jueves, 23 de octubre de 2025

De este lado están los míos y del otro están los nuestros (Tomado de la revista Colofón)

 


Matías Rodríguez viaja a Sarajevo, la Jerusalén de Europa, la ciudad-Aleph donde se conjugan diversas culturas. Ilustra Mariano Lucano.

La Jerusalén de Europa es la capital en la que es posible escuchar, al mismo tiempo, el adhan cuando el reloj lunar de Sahat-Kula marca la hora señalada y cien metros más allá, hacia el río Miljacka, las campanadas de la Catedral católica del Corazón de Jesús. Sarajevo es (o fue) la ciudad del encuentro de las culturas, pero también podría ser la de los cementerios omnipresentes o la de los museos en cada esquina, muchos de los cuales ofician de testigos de la guerra fratricida que en los noventa intentó aislar a Bosnia para exterminar sus tradiciones y, con ellas, a su gente. Padres contra hijos, amigos contra vecinos y hermanos contra hermanos dinamitaron siglos de tolerancia de la noche a la mañana y se enfrentaron en trincheras urbanas durante 44 meses.

Entre 1992 y 1995 el ejército nacionalista serbio asedió la capital bosnia en el sitio más largo desde Leningrado. En ese lapso más de doce mil personas, la mayoría civiles y muchos de ellos niños, murieron, pero lo hicieron de formas brutales. Cazados por los francotiradores mientras intentaban cruzar las calles, masacrados en las filas de espera para recargar bidones de agua, alcanzados por el fuego de artillería en los mercados de abastos. Los que sobrevivieron apenas corrieron mejor suerte: debieron huir del país heridos, perseguidos, desplazados, amputados por las heridas provocadas por las minas terrestres.

Sarajevo, ciudad mártir, tuvo que subsistir 1425 días sin gas, electricidad ni agua potable porque desde la cima del monte Trebevi, la espina dorsal bosnia, el ejército serbio cerró el grifo de suministro de los servicios, incluso durante los cruentos inviernos balcánicos que pueden alcanzar, sin demasiado esfuerzo, temperaturas bajo cero. Durante todo ese tiempo los sarajevitas sólo salían de sus casas con tres objetivos: conseguir agua, abastecerse de alimentos e intercambiar libros, el único atisbo de normalidad en un escenario de locura. Esa generación atropellada, abarrotada de poetas, cronistas y novelistas del horror, no perdió su voracidad lectora ni siquiera en los días más aciagos del bombardeo, porque así había sido siempre. Mientras que Belgrado fue el músculo fabril y Croacia ofreció sus costas al turismo de masas, Bosnia fue el refugio cultural de la Yugoslavia del Mariscal Tito.

El daño fue incalculable para Sarajevo, que era un lugar muy chico para un infierno tan grande. A las vidas astilladas por la guerra se sumó la destrucción del patrimonio histórico y un casco urbano reducido a cenizas. Los bosniacos —bosnios musulmanes— fueron el principal objetivo de los nacionalistas ortodoxos y la mayoría de las mezquitas de la ciudad fueron destruidas pero el genocidio no fue sólo cosa de los serbios, porque por allí también merodearon los croatas. Los milicianos bosnios, que fueron apoyados por voluntarios muyahidines, llegaron a estar enfrentados con ambos bandos en una guerra tripartita, tan absurdamente desigual como sanguinaria. En Mostar, por caso, el ejército croata dinamitó el Puente Viejo para cercar a los bosniacos e instaló campos de trabajo en los que los prisioneros, ataviados con chalecos refractarios, eran usados como carnada para atraer el fuego enemigo.

Actualmente, los bosnios que tuvieron que desplazarse y formaron historias en dos orillas, estragados por el exilio, encuentran en las fachadas derruidas de los edificios las ermitas del sufrimiento, puntos cardinales del ruido ensordecedor que alguna vez reinó en donde ahora sólo retumba el silencio. En Sarajevo, dicen, es posible distinguir a los visitantes de los locales por su forma de caminar. Los primeros lo hacen mirando hacia arriba, buscando cicatrices en el hormigón, mientras que los segundos enfocan su vista al frente. Esta metáfora demuestra que los sarajevitas no quieren quedar atrapados en el poema de Bertolt Brecht que remite al destierro, aquel del hombre que llevaba el ladrillo consigo, para mostrar al mundo, como era su casa.

Sarajevo durante la guerra fue el espanto, las bombas y la sangre derramada, pero también el violonchelo de Vedran Smailović sonando en las ruinas de Bascarsija, el Esperando a Godot de Susan Sontag en un teatro local o la primera edición del Festival Internacional de Cine de la ciudad, que se celebró en medio del ruido de metralla por autogestión de Haris Pasovic. A propósito de este evento, que sirvió para visibilizar el padecimiento bosnio, un periodista inquirió al director sobre el sentido del mismo. La respuesta de Pasovic fue concluyente: “Lo que en verdad hay que preguntarse es qué sentido tiene organizar una guerra en mitad de un festival de cine”.

lunes, 20 de octubre de 2025

Entrevista a Neige Sinno. “Mi relación con la lengua es la de alguien que debe conquistarla”

 


Con el ánimo de tomar lo mejor de la red en materia literatura transcribo este artículo publicado por "letra libres" de México, por considerarlo de suma importancia, no solo por la calidad de su prosa y el impacto que produjo la publicación de su novela  (TRISTE TIGRE), sino por el hecho de que es poco conocida, por lo menos en Colombia hay pocas referencias a esta obra. 

CESAR HERNANDO BUSTAMANTE


La escritora francesa habla sobre su novela “Triste tigre”, donde, a partir de una forma híbrida, fragmentaria, vuelve al abuso sexual que sufrió en su infancia.

por

Melina Balcázar 1 octubre 2025


Triste tigre de Neige Sinno (Vars, Francia, 1977) ha sido un verdadero acontecimiento en el mundo literario francés. Debe su éxito al entusiasmo de sus lectores que lo volvieron viral. Publicado en español por Anagrama y ganador de numerosos premios, entre ellos el Femina, Strega, Le Monde, la crítica ha reconocido también su singularidad y fuerza crítica. A partir de una forma híbrida, fragmentaria, la autora vuelve al abuso sexual perpetrado por su padrastro entre sus siete y catorce años. Asistimos a su búsqueda incesante de una forma que logre decir la “extrema violencia sin violencia de los abusos”, aunque sin pathos ni juicio, intentando comprender lo que hizo posible el incesto y las consecuencias en su vida. Una experiencia límite que le tomó más de veinte años escribir.

