Está descontado el rigor y la seriedad de este
escritor Argentino, al que hemos leído y seguido con avidez y gusto desde hace
mucho tiempo. Este artículo, que reproducimos en este blog y que apareció en el
portal de “Letras libres”, constituye un texto de suma importancia para los
escritores en ciernes, como siempre pasa con sus contribuciones, es de un rigor
absoluto y por su puesto lúcido y esclarecedor.
Publicar el primer libro es un hecho decisivo en la
vida de un escritor. Es un momento de inauguración y a la vez de clausura: le
impide recordar qué era o cómo se sentía cuando era un autor inédito.
PATRICIO
PRON
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“El primer libro es el único que importa, tiene la forma
de un rito de iniciación, un pasaje, un cruce de un lado al otro”, sostuvo
Ricardo Piglia: su relato de los Años de formación previos a
ese “pasaje” en 1967 con Jaulario (que autor y editor
rebautizarían ese mismo año para su aparición en Argentina como La
invasión) es retrospectivo, carece de entusiasmos transitorios, extrae
sentido de asuntos poco relevantes en el momento en que tuvieron lugar pero que
resultaron significativos con el transcurso del tiempo (una mudanza, una
conversación, un rumor en los pasillos de una universidad), reúne vislumbres
del escritor que Piglia será pero que, en el momento de la escritura no es aún
(aunque sí en el de la lectura, por supuesto); acepta, finalmente, la nula
relevancia de la primera publicación para cualquiera que no sea su autor, pero
admite la emotividad que esta genera: “La importancia del asunto es meramente
privada, pero nunca se puede olvidar, estoy seguro, la emoción de ver un libro
impreso con lo que uno ha escrito.”
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¿Cómo se transforma uno en un escritor? ¿Qué motivación
profunda, qué carencias, qué condicionantes, qué estímulos devienen vocación y
por qué precisamente esta? Varios miles de libros, cientos de filmes de ficción
y documentales y numerosas series de toda naturaleza intentan responder a esta
pregunta, no sin dificultades, pero todos ellos coinciden en señalar el primer
libro como cesura y alumbramiento del escritor. Hace un par de años, por
ejemplo, la prestigiosa revista estadounidense The Paris Review inició
una serie de entrevistas titulada “My first time” en la que se interroga a
escritores acerca de su primera publicación: las piezas –en las que participan
Sheila Heti, Tao Lin, Donald Antrim y Ben Lerner, entre otros– son notables,
pero lo más significativo de los testimonios dados consiste en la imposibilidad
por parte de los autores de establecer un momento en el que un cierto número de
estímulos, de habilidades y de limitaciones devino en una vocación y, más
tarde, en algo parecido a una profesión: cualesquiera que sean las estrategias
retóricas que se empleen para ello, el resultado es siempre un relato, no de lo
que sucedió realmente, sino de aquello que, habiendo sucedido, es percibido
posteriormente como el desencadenante de algo, de la transformación en
escritor. (Quizás sea esta certeza la que llevó a Ricardo Piglia a
publicar Los diarios de Emilio Renzi a sabiendas de que estos
no son realmente diarios ni, por supuesto, fueron escritos por Renzi: este
último es el avatar que el escritor argentino emplea más habitualmente para
representarse como autor en ciernes, y la adscripción al género del diario
íntimo permite disimular el carácter inevitablemente retrospectivo del relato.)
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(Acerca de lo cual advertía ya Tobias Wolff al afirmar,
en Vieja escuela, que “no se puede hacer ningún relato verídico de
cómo o por qué uno se convirtió en escritor, ni existe ningún momento del que
se pueda decir: Es entonces cuando me convertí en escritor. Las piezas sueltas
encajan más adelante, con mayor o menor sinceridad, y después de que los
relatos se hayan repetido adquieren la categoría de recuerdos y bloquean todas
las demás rutas de exploración”.)
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Al filósofo español Antonio Valdecantos le debemos desde hace
algún tiempo una visión sugerente y notablemente apartada de lo consuetudinario
en relación a lo que él llama “la agrafía” y que otros autores han llamado “la
negatividad” o el “síndrome Bartleby”; para Valdecantos, “el ágrafo no es un
fugitivo de la escritura, sino más bien el escritor un traidor a la agrafía”.
¿Para qué escribir “exuberantes y cenagosas selvas de palabras” de las que solo
quedarán, en el mejor de los casos, “un par de arbustos enanos, hijos del
malentendido y de alguna tara exegética inconfesable” si, por otra parte, “aun
en el caso milagroso de que la prosa (o el verso) le llegaran a surgir con
fluidez [al autor], lo resultante se precipitaría por el sumidero del mercado,
donde, en el mejor de los casos, habría de competir con material libresco
verdaderamente repugnante?”
