No es fácil mantener con calidad tres blog, pero circunstancias de la vida y el deseo de darle a la literatura la divulgación que amerita como herramienta escrutadora de la dimensión humana, que ayuda a descifrar la intrincada naturaleza del hombre, me obligan a continuar con este esfuerzo, que siendo grato, requiere de tiempo y dedicación. En este blog seguirán apareciendo los mejores artículos de literatura semanal, que en mi apreciación deben ser divulgados.
La obra Rendición, presentada con el
título Victoria y publicada con el seudónimo Sebastián Verón,
fue la ganadora del reconocimiento.
175 mil dólares y una escultura de Martín Chirino, fue
la recompensa que obtuvo el escritor español Ray Loriga, galardonado
por el Premio de novela Alfaguara 2017. El jurado,
liderado por la escritora Elena Poniatowska, e integrado por Eva
Cosculluela, Juan Cruz, Marcos Giralt Torrente, Andrés Neuman, Santiago
Roncagliolo, Samanta Schweblin y Pilar Reyes -con voz pero sin
voto- declaró que la novela era vencedora por mayoría.
La novela premiada es "una historia kafkiana y
orwelliana sobre la autoridad y la manipulación colectiva, una parábola de
nuestras sociedades expuestas a la mirada y al juicio de todos. Sin caer en
moralismos, a través de una voz humilde y reflexiva con inesperados golpes de
humor, el autor construye una fábula luminosa sobre el destierro, la pérdida,
la paternidad y los afectos. La trama de Rendición sorprende a
cada página hasta conducirnos a un final impactante que resuena en el lector
tiempo después de cerrar el libro".
En la convocatoria se recibieron 665 manuscritos, de los
cuales 305 provenían de España, 107 de Argentina, 91 de México,
50 de Colombia, 48 de Estados Unidos, 23 de Chile, 21 de Perú y 20
de Uruguay.
El Premio Alfaguara de novela celebró
su 20ª edición, lo que lo consolida como un referente de
condecoraciones literarias otorgadas a manuscritos inéditos escritos en
castellano.
El ganador
Ray Loriga nació en Madrid en 1967. Es
novelista, guionista, director de cine, y autor de las novelas Lo
peor de todo (1992), Héroes (1993), Caídos
del cielo (1995), Tokio ya no nos quiere (1999), Trífero (2000 y 2014), El
hombre que inventó Manhattan (2004), Ya sólo habla de amor (2008),Sombrero
y Mississippi (2010), El bebedor de lágrimas (2011)
y Za Za, emperador de Ibiza (2014) y de los libros de
relatos Días extraños(1994), Días aún más extraños (2007)
y Los oficiales y El destino de Cordelia (2009). Su obra
literaria, ha sido traducida a catorce idiomas y es valorada como una
de las mejores según la crítica nacional e internacional. Como guionista
de cine ha colaborado con Pedro Almodóvar y Carlos Saura. Dirigió las
películas La pistola de mi hermano, adaptación de su
novela Caídos del cielo, y Teresa, el cuerpo de
Cristo.
Esta es la entrada a una novela excepcional de Rosa Montero
que definitivamente quiero que mis lectores lean, no solo por el tema, la
muerte y la espera, sino por la calidad literaria, es una novela hermosa, como una crónica, lapidaria, narra como aquellas personas que se nos van no volverán y siempre estamos
esperando que lleguen, el valor de la ausencia en su cara más dura. Marie Curie
y Pedro su esposo quien muere, constituye el mejor pretexto para abordar el
tema, por aquellos encargos fortuitos que asumen los escritores, terminó convertido en un libro absolutamente bello. Al final está el
link para que puedan leerla. Rosa Montero
Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido
en la vida son mis muertos, y con ello me refiero a la muerte de mis seres
queridos. ¿Te parece lúgubre, quizá incluso morboso? Yo no lo veo así, antes al
contrario: me resulta algo tan lógico, tan natural, tan cierto. Sólo en los
nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su
rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el
suelo como polvo de purpurina. Cuando un niño nace o una persona muere, el
presente se parte por la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de
lo verdadero: monumental, ardiente e impasible. Nunca se siente uno tan
auténtico como bordeando esas fronteras biológicas: tienes una clara conciencia
de estar viviendo algo muy grande. Hace muchos años, el periodista Iñaki
Gabilondo me dijo en una entrevista que la muerte de su primera mujer, que
falleció muy joven y de cáncer, había sido muy dura, sí, pero también lo más
trascendental que le había ocurrido. Sus palabras me impresionaron: de hecho,
las recuerdo aún, aunque tengo una confusa memoria de mosquito. Entonces creí
comprender bien lo que quería decir; pero después de experimentarlo lo he
entendido mejor. No todo es horrible en la muerte, aunque parezca mentira (me
asombro al escucharme decir esto). Pero éste no es un libro sobre la muerte. En
realidad no sé bien qué es, o qué será. Aquí lo tengo ahora, en la punta de mis
dedos, apenas unas líneas en una tableta, un cúmulo de células electrónicas aún
indeterminadas que podrían ser abortadas muy fácilmente. Los libros nacen de un
germen ínfimo, un huevecillo minúsculo, una frase, una imagen, una intuición; y
crecen como zigotos, orgánicamente, célula a célula, diferenciándose en tejidos
y estructuras cada vez más complejas, hasta llegar a convertirse en una
criatura completa y a menudo inesperada. Te confieso que tengo una idea de lo
que quiero hacer con este texto, pero ¿se mantendrá el proyecto hasta el final
o aparecerá cualquier otra cosa? Me siento como ese pastor del viejo chiste que
está tallando distraídamente un trozo de madera con su navaja, y que cuando un
paseante le pregunta, «¿Qué figura está haciendo?», contesta: «Pues, si sale
con barbas, san Antón; y, si no, la Purísima Concepción.» Una imagen sagrada,
en cualquier caso. La santa de este libro es Marie Curie. Siempre me resultó
una mujer fascinante, cosa que por otra parte le ocurre a casi todo el mundo,
porque es un personaje anómalo y romántico que parece más grande que la vida.
Una polaca espectacular que fue capaz de ganar dos premios Nobel, uno de Física
en 1903 junto con su marido, Pierre Curie, y otro de Química, en 1911, en
solitario. De hecho, en toda la historia de los Nobel sólo ha habido otras tres
personas que obtuvieron dos galardones, Linus Pauling, Frederick Sanger y John
Bardeen, y sólo Pauling lo hizo en dos categorías distintas, como Marie. Pero
Linus se llevó un premio de Química y otro de la Paz, y hay que reconocer que
este último vale bastante menos (como es sabido, hasta se lo dieron a
Kissinger). O sea que Madame Curie permanece imbatible. Además Marie descubrió
y midió la radiactividad, esa propiedad aterradora de la Naturaleza,
fulgurantes rayos sobrehumanos que curan y que matan, que achicharran La
ridícula idea de no volver a verte tumores cancerosos en la radioterapia o
calcinan cuerpos tras una deflagración atómica. Suyo es también el hallazgo del
polonio y el radio, dos elementos mucho más activos que el uranio. El polonio,
el primero que encontró (por eso lo bautizó con el nombre de su país), quedó
muy pronto oscurecido por la relevancia del radio, aunque últimamente se ha
puesto de moda como una eficiente manera de asesinar: recordemos la terrible
muerte del ex espía ruso Alexander Litvinenko, en 2006, tras ingerir polonio
210, o el polémico caso de Arafat (otro Nobel de la Paz alucinante). De modo
que hasta esas siniestras aplicaciones llegó la blanca mano de Marie Curie.
Pero, para bien o para mal, esa fuerza devastadora está en la misma base de la
construcción del siglo XX y probablemente también del XXI. Vivimos tiempos
radiactivos. Litvinenko en su lecho de muerte. La magnitud profesional de
Madame Curie fue una absoluta rareza en una época en la que a las mujeres no
les estaba permitido casi nada. De hecho, hoy siguen siendo relativamente
escasas las científicas, y desde luego todavía se les escatiman los galardones.