Con Triste tigre, te propusiste no hacer del tema, el abuso sexual, el problema central del libro, sino más bien la manera de escribirlo. Una de las principales dificultades de hecho fue utilizar la primera persona…

Es un libro que no quería escribir y aun así lo hice. Me lo cuestioné mucho y tengo que ser honesta conmigo y aceptar que ese cliché de que debemos ir adonde no queremos es cierto. No quería creerlo, pero me doy cuenta de que ir más allá de mi resistencia a escribir un libro sobre el abuso abrió una puerta para mí y me llevó a trabajar la autobiografía, algo que siempre rechacé. Descubrí un mundo al atreverme a utilizar la primera persona.

¿La autobiografía estaría relacionada con esa búsqueda de verdad, esencial para ti?

Sí, pero sobre todo tiene que ver con mi contrato con el lector. Aunque el contrato autobiográfico es extraño, me compromete como escritora y, aunque lo desee, no puedo inventar nada, siempre debo contenerme. Al mismo tiempo, no quería limitarme a un texto autobiográfico y la única manera fue cruzarlo con análisis literarios. Así, el yo que habla no es el de la niña víctima de abuso, tampoco es el que cuenta su vida, sino el de una persona que ha escrito ensayos sobre otros libros y se sirve de esa experiencia para entender lo que vivió. Al recurrir al comentario encontré una libertad que me permite respirar. No hubiera podido solo contar lo que me pasó y lo que me pasa ahora. Esa forma más híbrida, más posmoderna, más alegre también me dio acceso al testimonio, forma que yo despreciaba, aunque no sea nada despreciable, pero es algo que descubro al momento de construir mi relato.

Me cuestioné también por qué no leía testimonios, por qué me parecía una especie de subliteratura. Vengo de una formación intelectual que desprecia el testimonio, que lo ve como una forma popular. Cuando empiezo el texto me doy cuenta de que voy a un lugar que yo siempre desprecié y me resisto porque me pone en una posición muy incómoda. Tuve que retarme y preguntarme: si el testimonio no es arte, entonces qué es. Es algo mucho más impuro, pantanoso. Porque yo no decidí mi historia, es un material que me imponen. La versión de los hechos que expongo al principio y que deseo destruir es la de mi padrastro y de la que me convenció cuando era niña. Me manipuló como sucede con todas las víctimas. Estuve muchos años con su narrativa. Y que su versión fuera el relato que yo escribiría me era insoportable. Así que deconstruyo lo que me impuso. El trabajo del libro es deshacer y volver a montar mi historia, que los lectores lo perciban y que lo hagan conmigo. Solo así se vuelve tolerable escribir un testimonio.

Vemos un debate contigo, incluso observamos cómo te lees a ti misma. En un pasaje describes tu vida como una serie de noticias de la página de sucesos y reproduces notas periodísticas sobre ti y tu familia.

Sí, hay tantas formas de ver una misma historia, es esencial y una obviedad al mismo tiempo. Hay varias formas de contar una historia, pero también hay varias formas de leer, de recibir una misma historia. Nabokov con Lolita, por ejemplo. ¿Cómo se leyó y cómo lo leemos ahora? ¿Cómo se puede leer? De ahí que desde el principio quisiera tener tan presente al lector. Estar siempre consciente de que alguien lo va a recibir. A veces me dirijo directamente al lector y le pregunto su opinión; otras, me resulta inevitable volverlo un jurado, incluso un enemigo, pero enseguida doy marcha atrás pues lo que me importa es que se convierta en un aliado.

En Triste tigre, no temes utilizar un lenguaje crudo, dar los detalles del abuso que sufriste y de las consecuencias en tu vida, incluso en el ámbito sexual. Y, al mismo tiempo, vemos tu búsqueda de una distancia, como una manera de proteger al lector y tal vez a ti misma.

Creo que se debe al tema, porque si en algún momento no cuento en detalle el abuso y tomo demasiada distancia llego a un discurso abstracto que no es lo que busco. Quiero que los lectores siempre estén conscientes de que hablamos del cuerpo de una niña, de una adolescente. Hay tantas estrategias internas para negar la realidad e ir a lo abstracto, y situarnos en un lugar protegido, seguro, pero corremos el riesgo de enceguecernos. Pues, ¿de qué hablamos cuando hablamos de abuso, sino del cuerpo que sufre?

Es como navegar entre polos opuestos en todo momento. Aunque también es válido que un libro te agreda. Decir al lector: es horrible, pero mira. Al mismo tiempo yo quería pensar e incitar a pensar. Quería alcanzar esa frontera donde sufres al leer, ya que es horrible confrontarse a las imágenes de un niño violentado. Pero el libro te ofrece también suficiente lucidez para pensar. Por eso protejo al lector, lo tomo de la mano y lo preparo desde el inicio para lo que va a recibir, que no le llegue por sorpresa. Si soportas las tres primeras páginas, podrás soportar el resto. Hay gente que me dice “tengo mucho miedo de leer tu libro”, pero les respondo que el inicio es muy brutal, porque quería poner las cartas sobre la mesa, pero que después vamos juntos por los momentos difíciles de mi experiencia. No voy a abusar. No voy a manipular al lector, aunque puedo, mi posición de víctima me lo permitiría. Sé que todo esto coloca mi discurso en un lugar de poder, de cierto modo, y me propongo ser consciente de ese poder, usarlo, pero no abusar de él.

Uno de los aspectos más impresionantes es tu manera de escribir desde la vulnerabilidad, al exponerte por completo.

