Juan Gabriel Vásquez es
uno de los escritores colombianos más importantes de los últimos 20 años,
además es un ensayista riguroso, excelso y ordenado. Se puede afirmar, que es
uno de los novelistas que logra romper con el cordón umbilical del Boom
latinoamericano que aisló a tantos escritores. Ha escrito novelas históricas que según su criterio no sólo
son textos ficcionales sino otra manera de construir la memoria para entender
nuestro atribulado presente. Este escrito es una constatación de este propósito.
Lo publicó el periódico “El tiempo” y creo que para Colombia constituye una reflexión
muy importante, más por los momentos tan delicados en que vivimos frente a los
acuerdos de la Habana donde la historia y la memoria juegan un papel
relevante. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Por: Juan Gabriel Vásquez
06 de octubre 2018 , 10:02 p.m.
Recordar es revivir el
rencor, y revivir el rencor es abonar el terreno para la venganza.
En cierta ocasión, alguien me preguntó para qué servía
escribir novelas sobre un pasado doloroso. ¿No sería mejor dejar el pasado
quieto y seguir adelante? Empeñarse demasiado en recordar viejos conflictos,
¿no nos vuelve incapaces de superarlos? Recordé a David Rieff, un gran
ensayista que ha vivido de primera mano varios escenarios de guerra civil y ha
concluido en ensayos magníficos que las violencias presentes son muchas veces
producto de la terca memoria: recordar es revivir el rencor, y revivir el
rencor es abonar el terreno para la venganza.
Ahora que Colombia se enfrenta al reto inverosímil de la
reconciliación, me doy cuenta de que no pasa un día sin que me haga estas
preguntas. ¿Qué es más conveniente, el olvido de mutuo acuerdo o el empeño
memorioso? Y no pasa un día sin que llegue a la misma conclusión: no puede
haber reconciliación genuina sin un esfuerzo común por saber qué nos ha pasado
en estos últimos 50 años. Eso, contar el cuento de este medio siglo, es lo que
intenta mucha gente en estos momentos. Y así debe ser, porque una democracia de
verdad es entre otras cosas un debate civil entre las distintas versiones de
nuestro pasado común.
En otras palabras, lo que hacemos en democracia puede verse
desde dos ópticas. Por un lado, se trata de construir un espacio en el que
versiones distintas de nuestro pasado sean válidas (...). Por el otro, se trata
de negociar una versión de nuestro pasado, una sola, pero amplia y suficiente,
una versión generosa y abarcadora con la que todos los ciudadanos podamos
sentirnos identificados. Sin esa diversidad que es hija de la tolerancia, sin
esa versión común de nuestro pasado –que siempre estamos negociando— no hay
futuro posible. Ni reconciliación tampoco.
Y es aquí donde entran los novelistas. La novela tiene su
propia versión de lo ocurrido, pero es una versión única e insustituible porque
no ocurre en el terreno de los hechos visibles, sino en el de los invisibles:
la moralidad, las emociones, las memorias secretas e inconfesadas. Para
comenzar a entender nuestra experiencia como país, son imprescindibles los
relatos que contamos desde la historia, el periodismo y las ciencias sociales;
pero sin la ficción, sin las maquinarias de esas narraciones capaces de vernos
por dentro, capaces no solo de contarnos lo que le ocurrió al otro, sino de
permitirnos imaginarlo y compadecerlo, esa posible comprensión queda
incompleta. Acerca de nuestros últimos 50 años de guerra, solo la novela puede contarnos
lo que esas violencias le han hecho a nuestra frágil condición humana. Y
ninguna reconciliación es posible entre gente que no conoce los resquicios del
dolor ajeno o que no tiene palabras para explorar y defenderse de los dolores
propios. (...)
Tampoco hay reconciliación posible sin imaginación. El
escritor israelí Amos Oz, que ha conocido durante décadas ese conflicto sin
salida que ocurre en su país, cuenta una anécdota que una vez le contó su amigo
y colega Sammy Michael. Un día, en un taxi, Michael oyó al taxista decir que la
única solución para el conflicto árabe-israelí sería que los israelíes
exterminaran uno por uno a todos los árabes. “Cada uno de nosotros debería
matar a algunos”, dijo el taxista. En lugar de indignarse, Michael optó por un
método que no había intentado antes: el de la imaginación. Le pidió al taxista
que imaginara el momento en el que llega a matar a su primera víctima. Resulta
que es una mujer. No importa: el taxista la mata. Luego resulta que al fondo
del apartamento llora un bebé. “¿Mataría usted al recién nacido?”, preguntó
Michael. Aquí el taxista lo interrumpió. “¿Sabe?”, le dijo. “Es usted un hombre
muy cruel”. (...) Entre esos dos polos, la imaginación y la memoria, se mueven
las historias que nos contamos.