Desde el comienzo de los Nobel hasta el año 2011 se han llevado el premio 786
hombres por sólo 44 mujeres (poco más del seis por ciento), y además la inmensa
mayoría de ellas fueron de la Paz y de Literatura. Sólo hay cuatro laureadas en
Química y dos en Física (incluyendo el doblete de Curie, que levanta mucho el
porcentaje). Por no hablar de los casos en los que simplemente les robaron el
Nobel, como sucedió con Lise Meitner (1878-1968), que participó sustancialmente
en el descubrimiento de la fisión nuclear, aunque el galardón se lo llevó en
1944 el alemán Otto Hahn sin siquiera mencionarla, porque además Lise era judía
y eran tiempos nazis. Lise tuvo la suerte de vivir lo bastante como para
empezar a ser reivindicada y recibir algunos homenajes en su vejez: no sé si
eso compensará la herida de una vida entera. Mucho peor es lo que sucedió con
Rosalind Franklin (1920-1958), eminente científica británica que descubrió los
fundamentos de la estructura molecular del ADN. Wilkins, un compañero de
trabajo con quien mantenía una relación conflictiva (era un mundo todavía muy
machista), cogió las notas de Rosalind y una importantísima fotografía que la
científica había logrado tomar del ADN por medio de un complejo proceso
denominado difracción de rayos X y, sin que ella lo supiera ni lo autorizara,
mostró todo a dos colegas, Watson y Crick, que estaban trabajando en el mismo
campo y que, tras apropiarse ilegalmente de esos descubrimientos, se basaron en
ellos para desarrollar su propio trabajo. Se ignora si Rosalind llegó a conocer
el «robo» intelectual del que había sido objeto; falleció muy joven, a los
treinta y siete años, de un cáncer de ovario muy probablemente causado por la
exposición a esos rayos X que le permitieron atisbar las entrañas del ADN. En
1962, cuatro años después de la muerte de Franklin, Watson, Crick y Wilkins
obtuvieron el Nobel de Medicina por sus hallazgos sobre el ADN. Como el
galardón no se puede ganar póstumamente, nunca se lo hubiera llevado Rosalind,
aunque desde luego se lo merecía. Pero lo más vergonzoso es que ni Watson ni
Crick mencionaron a Franklin ni reconocieron su aportación. En fin, una
historia sucia y triste. Aunque, por lo menos, se conoce. Me pregunto cuántos
otros casos de espionaje, apropiación indebida y parasitismo ha podido haber en
la historia de la ciencia sin que hayan llegado a hacerse públicos. Ésta es
Rosalind Franklin: guapa, ¿eh? (Increíble: mientras redactaba las líneas
anteriores, me ha mandado un mensaje a mi facebook una amiga de la página,
Sandra Castellanos; no nos conocemos personalmente, sólo sé que vive en Canadá
y que es una buena escritora principiante, porque la he leído. Hacía meses que
no hablábamos y de repente, salido de la chisporroteante vastedad cibernética,
me llega lo siguiente: Hola, Rosa, vi esto y pensé que te encantaría: DePor
amor a la física, de Walter Lewin: «Los retos de los límites de nuestro
equipamiento hacen aún más asombrosos los logros de Henrietta Swan Leavitt, una
brillante pero por lo general ignorada astrónoma. Leavitt trabajaba en el
Observatorio de Harvard en un puesto secundario en 1908 cuando comenzó su
trabajo, que logró dar un salto gigante en la medición de la distancia a las
estrellas. La ridícula idea de no volver a verte »Este tipo de cosas ha pasado
tan a menudo en la historia de la ciencia que el hecho de minimizar el talento,
la inteligencia y la contribución de las mujeres científicas debería
considerarse un error sistémico.» Y en el pie de página: «Le sucedió a Lise
Meitner, que ayudó a descubrir la fisión nuclear; a Rosalind Franklin, que
contribuyó a descubrir la estructura del ADN; y a Jocelyn Bell, que descubrió
los púlsares y que debería haber compartido en 1974 el premio Nobel que le
dieron a su supervisor, Anthony Hewish.» ¡Guau! No sabía nada de Leavitt ni de
Jocelyn Bell, pero lo que me ha dejado atónita es la espectacular sintonía en
el tiempo y el tema. Y lo más inquietante: estas #Coincidencias que parecen
mágicas abundan en el territorio literario. Pero de esto hablaremos más
adelante). Yo estaba haciendo otra novela. Llevaba más de dos años tomando
notas. Leyendo libros próximos al tema. Dejando crecer el zigoto en mi cabeza.
Por fin la comencé, o sea, pasé al acto, me senté delante de un ordenador y me
puse a teclear. Fue en noviembre de 2011. Toda la trama sucede en la selva, ese
asfixiante, putrefacto, enloquecedor vientre vegetal. Escribí los tres
capítulos primeros. Y me gustan. Además sé todo lo que va a pasar después. Y
también me gusta, es decir, creo que puede ser emocionante para mí escribirlo.
Y, sin embargo, a finales de diciembre dejé esa historia tal vez para siempre
(espero que no). Sólo he abandonado otra novela a medio hacer en toda mi vida:
sucedió en 1984 y en aquella ocasión llevaba un centenar de páginas. Las tiré,
salvo las cinco o seis primeras, que publiqué a modo de cuento con el título de
«La vida fácil» en mi libro Amantes y enemigos. Esa novela no volverá jamás.
Dejé de sentir a los personajes, dejaron de importarme sus peripecias, me cansé
del tema. Para poder escribir una novela, para aguantar las tediosas y
larguísimas sentadas que ese trabajo implica, mes tras mes, año tras año, la
historia tiene que guardar burbujas de luz dentro de tu cabeza. Escenas que son
islas de emoción candente. Y es por el afán de llegar a una de esas escenas
que, no sabes por qué, te dejan tiritando, por lo que atraviesas tal vez meses
de soberano e insufrible aburrimiento al teclado. De modo que el paisaje que
atisbas al empezar una obra de ficción es como un largo collar de oscuridad
iluminado de cuando en cuando por una gruesa perla iridiscente. Y tú vas avanzando
con esfuerzo por el hilo de sombras de una cuenta a la otra, atraída como las
polillas por el fulgor, hasta llegar a la escena final, que para mí es la
última de estas islas de luz, una explosión radiante. Por cierto que cada
novela tiene pocas perlas: con suerte, con muchísima suerte, tal vez diez. Pero
incluso puedes apañártelas con cuatro o cinco, si son lo suficientemente
poderosas para ti, si son embriagadoras, si las sientes tan grandes que no te
caben dentro del pecho y te dices: yo esto tengo que contarlo. Porque, de no
hacerlo, presumes que la escena estallaría en tu interior y terminarías sacando
chorros de vapor por las narices. Y lo que sucedió con aquella novela de 1984
es que las bombillas de la verbena se apagaron. Se acabó la necesidad, el temblor
y el embeleso. Fue un verdadero aborto, y además tan tardío, digamos
metafóricamente de unos cinco meses, que mi salud literaria se resintió: me
capturó La Seca, como decía Donoso, y pasé casi cuatro años sin poder escribir.
Un maldito infierno, porque al perder la escritura perdí el nexo con la vida.
Sentía una atonía, una distancia con la realidad, una grisura que lo apagaba
todo, como si no fuera capaz de emocionarme con lo que vivía si no lo elaboraba
mentalmente por medio de palabras. Si te fijas bien, es posible que Fernando
Pessoa se refiriera a eso en sus célebres versos: «El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente que llega a fingir dolor del dolor que de veras
siente.» Tal vez el escritor sea un tipo más o menos tarado que es incapaz de
sentir su propio dolor si no finge o construye con palabras sobre ello. Con
esas palabras que colocan, que completan, que consuelan, que calman, que te
hacen consciente de estar viva. Vaya, todos los términos me han salido con C.
Extraordinario. El ciego tintineo del cerebro. No creo que mi relato de la
selva esté tan muerto como aquel de 1984 que me acabó bloqueando. Quiero pensar
que es una simple falta de sintonía entre el tema y yo; que no era lo que
quería contar ahora; o que antes necesitaba contar otra cosa. Esa novela
apareció en mi cabeza durante los meses de la enfermedad de mi marido. Es la
trama más oscura, más desesperaba y acongojante que he ideado jamás. Y ahora no
me veo ahí. No quiero meterme ahí. No deseo pasar el próximo año atrapada en
esa selva trituradora. En ésas estaba cuando llegó un email de Elena Ramírez,
editora de Seix Barral. Me proponía que hiciera un prólogo para Únicos, una
colección de libritos muy breves. El texto del que quería que hablara era el
diario de Marie Curie, poco más de una veintena de páginas redactadas a lo
largo de doce meses después de la muerte de su marido, que falleció a los
cuarenta y siete años atropellado por un coche de caballos. Y la sabia, bruja,
maga Elena Ramírez decía: «He pensado en ti porque refleja con una crudeza
descarnada el duelo por la pérdida de su marido. Creo que si te gusta la pieza
podrías hacer algo estupendo, sobre ella o sobre la superación (si puede
llamarse así) del duelo en general. Creo, además, que según hagas la inmersión en
el libro y según te sientas al escribir, podría ser un prólogo o el cuerpo
central, y el diario de Curie un complemento… ahí lo dejo abierto a cualquier
sorpresa.» Leí el texto. Y me impresionó. Más que eso: me atrapó. Pero éste
tampoco es un libro sobre el duelo. O no sólo. Compré media docena de
biografías de Madame Curie, de la que antes ya sabía cosas, pero no tanto. Y
empezó a crecer algo informe en mi cabeza. Ganas de contar su historia a mi
manera. Ganas de usar su vida como vara de medir para entender la mía; y no
estoy hablando de teorías feministas, sino de intentar desentrañar cuál es el
#LugarDeLaMujer en esta sociedad en la que los lugares tradicionales se han
borrado (también anda perdido el hombre, desde luego, pero que ese pantano lo
explore un varón). Ganas de merodear por las esquinas del mundo, de mi mundo; y