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Estas preguntas no solo son motivo de desvelo para autores en
ciernes: se aplican también a la lectura de una primera novela, en especial si
esta es recuperada años después. ¿Qué convirtió a su autor en escritor? ¿Qué
significó para él o ella, qué le pasó por la cabeza al sentir, como dice
Piglia, “la emoción de ver un libro impreso con lo que uno ha escrito”? Muy posiblemente
ni siquiera el autor pueda responder a estas preguntas; es decir, retrotraerse
al momento en que un libro suyo era su “primer libro”, aislada, inicialmente,
sin promesa de continuidad ni de fortuna, al margen de libros posteriores que
ratifiquen o desmientan la promesa de ese primer libro y las ideas que su autor
tenía acerca de lo que es y hace un escritor antes de ser uno públicamente. La
apertura que todo primer libro supone, y que inaugura para su autor un mundo,
el de la sociabilidad del escritor editado y sus posibilidades, pero también
sus limitaciones, es también un movimiento de clausura, que impide al autor
recordar posteriormente qué era o cómo se sentía en su condición de inédito, lo
que supone que sobre esa condición se proyecten visiones idealizadas de un
estado de supuesta pureza en el que el escritor habría dispuesto de las mayores
libertades (erróneamente atribuidas a la falta de presión que supondría carecer
de un público lector y encontrarse al margen de un negocio editorial que
constreñirían la autonomía del escritor, cuando es evidente para quienquiera
que haya experimentado ambas cosas que ninguna de ellas supone un problema real
para el “verdadero” escritor y que la condición de inédito también entraña una
presión específica: más concretamente, la de tratar de publicar) y de una
convicción puesta a prueba por las dificultades que se le presentaron hasta
tener su primera obra en las manos.
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“De la vida de la que surge lo que se escribe no es posible
escribir”, afirma Tobias Wolff. “Transcurre sin el conocimiento del propio
escritor, por debajo de las inquietudes y los ruidos de la mente, en profundos
pozos sin luz donde los mensajeros fantasmas se esfuerzan por avanzar hacia
nosotros, matándose entre sí a lo largo del camino.” A pesar de ello, no es
raro que las primeras novelas tengan un sesgo autobiográfico y sugieran,
paradójicamente, una motivación doble: por una parte, el deseo de inventar, de
producir un mundo dentro del mundo por el que se juzgue al autor, en un ámbito
en que sean determinantes la inventiva y el ingenio; por otra, la necesidad
íntima de contar algo que le ha sucedido al autor, que lo sitúe en el mundo
incluso a condición de que lo haga como personaje de una obra literaria.
(Rainer Maria Rilke eternizó esta doble motivación en Franz Xaver Kappus,
quien, por cierto, y al margen de un puñado de estudiosos, ya solo es conocido
como interlocutor y personaje de las Cartas a un joven poeta.)
Todos esos primeros relatos autodiegéticos y en “primera persona” cuyo narrador
comparte rasgos con su autor (a veces la edad, casi siempre el género, a menudo
la nacionalidad, muchas veces los entusiasmos literarios y/o musicales), en los
que las acciones narradas concluyen con una acción última, la de sentarse a
escribir lo vivido, ponen esto de manifiesto, y constituyen una trampa en la
que los lectores caemos una y otra vez: en realidad, queremos estar allí,
viendo la transformación de un sujeto en escritor; en lo posible, revelándonos
cómo es esa transformación y qué la motiva. En Alemania existen en la
actualidad quince premios literarios destinados a primeros libros y en decenas
de otros países y tradiciones literarias los premios que distinguen obra
inédita suelen inclinarse por las de debutantes; las vanity presses no
prosperarían sin ellos ni sin la curiosidad que inspiran los primeros libros al
menos desde 1750 (cuando se produjo un desplazamiento de la noción de valor de
una obra, que pasó de la imitación al ejercicio de la autoría, con sus nociones
adyacentes de originalidad, excepcionalidad y novedad), en su función de corte
transversal, de “rito de paso”, de alumbramiento del nuevo escritor. (Algo en
lo que parecen haber creído especialmente Wilhelm Raabe, quien a partir de 1854
celebró cada 15 de noviembre su Federansetzungstag –literalmente,
el “día en que tomó la pluma”–, y James Joyce, quien exigió a Sylvia Beach que
la publicación de Ulises coincidiese con su cuadragésimo
cumpleaños, el 2 de febrero de 1922: para ellos, publicar era nacer, y es en
ese sentido, y en tanto expresión de deseos, que se entiende la publicación
de Ingrid Babendererde. Reifeprüfung 1953 [Ingrid
Babendererde. Examen final 1953], el primer libro de Uwe Johnson, en 1985,
cuando su autor llevaba un año muerto.)
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(Por lo demás, Alemania parece un país verdaderamente
obsesionado con los primeros libros: en 1894 Karl Emil Franzos publicó una
selección de testimonios titulada Die Geschichte des Erstlingswerks [La
historia de la primera obra] que incluía afirmaciones de Paul Heyse,
Theodor Fontane y otros, y Renatus Deckert lo imitó en 2007 con una selección
llamada Das erste Buch [El primer libro] de la que
participaron Martin Walser, Hans Magnus Enzensberger, Elfriede Jelinek y otros.
Es raro encontrar este tipo de obras fuera del ámbito germanohablante, quizás
debido a que solo en él se atribuye valor a la primera obra como algo más que
como argumento de venta.)
