Dos reveladores fragmentos de El país
que me tocó, el libro de memorias del exdirector de EL TIEMPO.
Enrique Santos Calderón
no solo ha sido el columnista más leído de Colombia sino un testigo de
excepción de la historia de Colombia en
los últimos treinta años. Su mirada, desde ópticas menos ortodoxas, lucida, ha
sido importante, sin aparecer con los protagonismos mediáticos a que estamos
acostumbrados. Fue un hombre muy importante en los l acuerdos de la Habana, curtido
por un periodismo comprometido con nuestra realidad, conocedor como nadie de
nuestra clase política, sus memorias son un verdadero plato de cardenal. De
hecho generarán mucho debate. Este capitulo apareció en el periódico “El tiempo”
de Colombia.CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Por: Enrique
Santos Calderón 14 de octubre 2018 ,
12:25 a.m.
Una noche, en París, junto a García Márquez nos tocó ver
morir a la escultora colombiana Feliza Bursztyn, muy amiga de ambos. Un
episodio terrible, pues Feliza se murió en nuestras narices. Fue una gélida
noche de enero de 1982, en un restaurante ruso de Montparnasse, donde
cenábamos. Feliza, amiga mía y sobre todo de Gabo, había estado presa en
tiempos del Estatuto de Seguridad de Turbay, por supuestos vínculos con el
M-19. Era una artista festiva, progresista y muy pacífica, que hacía esculturas
de chatarra. El Ejército, en su obsesión por recuperar las armas robadas, pensó
que entre los hierros retorcidos de su taller podían encontrarse algunas
ametralladoras. Ella quedó muy afectada por su detención, pues fue maltratada y
se refugió luego en México, donde vivía Gabo. Aquella noche en que se nos murió
durante esa cena en París, veníamos del apartamento de los García Márquez cerca
del Boulevard Montparnasse. Habíamos tomado vodka y nos fuimos a pie al
restaurante en medio de una nevada. Ya sentados en la mesa, mientras mirábamos
la carta, ella empezó a desgonzarse en la silla. Inicialmente pensamos que
había tomado más de la cuenta, y su marido, Pablo Leyva, le preguntó qué le
pasaba. Pero había muerto, así, de repente, sin siquiera un gemido.
Nos tocó acostarla en el suelo en ese restaurante atestado de
gente. La ambulancia tardó media hora en llegar. Fue algo espeluznante y
dramático. No solo Feliza Bursztyn debió salir del país por las amenazas que
había recibido. También lo hizo el propio García Márquez, que poco antes de esa
triste cena se había asilado en México. Su exilio fue producto de un perverso
montaje por parte de miembros del alto mando militar, para vincular a Gabo con
el M-19, detenerlo y cobrarle sus duras críticas al Gobierno por todos los excesos
del Estatuto de Seguridad, que llevó a la cárcel o al exilio a varios
intelectuales y artistas. En un momento dado hubo serios indicios de que a
García Márquez lo iban a detener, lo que motivó su decisión de pedir asilo en
la embajada de México en marzo de 1981. Él contó después, en una columna en El
País de Madrid, que sabía que la trampa estaba puesta y que su condición de
escritor famoso no le iba a servir de nada porque se trataba precisamente de
demostrar que para las fuerzas de seguridad no había valores intocables. En ese
escrito recordó lo que dijo el general Camacho Leyva cuando apresaron al
maestro Luis Vidales, que tenía 85 años: “Aquí no hay poeta que valga”.
Creo que a Turbay, además del tenebroso Estatuto de Seguridad
de su Gobierno, lo perjudicó su imagen, asociada al manzanillismo y la
politiquería. Nadie olvida su famosa frase de que “hay que reducir la
corrupción a sus justas proporciones”, y lo increíble es que, vista desde hoy,
la corrupción en su época era reducida. Manejó con gran inteligencia la crisis
en la embajada dominicana, pero le faltó contener más a sus generales durante
su Gobierno. Turbay no era estadista ni intelectual, pero fue un político
magistral.