de reflexionar sobre una serie de #Palabras que me despiertan ecos, #Palabras
que últimamente andan dando vueltas por mi cabeza como perros perdidos. Ganas
de escribir como quien respira. Con naturalidad, con #Ligereza. De pequeña
enfermé de tuberculosis. Estuve sin ir al colegio de los cinco a los nueve años
y, según consta en la leyenda familiar, me salvó un pediatra llamado don Justo,
que era un médico maravilloso y una gran persona y que no cobraba cuando no
había dinero. Recuerdo bien las múltiples visitas a don Justo; vivíamos lejos,
teníamos que coger un autobús y yo siempre llegaba mareada (por entonces,
cuando casi nadie tenía coche propio y la gente viajaba poco en vehículos a
motor, era bastante habitual ponerse La ridícula idea de no volver a verte
malísimo en cuanto uno se subía a un automóvil). Al fondo de su consulta, don
Justo tenía una especie de cuartito en donde estaba la máquina de rayos X. Una
y otra vez, en cada ocasión que fui a verle, durante la enfermedad y las
revisiones de los años posteriores, don Justo me ponía de pie en la máquina,
desnuda de cintura para arriba porque acababa de auscultarme. Hacía que me
colocara bien derecha, con la espalda pegada al metal helado, y luego acercaba
a mi pecho la pantalla de rayos, también desagradablemente fría. Yo apoyaba la
barbilla en el borde superior: el aparato tenía un ligero aroma como a hierro,
un tufo que luego he reconocido en el olor de la sangre. Don Justo y mi madre
se instalaban delante de la máquina sin ninguna protección y, tras apagar la
lámpara, empezaba el espectáculo; recuerdo la penumbra del gabinete, y cómo las
caras del pediatra y de mi madre se iluminaban con el resplandor azulado de los
rayos. «¿Ve usted, doña Amalia? —decía don Justo, señalando con el dedo hacia
algún rincón de mi pecho—, esa parte aparece más blanca porque la lesión se
está calcificando.» Miraban y conversaban animadamente durante un tiempo que a
mí me parecía larguísimo, fascinados por el espectáculo de mis interiores. Yo
me sentía importante, pero también incómoda e inquieta: esa oscuridad, ese
fulgor espectral que parecía convertirlos en fantasmas, por no mencionar la
asquerosa idea de que vieran mis tripas. Hoy calculo la cantidad de radiaciones
que debimos de recibir todos y se me hiela la sangre, aunque resulta
tranquilizador saber que don Justo falleció con casi cien años y que mi madre
sigue viva y guerrera a los noventa y uno. Todo esto fue a finales de los
cincuenta y principios de los sesenta; Marie Curie había muerto, destrozada por
el radio, un cuarto de siglo antes. Ahora pienso en el brillo frío que salía de
mi pecho como un ectoplasma y en el zumbido de la máquina y siento una profunda
cercanía, una rara intimidad con aquella ceñuda científica polaca. De algún
modo, su trabajo ayudó a que me diagnosticaran y me curaran. Por no mencionar
que la madre de Marie murió de tuberculosis. ¡Y además yo también he visto ese
fulgor azul que Curie tanto amó! Digamos que he sido una niña radiactiva; y
ahora soy una madura mayor o una vieja joven que, desde hace un par de años,
reside a dos esquinas de la antigua consulta de don Justo, es decir, a cien
metros de donde estuvo aquella antigua máquina de rayos X que olía como la
sangre. Ahora el piso es un gabinete ginecológico. A veces tengo la sensación
de que uno se mueve en la vida dando siempre vueltas por los mismos lugares,
como en un desconcertante Juego de la Oca. Marie Curie no fue sólo la primera
mujer en recibir un premio Nobel y la única en recibir dos, sino también la
primera en licenciarse en Ciencias en la Sorbona, la primera en doctorarse en
Ciencias en Francia, la primera en tener una cátedra… Fue la primera en tantos
frentes que resulta imposible enumerarlos. Una pionera absoluta. Un ser
distinto. También fue la primera mujer en ser enterrada por sus propios méritos
en el Panteón de Hombres Ilustres (sic) de París. Trasladaron sus restos ahí el
26 de abril de 1995 con gran pompa y boato (por cierto que en el Panteón también
están Pierre Curie y Paul Langevin, el marido y el amante de Marie) y el
discurso del presidente Mitterrand, para entonces ya muy enfermo, enfatizó «la
lucha ejemplar de una mujer» en una sociedad en la que «las funciones
intelectuales y las responsabilidades públicas estaban reservadas a los
hombres». Estaban, dijo. Como si esas desigualdades ya hubieran sido superadas
por completo en el mundo contemporáneo. Pero Marie Curie sigue siendo la única
mujer enterrada en el Panteón; y el Panteón aún se denomina, faltaría más, de
Hombres Ilustres. ¿Cómo conquistó esa polaca sin apoyos ni dinero todo eso, tan
temprano, tan sola, tan a contrapelo? Fue una mujer nueva. Una guerrera. Una
#Mutante. ¿Por eso estaba siempre tan seria, tan triste? ¿Por eso tenía esa expresión
tan trágica en todas sus fotos? Incluso en instantáneas que, como la siguiente,
son anteriores a su viudez. Pienso ahora en el viejo chiste del pastor que
tallaba una madera y me digo que quizá lo que salga de este libro sea algo
intermedio; y que Marie tuvo que ser a la vez san Antón y la Purísima
Concepción para llegar a hacer todo lo que hizo.
Sergio no sólo es un gran novelista sino un estudioso de la
realidad latinoamericana. Aún recuerdo su novela “Castigo Divino” de un factura
perfecta. Desde hace años tiene un blog en “Boomerang literario” de “El país “de
España, esta es una de sus columnas a propósito del aniversario de ese otro
gran escritor latinoamericano Augusto Roa Bastos
SERGIO RAMÍREZ
La vida de Augusto Roa Bastos, cuyo centenario de nacimiento
celebramos este año, parece asunto de sus propias invenciones. Pasó su infancia
en Iturbe, un poblado del Alto Paraná, donde se habla por igual el guaraní y el
castellano, lo que le dio esa lengua escindida, o doble, que habría de marcar su
escritura no sólo en la tesitura verbal, sino también en su carga de tradición
oral.
Su padre, Lucio Roa, llegó hasta allí a talar árboles para
abrir aquellas tierras al cultivo de la caña de azúcar. Con sus manos construyó
los pupitres donde Augusto y su hermana mayor Rosa se sentaban a recibir las
lecciones que él mismo les impartía, una hora diaria después de la siesta de la
tarde, porque nunca asistieron a la escuela pública.
Cuando se casó con Lucía Bastos se acercaba ya al medio siglo
de vida, veinte años mayor que la esposa, con la que estuvo unido por otro
medio siglo. Ella fue cómplice de Augusto para que aprendiera la lengua
guaraní, prohibida por el padre, y lo introdujo en el mundo oral de las
leyendas indígenas. Es cuando aprendió que los árboles guardan dentro de su
corteza a seres silenciosos que se lamentan con quejidos lastimeros si son
talados.
Luego lo enviaron a Asunción para que siguiera sus estudios
en el Colegio de San José, al cuidado de un tío suyo, el obispo Hermenegildo
Roa. Fue cuando estrenó sus primeros zapatos. Vivir al lado de un pariente
poderoso puede sonar a grato privilegio, pero según le contó a Tomás Eloy
Martínez, "tenía un solo par de medias y vivía muerto de hambre", el
más pobre entre todos los alumnos hacinados en un dormitorio comunal.
El padre había encargado su custodia para el viaje a una
conocida suya, que llevaba consigo un niño de pecho. Debían trasbordar de un
tren a otro, con lo que debieron amanecer en la estación intermedia donde había
un inmenso cráter provocado por un estallido de explosivos durante una de las
tantas revueltas militares. Y cuando en la oscuridad la mujer dio de mamar a la
criatura, él se prendió al otro pecho, la primera vez, dice, "que tuvo una
sensación erótica".
Esta escena pasó a las páginas de su novela Hijo de hombre,
publicada en 1960, donde se relata la guerra del Chaco, que estalló en 1932,
enfrentando a Paraguay y Bolivia por la posesión de unos campos petroleros que
nunca existieron. Atizando el conflicto estaban detrás la Standard Oil y la
Royal Dutch-Shell.
En 1947 huyó del Paraguay cuando el gobierno del general
Morinigo ordenó su captura, vivo o muerto, acusado de conspirador comunista. Lo
buscaron en las oficinas del diario El País, donde trabajaba como redactor, y
tras escaparse por la azotea pasó varios días escondido dentro de un depósito
de agua vacío, hasta que pudo salir al destierro hacia Buenos Aires.
Escribió los cuentos de su libro El trueno entre las hojas,
publicado en 1953, mientras servía como camarero en un hotel de parejas
clandestinas. "El trabajo que hago no es exigente y me quedan muchas horas
libres", le dice en una carta a Tomás Eloy; "llevo bebidas a los
cuartos y las parejas me dan propinas generosas. Cuando se van, recojo las
sábanas y las toallas y las llevo a la lavandería..."
Fue también empleado de una editorial de partituras
musicales, guionista de cine, y vendedor de seguros. Su exilio duró cerca de
medio siglo. Ahora Paraguay vivía bajo el reinado del general Alfredo
Stroesnner, llegado al poder en 1954.
Cuando en 1982 se atrevió a regresar, el dictador lo expulsó
del país acusado de tener "ideas bolcheviques", iguales razones por
las que décadas atrás había lo había perseguido el general Morinigo.
Su gran novela, y una de las grandes de la lengua, es, sin
duda, Yo el Supremo, de 1974, que retrata al doctor José Gaspar Rodríguez de
Francia, el Karaí Guazú, Supremo Dictador Perpetuo de la República, llegado al
poder al darse la independencia de España en 1811. Devoto de la ilustración,
convirtió al Paraguay en un sepulcro cerrado, sin mendigos ni ladrones ni
asesinos, pero también sin enemigos, hacinados en los calabozos, o en los
cementerios. Yendo hacia el pasado, traza un relato contemporáneo de
Stroesnner, derrocado por fin en 1989.