II
En noviembre de 2017, durante una conversación con Fernando
Savater, le hice una pregunta sobre uno de los asuntos que han dominado mis
preocupaciones más recientes: la creación de un relato capaz de contar nuestra
experiencia de la guerra desde la verdad. Me había pasado el último año dándole
vueltas a la idea, angustiosa y a la vez condenadamente interesante, de que la
derrota de los acuerdos de paz en el plebiscito compartía una dolorosa
característica con los otros grandes fenómenos de ese año malhadado: la
victoria del ‘brexit’ y la otra, más inverosímil, de Donald Trump. Esa
característica, puesta en una síntesis tosca, era la siguiente: en todos los
casos triunfó un relato mentiroso. No simplemente una mentira, sino una
narrativa entera, una versión de la realidad diseñada para sembrar la
desconfianza y manipular las emociones de una ciudadanía vulnerable. (...) Y
Savater me contestó así: “Ahí está la importancia que tiene la tarea de los
novelistas. La gente en general ya no se molesta en leer libros de ensayos y de
reflexión política. Están los artículos de periódico, los esquemas de cobro por
internet y ya está, de manera que la forma más interesante de mantener relatos
coherentes es precisamente la novela. (...) En esta época de posverdad, quizá
lo más verdadero sea la ficción bien orientada. Una ficción realmente bien
orientada puede ser el mejor sustituto de esa verdad que ya nadie se ocupa de
buscar”.
No sé si Savater tenga razón, pero sí creo que vale la pena
pensar en ello. (...) La palabra ‘ficción’ viene del latín ‘fingere’, que
significa “moldear” o “dar forma”. Es esto acaso lo que busca la literatura de
imaginación: dar forma a nuestro pasado, poner un orden en el caos de nuestra
experiencia y conseguir, por esas vías misteriosas, que el caos tenga un
sentido. Pero estos actos no son inocentes ni se libran de las tensiones que
han acompañado siempre nuestra costumbre de interpretar el mundo a través de
los relatos. Tener el control sobre el relato es tener el poder, y eso se ha
sabido siempre. En 1984 escribe George Orwell: “Quien controla el pasado
controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”.
III
El asunto volvió a estar presente en nuestras conversaciones
hace unos meses, cuando una congresista de tendencias extremistas y pocas luces
sostuvo en un programa de radio que la masacre de las Bananeras era un mito
histórico de la narrativa comunista. Recordó el episodio de ‘Cien años de
soledad’ en el que, por boca de José Arcadio Segundo, se nos arroja a la cara
la cifra espeluznante de 3.000 muertos. Como esa cifra le parece exagerada, la
congresista concluye que la masacre nunca existió, y añade, invulnerable al
ridículo, que más bien fueron los trabajadores los que atacaron al Ejército.
(...)
“Usted hoy en día no consigue ese número de trabajadores”,
argumentó. Los historiadores tuvieron que salirle al paso para probar que la
United Fruit Company era una empresa del tamaño de un pueblo, y que 3.000
trabajadores se hubieran “conseguido” sin problemas; le recordaron también que
el general Carlos Cortés Vargas, responsable de la masacre, confesó nueve
muertos en sus memorias, que la prensa colombiana habló de 100 muertos y 238 heridos,
que el gran Ricardo Rendón dibujó la masacre en una caricatura célebre, que
Jorge Eliécer Gaitán denunció los hechos en el Congreso y que para hacerlo
levantó un cráneo de niño ante los congresistas horrorizados. (...)