Gabo tenía un apartamento en Montparnasse, no muy lejos de
donde yo vivía, de modo que nos vimos mucho entre 1980 y 1982, aunque cada cual
andaba en sus cosas. Yo debía cubrir de todo: desde elecciones en distintos
países hasta eventos deportivos como el Tour de Francia. Pero cada dos semanas
nos reuníamos y fue una oportunidad excepcional para conocerlo mejor. Me invitó
incluso a que lo acompañara al Festival de Cine de Cannes, en el cual había
sido nombrado como jurado, y allí pasamos una semana con nuestras esposas María
Teresa y Mercedes, bebiendo el vino rosado de la región y viendo el mejor cine
del mundo. Gabo era un tipo superior: inteligente, culto como pocos, con
especial olfato para desentrañar a la gente y hasta cierto punto tímido. No era
el prototipo del caribeño ruidoso y extrovertido. Le encantaba la conversación
en grupos pequeños. Por encima de todo, era amigo de sus amigos. Detestaba
hablar en público y, al comienzo, le costó manejar la fama y la gloria. Aun
antes del Nobel, en las calles de París la gente lo reconocía, y eso lo
halagaba, pero también lo incomodaba. El poder político lo buscaba mucho.
Mitterrand lo condecoró con la Legión de Honor, Felipe González lo cortejaba y
fueron amigos, para no hablar de Fidel Castro, de quien fue muy cercano. Este
fue quizás el aspecto más contradictorio de la personalidad política de Gabo:
que un hombre que como él representaba el humanismo y las letras tuviera
semejante identidad con un dictador que coartó libertades, que persiguió a los
intelectuales y que impidió la prensa libre. Yo se lo mencionaba en privado en
algunas ocasiones, y él me contestaba: “Yo te entiendo, pero no me voy a unir
al coro reaccionario contra Fidel y contra Cuba, que ha resistido todas las
agresiones de Estados Unidos”. Además, el exilio cubano en Miami le parecía
detestable. Hay que tener en cuenta que todo eso lo desgastó, afectó su
prestigio y lo enfrentó con amigos y con otros grandes escritores
latinoamericanos de su generación, como Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera
Infante y Severo Sarduy, entre otros, pero tampoco hay que olvidar que Gabo
desarrolló gestiones exitosas para lograr la liberación de presos políticos en
la isla, como fue el caso de Armando Valladares, y que fue un luchador contra
las dictaduras militares del Cono Sur y animador de muchos organismos de
derechos humanos como el Tribunal Russell, la Fundación Habeas y el Comité
contra la Tortura, que creó junto a Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre.
Hace un par de años Vargas Llosa dijo que “García Márquez no
era un intelectual sino un artista. Funcionaba a base de intuiciones y pálpitos
que no pasaban por lo conceptual”. Honestamente me parece un juicio absurdo.
Vargas Llosa, a quien conozco y aprecio, debería releer su propio libro
Historia de un deicidio, en el que no ahorra elogios al talento literario, la
dimensión intelectual y la riqueza creativa de García Márquez. En 1976, el
terrible puñetazo de Vargas a Gabo, en un acto cultural en Ciudad de México por
un supuesto lío de faldas, puso fin a una amistad de varios años entre las dos
figuras más célebres del famoso boom latinoamericano de las letras. Vargas
Llosa retiró de circulación su libro sobre Gabo, no volvieron a hablarse y
siempre evitaron referirse al incidente. A Gabo le toqué el asunto una sola vez
y me di cuenta de que era un tema sobre el cual prefería no hablar. Las
diferencias se ahondaron por motivos políticos: Vargas Llosa había roto de
manera tajante y abierta con la Revolución cubana y García Márquez mantuvo
hasta el final su amistad con Fidel Castro, pese a reservas personales que
tenía sobre la falta de libertades en la isla, que no hizo públicas.
Los intelectuales latinoamericanos que en esos años
criticaron el rumbo que tomó la Revolución cubana fueron blanco de toda suerte
de ataques por parte de la izquierda internacional. Les llovió mucha mugre, sin
duda —como dijo Vargas Llosa—, pese a que el tiempo les dio la razón. Pero no
fue menor el baño de mugre que le cayó luego, y durante toda su vida, a García
Márquez por no haber roto nunca con Cuba. Su amistad personal con Fidel Castro
le trajo muchos sinsabores con la comunidad intelectual de Estados Unidos y
Europa, pero él fue fiel a su prédica de que la amistad está por encima de la
política. Aunque en su caso, por lo que él simbolizaba como escritor, muy poca
gente entendió su posición.