El doctor Francia de Roa Bastos pugna siempre por salir del
sepulcro. Es el astro central y absorbente de un sistema solar regido por la
obediencia total. No nos hemos librado de su fantasma empecinado.
Tecnologías nuevas y
extrañas gobiernan Los mantras modernos de Martín Felipe Castagnet, novela en
la que conviven vertiginosamente el costumbrismo y la ciencia ficción.
Kit Maude
Literatura Argentina
Cuando un escritor argentino, por más joven que sea, escribe
una novela sobre ‘desaparecidos’, uno no espera que incluya
bindi-comunicadores, monitores inflables o un buscador-adivino, pero eso es
exactamente lo que ocurre en la segunda novela de Martín Felipe Castagnet, Los
mantras modernos.
La verdad es que el uso de un término tan cargado de
asociaciones trágicas presenta un problema para el lector: por supuesto que
ningún término ni tema debería estar vedado a un escritor pero tampoco puede
permanecer ajeno a las resonancias del lenguaje que decide emplear. Aquí,
efectivamente, es una distracción cuya ventaja es difícil de detectar,
especialmente cuando se podría haber evitado muy fácilmente con un leve toque
al vocabulario. Una distracción como esa es, por otra parte, la última cosa que
necesita el lector de Los mantras modernos; ya tiene bastante para asimilar.
Primero están las desapariciones; muchos de los residentes de
la ciudad de Embarcación –una urbe del futuro próximo con fuerte sabor
argentino– han descubierto, más o menos de manera voluntaria, cómo desaparecer.
Esta transición tiene varios niveles (el parecido con un videojuego no es
casual). El más básico es el de hacerse invisible pero quedando del lado del
mundo conocido. Lo sigue un nivel más profundo, en el que se viaja a un futuro
en el que los humanos ya no están más pero se pueden robar sus objetos para
venderlos en el presente. Y el nivel de fondo: la misteriosa fosforescencia.
Después viene toda la nueva tecnología: bindis, botoncitos
enterrados en la frente que comunican pensamientos, buscadores en un Internet
omnipresente que pueden predecir el futuro con cierta precisión, y equipos para
ver otras realidades, los más efectivos de los cuales son los ‘guantes
hápticos’ (de los que surge la pregunta de la contratapa: “¿Y si fuera el
tacto, y no la inteligencia, lo único que nos mantiene humanos?”).
Finalmente, hay una nueva fauna –la “vida exótica”– invisible
para ojos comunes, que invade desde el otro lado (les resultará familiar a los
seguidores de la serie Stranger Things), objetos y mascotas parlantes. Además,
como si eso no fuera suficiente, se acerca el fin del mundo.
Siguiendo el modelo clásico de la ciencia ficción, Castagnet
combina sus altos conceptos con un relato costumbrista, y como con la mayoría
de la ciencia ficción, la escritura brilla más cuando está en el primer
territorio. Los mantras modernos nos presenta a Masita, que tiene que encontrar
a su hermano Rapo, un adicto de la desaparición. En eso lo ayuda su abuelo,
después de la fuga del anciano de un geriátrico.
En la búsqueda van encontrándose con varios miembros de la
familia extendida, que incluye la de la ex novia de Masita. Casi todos sufren,
en mayor o menor grado, del mismo vicio que Rapo, y el autor empieza a saltar
con sumo virtuosismo de una perspectiva a otra, de la segunda a la tercera
persona.
Todo esto suena un poco vertiginoso, y lo es, pero vale la
pena: la mezcla estrafalaria de elementos va borboteando de manera atrapante,
hasta llegar a un punto exhilarante y rarísimo que revela las influencias
subversivas de escritores como Marcelo Cohen o César Aira, aunque es poco
probable que uno de estos maestros hubiera caído en la trampa o error
mencionada al principio.
Los mantras modernos, Martín Felipe Castagnet. Sigilo, 208
págs.
Author : EU-topías Date : 5 febrero, 2015 El puño invisible.
Arte, revolución y un siglo de cambios culturales, Carlos Granés, Madrid,
Taurus, 2011, 469 pp.
Imanol Zumalde
El (nuevo) malestar en la cultura Si, con esa intuición de
zahorí que le caracteriza, Michel Houellebecq predijo en el final de Plataforma
el atentado de Bali de octubre de 2002 con un año de antelación, en su última y
no menos clarividente novela, El mapa y el territorio, retrató con pelos y
señales el malestar, literalmente freudiano, que aqueja a la Cultura de nuestro
tiempo. Tal es así que Daniel Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercad-o del
arte, el lienzo-emblema de una de las etapas del derrotero artístico del
protagonista, resume de un brochazo todos los síntomas que salen a relucir en El
puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales, reciente
ensayo en el que Carlos Granés (Bogotá, 1975) indaga a fondo en los múltiples
estragos que parecen afligir a la Cultura de este tiempo confuso que nos ha
tocado vivir: la banalización del Arte, la depauperación del gusto, la obscena
mercantilización del negocio artístico, la vacuidad oscurantista del discurso
teórico que mece la cuna de los creadores, etc. Este trabajo, que mereció el
Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco en su edición de 2011, es un
impetuoso recorrido por la historia cultural del Occidente de la última
centuria, lapso temporal enmarcado por dos hitos reveladores: la publicación
(en 1909) del Manifiesto Futurista de Marinetti y la madrileña revuelta light del
15-M (de 2011), que Granés considera eco tardío (y adulterado) de esa
revolución cultural fraguada a fuego lento en la que centra el foco. Cabría
objetar, de entrada, la no correspondencia conceptual de ambos acontecimientos:
uno, pese a sus ínfulas, pertenece al terreno de lo artístico; el otro al mucho
más amplio de la política. Con lo que el último difícilmente puede ofrecer un
cierre categorial adecuado al periodo que se abre con el primero. Pero vayamos
al grano. Resumida en el críptico título del libro (en jerga boxística se llama
puño invisible al más peligroso, no porque sea el más fuerte, sino porque no se
le ve venir), la tesis que guía a través de este sinuoso itinerario mezcla
perspicacia y grandilocuencia a partes iguales: contra una lectura de la
historia del siglo XX que hoy ya sólo sostienen los sectores más recalcitrantes
de lo que algunos llamaron “la izquierda consecuente” (“Suele decirse que la
revolución bolchevique triunfó y que las vanguardias perdieron. Lenin
transformó Rusia, y sus ideas se extendieron con el tiempo a Europa del Este,
África, Asia y Latinoamérica”, pág. 14), parece una evidencia para Granés que
las grandes revoluciones políticas del siglo XX fracasaron al cabo del tiempo,
mientras la revolución cultural que las acompañaba 1 / 4 Eu-topías Revista de
interculturalidad, comunicación y estudios europeos http://eu-topias.org a
hurtadillas ha triunfado de forma inequívoca, aunque su formulación adopte
trazas de un oxímoron (“cada una de las batallas utópicas que emprendieron las
distintas vanguardias condujo a la derrota. Pero en conjunto, sumando los
esfuerzos de futuristas, dadaístas, surrealistas, letristas, músicos
experimentales, poetas beat, situacionistas, yippies y demás revolucionarios
culturales, sus batallas por transformar las vidas resultaron fructíferas”,
pag. 14). Según Granés, la aparatosa divergencia en el desenlace de ambas
revoluciones no dimana ni de cuestiones tácticas ni estratégicas, sino de la
diferencia decisiva a la hora de llevar a cabo la adecuada selección del
objetivo final: los dadaístas lo identificaron mejor que Lenin, Mao o
cualquiera de sus esforzados seguidores; se trataba de transformar de forma
radical los hábitos de vida de los individuos en lugar de hacerlo con las
estructuras del Estado, con la finalidad de que sus cambios facilitaran el
nacimiento de una nueva sociedad. Lo que a la postre les ha valido, si hemos de
creer a Granés, la victoria nada pírrica de haber terminado modelando a su
gusto las sociedades contemporáneas (“Si hoy sorprende que buena parte de la
población occidental, independientemente de que sea rica o pobre, culta o
ignorante, profesional o trabajadora, oriente su vida hacia el hedonismo, la
búsqueda de experiencias fuertes, espectáculos excitantes, aventuras transgresoras
y actitudes rebeldes, es porque se ha olvidado el legado vanguardista”, pág.
