidad (Koons), el plagio (Prince y Levine), la
explotación (Sierra), el shock escandaloso (Hirst), el exhibicionismo (Emin),
la bobería (Creed), el sadismo (Muehl), el amarillismo (Orlan), la escatología
(Mike Kelley) y la vulgaridad (Paul MacCarthy)”, pág. 459). ¿Qué polvos han
traído tan cuantioso lodo?, ¿Qué extraña mutación ha hecho posible que el éxito
de los valores revolucionarios predicados por las vanguardias históricas haya
aflorado en la sociedad del espectáculo?, ¿Qué f-uerzas tectónica-s han vaciado
de contenido y banalizado el impulso revolucionario hasta convertirlo en mero
gesto y/o acto de consumo?, ¿Cómo es posible que los indignados del 11-M
exigieran casa, trabajo, beneficios sociales, estabilidad,... en fin, todos los
valores burgueses que combatió ese Mayo 68 que fue resultado indirecto de la
influencia vanguardista? Carlos Granés se empeña en descifrar estos enigmas y
contradicciones. Como no hay modo sensato de reflexionar sobre los procesos
revolucionarios sin la presencia tutora de su más perspicaz analista, las
referencias a Carlos Marx menudean por el libro. Sin embargo, la gran impronta
de Marx en el trabajo de Granés es de orden conceptual toda vez que la
parcelación dicotómica del relato histórico en dos grandes momentos que propone
(Primer tiempo y Segundo tiempo, separados por esa suerte de año-meridiano
situado en 1968) hace suya, con matices, la tantas veces mal citada aserción
que abre, a puerta gayola, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte (“Hegel dice
en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia
universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar:
una vez como tragedia y la otra como farsa”). En efecto, si lo que Granés
describe en Primer tiempo (a saber: el nacimiento y desarrollo arborescente de
las vanguardias artísticas del siglo XX) puede verse bajo un cierto prisma
trágico, la estampa que traza de lo que vino después del 68 (no sólo del Mayo
francés, sino también de ese Abril neoyorkino que brotó al calor de la
ocupación de la Universidad de Columbia) corresponde de manera bastante fiel a
la caricatura del tío (Napoléon) que Marx vió en el sobrino (Luis Bonaparte). 2
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http://eu-topias.org La figura de Warhol ocupa, por activa y por pasiva, una
posición angular en este entramado puesto que, amén de paradigma del
arte-mojiganga del Segundo tiempo, su obra constituye, por un lado, la
repetición, según la máxima de Marx, en clave de farsa de Marcel Duchamp, uno
de los padres de la vanguardia, al tiempo que cuando fue objeto de un atentado
(el 3 de julio de 1968 la feminista radical Valerie Solanas le descerrajó tres
disparos en The Factory, su famoso taller donde facturó el Pop Art) se
convirtió, por otro, en el actor pasivo, pero imprescindible, del acto que
según el ensayista colombiano marcó el cataclismático final del virtuoso Primer
tiempo de la revolución artística. La dramaturgia con la que Granés despliega
estas dos partes-tiempos reproduce, se diría que por ósmosis, la dicotomí-a argumental
que desarrollan: tras señalar sus respectivos manantiales (sobre el germen de
Max Stirner –El único y su propiedad– estallan los sucesivos Big Bang
futurista, conceptual y dada), la primera parte hace un uso preciosista del
montaje paralelo (cada capítulo lleva inscritos los lugares y años en los que
acontecen los hechos que abarca) para dar cuenta de la evolución simultánea de
los distintos veneros por los que fluye la idea de común de subvertir la
institución y las formas tradicionales del Arte (las soirées del Cabaret
Voltaire migran de Zurich a Berlín, Breton disiente y crea el surrealismo,
etc.; Isou funda el letrismo, Debord lo sublima con el situacionismo que da
lugar a la marea Pro-situ, suerte de efecto dominó que va de Alemania a
Escandinavia, a Holanda, a Francia, a Inglaterra, etc.; en paralelo, John Cage
descubre a Duchamp, desembarca en el Black Mountain College donde crea junto a
Merce Cunningham el happening, etc.) Este zizagueante relato que avanza
trenzando sus líneas de fuerza como los mejores thrillers adviene bajo la