Lo hago para entender. Aunque desde el inicio sé que no voy a conseguirlo, ya llevo tantos años en esa búsqueda, pero esa necesidad mía de buscar sentido tiene también que ver con la escritura, que es producir sentido. Por eso me gusta tanto la imagen de Bolaño del escritor como samurái, que, en vez de luchar contra otro samurái, lucha contra un monstruo y sabe que va a ser derrotado, pero aun así va. Es una imagen que me parece tan verdadera respecto a la búsqueda de sentido en un caso de violencia como el mío, ya que te motiva, te lleva a seguir el combate y te da la fuerza de ir hasta el final del libro. Es algo también presente en todas las víctimas: sabes que no es sano ponerte en el lugar del agresor, querer entender. Porque no es algo que está hecho para entender, aun cuando pudiéramos, tampoco quieres pues sería normalizarlo. Entonces, tiene que permanecer así, como algo inaceptable, inentendible. Terminas el libro y no has entendido, pero pasaste por varios puntos de vista que te hacen ver esa historia desde otros ángulos. Ganas lucidez.

Triste tigre funciona a partir de una premisa paradójica: la posibilidad de compartir tu experiencia pese a lo incomprensible que es.

Sí, aunque tengo muy presente que están detrás de mí todas las personas que no pudieron contar el abuso que sufrieron. Tampoco hay que tomar demasiada confianza, no puedo hablar en lugar del otro y generalizar. Voy del entusiasmo por arrojar un poco de luz en lo ocurrido a su lado más oscuro que me hunde de nuevo. Una mezcla de emoción por lo que el arte puede hacer y una conciencia muy clara de lo que no puede.

De hecho, oscilas entre un amor por la literatura y un juicio contra ella. Como si la literatura también fuera culpable…

No es que sea culpable, mi intención es más bien deconstruir la idea falsa de “me salvó la literatura”, porque un lugar común así puede ayudar, pero también se vuelve un arma contra las víctimas de abuso. Yo escribo sabiendo que no lo he superado, soy resiliente, pero no resolví nada, no fui a psicoterapia. Hay muchas personas en mi situación, con una culpa suplementaria, pues saben que además de ser víctimas son incapaces de salvarse y eso me parece todavía más tóxico. No quiero ese cliché. La literatura es todo para mí, la experiencia más valiosa de mi existencia, pero sé que no me salvará de la oscuridad que llevo dentro. No romantizar es una forma de honestidad. Estoy en la lucha permanente de cuestionar todo, no desde la sinceridad, no creo que importe ser sincero, más bien desde una honestidad intelectual, algo que me viene de mi formación universitaria. Me parece bien que haya quien lo superó, pero es sumamente importante que exista un lugar para los que hablamos desde una perspectiva no resuelta.

Cuando uno te lee, comprende la dificultad de escribir tu experiencia. Pero, aun así, vuelves a ella con tu traducción al español. ¿Qué te llevó a recorrer de nuevo ese camino tan doloroso?-

La traducción de Triste tigre es un proceso que viene de muy lejos. Llevo en México alrededor de veinte años. Hubiera podido seguir escribiendo en francés, pero desde hace más de diez años estoy en un taller en español con un grupo de amigas con el objetivo de convertirme en una escritora mexicana. Quería escribir en español, pues sentía muy extraño vivir en Michoacán y escribir en francés. No me gustaba.

Si bien escribía en francés, lo traducía al español para el taller y modificaba el texto en francés a partir de las observaciones que me hacían sobre la versión en español durante el taller. Fue siempre un vaivén entre ambas lenguas.

Otra parte de mi compromiso con hacer yo misma la traducción tiene que ver con la conversación que se abrió aquí, desde 2017, con los feminismos latinoamericanos. Pero además está esa conciencia muy mía, aunque clara para los que vivimos en dos idiomas, de la perfectibilidad y de la vulnerabilidad. Cada frase es una búsqueda sin fin. Quería que fuera mi traducción y le insistí mucho a mi editor en español. Un traductor profesional llegaría a otro resultado, tal vez mejor. Pero esas debilidades, que son las mías, me parecen importantes. Creí que debían respetarse, más en un tema así, pues la fragilidad de mi lengua corresponde bien a mi proceso de escritura. Incluso mi francés es imperfecto, es el de alguien que lleva muchos años viviendo en otro idioma. Y es un idioma que además viene de una clase social muy popular, en mi familia nadie escribe. Mi relación con la lengua es la de alguien que debe conquistarla. 


jueves, 16 de octubre de 2025

POEMAS PARA EL ALMA

 EL INMENSO Y ABISMAL CUADRANTE DE LA TIENDA DE KAREN




EL SITIO


En este pequeño sitio de tres por tres

se asientan todo tipo de seres

de los más lúcidos hasta los más estúpidos

como hermosas luciérnagas

esperan la noche

el tiempo se dilata

cada uno administra sus ansiedades

 mortales animales

sin salida alguna

vertemos en una copa de licor o cerveza

los logros y frustraciones, las guerras inútiles

 esperan ser recordadas

 en otros sitios ya no nos 

escuchan

nos  batimos por ello aquí, sin límite alguno,

 con todos nuestros poderes

esperando ser al menos hombres libres

 sin alguna atadura y con holgura

así sea tan sólo por unos pesos

que nos permitan otra vez ser de nuevo alguien

no importa que nos dure tan solo unos segundos





QUIEN MANDA AQUI (LA TIENDA DE KAREM)


pareciera que alguien más que Karen manda

puede ser una persona que en el anonimato

desde el puesto y la mesa indicada

con esa máscara que los poderes ocultos

establecen, espera ser el amo. Su intención,  crear un orden en medio del desorden

entre la espesura de tanto borracho

tanto ser encantador

tanto silencioso

señora mojigata

dulcinea o gato o ese perro o mascota

que desde el garaje del rey se bate.

La clave, llegar temprano

tener para pagar la cuenta

ser de derecha y como el gato

gruñir y sacar la uñas

para crear la sensación

de mando tan de moda

por estos ratos.