García Márquez nunca perdió el sentido del humor ni las ganas
de mamar gallo, que para él era la mejor forma de hablar en serio. También se
gastaba sus bromas pesadas. Un día, en París, nos pasó algo de ese tipo con
Lucas Caballero Reyes, el hijo de “Klim” y amigo mío, fallecido en el 2018, y
su primo Pepe Gómez, descendiente de don Pepe Sierra. Pepe estaba empeñado en
conocer a Gabo, y Gabo, renuente. Para convencerlo, Lucas terminó sugiriéndome
que le dijera que su primo era un encanto y además el tipo más rico de
Colombia. Se lo conté tal cual a Gabo y se le iluminaron los ojos con una
chispa de malicia. “Bueno, organiza la comida”, me dijo. Fuimos entonces a un
restaurante elegantísimo sobre el Sena, con María Emma Mejía, entonces esposa
de Lucas; con Mercedes Barcha, la esposa de Gabo, y con María Teresa. Entramos
a un reservado en el segundo piso y Gabo se pilló que Pepe Gómez, al entrar, le
dio su tarjeta de crédito al maître para que no quedara duda de quién iba a
pagar la cuenta. Gabo estudió con mucho cuidado la carta de vinos y comenzó a
pedir unos Bourdeaux de los años cincuenta que costaban un ojo en la cara y que
tocaba traerlos de unas bodegas especiales. Yo veía a Lucas sudar la gota
gorda. Al día siguiente me puso la queja: “Carajo, ¡esa cuenta costó una
fortuna!”. Le contesté, riéndome: “Ahhh, es que conocer a Gabo tiene su
precio…”
Los años del terror
(...) De esos años de muertes estremecedoras, la que más me
impactó, y que sacudió a Colombia entera, fue la de Luis Carlos Galán durante
una manifestación política en Soacha el 18 de agosto de 1989. Nunca olvidaré lo
que sentí. Un dolor y una rabia indescriptibles. Son momentos que quedan
grabados para siempre. Uno recuerda con exactitud dónde estaba cuando los
vivió. Yo me encontraba en un seminario con periodistas nacionales y
extranjeros sobre el eterno tema del conflicto armado, en un hotel del norte de
Bogotá, cuando se me acercó María Jimena Duzán para decirme que la radio
acababa de informar que habían atentado contra Luis Carlos y estaba gravemente
herido. Era un viernes por la noche y nos fuimos ahí mismo con ella y otros
colegas para su residencia, donde nos enteramos de que Galán había muerto. ¡No
es posible que hayamos llegado a esto!, me repetí toda la noche: el más joven,
valiente y valioso candidato a la presidencia que tenía Colombia, acribillado
por la mafia en una tarima en la plaza de Soacha. Porque no podía haber duda
sobre sus autores. Muchos medios radiales especularon esa noche sobre las
“oscuras fuerzas del crimen” que estarían detrás. “¡La mafia mató a Galán!” fue
el gran titular con el que abrimos al otro día El Tiempo. Y esa mafia era la
del Cartel de Medellín de Pablo Escobar y Rodríguez Gacha. Había conversado con
Luis Carlos pocos días antes en su apartamento de Residencias Tequendama,
adonde se había trasladado temporalmente, acosado por la cantidad de amenazas
que recibía. Lo vi contento con la creciente popularidad de su campaña
presidencial, pero a la vez muy tenso y preocupado por las amenazas. Me dijo
que tenía información de que “El Mexicano” lo quería matar, pero que él no iba
a dejar de denunciar la injerencia de la mafia en la política, una mafia que,
no hay que olvidar, ya había matado a ministros, periodistas, congresistas,
magistrados... Y que terminó por matarlo a él, tras infiltrar al ya corrupto
das, encargado de protegerlo. Me conmovieron el valor y la sangre fría que
mostró ese día, de cara a la temible situación que estaba viviendo. Se sabía
sentenciado y no se amedrentó, pero se sentía solo en su lucha. Esos días de
luto y lágrimas evoqué todo lo que habíamos compartido, cuando trabajamos
juntos en el mismo diario y cuando estuvimos luego en publicaciones opuestas,
él en Nueva Frontera, yo en Alternativa, desde donde ambos le echábamos dardos
al periódico de donde veníamos. “Conozco el monstruo porque he vivido en sus
entrañas”, escribió una vez Luis Carlos en su revista, molesto porque El Tiempo
se mostraba muy proclive al turbayismo. El día de su entierro miles de personas
desfilamos de la Plaza Bolívar hasta el Cementerio Central, y entre el llanto y
silencioso pesar de la gente, recuerdo la irritación que me produjo la absurda
consigna de “¡Cómo no, sí señor, el Gobierno lo mató!” que coreaban grupitos de
la Juventud Comunista metidos en la multitud. La muerte de Galán impactó muy
hondo a los colombianos, que entendimos que nos habían asesinado la esperanza.