15). Esta idea troncal, no obstante, lleva consigo una curiosa transformación
(y formulada de esta manera, cierta incongruencia) en la medida en que, según
Granés, el triunfo postrero de la revolución cultural ha terminado produciendo
una serie efectos perniciosos en todos los órdenes de los que sólo cabe colegir
que estamos ante una auténtica calamidad (“… vivimos un período de calma
cultural, donde prevalece la frivolidad y la inocuidad de las obras, y en el
que los artistas, antes de oponerse a la sociedad en la que viven, producen un
arte que celebra los aspectos más rentables y degradantes del capitalismo
contemporáneo: la banalidad (Koons), el plagio (Prince y Levine), la
explotación (Sierra), el shock escandaloso (Hirst), el exhibicionismo (Emin),
la bobería (Creed), el sadismo (Muehl), el amarillismo (Orlan), la escatología
(Mike Kelley) y la vulgaridad (Paul MacCarthy)”, pág. 459). ¿Qué polvos han
traído tan cuantioso lodo?, ¿Qué extraña mutación ha hecho posible que el éxito
de los valores revolucionarios predicados por las vanguardias históricas haya
aflorado en la sociedad del espectáculo?, ¿Qué f-uerzas tectónica-s han vaciado
de contenido y banalizado el impulso revolucionario hasta convertirlo en mero
gesto y/o acto de consumo?, ¿Cómo es posible que los indignados del 11-M
exigieran casa, trabajo, beneficios sociales, estabilidad,... en fin, todos los
valores burgueses que combatió ese Mayo 68 que fue resultado indirecto de la
influencia vanguardista? Carlos Granés se empeña en descifrar estos enigmas y
contradicciones. Como no hay modo sensato de reflexionar sobre los procesos
revolucionarios sin la presencia tutora de su más perspicaz analista, las
referencias a Carlos Marx menudean por el libro. Sin embargo, la gran impronta
de Marx en el trabajo de Granés es de orden conceptual toda vez que la
parcelación dicotómica del relato histórico en dos grandes momentos que propone
(Primer tiempo y Segundo tiempo, separados por esa suerte de año-meridiano
situado en 1968) hace suya, con matices, la tantas veces mal citada aserción
que abre, a puerta gayola, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte (“Hegel dice
en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia
universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar:
una vez como tragedia y la otra como farsa”). En efecto, si lo que Granés
describe en Primer tiempo (a saber: el nacimiento y desarrollo arborescente de
las vanguardias artísticas del siglo XX) puede verse bajo un cierto prisma
trágico, la estampa que traza de lo que vino después del 68 (no sólo del Mayo
francés, sino también de ese Abril neoyorkino que brotó al calor de la
ocupación de la Universidad de Columbia) corresponde de manera bastante fiel a
la caricatura del tío (Napoléon) que Marx vió en el sobrino (Luis Bonaparte). 2
/ 4 Eu-topías Revista de interculturalidad, comunicación y estudios europeos
http://eu-topias.org La figura de Warhol ocupa, por activa y por pasiva, una
posición angular en este entramado puesto que, amén de paradigma del
arte-mojiganga del Segundo tiempo, su obra constituye, por un lado, la
repetición, según la máxima de Marx, en clave de farsa de Marcel Duchamp, uno
de los padres de la vanguardia, al tiempo que cuando fue objeto de un atentado
(el 3 de julio de 1968 la feminista radical Valerie Solanas le descerrajó tres
disparos en The Factory, su famoso taller donde facturó el Pop Art) se
convirtió, por otro, en el actor pasivo, pero imprescindible, del acto que
según el ensayista colombiano marcó el cataclismático final del virtuoso Primer
tiempo de la revolución artística. La dramaturgia con la que Granés despliega
estas dos partes-tiempos reproduce, se diría que por ósmosis, la dicotomí-a argumental
que desarrollan: tras señalar sus respectivos manantiales (sobre el germen de
Max Stirner –El único y su propiedad– estallan los sucesivos Big Bang
futurista, conceptual y dada), la primera parte hace un uso preciosista del
montaje paralelo (cada capítulo lleva inscritos los lugares y años en los que
acontecen los hechos que abarca) para dar cuenta de la evolución simultánea de
los distintos veneros por los que fluye la idea de común de subvertir la
institución y las formas tradicionales del Arte (las soirées del Cabaret
Voltaire migran de Zurich a Berlín, Breton disiente y crea el surrealismo,
etc.; Isou funda el letrismo, Debord lo sublima con el situacionismo que da
lugar a la marea Pro-situ, suerte de efecto dominó que va de Alemania a
Escandinavia, a Holanda, a Francia, a Inglaterra, etc.; en paralelo, John Cage
descubre a Duchamp, desembarca en el Black Mountain College donde crea junto a
Merce Cunningham el happening, etc.) Este zizagueante relato que avanza
trenzando sus líneas de fuerza como los mejores thrillers adviene bajo la
autoridad epistémica de una voz narradora que al tiempo de exponer con
encomiable claridad la caudalosa información que maneja, juzga sin
contemplaciones la vida y las obras (en muchos casos indiscernibles) de esa miríada
de artistas y creadores de todo pelaje a los que pasa revista. Esa narración
translúcida, virtuosista y trepidante se colapsa e implosiona a la hora de dar
cuenta de la mutación que padece el proyecto revolucionario de las vanguardias
a partir de mediados de los años sesenta. Tal es así que el Segundo tiempo es,
en puridad, un exhaustivo informe de situación del desastre al que ha conducido
la utopía de las vanguardias cuando su mixtificación consiguió filtrarse en las
conciencias, formas y estilos de vida de los occidentales. Se trata, en suma,
de siete grandes bloques (más un octavo encargado de cotejar el Mayo francés de
1968 y el madrileño de 2011) que abordan en compartimentos estancos las
distintas metástasis del cáncer cultural que aqueja a nuestro tiempo: la
coronación de la banalidad y el culto a la fama (de Warhol a Koons), la
mercadotecnia del escándalo (de la operación Sex Pistols de Malcom McLaren a
los Young British Artists), la redefinición integral del Conocimiento impuesto
por el relativismo (Multi)cultural, la abyección y las laceraciones como motivo
artístico (del art corporel al body art sangriento), el hedonismo como
argument-o estético bajo el imperio de la novedad (con Damien Hirst de
flautista de Hamelin), el triunfo del discurs-o teórico sobre el objeto
artístico (el despotismo del Curator), y el adocenamiento capitalista de las
pretéritas muestras de la contracultura revolucionaria (el rock, las drogas y
la liberación sexual como rentables argumentos de la industria del entretenimiento).
El collage que forman estos ocho bloques se resiente a ojos vista sin el
respaldo de una lógica (discursiva) fuerte. Su disposición, perfectamente
intercambiable, parece arbitraria cuando no caprichosa, y a uno se le antoja
que alguna sección está de más (“De la revolución al espectáculo 1964-2000.
Detroit, Ann Arbor, Polo Norte” aborda cuestiones cuando menos tangenciales) y
otras merecerían un abordaje conjunto, como es el caso de los capítulos que en
buena medida gravitan en torno a Koons y Hirst, figuras sintomáticas de la
misma enfermedad (“Del radicalismo revolucionario al regocijo de la banalidad
1966-1990. Nueva York, San Francisco” y “Del individualismo libertario al
hedonismo egoísta 1970-2011. Nueva York”, respectivamente). A esto se suma el
hecho de que, a la inversa de su precedente, en este Segundo tiempo el juicio
(siempre adverso) de la voz narradora prevalece sobre la ubicación
historiográfica de los artistas y sus obras, lo que da pie a que un Granés 3 /
4 Eu-topías Revista de interculturalidad, comunicación y estudios europeos
http://eu-topias.org definitivamente desatado no deje títere con cabeza. Aunque
es materialmente imposible no discrepar en algún detalle de este páramo
apocalíptico digno de El Bosco más sombrío (la figura de Warhol, artista más
serio de lo que Granés quiere concederle, amén de cineasta esencial es acreedor
de algunos méritos que el autor le niega de forma radical; Obra No 227 de
Martin Creed, mucho menos “tonta” de lo que aprecia Granés, demuestra, entre
otras cosas, que el arte conceptual, desde su alumbramiento duchampiano, juega
en el filo de navaja), no se puede objetar que, en términos globales, el
diagnóstico se aproxima bastante a la realidad. Por si fuera poco, este Segundo
tiempo cuenta al menos con tres apartados magistrales (los que abordan,
respectivamente, el impacto devastador del multiculturalismo, la abyección como
argumento estético, así como el eclipse del objeto artístico tras su paratexto
teórico) en los que Granés hace gala de sus mejores armas: una mirada incisiva
que no se arredra ante las modas ni la corrección política, así como el sólido
respaldo de una documentación fecunda, pertinente y esclarecedora que es
llevada en volandas por un estilo expositivo tan poderoso como eficaz.
Tomado de la revista “Letras libres”. El debate de suma importancia ha sido tratado desde muchas perspectivas, el lugar común, como un grupo de
intelectuales se toma la palabra por completo frente a un tema o como los otros
se silencian. Ha sucedido en Francia con el espíritu anti-moderno, hegemónico, unidimensional, polémico de antemano, esta nación siempre
piensa con lucidez el presente en el marco de ópticas sociológicas, políticas y
filosóficas profundas, no mediáticas, tira línea como decimos, en esencia pone a pensar el
mundo. Esta es una excelente columna al respecto.
En el periodo de entreguerras, la
reacción, al menos en su variante francesa, abandonó la política para
instalarse en la literatura. A contracorriente del espíritu de su época, estos
escritores no se resignaron a aceptar la lógica de la civilización.
Ernesto Hernández Busto 19 junio
2017
En el verano del 2005, el crítico francés Antoine Compagnon
publicó en Gallimard un libro polémico y brillante titulado Los
antimodernos, cuya tesis, a grandes rasgos, es que hay una progenie de
escritores franceses (contrarrevolucionarios, antiilustrados, pesimistas;
creyentes en el pecado original y en la estética de lo sublime; practicantes
del vituperio) que, al menos en Francia, se ha adueñado de la posteridad
literaria de eso que llamamos “modernidad”. En cuanto empecé a leer esas
páginas, reconocí en todos los escritores de los que yo mismo me había ocupado
un año antes en mi libro Perfiles derechos (Península, 2004)
los rasgos inconfundibles de estos antimodernos, protagonistas de
una resistencia que acabará por modificar la manera en que entendemos las
relaciones entre política y literatura.