LA MONA (EN LA TIENDA DE KAREN)


Llega en su bicicleta clásica verde

como la espesura de nuestros cafetales

con su aroma, su dulzura, con la condescendencia

clara de un alucinógeno

llena de vida, con cierto desencanto

por una humanidad que nos traiciona

de unos intelectuales que presumen

 industriales empoderados entre sus fábricas inútiles

llega

acompañada del recuerdo fuerte de una madre que la mira

desde el ámbito de una loca luna.

eterna y vigilante, pese a lo lejana.

cuando llega, todo cambia

nada es igual

ella con su pelo ensortijado

se vuelve el alma,la vida 

de un lugar que nos encanta

simplemente por su anonimato y desparpajo



poemas vanos de Cesar H Bustamante





























KAREN


No solo es el alma de sus hijas

la razón trascendental de un lugar

con pretensiones de universo

con sus lunas, sus satélites 

esos meteoritos humanos que solo ella entiende

de sus mal llamados clientes 

de los muchos borrachos que llegamos

como aves migratorias

sin ley y sin amos

para hallar en esta terraza de tres por tres

el lugar o el nido como las águilas

que buscan esquivar la vida

efímero lugar que la noche

acaba a una hora límite

como toda felicidad, de antemano 

sabemos que este elixir no será eterno

o al final tan solo un buen recuerdo


martes, 14 de octubre de 2025

LA PAZ COMO NEGOCIO EN GAZA (CESAR H BUSTAMANTE)

 Cómo hacer de la paz un negocio. Convertirla en sostenible y rentable. Es la peor expresión de un capitalismo voraz y despreciable que se aprovecha de las más virulenta circunstancia para hacer de un genocidio un negocio inmobiliario oprobioso. El presidente Trump, diseñó una estrategia impecable, remplazó la diplomacia por las cifras galopantes en compañía de su yerno Jared Kushner y De Steve Witkoff, el primero esposo de Ivanka y el segundo inversor americano con negocios en varios países de Oriente Medio, socios entre sí, vinculados a grupos inmobiliarios de Emiratos y a Liberte Financial, firma de criptomonedas en Abu Dabi.

El negocio, lógico, es la reconstrucción de Gaza. Ahí están igualmente representados los intereses de Catar (Sheikh Mohamed bimng Abulrahman Al Thani), de Egipto (Hassan -rashad director de inteligencia de su país), Turquía (Ibahin Kalin jefe de inteligencia) y por su puesto Hamas ((Kalill al Hayya). Es un precipitado que dice mucho de cómo la paz no está pensada para las victimas sino en el negocio inmobiliario de unos pocos.   

Trump  y Wickoff están detrás del llamado "GREAT (Gaza reconstituion, economic aceleration and trasformation Trust ewel)  plan impulsado por los aliados del presidente estadounidense para la reconstrucción y el desarrollo económico de Gaza tras el acuerdo de paz.

Nada se dice de la denuncia de crímenes de guerra contra el primer ministro Benjamin Natanyahu y el exministro de defensa Yoag Galant. Poco se habla de los USD 21.700 millones que Estados Unidos ha invertido en ayuda militar a Israel, según un informe realizado por la universidad de Brown. Muchas cosas pasan en el mundo y no se revela la verdad. Recordemos, Washington y Kiev firmaron en abril un acuerdo que le permite a los Estados Unidos  tener acceso a la explotación de los recursos naturales ucranianos. Este es el mundo que nos está imponiendo el seño Trump: América para los americanos. 

Los Estados Unidos, antes propugnaba por intereses en favor de la democracia, la paz y el multilateralismo y hoy anda al garete de un negociante ávido de dinero, sin ningún respeto por los tratados internacionales (Más de 15 TLC rotos de manera unilateral a través de resoluciones ejecutivas). Siempre ha propugnado por sus intereses geopolíticos pero nunca de la manera que lo está haciendo Trump. Esperaré como termina esto mis queridos lectores.

lunes, 6 de octubre de 2025

SHOPIFY: LA APUESTA -YA NO TAN OCULTA- DE INTELIGENCIA ARTIFICIAL

 En el proceso de entender en toda su extención el papel que juega la IA en el contexto social, ecconómico y político del mundo, he traido artículos sobre esta herramienta con el único objetivo de entender su espectro en la condición humana a cabalidad. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE

Tomado de News Sensei

Shopify (SHOP) entró al radar de News Sensei en octubre de 2023, cuando sus acciones rondaban los 50 dólares. Desde entonces, el rendimiento ha sido extraordinario: hoy cotiza en torno a los 150 dólares, lo que significa que ha triplicado su valor en apenas dos años. En un mercado que se ha vuelto cada vez más concentrado en pocas acciones tecnológicas, Shopify ha demostrado que todavía existen historias de crecimiento fuera del club de los “siete magníficos” de la inteligencia artificial.


¿A qué se dedica Shopify? Su modelo es simple en apariencia pero profundo en impacto: es la plataforma que democratizó el comercio electrónico. Permite a cualquier emprendedor minorista (incluso aquellos muy pequeños, y con pocos recursos) marca o empresa montar su propia tienda digital con infraestructura de pagos, logística, analítica y marketing, todo bajo un ecosistema integrado. Es, en cierto sentido, el “back office” de la economía digital.


A diferencia de Amazon o Mercado Libre han levantado imperios sobre el modelo de marketplace centralizado: grandes plazas digitales que concentran la oferta, atraen tráfico masivo y controlan la experiencia del cliente, al costo de que los vendedores pierdan identidad de marca y autonomía. Shopify juega un juego distinto: no compite por ser la plaza pública, sino por ser la infraestructura invisible que permite a cada comerciante erigir su propia tienda con control total sobre su narrativa, relación con clientes y estrategia. Esa descentralización se traduce en tres ventajas clave: autonomía de marca (el consumidor compra directamente al cliente, no a “Amazon”), flexibilidad de integración (Shopify se conecta con redes sociales, aplicaciones y ahora con Chat GPT), y escalabilidad invisible (crece con sus comerciantes sin rivalizar con ellos, a diferencia de Amazon con sus marcas propias). En la era de la inteligencia artificial, esa invisibilidad se transforma en poder: aunque el usuario nunca vea su logo, cada vez que una IA ejecute una compra por ti, es muy probable que el sistema corra sobre Shopify.


