Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y
ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de
Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en
distintos ámbitos literarios. Fuera de tener una obra extensa, tiene un blog en
“El Boomerang literario” del periódico “El país” de España, no solo es un
bocado de cardinale, sino que constituye un conector con los buenos libros, las
buenas historias y el pensamiento contemporáneo. Este artículo habla de uno de
mis autores favoritos, Stefan Zweig, es la visión del
literato y escritor desligado de sus grandes proyectos, olvidado y por su
puesto vacio ante la caída de los valores que hicieron grande a occidente.
Rafael Argullol Murgadas
Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar
Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Orgaos, a 60 kilómetros de la
capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival
de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser
informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo
XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su
principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene
otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor
que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me
refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su
mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.
En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había
una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta
entonces los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una
cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de
agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida
para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las
manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la
consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría
separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue
la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos
imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio
Zweig.
Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el
llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista
había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la
policía. En realidad era un documento tan singular que sólo podía estar
dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras
advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus
facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria
hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado
por el nazismo. Finalizaba: "Europa, mi patria espiritual, se ha destruido
a sí misma (...). Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno
una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la
libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá
puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a
ellos". Su obra desapareció de las estanterías, como si los nazis hubieran
conseguido exterminarla.
En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos
decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su
recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la
Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la
segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus
libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre.
Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y
otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la
universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía
definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que
lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado
retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando un retorno de
este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus interrogantes, lo
exige, aunque sea de manera oblicua.
Recientemente he releído El mundo de ayer; Stefan
Zweig subtituló Memorias de un europeo a un libro escrito en
circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que
compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de
permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo
al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es
más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al
suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un
fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a
lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que
tenemos -no tenemos- necesidad de definir actos como este.
Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El
mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos
entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa
exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había "destruido a
sí misma", ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso
por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la
sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu
a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de
suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían
irreparablemente el futuro.
Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y
por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el
mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella
extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la
verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en
términos de palabra o de verdad. "Dar la palabra", un ritual
sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y
en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en
fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la
eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo
dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción
europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando
hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían
a la "unidad espiritual" de Europa. Europa era una cultura; no, como
alardean los portavoces del presente, una marca.
Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor
vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos
entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las
palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos
encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica
nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la
nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la
mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de
amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los
grandes brujos entren en esce
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