Al comienzo de su libro, Compagnon cita in extenso una
tesis de Albert Thibaudet sobre la cultura francesa que me pareció reveladora:
“el siglo XX ha visto cómo las letras y París se pasaban en masa a la derecha,
en el momento mismo en que, para el conjunto de Francia, las ideas de derecha
perdían definitivamente la partida”. Para Thibaudet, durante ese paréntesis de
entreguerras, que es tal vez la zona más curiosa del siglo XX, la
contrarrevolución habría abandonado la política para instalarse en la
literatura. Al explicar cómo el impulso antirrevolucionario y tradicionalista
acaba por refugiarse entre los escritores e intelectuales de la Tercera República,
el pensador francés usa una metáfora hidráulica: la potente masa acuosa de la
reacción, al ser suplantada en la vida política e institucional por otra
dinámica del movimiento de las ideas, según los ideales del Progreso o la
Escuela, “fue captada por otra red, entró en otra hidrografía: la literatura”.
Mientras los grupos políticos se movían hacia la izquierda, las letras, las
tertulias y la prensa hacían la crítica de esas filiaciones y se atrincheraban
en una crítica al modernismo. Baudelaire, Flaubert, los Goncourt, Proust,
Paulhan... los grandes nombres de esa tradición intelectual no son de
izquierda, pero tampoco simples representantes del tradicionalismo. Compagnon
resume ese proceso en una paradoja inapelable: “el genio antimoderno se refugió
en la literatura, e incluso en la literatura que consideramos moderna”.
Es un asunto para detenerse. A mí, como a Compagnon, no me
parece que el proceso que describe Thibaudet se limite a la Francia de ese
periodo histórico, si bien es cierto que los horrores de mediados del siglo XX,
aunque no eliminaron, sí limitaron mucho la influencia del discurso
antimoderno. Pero décadas después, hacia 1990, pasado el emblemático
bicentenario de la Revolución francesa, cuando yo leía a todos esos autores
europeos de entreguerras era difícil no ver en sus críticas radicales de la
modernidad cierto lado lúcido, profético. Lo atractivo de esa mutación tenía
que ver, además, con un desfase biográfico: mi formación había sido de
izquierdas y mi ideario político y filosófico era más bien liberal, pero mis
preferencias literarias se decantaban, a veces con cierto sentimiento de culpa,
hacia esa prole “de derechas”.
De ahí que en Perfiles derechos me ocupase
de algunos cruces de esa curiosa familia de “antimodernos”: Jünger leyó a
Rózanov, por ejemplo, y dejó un emotivo apunte de esa lectura en sus oceánicos
diarios; Pound manifestó en una de sus polémicas emisiones radiales su interés
por Céline; Morand y Montherlant coincidieron en no pocas recepciones y
párrafos; Vasconcelos publicó en La Gaceta Literaria de
Giménez Caballero... Tales coincidencias o cameos no prueban,
sin embargo, la existencia de una “derecha literaria”, entidad difusa y
problemática. ¿Qué tienen en común el furibundo Pound y el dandismo
aristocrático de Montherlant? ¿O las ideas de Vasconcelos con las de Jünger? ¿O
las lecturas bíblicas de Céline y Rózanov? Además de sus rasgos intercambiables
y sus credos, esos escritores ejemplifican cierto talante: una
comunidad de deseos, gustos, voluntades; un modo o manera de hacer literatura,
una disposición atrabiliaria ante el mundo. Muchos de ellos muestran, además,
un curioso semblante estoico que no pasa desapercibido a una mirada de
conjunto: estoicismo que se desdobla en imágenes múltiples, desde el mito de Epimeteo
y su funesto descubrimiento de que la caja de Pandora contiene demasiados males
para la humanidad, hasta el Benito Cereno de Melville, cuyo barco le sirvió a
Carl Schmitt como emblema de una Europa desorientada que se abandona a las
fuerzas de la disolución.
Al menos durante ese periodo que se conoce como “de
entreguerras”, la hipótesis que alimentó a buena parte de la literatura
reaccionaria fue la negación del progreso. Muchos de estos
“contrarrevolucionarios” no ignoraban la actualidad, pero la consideraron signo
de decadencia: su presente se mantenía en un equilibrio precario, amenazado
siempre por ese fuego purificador, que también es un invento estoico: la apocatástasis.
El escritor convertido en Jeremías que anuncia, con especial vehemencia, algún
tipo de catástrofe, cualquier “apocalipsis de nuestro tiempo”, nunca se
equivoca del todo pero está condenado a lo inoportuno. Es cuestión de tiempo,
ya lo decía Rózanov –a quien ahora, por cierto, la editorial Acantilado acaba
de publicar por primera vez en español–. El Gran Reaccionario –escribí en mi
prólogo– padece siempre el sabor amargo de una derrota que se le figura no
exenta de nobleza. Lo cual nos coloca frente a una galería de “perdedores”
confesos, hombres del pasado e insurrectos del presente, como se declaraba
Morand en su Journal inutile.
Una carrera, hay que decirlo, no exenta de errores y
frivolidades: basta recordar el lamentable momento en que las citas de
Chateaubriand y las quejas contra la “entropía democrática” eran las bromas del
desayuno en los cafés de la Francia de Vichy. Pero estos escritores nunca
temieron ejercer una libertad de pensamiento que incluía lo intempestivo y lo
anacrónico. Compáreseles, por ejemplo, con esa lenta agonía de signo contrario,
la de un Louis Aragon que, como escribe Jacques Laurent (¡otro antimoderno!) en
su Histoire égoïste, “durante medio siglo mostró una atroz sangre
fría al seguir sirviendo a una empresa que sabía inhumana”. O la de un Paul
Éluard apoyando la ejecución de su amigo, el surrealista checo Záviš Kalandra.
En la introducción de Perfiles derechos me
permito una cita tramposa de Susan Sontag (en su ensayo An argument
about beauty) sobre la cual convendría volver ahora. La ensayista
norteamericana, digo, afirma que una política conducida de acuerdo con los
principios liberales carece de drama, del sabor del conflicto irreconciliable,
mientras que las políticas fuertes y autocráticas tienen la indudable virtud de
resultarnos “interesantes”. Mi trampa fue escamotear al lector la otra parte
del ensayo, donde Sontag somete a una severa crítica el uso estético de ese
adjetivo: “Cuando la gente dice que una determinada obra de arte es interesante,
no quiere decir que le guste o que se identifique plenamente con ella, sino más
bien que debería gustarle.” Lo interesante es algo que antes no habíamos visto
como bello (o bueno) y, por lo tanto, implica un tabú. “Los enfermos son
interesantes –recuerda Sontag, citando a Nietzsche–. Los perversos también. Lo
que se admira a través del despliegue de este término es el ingenio, no la
verdad; la tosquedad o insolencia o transgresividad, no el respeto.”
Pasé mucho tiempo dándole vueltas a esas palabras; me sentía
aludido pues ¿qué joven no ha usado el adjetivo “interesante” para referirse a
determinadas obras de arte que así se lo parecían, o simplemente para evadir la
banalidad de llamarlas bellas? Pero ¿de dónde procede en realidad ese
atractivo? No solo del tabú de algo que no se ha visto antes como bello, sino
tal vez de una función más atávica, tan humana y legítima como ese consuelo
idealizado que atribuimos a la belleza, pero de signo contrario, más cercano a
aquella belleza suprema que procede del caos, atributo de la “nueva mitología”
concebida por Schlegel y otros románticos. Lo que en política se revela como
una falta de empatía, desde otra perspectiva simbólica puede ayudarnos a
iluminar cierta zona esencial de la modernidad.
A propósito de La decadencia de Occidente, el
célebre libro de Oswald Spengler, Roberto Calasso deja caer una recomendación
muy útil: muchos de esos intelectuales que llamamos reaccionarios o
antimodernos deben ser desvinculados de su propósito original (el de una historia
universal o una filosofía, en el caso de Spengler) para ser leídos como
fenómenos de estilo, autores de un psicodrama de prosa visionaria o síntomas de
una fantasmagoría “que solo puede entenderse en términos de literatura”.
¿Qué quiere decir entender algo “en términos de literatura” y
de qué manera tiene esto que ver con aquella disyunción de política de
izquierdas/literatura de derechas de la que habla Thibaudet?
Todos los escritores reaccionarios que desfilan como figuras
de ese “psicodrama” moderno navegaron a contracorriente del espíritu de su
época porque tenían otra idea de la temporalidad. Una concepción que había
dejado de encarnar en la política para filtrarse en lo literario. Ni en el arte
ni en la literatura puede el progreso encontrar su púlpito adecuado. Desde
Chateaubriand a Cioran (“la idea del progreso deshonra la inteligencia”),
pasando por Baudelaire, Proust, Flaubert, Gracq, por mencionar solo autores
franceses, el escritor reaccionario es aquel pesimista, desencantado o
escéptico que no se resigna a aceptar la lógica de la civilización y, en
cambio, vive su presente vuelto hacia el pasado, instalado en la ansiedad de un
no lugar. Todos ellos, también, comparten aquella obsesión de Mircea Eliade en
sus diarios de posguerra, cuando intenta acercarse al mundo incierto que ha
revelado la física cuántica: “¿Cómo es posible la libertad en un universo
condicionado? ¿Cómo se puede vivir en la Historia sin traicionarla, sin
negarla, y participar, sin embargo, en una realidad transhistórica? En el
fondo, el verdadero problema es este: ¿cómo reconocer lo real camuflado
en las apariencias?”