¿Cómo lo hace? A través de una combinación de software, escalabilidad y visión global. Shopify ha expandido su negocio más allá del comercio en línea: está presente en ventas físicas (con sus terminales y punto de venta), en B2B/Enterprise (donde marcas globales como Starbucks ya están en su plataforma) y en mercados internacionales, donde Europa y Asia están impulsando gran parte de su crecimiento. El resultado: ingresos creciendo 31% anual, GMV (Gross Merchandise Volume, es decir, el valor total de los bienes vendidos a través de la plataforma) de más de 2 billones de dólares, y una capacidad para innovar que la distingue de competidores más estáticos.


¿Qué la hace diferente? Tres palancas estratégicas: internacionalización, la expansión a tiendas físicas y el desembarco en clientes corporativos. A esto se suma una cultura de innovación en productos que se refleja en iniciativas como Checkout Kit, Universal Cart y la integración con Microsoft Copilot. Shopify no es solo una plataforma de ventas: es un ecosistema que busca unir todos los puntos del comercio moderno.


¿Por qué es una jugada de IA? Porque acaba de firmar una alianza con OpenAI que convierte a ChatGPT en un canal de ventas directa. Imagina preguntar en un chat por “unos tenis de running con buen soporte” y comprar en segundos gracias al catálogo de Shopify integrado al motor conversacional. Esta convergencia IA + comercio apunta a un nuevo paradigma: no navegarás catálogos, la IA te llevará al producto exacto. Si en los noventa el navegador fue el punto de entrada a internet, ahora el asistente de IA podría convertirse en el punto de entrada al comercio. Y Shopify está en el centro de ese cambio. En 2023 escribimos: “Con la plataforma de comercio electrónico de Shopify, los usuarios pueden crear una tienda en línea atractiva y completamente funcional sin mucho esfuerzo. Shopify tiene una gran oportunidad de beneficiarse de la adopción de la IA. Shopify ya ha lanzado un asistente de compras con IA, impulsado por ChatGPT. El mecanismo ayuda a crear una experiencia de compra más rápida y personalizada para los consumidores. Asimismo, está en posibilidad de seguir explorando otros usos para utilizar su posición de liderazgo y ser pionero en llevar el poder de la IA al comercio electrónico y a la industria minorista”. Ahora esto es una realidad.


Aquí es donde entra la visión futurista. En un mundo donde la inteligencia artificial reordena industrias enteras, el comercio será cada vez más invisible y fluido. Las interfaces desaparecerán; bastará con pensarlo, decirlo o sugerirlo, y un agente digital resolverá la transacción.

Hoy más de 700 millones de personas utilizan ChatGPT de manera regular, y esa cifra sigue en expansión, lo que convierte a la inteligencia artificial conversacional en una de las interfaces más masivas y con mayor potencial de monetización de la historia digital. Para Shopify, cuya infraestructura ya está integrada al ecosistema de OpenAI, este crecimiento significa un canal de distribución y ventas sin precedentes: cada interacción puede convertirse en una transacción. Ya en 2023, en News Sensei advertíamos sobre la creciente concentración del mercado: un puñado de acciones tecnológicas vinculadas a la IA explicaban el 75% de la ganancia total del Nasdaq, llevando la bolsa estadounidense a su mayor concentración en seis décadas. En ese contexto, mirar hacia jugadores fuera de ese núcleo ultraconcentrado —como Shopify— ofrecía una apuesta estratégica más equilibrada y con espacio de crecimiento. Hoy, la confluencia entre la masificación de la IA y el modelo descentralizado de Shopify refuerza esa visión de largo plazo.


Y hay más catalizadores curiosos. Shopify, que tiene raíces en Canadá, también se beneficia indirectamente de la ola de legalización del cannabis en ese país (y próximamente en el mundo). La infraestructura digital para vender, procesar pagos y distribuir productos de cannabis regulados ha encontrado en Shopify un aliado. Este ángulo —poco comentado por analistas tradicionales— le añade una veta especulativa ligada a una industria multimillonaria en expansión global.


El telón de fondo es un mercado bursátil cada vez más concentrado: siete acciones relacionadas con la IA (Apple, Amazon, Alphabet, Meta, Microsoft, Nvidia y Tesla) explican gran parte de las ganancias totales del Nasdaq. Estados Unidos vive la mayor concentración bursátil en 60 años. Sin embargo, Shopify representa la historia alternativa: una empresa fuera del núcleo de las “big tech” que ha logrado crecer 150% en dos años gracias a ejecución impecable, innovación continua y visión de largo plazo.


Podemos decir que Shopify no es solo una acción: es una narrativa. Es la historia de cómo el comercio se está fundiendo con la inteligencia artificial, cómo la infraestructura invisible puede generar más valor que las marcas visibles, y cómo la próxima década podría ver a Shopify en la liga de las megacapitalizaciones globales. En un escenario plausible, su plataforma podría ser la espina dorsal del “comercio autónomo”, donde la IA no solo recomienda, sino que negocia, compra y distribuye por nosotros.


*Ningún valor bursátil o digital, en ninguna de las empresas o criptomonedas mencionadas, forma parte de una recomendación financiera y se realiza únicamente con fines informativos.

martes, 30 de septiembre de 2025

LA UNIVERSIDAD FRENTE AL FUEGO DE LA IA

 Son muchas las respuestas que el hombre se hace frente a esta revolución técnologica, que aún no se ha resuelto, primero por lo novedoso de su aparecimiento (Pese a que tiene muchos años para las TIC) y disposición para el ciudadano comun y por supuesto para toda la sociedad. No hablo desde la perspectiva de sus aplicaciones, sino del papel que jugará en todo el espectro humano, que va desde lo mínimo, hasto lo más altamente especializado. Cómo descifrarla desde una óptica psicologica, sociologica, filosofica, política y antropológica, para solo hablar de aspectos más densos, que son por ahora indefinibles con claridad. Estos artículos tomados de la revista "Letras libres" buscan dilucidar la IA para la naturaleza humana, en lo individual y  sus efectos en la sociedad en general. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE