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En la literatura se juega siempre algo de la índole de la
afirmación personal, sostienen algunos (erróneamente, puesto que, como aseguró
Simone Weil, “todas las obras de arte de mérito llevan inscritas de alguna
manera el talento individual de su creador, sus particularidades más concretas
y específicas; las obras maestras, sin embargo, siempre tienen algo de
anónimo”), y en ella, al menos en sus primeras manifestaciones, ocupa un lugar
central el miedo a desnudarse ante desconocidos. Buena parte de los primeros
libros oscila entre un extremo y el otro, pese a lo cual, o precisamente a raíz
de ello, no son pocas las voces que intentan convertir el rito de paso del
primer libro en un asunto puramente práctico; el escritor estadounidense Odie
Lindsey, por ejemplo, recomendaba a sus lectores en un artículo reciente que
“antes de dedicarse a la escritura como carrera profesional” se aseguraran de
que no lo hacen “simplemente por padecer agorafobia o estar deprimidos”. A
continuación (sostenía) se deben seguir los siguientes pasos: “escribir una
mala novela breve”, “no publicar la mala novela breve”, “buscarse un agente” y
aceptar el hecho de que “la industria editorial tiene tiempos geológicos”; la
coronación del proceso sería la publicación del primer libro y una emoción
subyacente (“egoísta, familiar, tan vitalmente pueril”) que ni siquiera el
cinismo o su transformación en un asunto de índole práctica podrían disimular.
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A pesar de lo que se cree habitualmente (y contra la opinión
consuetudinaria de que sería posible producir algo de la nada, y que esa
producción tendría el carácter de un alumbramiento), no hay primeros gestos en
literatura, sino una suma de ellos que son considerados fundacionales con el
tiempo y de forma retrospectiva. Al obtener el Premio Pulitzer por su
novela La luz que no puedes ver (2014), Anthony Doerr admitió
el hecho de que su camino hacia esa consagración estuvo pavimentado por
proyectos fallidos (una novela sobre salmones, media novela sobre un farero, al
menos una docena de historias breves); sin La luz que no puedes ver y
el Pulitzer, todos ellos podrían ser computados como fracasos; con la
publicación de su novela y la obtención del premio, adquieren el carácter de
contraparte necesaria, la penumbra sobre la que se recorta, más nítidamente, un
haz de luz. El escritor jamaicano Marlon James, autor de una Breve
historia de siete asesinatos (2014) por la que obtuvo el Premio Man
Booker, contó, por su parte, que “llegó un momento en el que mis novelas
inéditas superaban en número a las publicadas: una de ellas era narrada por
prostitutas jamaicanas; la segunda, por dos mellizos albinos cantantes de
góspel que escapaban de un asesino serial que también era su mánager”. “Pienso
que es importante no obsesionarse con ideas del tipo ‘esta pieza funciona’,
‘esta otra es un fracaso’”, observó Doerr. “En última instancia, tenemos que
hacer cosas con esas entidades poco confiables y tramposas llamadas palabras
como si se tratase de un juego, y jugar tan bien como podamos porque estamos
jugando no necesariamente porque un cierto resultado nos espera al final del
juego.” Sin embargo, en palabras del escritor Bill Cheng, autor de Southern
cross the dog, uno de los debuts literarios más celebrados de 2014, “la
identidad del escritor está tan relacionada con la escritura de un libro que
este acaba autoflagelándose cuando las cosas no funcionan. Yo no creo haber
aprendido mucho de mis proyectos abortados o abandonados, pero quizás ese es el
punto: solo se aprende de lo que se termina”.
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En la virtualidad de esos libros escritos pero no publicados,
en todas esas obras que preceden a la transformación del escritor en escritor
(pero la hacen posible) hay ansiedad, indulgencia y prisas, por supuesto, pero
también el entusiasmo y la insatisfacción que desembocarán en un estilo, de
allí que Cheng tenga razón: en el tránsito de la condición de escritor inédito
a editado, solo se sabe qué tipo de escritor se va a ser cuando se escribe y
como resultado de lo que se ha escrito. Ricardo Piglia sostuvo que, después de
publicar su primer libro, cada escritor debe “tratar de no convertirse en ‘un
escritor’”; es decir, en uno más. A modo de advertencia, Lindsey ha afirmado
que “transformarse en un escritor significa (a veces) transformarse en un
cliché”; pero es difícil imaginar un estadio en el que el escritor no esté en
un devenir hacia la condición de escritor y en el que la escritura no
constituya una herramienta de exploración de esa condición. Es posible que la
historia de la literatura consista, en ese sentido, y únicamente, en una
sucesión de primeros libros: precedidos por otros, o no, parapetados en una
situación ambigua en la que el autor narra pero también se narra, detenido en
el gesto de comenzar una y otra vez de nuevo exhibiendo las inseguridades del
debutante que quizás el escritor sea siempre. Marguerite Duras afirmó alguna
vez, brillantemente: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si
escribiésemos: solo lo sabemos después; antes, es la cuestión más peligrosa que
podemos plantearnos.” ~
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