autoridad epistémica de una voz narradora que al tiempo de exponer con
encomiable claridad la caudalosa información que maneja, juzga sin
contemplaciones la vida y las obras (en muchos casos indiscernibles) de esa miríada
de artistas y creadores de todo pelaje a los que pasa revista. Esa narración
translúcida, virtuosista y trepidante se colapsa e implosiona a la hora de dar
cuenta de la mutación que padece el proyecto revolucionario de las vanguardias
a partir de mediados de los años sesenta. Tal es así que el Segundo tiempo es,
en puridad, un exhaustivo informe de situación del desastre al que ha conducido
la utopía de las vanguardias cuando su mixtificación consiguió filtrarse en las
conciencias, formas y estilos de vida de los occidentales. Se trata, en suma,
de siete grandes bloques (más un octavo encargado de cotejar el Mayo francés de
1968 y el madrileño de 2011) que abordan en compartimentos estancos las
distintas metástasis del cáncer cultural que aqueja a nuestro tiempo: la
coronación de la banalidad y el culto a la fama (de Warhol a Koons), la
mercadotecnia del escándalo (de la operación Sex Pistols de Malcom McLaren a
los Young British Artists), la redefinición integral del Conocimiento impuesto
por el relativismo (Multi)cultural, la abyección y las laceraciones como motivo
artístico (del art corporel al body art sangriento), el hedonismo como
argument-o estético bajo el imperio de la novedad (con Damien Hirst de
flautista de Hamelin), el triunfo del discurs-o teórico sobre el objeto
artístico (el despotismo del Curator), y el adocenamiento capitalista de las
pretéritas muestras de la contracultura revolucionaria (el rock, las drogas y
la liberación sexual como rentables argumentos de la industria del entretenimiento).
El collage que forman estos ocho bloques se resiente a ojos vista sin el
respaldo de una lógica (discursiva) fuerte. Su disposición, perfectamente
intercambiable, parece arbitraria cuando no caprichosa, y a uno se le antoja
que alguna sección está de más (“De la revolución al espectáculo 1964-2000.
Detroit, Ann Arbor, Polo Norte” aborda cuestiones cuando menos tangenciales) y
otras merecerían un abordaje conjunto, como es el caso de los capítulos que en
buena medida gravitan en torno a Koons y Hirst, figuras sintomáticas de la
misma enfermedad (“Del radicalismo revolucionario al regocijo de la banalidad
1966-1990. Nueva York, San Francisco” y “Del individualismo libertario al
hedonismo egoísta 1970-2011. Nueva York”, respectivamente). A esto se suma el
hecho de que, a la inversa de su precedente, en este Segundo tiempo el juicio
(siempre adverso) de la voz narradora prevalece sobre la ubicación
historiográfica de los artistas y sus obras, lo que da pie a que un Granés 3 /
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http://eu-topias.org definitivamente desatado no deje títere con cabeza. Aunque
es materialmente imposible no discrepar en algún detalle de este páramo
apocalíptico digno de El Bosco más sombrío (la figura de Warhol, artista más
serio de lo que Granés quiere concederle, amén de cineasta esencial es acreedor
de algunos méritos que el autor le niega de forma radical; Obra No 227 de
Martin Creed, mucho menos “tonta” de lo que aprecia Granés, demuestra, entre
otras cosas, que el arte conceptual, desde su alumbramiento duchampiano, juega
en el filo de navaja), no se puede objetar que, en términos globales, el
diagnóstico se aproxima bastante a la realidad. Por si fuera poco, este Segundo
tiempo cuenta al menos con tres apartados magistrales (los que abordan,
respectivamente, el impacto devastador del multiculturalismo, la abyección como
argumento estético, así como el eclipse del objeto artístico tras su paratexto
teórico) en los que Granés hace gala de sus mejores armas: una mirada incisiva
que no se arredra ante las modas ni la corrección política, así como el sólido
respaldo de una documentación fecunda, pertinente y esclarecedora que es
llevada en volandas por un estilo expositivo tan poderoso como eficaz.
Imanol Zumalde.
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