Muchas universidades han regresado a los exámenes orales y escritos ante el temor de que los alumnos usen la inteligencia artificial. Hoy que un trabajo final puede elaborarse en cuestión de minutos no solo se ha vuelto imprescindible preguntarnos qué significa aprender e investigar, sino principalmente cómo hacer que la tecnología reduzca la brecha educativa, en lugar de hacerla más grande.

por

Nain Martínez

1 septiembre 2025


En una sala silenciosa de la hemeroteca digital, Mariana abre un archivo con miles de periódicos capitalinos de los años sesenta. Pide a un modelo de inteligencia artificial que rastree controversias sobre contaminación y recibe, en minutos, un listado de protestas contra el humo de las fábricas. Respira aliviada: el semestre parece salvado. Luego duda. El informe usa nociones de “ambientalismo” acuñadas mucho después; quizá el algoritmo filtró historias que en 1964 nadie habría llamado así. ¿Dónde quedaron las luchas por el agua y los parques convertidos en basureros clandestinos? La tecnología que prometía agilizar la pesquisa ahora le exige mayor vigilancia. Investigar consiste también en darle la vuelta a la criatura maquinal, seguir sus huellas y preguntar qué voces deja fuera. Ahí comienza la revolución que este texto explora.


Pero esta revolución tiene una historia vertiginosa. Aunque sus raíces se remontan a la década de los cuarenta, el estallido ocurrió en 2022. Ese año, aplicaciones como Dall-E plasmaron simples frases en imágenes de una originalidad pasmosa y abrieron la puerta a la invención maquinal o, mejor dicho, al nacimiento de una criatura algorítmica capaz de crear. Unos meses más tarde, el gólem sintético se volvió conversación. El lanzamiento de ChatGPT puso en manos de millones un interlocutor artificial capaz de resumir las ideas clave de un capítulo, redactar un soneto o elaborar código informático, lo cual la convirtió en la aplicación de más rápido crecimiento de la historia. El avance no se detuvo. Desde 2024, modelos como ChatGPT, Claude y Gemini comenzaron a integrar texto, imagen y audio en tiempo real, mediante una conversación continua casi humana. Tres años bastaron para disolver las fronteras de lo posible y sacudir la idea de qué significa pensar en la era de la IA. Ese torbellino obliga hoy a las instituciones de educación superior a mirarse en el espejo y revisar las bases de su labor académica.


La diferencia de esta nueva estirpe de inteligencia artificial no se limita a la rapidez de su desarrollo. La verdadera disrupción de esta criatura sintética reside en su capacidad para emular –y en ocasiones superar– habilidades cognitivas que considerábamos exclusivamente humanas y a salvo de la automatización. Redacta informes, traduce textos, explora bases de datos inmensas y condensa información con una soltura que desconcierta. Sus modelos incursionan, por lo tanto, en el ámbito del juicio; ordenan el conocimiento desde dentro, de manera opaca, generando síntesis que no siguen las pautas de rigor que se enseñan en el aula. Por eso, las instituciones de educación superior enfrentan un reto doble. Por un lado, redefinir qué cuenta como aprendizaje cuando el proceso puede quedar, al menos en parte, en las manos sintéticas del algoritmo; y por otro, formar a sus estudiantes para profesiones que esta inteligencia ubicua ya está reescribiendo.


Cuando el autómata habita la academia



El impacto más evidente de esta tecnología ha sido en la autoría. El temor al plagio algorítmico –el uso de modelos como ChatGPT para elaborar trabajos académicos– encendió las alarmas entre docentes. Pero pronto quedó claro que este problema, aunque preocupante, apenas roza la superficie. Los estudios sobre las herramientas para detectar textos generados con IA muestran tasas de falsos positivos de hasta el 50% de los casos, penalizando particularmente a quienes escriben en idiomas distintos al inglés.1 Con ese margen de error, la meta no puede reducirse a identificar infractores; exige repensar cómo evaluamos el aprendizaje.


Ese replanteamiento ya ocurre en muchas aulas. Docentes sustituyen exámenes finales por ejercicios presenciales y monitorean el avance de los trabajos. Un ensayo riguroso no se elabora en un día; es resultado de un proceso que deja rastro, y seguirlo forma parte de la lección. Al mismo tiempo, la ia abre filtraciones luminosas. Bien empleada, puede actuar como tutora personalizada que aclare dudas, ayude a identificar bibliografía fiable, traduzca fuentes o apoye a un estudiante para vencer el temor a exponer en público. El reto consiste en diseñar tareas que impulsen el razonamiento humano, mostrar dónde fallan los modelos y enseñar a usarlos con ética para ampliar, y no empobrecer, las competencias profesionales.


En el ámbito de la investigación, la promesa es igualmente deslumbrante. Modelos que filtran millones de textos y simulan moléculas permiten que los equipos de trabajo se libren de tareas interminables, lo cual abre atajos inéditos. En 2022, AlphaFold –creado por DeepMind, filial de Google– publicó las formas tridimensionales de más de doscientos millones de proteínas, meta que habría llevado siglos de experimentación, e impulsó una carrera por diseñar fármacos en tiempo récord. Algo parecido ocurre en las ciencias sociales y las humanidades, donde un algoritmo clasifica décadas de debates parlamentarios, transcribe miles de entrevistas o sigue los rastros de un pintor al comparar lienzos dispersos. El tiempo antes consumido en la criba se vuelca ahora en formular preguntas más ambiciosas.


Un aspecto no menor es cómo estas herramientas pueden, en principio, democratizar el acceso y la producción de conocimiento. Nueve de cada diez artículos en ciencias naturales se publican en inglés;2 para un equipo en Dakar o en Bogotá, esa barrera se traduce en semanas adicionales de trabajo. Hoy, un modelo traduce al instante un estudio de física o una monografía de historia del arte y derriba ese muro. Aprovechar esa ventana promete una conversación académica con acentos diversos, aunque la puerta recién entreabierta anuncia desafíos aún mayores.