Al desechar la temporalidad del progreso, al cambiar el
tiempo de la política por el tiempo de la poiesis, hace su
aparición una idea muy particular del mito: encarnación de ese otro tiempo que
es siempre pasado y presente a la vez. Demostración de que hay determinados
gestos que solo adquieren sentido al vincularse con ciertos relatos antiguos,
es decir, al volverse simulacros para actuar en lo real. Desde las ideas de De
Maistre sobre el pecado original hasta la teoría del sacrificio que ha venido
elaborando Calasso en sus últimos libros (El ardor o Il
cacciatore celeste), desde el lúcido escepticismo de un Gómez Dávila
convencido de que “ya no hay por quién luchar, solamente contra quién” hasta
las reflexiones de Pascal Quignard sobre la inevitabilidad del despojo y la
esencial condición predadora de lo humano, el escritor reaccionario concibe
siempre la historia a la sombra de varias metáforas primordiales, verificadas
en ese rito interminable que son las representaciones simbólicas.
Hoy en día se acostumbra usar el término “mítico” como
sinónimo de algo falso, y por “ritual” se alude a costumbres vacías, sin
sentido. Pero, como precisa Calasso, detrás de estos sintomáticos equívocos de
la doxa hay otra historia en la que debemos profundizar para
entender la esencia de esos simulacros que llamamos arte y su verdadero papel
en una sociedad. El rol de lo sagrado y su inseparable relación con el
sacrificio, que teorizaron hasta el cansancio los dos “antimodernos”
emblemáticos del Collège de Sociologie, Roger Caillois y Georges Bataille,
actualizaron una idea del tiempo y de lo sublime que solo podía ser
representada y comprendida plenamente a través de ciertas zonas del arte y la
literatura. Gracias al mito, el intelectual moderno estaba obligado, como un
Jano bifronte, a mirar siempre hacia el pasado para entender su presente. Una
doble condición que busca ser, al mismo tiempo, liturgia y relato.
Es una tarea de resistencia, no solo al progreso, sino a
todos los Grandes Ideales sociales, que apelan siempre a lo más “profundo” y lo
más “humano” del creador. Sin embargo, es posible que, como decía Eliade, la
tarea más importante del intelectual moderno no sea la entrega confiada a esos
absolutos sino, al contrario, el ejercicio de rehusar su llamado: resistir la
tentación de inmolarse en esas “profundidades” para emprender el otro camino
del conocimiento espiritual, ya completamente exiliado de cualquier supuesta
superioridad y desencantado de cualquier humanismo.
La nueva novela de Gabi Martínez presenta el estrés
como un monstruo contemporáneo y muestra cómo la ciencia puede tener una
relación amorosa con la literatura.
Paula Corroto
25 junio 2017
Un segundo y, dos años después, una novela. El segundo: un
hombre en la cincuentena, Domingo Escudero, acercándose al escritor Gabi
Martínez (Barcelona, 1971) durante un Sant Jordi para contarle que sufrió una
encefalitis que, sin embargo, fue diagnosticada como un trastorno mental, y
estuvo medicado y tratado como si fuera un loco. La novela: un cóctel de hechos
reales y ficción que se adentra en el territorio pantanoso de la mente y la
locura de un hombre, pero también de una sociedad enferma a través de sus
últimos cuarenta años de historia.
Las defensas (Seix Barral) es el título de todo esto y es la primera
vez que Martínez abandona la literatura de viajes para relatar una historia que
transcurre en Barcelona –aunque podría haber sido en cualquier otra metrópolis–
y que bebe de hechos que ocurrieron. Hechos crudos, que remueven al lector y
que son la base de lo que más interesa al escritor. “Me guío siempre por lo que
digan los hechos. Y lo que trato es provocar una reacción en el lector. Después
de leer, algo ha de cambiar en tu entorno y en ti, porque tu entorno cambia en
el momento en el que tú decidas hacer un gesto o moverte en una determinada
dirección. Me gusta ilustrar todo lo que ocurre con acción directa”, cuenta vía
telefónica.
No miente. En Las defensas transcurren
muchas cosas que agitan. No es solo la historia del doctor Escudero –Camilo
Escobedo en la ficción–, sino que también es una profunda inmersión en los
órganos de un ciudad, en cómo España/Cataluña se hizo mayor con la llegada de
los Juegos Olímpicos y, oh, sí, también la corrupción, en cómo la
competitividad nos puede acabar aniquilando y volviéndonos locos, y en cómo la
ciencia también puede tener una relación amorosa con la literatura. Y todo
contado con sobriedad quirúrgica.
Martínez nunca había escrito sobre su ciudad. “Me hacía falta
tranquilidad. Cuando empecé a escribir quería hacerlo sobre Barcelona, sobre
las pulsiones individuales que nos perturban, pero no sabía lo suficiente ni de
España ni de Barcelona. Y vi que era un terreno pantanoso, y si entras tienes
que saber el terreno que pisas”, comenta. Muchos grandes escritores como Marsé,
Candel o, más recientemente, Casavella, se habían ocupado de ella. Martínez
quería ir con tiento y, después de recorrer Australia con Voy y
el corazón de África con Sudd, llegó el turno de Barcelona. No
obstante, tampoco se trataba de recrear con fanático realismo la ciudad. Ni
siquiera Barcelona es el referente de la “enfermedad” de la novela. “No. Habla
de la sociedad, de lo que estamos haciendo con las personas que viven en las
grandes ciudades donde hay presiones soterradas brutales”, sostiene el
escritor.
Y que derivan en patologías. Como resume Martínez, ahí está
la clave de la novela: el estrés como el gran monstruo de nuestros días –un
alien del capitalismo– y cómo la mente puede jugar con nuestro cuerpo. Nunca
cerebro y corazón estuvieron tan cerca. “Hay que preguntarse cómo tienes a
alguien en una ciudad diseñada para vivir bien, con una carrera para vivir bien
y de pronto todo eso se le vuelve en contra. De ahí procede el título. Las
defensas se vuelven en tu contra”, explica el escritor. Esta crudeza
se cuenta sin ironías porque no solo se narra la enfermedad de Escobedo, sino
también la de otros compañeros de la planta de neurología que sufren la tiranía
de un jefe al servicio de los poderes públicos del sistema sanitario. Emoción y
neuronas. Una vez más, Martínez removiendo las entrañas del lector.
Hay pasajes, no obstante, más reconciliadores, como aquellos
que muestran la pasión literaria del neurólogo. Escobedo lee constantemente
(por momentos podríamos estar ante un psiquiatra literato como Oliver Sacks) y
es una patada hacia todos los escritores que no tienen interés en asuntos
científicos. “Igual es pura intimidación de las letras con respecto a la ciencia.
Históricamente las letras creen que todo viene del espíritu, y que el
conocimiento directo igual no es tan decisivo”, sostiene Martínez que sin
embargo hace un verdadero tour de force con los términos
médicos que aparecen en la novela. “Si estamos en esto es para aprender,
quiero que cada uno de los libros me aporte, me enseñe algo de lo que me
rodea”, añade.
Lamenta que no existan más novelas que, quizá como Las
defensas, se detengan en asuntos de la contemporaneidad. Y hasta echa de
menos que no existan debates literarios. “Hubo una época en la que me molestó
que me incluyeran en el grupo de los Nocilla, pero ahora no lo veo tan mal. Al
menos había un debate”, constata el escritor a quien le gustaría que la
literatura se cerniera sobre asuntos más del presente y menos del pasado –la
pereza de la memoria histórica– como la plurinacionalidad de España. “Ahora los
libros que más suenan tienen que ver con España: Patria y el
ensayo La España vacía. Si eso es así creo que es un debate
que se podría retomar. También por la muerte de Juan Goytisolo, que escribió España
y los españoles desde el exilio. Hay que ir a los temas donde la
gente, y también los jóvenes, se puedan proyectar. Introduzcamos más debates
literarios”, insiste.
Ah, y también el de Cataluña. En Las defensas hay
dos momentos interesantes: en uno de ellos, el protagonista deplora la actitud
de los políticos catalanes con respecto a España; en la otra, la crítica es a
la inversa. “Y hago que lo diga un loco para que el lector tenga que
posicionarse. Es un tema que no se está abordando. Hablo con escritores de
distintas zonas, y algunos de zonas en las que no se habla el catalán que dicen
que no puede decir lo que creen porque si no les empapelan. Es gente que
escribe en castellano. Esta es una situación muy incómoda para todos y ahora
mismo es un problema real. Hay gente que puede ser literariamente crucificada”,
mantiene a la vez que se pregunta “si un autor de fuera de Cataluña defiende el
referéndum o la independencia, ¿no sería linchado?”.
Pura acción directa. Solo queda que alguien recoja el
guante.