Luis Carlos Galán estaba en la antesala de la Presidencia. Le había ganado la
pelea al oficialismo liberal, que tuvo que aceptar que al candidato del partido
lo escogiera una consulta popular y no una convención dominada por la
maquinaria clientelista que él siempre combatió. Galán hubiera llegado a la
jefatura del Estado en 1990. La mafia lo sabía y por eso lo eliminó. Tuve con
Luis Carlos una larga y a veces errática amistad de veinticinco años que evoqué
en una crónica en El Tiempo al otro día de su muerte. La titulé con una frase
que pronunció en el cementerio su hijo Juan Manuel, cuando le pidió a César
Gaviria que tomara en sus manos la antorcha de Galán: “¡Qué vida tan
transparente y pura!”. La indignación colectiva que desató su muerte condujo a
la Asamblea Constituyente del 91.
En 1990, cuando César Gaviria llevaba escasos meses en el
poder, distintos periodistas fueron secuestrados por orden de Pablo Escobar. El
30 de agosto los narcotraficantes retuvieron, entre otros, a Diana Turbay
Quintero, hija del expresidente Turbay Ayala, y poco después, el 19 de
septiembre, le tocó el turno a Francisco Santos, jefe de redacción de El
Tiempo. Este secuestro produjo por supuesto una tremenda conmoción en el
periódico. Hubo una enorme sensación de vacío y el clima de trabajo ya no fue
el mismo, sin el acelere y el contagioso entusiasmo que irradiaba Pachito hacia
todos los rincones de la redacción. Fueron largos meses en los que en el diario
reinó una extraña y tensa calma. Julio César Turbay y Hernando Santos se
reunían con frecuencia al atardecer para hablar de sus hijos secuestrados y de
las posibles pretensiones de Escobar. Lo que sentí la única vez que los vi
juntos fue una atmósfera cargada de tristeza pero también de dignidad. Ya ambos
le habían comunicado al presidente Gaviria que entendían que ninguna gestión
para la liberación de sus hijos podría comprometer la política del Gobierno.
Durante los ocho meses de ese secuestro, recibí más de una llamada de Gilberto
Rodríguez Orejuela, cabeza del Cartel de Cali, que estaba en guerra a muerte
con Escobar, para decirme que ellos ayudaban con información para “arrinconar a
ese bandido”. Me llamó la atención el tono de voz pausado y respetuoso de “don
Gilberto” —como le decían— y sus ganas de colaborar en la búsqueda de Pacho. Yo
tomé notas de esas llamadas y se las pasé al editor judicial para que supiera y
averiguara, aunque él ya también tenía líneas de comunicación con los Rodríguez
Orejuela o con “los caballeros de Cali”, como los llamó irónicamente Netflix,
en su serie Narcos, para contrastarlos quizá con los bárbaros del Cartel de
Medellín. Y ciertamente fueron más inteligentes y sofisticados en sus métodos,
pero no menos implacables en la defensa de su negocio o la liquidación de sus
rivales. No es casual que de las cenizas del Cartel de Cali surgiera el del
Norte del Valle, si acaso más brutal y violento que los anteriores.
Tras estar encadenado ocho meses a una cama, Francisco fue
finalmente liberado cuando Escobar se mostró satisfecho por los términos de su
reclusión en la cárcel que le habían construido en Envigado, la tristemente
célebre Catedral. Cuando apareció hubo explosión de alegría en el periódico y
la familia. El más eufórico fue Pachito, que se dedicó a dar declaraciones a
diestra y siniestra sobre todos los temas imaginables. “Le faltaron tres meses
de secuestro”, comenté un día. Chiste malo que su familia no me perdonó.
La presentación de 'El país que me tocó' será el próximo 25
de octubre, a las 7 de la noche, en el Museo El Chicó. El autor conversará con
Álvaro Tirado Mejía y Juan Esteban Constaín*.
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