Los modelos, entrenados con un corpus dominado por textos anglosajones, arrastran sesgos. Cuando analizan movimientos sociales latinoamericanos, pueden privilegiar marcos teóricos del norte global si leen las juntas de buen gobierno zapatistas a través del lente de la “governance” liberal o interpretan el suma qamaña andino (vivir bien) como “desarrollo sostenible”, borran así contextos y tradiciones propias de autonomía política. Su mecánica interna sigue oculta, de modo que sus respuestas llegan como veredictos sin expediente; reconstruir la ruta lógica resulta casi imposible. Cuando una hipótesis depende de esa caja opaca, la reproducibilidad –piedra angular del método científico– se tambalea. La máquina que acelera el hallazgo exige un escepticismo de relojero y protocolos que documenten los datos, interroguen al algoritmo y contrasten sus hallazgos con métodos independientes.


Domesticar la criatura algorítmica

Navegar esta realidad desborda el esfuerzo aislado de docentes e investigadores. Exige una arquitectura institucional que vaya más allá de la prohibición. Las universidades deben actualizar sus lineamientos de ética académica para definir, con precisión, cuándo la inteligencia sintética participa como colaboradora legítima y cuándo vulnera la integridad del trabajo propio. Urge también una alfabetización crítica para el profesorado, capaz de rediseñar sus métodos y guiar a los estudiantes en un uso responsable de estas herramientas.


Ese horizonte ético se cruza con decisiones muy terrenales sobre licencias, seguridad y costos. La disyuntiva entre contratar modelos comerciales, instalar alternativas de acceso abierto –con los riesgos que ello implica– o desarrollar un sistema propio no es trivial. Cada elección redefine presupuestos, protege o expone los datos y marca la autonomía tecnológica de la institución. La convivencia con la IA demanda, pues, un rediseño institucional, pero también una visión renovada de la misión académica.


En América Latina, la asimetría salta a la vista. Sin soberanía tecnológica, muchas universidades corren el riesgo de convertirse en consumidoras de plataformas diseñadas con otros sesgos y otras prioridades. Más aún, sin recursos adicionales, carecen de la capacidad técnica y organizativa para acceder a estas tecnologías, capacitar a sus docentes y diseñar los protocolos de integración que se requieren. Por eso se necesitan políticas audaces que cambien la ecuación: fondos públicos que subsidien la formación docente y alianzas entre instituciones que sumen capacidades para aprender de la experiencia compartida. De lo contrario, el gólem algorítmico replicará, y quizá pueda amplificar, las mismas brechas tecnológicas, educativas y económicas que la universidad aspira a cerrar.


Horizonte de Prometeo en México

En México, la disrupción de la inteligencia artificial dibuja un paisaje de contrastes. Algunas universidades marcan el paso con iniciativas pioneras. El Tecnológico de Monterrey, por ejemplo, ha desarrollado su propio modelo generativo –TECGPT– y un ecosistema de formación que lo acompaña, mientras que la UNAM ha creado grupos de trabajo para investigar el impacto de estas herramientas y guiar a su comunidad. Otras instituciones, como la Ibero y la Universidad Autónoma de Baja California, avanzan en la definición de lineamientos éticos y pedagógicos. En esta línea, El Colegio de México impulsa un modelo de innovación pedagógica desde la base, acompañando a profesores de ciencias sociales y humanidades en el diseño y evaluación de estrategias de enseñanza directamente en el aula. El objetivo es sistematizar esta experiencia para ofrecer recursos prácticos que puedan ser de utilidad para otras instituciones públicas con retos parecidos.


Estas iniciativas son, de momento, islas de innovación en un archipiélago fragmentado. Muchas universidades estatales y tecnológicas carecen de presupuesto e infraestructura para abordar los desafíos de la IA. Para evitar que esta brecha se profundice, es indispensable pasar de las reacciones aisladas a una estrategia nacional. El Observatorio de IA de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) busca articular esfuerzos, pero hace falta un compromiso de Estado que financie la capacitación a gran escala, fomente consorcios regionales de cómputo y proteja la soberanía tecnológica. Solo así la inteligencia artificial podrá cerrar, y no ampliar, las desigualdades educativas que ya lastran al país.


La inteligencia artificial generativa, más que una fuerza externa, actúa a la vez como un motor que amplía nuestras ambiciones y un espejo que revela –y acelera– viejas desigualdades. Igual que el fuego robado por Prometeo, esta criatura algorítmica ofrece un don ambiguo, colmado de promesas creativas entrelazadas con riesgos latentes. Ya no debatimos su llegada; habita entre nosotros. El asunto es cómo orientar su potencia y quién sujetará las riendas. El desafío exige la doble faena del arquitecto y del herrero: levantar la forja donde la chispa prometeica se transforme en servicio público y en fuerza de emancipación. Esa tarea colectiva, que involucra a cada campus, aula y grupo de investigación, necesita sin embargo un andamiaje mayor. Para que la criatura algorítmica no nos devore, se requieren políticas públicas, recursos y un liderazgo del Estado mexicano capaz de enlazar esfuerzos dispersos y garantizar el acceso con equidad. La oportunidad está, al menos en parte, en nuestras manos; el riesgo también. Solo entonces este fuego alumbrará un conocimiento más crítico, más plural y, ante todo, más justo. ~


Debora Weber-Wulff, Alla Anohina-Naumeca, Sonja Bjelobaba, Tomáš Foltýnek, Jean Guerrero-Dib, Olumide Popoola, Petr Šigut y Lorna Waddington, “Testing of detection tools for ai-generated text”, International Journal for Educational Integrity 19, núm. 26 (2023): 1-39.

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Michael D. Gordin, Scientific Babel: How science was done before and after global English, Chicago y Londres, University of Chicago Press, 2015. ↩︎

jueves, 11 de septiembre de 2025

El VERANO EN QUE EUROPA PERDIO EL ALAMA (JOANA BONET)

 


He seguido desde el portal "Boomerang literario" a esta excelente periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Entre muchas otras actividades. CESAR HERNANDO BUSTAMANTA.