El ministro
de salud de Colombia es un pensador a carta cabal, sus columnas y libros
son disertaciones muy lucidas sobre temas variopintos, siempre en torno a temas
científicos, literarios y políticos, desde una perspectiva humanística,
trayendo siempre temas y conexiones novedosas. Desde que supo de su enfermedad,
un cáncer, el país ha estado pendiente de su estado, no deja de ser interesante
todo lo que haga y diga, por ello transcribo esta entrevista que termina siendo una excelente reflexión sobre las paradojas de la vida que amerita ser divulgada.
(Risas). Lo de la rapada todavía no es una realidad, fue una ficción de un
medio de comunicación. Ya vendrá.
Le pido licencia para tratarle un tema muy personal, el de su
enfermedad. ¿Cómo se hace el tránsito de pasar de rector de la salud a
una camilla del sistema?
No ha sido fácil. No es fácil ni para el ministro de Salud ni para
ninguna persona verse de un día para otro como paciente de una enfermedad
complicada. He tenido momentos de tranquilidad, pero también de tristeza.
Además, la dimensión pública de mi enfermedad ha sido más grande de la que yo
esperaba.
¿Por qué?
Porque yo creí que el asunto iba a despertar alguna curiosidad, pero no tantos
comentarios y reflexiones. Recibo cientos de mensajes diariamente. De todo
tipo.
De pronto, por su condición de ministro de Salud, la gente se ha
sentido con el derecho de preguntar un poco más que si se tratara de un
particular. Mire lo que yo estoy preguntando…
Respondo con una reflexión que he hecho durante estos días y que ya había
reiterado desde meses atrás. Uno de los mayores desafíos de nuestra sociedad,
para que el derecho fundamental a la salud sea una realidad plena, es
que la desigualdad en el acceso a la salud sea cada vez menor. Por
eso, yo entiendo los reclamos y las voces de protesta. Cuando, por ejemplo, en
las redes sociales alguien escribe, ¿ministro, usted cómo hizo para que le
hicieran un examen en tan corto tiempo? Entiendo el clamor de la sociedad
colombiana para que las desigualdades en el acceso a la salud desaparezcan.
Esas críticas las respeto profundamente y sé que mi trabajo consiste
precisamente en contribuir a cerrar esas brechas, que han disminuido de manera
sustancial, pero todavía hay mucho por hacer.
Ha multiplicado mi aprecio y admiración por los trabajadores
de la salud y me ha vuelto más sensible a muchos temas
¿Cuándo usted se vuelve paciente encuentra algo muy distinto
de sus diagnósticos como ministro del sector?
Yo diría que no; no creo que mi experiencia actual haya cambiado mi forma de
pensar. Pero sí reconozco que ha multiplicado mi aprecio y admiración por los
trabajadores de la salud y me ha vuelto más sensible a muchos temas y
problemas.
¿A cuáles temas?
En particular, en el tema de atención a pacientes con cáncer. Cuando
un paciente me dice, no he podido conseguir la cita, está atrasada mi
quimioterapia o me dieron la cita para la radioterapia pero me la cancelaron,
para mí eso es muy duro, eso no puede pasar. O sea, en el tema cáncer, el
acceso oportuno a los medicamentos y a los procedimientos de los pacientes es
ahora una obsesión personal. Pero yo ya se lo decía a mis funcionarios desde
mucho antes, si el sistema no atiende bien a los niños con cáncer, por ejemplo,
nunca podremos dormir tranquilos. Allí no hay margen para errores o excusas.
¿A dónde lo llevan hoy sus reflexiones?
Recuerdo ahora que cuando estaba haciendo mi doctorado, me suscribí a la
revista 'Scientific American'. Me gustaba mucho leer una columna de dos científicos
estadounidenses que se llamaba ‘Conexiones’; era una celebración de las
coincidencias, de la forma como se conectan el pasado y el presente. Allí no
había nada de misticismo, simplemente una celebración del rumbo azaroso de
nuestras vidas. He reflexionado sobre lo siguiente, sobre las conexiones en mi
vida: como ministro de Salud hice la recomendación al Consejo
Nacional de Estupefacientes para que suspendiera la fumigación con glifosato.
¿Sabe qué tipo de cáncer es el que está asociado con el glifosato? El linfoma
no Hodgkin, el que yo tengo. Una conexión interesante. Y hay otras.
Lo escucho…
En mi tratamiento hay un medicamento clave, el Rituximab. Es un medicamento
biotecnológico. Fue uno de los primeros a los que le redujimos el precio años
atrás, mucho antes de mi diagnóstico. Esas
preocupaciones, que eran preocupaciones más generales, sobre el linfoma no
Hodgkin o sobre el precio de los medicamentos contra el cáncer, yo de alguna
manera ahora las personifico. Hay otra conexión. En las políticas preventivas,
el cáncer ha sido desde el inicio una de mis preocupaciones principales. He
promovido activamente la vacunación contra el virus del papiloma humano, a
pesar de muchas críticas.
Cuyas virtudes el país habrá de reconocer en algún momento como política
preventiva más importante de cáncer que ha implementado este país.
Y los impuestos al tabaco igualmente. Con los impuestos estamos
disminuyendo la posibilidad de cáncer en el futuro. Acabamos de recibir un
premio de la OMS que lo reconoce. Menciono una última conexión. Tengo un
'hobby' que pocos conocen, me gusta reseñar libros en internet. Reseñé dos
tipos de libro con mucha asiduidad estos últimos años: unos sobre cáncer y
otros sobre la buena muerte y la importancia de tener conciencia de la
mortalidad.
¿Alguno que le haya impresionado especialmente?
Sí, un libro que escribió un joven neurocirujano estadounidense: era el médico
estrella de la Universidad de Stanford y murió de un cáncer de pulmón. El libro
tiene un título inquietante: 'Cuando el soplo se torna en aire'. Recuerdo una
de sus frases: “Todas nuestras ambiciones son alcanzadas o abandonadas. De
cualquier forma pertenecen al pasado. El futuro, en lugar de ser una escalera
hacia nuestros objetivos personales, termina diluyéndose en el presente.
Dinero, prestigio y todas las vanidades no son más que una forma fútil de
perseguir el viento”. Hoy, este mensaje me resuena con fuerza. Coincide con uno
que yo le había dado, antes de leer ese libro, a un grupo de estudiantes en
Cali en la universidad de Icesi. ¿Por qué estaba tan interesado en el cáncer y
en la necesidad de reflexionar y escribir sobre el tema de la mortalidad? Son
las conexiones, no místicas, pero sí interesantes de la vida.
Sí, es muy coincidencial… Usted, antes que economista es un filósofo. ¿Qué
tan golpeado está, en medio de su paradoja de ser el ministro de Salud?
Esto tiene muchos vaivenes emocionales. He sido capaz de afrontar las cosas con
objetividad y cabeza fría, pero no puedo negar que en ciertos momentos, sobre
todo cuando llego a mi casa por la noche y veo a mi hijo pequeño… es difícil.
¿Le da miedo?
Sí, me da miedo que mis hijos no puedan crecer conmigo.
Dio mucho que hablar en las redes sociales que usted se reconociera como un
ateo manso. ¿Ha cambiado su visión de Dios desde su enfermedad?
No ha cambiado nada, pero sí me ha exacerbado el existencialismo. ¿Cómo
construir significado a pesar de nuestra finitud, de nuestro tránsito efímero
por este planeta? Mi hijo me decía hace poco: “Papi, somos un punto”.
Y yo le respondí: “Así es, somos un punto en el tiempo y en el espacio”.
Tal vez lo más bonito que he leído en estos días es una reflexión que escribió
la esposa de Carl Sagan días después de la muerte de su esposo. Él también era
ateo. Y decía su esposa algo como lo siguiente –cito de memoria–: “Ya no nos
vamos a encontrar. La muerte es para siempre. Tengo que vivir con esa certeza
que me hace infinitamente triste, de que a la persona que yo más quise en la
vida no la voy a volver a ver”. Pero decía al mismo tiempo lo siguiente: “En
este espacio infinito y en la inmensidad del tiempo, coincidimos por muchos
años y tengo que ser capaz de celebrar esa coincidencia, esa casualidad, esa
conexión
que lo justifica todo”. También he vuelto a releer El Mito de Sísifo de Albert
Camus.
¿Por qué se identifica con Sísifo?
Sísifo se levanta cada mañana, arrastra la roca hasta la cima de la montaña, y
esta vuelve y cae. Decía Camus: Sísifo cuando llega a la cima de la montaña y
va de regreso, de pronto se ríe, es feliz porque a esta actividad, tal vez
inane de subir y bajar haciendo lo mismo, que es nuestra vida, él le encontró
un significado. Yo no me voy a convertir a ninguna religión, pero sí voy a
seguir, María Isabel, enseñando y reflexionando sobre la importancia de buscar
un significado, un propósito. Con mi familia leemos poemas a veces, es casi
como rezar.
¿Cuál poema se le viene a la cabeza?
Hay uno que nos gusta de Eugenio Montejo, un poeta venezolano, que dice en una
de sus últimas estrofas, “solo trajimos el tiempo de estar vivos entre el
relámpago y el viento; el tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo, el hoy, el
grito delante del milagro; la llama que arde con la vela, no la vela,
la nada de donde todo se suspende, eso es lo nuestro.