De manera que es verdad: no hay certeza posible sobre el
número de trabajadores que el Ejército colombiano asesinó el 6 de diciembre de
1928. Los historiadores están habituados a estas zonas de sombra, y más todavía
los novelistas: ya dejó dicho Novalis que las novelas nacen de las fallas de la
historia. Pero sostener que la masacre no ocurrió no pertenece a ese orden de
la incertidumbre: es un intento burdo por reescribir las historias, por editar
la versión de nuestro pasado de manera que se acomode a un relato político, y
en eso no es distinta de las reescrituras desesperadas y radicales que llevó a
cabo el estalinismo (eliminando a Trotski de las enciclopedias, por ejemplo) o
incluso el vecino chavismo (que intentó probar que Bolívar no había muerto de
tuberculosis, sino envenenado por la oligarquía bogotana). La gran ironía está
en que Cien años de soledad ya había previsto que la masacre de las Bananeras
sería un tema contencioso. Tras despertar sobre el montón de muertos que viajan
hacia el mar para ser desaparecidos como el banano de rechazo, José Arcadio
Segundo salta del tren y busca refugio en las casas de Macondo. Le cuenta a una
mujer del tiroteo, del tren y de los muertos, y ella lo mira con lástima: “Aquí
no ha habido muertos”, le dice. “Desde los tiempos de tu tío, el coronel, aquí
no ha pasado nada”. (...) “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni
pasará nunca. Este es un pueblo feliz”. Colombia es el país más feliz del
mundo, decía una encuesta reciente. Otra encuesta, más realista, decía que era
el segundo.
IV
La historia de nuestra guerra es también la guerra por
nuestra historia. El final de esta guerra, de este medio siglo de violencias
diversas que le han salido como ramas al árbol del conflicto, trae consigo
nuestra obligación de averiguar qué ha pasado, recordarlo cuando sea posible y
contarlo con las herramientas que tengamos a mano. (...)
La clase de información, y por lo tanto de conocimiento, que
nos dejarán los informes de las comisiones es imprescindible; pero claro,
ninguna comisión de verdad o de memoria podrá incluir el párrafo siguiente
(‘Los ejércitos’, de Evelio Rosero), que me permito citar entero porque su
temperatura y su tono son parte de sus descubrimientos; parte, es decir, de la
manera como es capaz de cartografiar los espacios en blanco del mapa de la
guerra después de que han pasado por allí las demás formas de contar el mundo.
“Hemos ido de un sitio a otro por la casa, según los
estallidos, huyendo de su proximidad, sumidos en su vértigo; finalizamos detrás
de la ventana de la sala, donde logramos entrever alucinados, a rachas, las
tropas contendientes, sin distinguir a qué ejército pertenecen, los rostros
igual de despiadados, los sentimos transcurrir agazapados, lentos o a toda
carrera, gritando o tan desesperados como enmudecidos, y siempre bajo el ruido
de las botas, los jadeos, las imprecaciones. Un estruendo mayor nos remece,
desde el huerto mismo; el reloj octagonal de la sala —su luna de vidrio
pintado, una promoción de Alka-Seltzer que Olivia compró en Popayán— se ha
escindido en mil líneas, la hora detenida para siempre en las 5 en punto de la
tarde. Voy corriendo por el pasillo hasta la puerta que da al huerto, sin
importar el peligro; cómo importarme si parece que la guerra ocurre en mi
propia casa. Encuentro la fuente de los peces —de lajas pulidas— volada por la
mitad; en el piso brillante de agua tiemblan todavía los peces anaranjados,
¿qué hacer, los recojo?, ¿qué pensará Otilia —me digo insensatamente— cuando
encuentre este desorden? Reúno pez por pez y los arrojo al cielo, lejos: que
Otilia no vea sus peces muertos”.
Esos peces muertos no aparecerán nunca en los imprescindibles
informes de nuestros investigadores. Sin embargo, cuánta vida truncada hay en
ellos, cuánto rumor de guerra y cuánto conocimiento imposible de conseguir de
otro modo. Es el lenguaje de la ficción el que nos lo provee. O el lenguaje de
la poesía, que la novela ha tomado prestado para transformar sus materiales,
para permitirnos llegar con ellos a otra parte.
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ*
* Autor de cinco novelas traducidas a 28 lenguas y
merecedoras, entre otros, del Premio Alfaguara, el Gregor von Rezzori y el Real
Academia. Es columnista de ‘El País’ de España.
Este texto fue publicado originalmente en el libro ‘¿Cómo
mejorar a Colombia?’
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