En el centro del cuadro, un hombre con bigote rubio y esmoquin mira al frente con gravedad mientras su mujer, más alta que él gracias al moño, cierra los ojos. Se trata de la obra Fiesta en París, de Max Beckmann, y la primera vez que la vi me removió pues todo en ella es premonición, como si un ave negra acechara a los personajes, caricaturas de sí mismos, que quieren divertirse aunque se miren sin verse, dando la espalda al cantante. El cuadro se ha explicado con nombres y apellidos. Beckmann lo empezó en 1925, lo retocó seis años más tarde, y en 1947 introdujo nuevos personajes, como el embajador alemán en París, que en la esquina inferior derecha se cubre la cara con espanto.


Cuatro escotes aparecen en la obra, pero ni la piel de las damas enjoyadas logra rebajar la tensión siniestra de unos personajes comprimidos y asfixiados. Entre ellos se halla el príncipe europeísta Karl Anton Rohan, impulsor de la Europäische Kulturbund, que disolvió el Tercer Reich. La sensación de presagio invade la atmósfera, dentro y fuera del cuadro. Y no es extraño: cuando Beckmann terminó por primera vez la obra, Hitler publicaba su enloquecido Mein Kampf, escrito en la cárcel. Hace dos meses, el escritor José Lázaro ha publicado un ensayo titulado El éxito de Hitler. La seducción de las masas (Triacastela), en el que analiza sus ideas y mensajes. “Se acabaron las humillaciones y frustraciones. Vamos a ponernos en pie y a reclamar lo que es nuestro”. ¿Les suena?.

Así hablan Trump, Putin o Netanyahu. Volvamos a hacer grande América, Rusia o Israel, dicen. Señala Lázaro como de­tonante la vieja rabia de Hitler, muy profunda, capaz de conectar con la frus­tración del pueblo llano. El libro es valiente al explorar el pensamiento del genocida que durante años subyugó a los alemanes, quienes paseaban sus cuellos de piel por los bulevares de Berlín o Munich mientras millones de judíos eran enviados a las cámaras de gas. Los asesi­natos tenían lugar bien cerca de los espacios en que los niños alemanes jugaban o disfrutaban de sus vacaciones.

Este verano he vuelto a pensar en la pintura de Beckmann mientras nos bañábamos en aguas turquesa y las noticias anunciaban insoportables capítulos de la masacre en Gaza. ¿Cuántas veces oímos decir a nuestro alrededor “ya no volverá a haber una guerra como las de antes, con morteros y carros de combate”? Todo será más sofisticado. Pero esa guerra antigua, de acoso y derribo, nos ha desnortado. En Gaza se desprecia todo principio básico de humanidad y no existe derecho internacional que valga. Sus habitantes no tienen adónde ir, a diferencia de iraquíes o afganos, que podían hallar refugio en los países vecinos.

Aún menos compasión que alimentos. Josep Borrell, impotente ante la barbarie, dio con las palabras acertadas: “Europa ha perdido su alma”. ¡Qué poco ejemplares han resultado los paños calientes tendidos a Netanyahu, igual que la servil adulación a Trump! La posición moral del Viejo Continente, antaño tan influyente, es hoy sumisa hasta la complicidad.

Acaba agosto y la luz empieza a acortarse, aunque la tarde todavía sea holgada. El clima funesto y las malas políticas han calcinado un buen trozo de España. El mundo parece cada vez menos fiable. Tanto, que en los cursos de inteligencia artificial nos subrayan que la primera regla es no fiarse, sospechar siempre; ejercer la vigilancia para no ser invadido por un misil virtual. En el vagón de un tren destino a Alicante me encuentro con tres niños y sus pantallas desaforadas. Entablo conversación con el padre en voz baja. Son pa­lestinos de Cisjordania, y regresan. “Es nuestra casa, ¿qué vamos a hacer?”, me dice el hombre, confiado en que pronto acabará la guerra. Los dos hijos y su madre siguen absortos en sus iPads , pero la niña, siete u ocho años, nos mira de reojo y escucha sin que se note. Al salir del tren, me sonríe tan dulce que vuelvo a sentir un pellizco, entre la impotencia y la vergüenza. Se alejan con sus maletas de colores estridentes cargadas de resignación, umbo a casa, donde el viento les trae cada día el olor a pólvora mientras el resto del mundo apura la copa del verano mirándose sin verse, como los personajes del cuadro de Beckmann.



lunes, 8 de septiembre de 2025

IA: INGENIO ACUMULADO

La ultima edición de "Letras libres" de México, nos entrega un análisis completo  sobre la IA, que en mi concepto América ser escrutado y leído, para poder entender el debate abierto frente esta herramienta que llegó para quedarse. Cesar Hernando Bustamante.

Por

Dardo Scavino 1 septiembre 2025


Los cíborgs de Aristóteles

Mi universidad propuso hace unos años una charla con un ingeniero informático. La titularon “La inteligencia artificial al servicio de la enseñanza y el aprendizaje” y hay que reconocer que resultó muy instructiva. El ingeniero no cesaba de pronunciar vocablos como “herramienta” o “instrumento” y de explicarnos para qué “servía” una IA o cómo podíamos “emplearla”. La inquietud de mis colegas fue casi unánime. ¿No corremos el riesgo de que muy pronto la universidad nos sustituya por esta tecnología? Después de todo, sería capaz de dar una clase mucho mejor que nosotros. El ingeniero insistía en que no. Pero no sé si diría lo mismo hoy. El escenario de una sustitución de los trabajadores humanos por máquinas, en todo caso, es uno de los más antiguos de la filosofía de la técnica. Aristóteles lo planteó en la primera parte de su Política, cuando propuso, precisamente, una clasificación de las “herramientas”. Las catalogaba en dos grupos: las inanimadas y las animadas. Y a cada uno de estos los dividía a su vez en dos: las naturales y las artificiales. ¿En qué grupo entraría la IA? No se trata de una “herramienta inanimada”, esas que manejamos con la mano, como los cuchillos, las hachas o las azadas. Organa las denominaba Aristóteles, recurriendo al mismo vocablo griego que aludía a los órganos del cuerpo y que derivaba del sustantivo érgon, trabajo. Como nuestros miembros, esos instrumentos nos obedecen. Se pliegan a nuestra voluntad. Nos sirven. Solo que, a diferencia de nuestros brazos o nuestras piernas, se trata de “órganos separados”: no nacen ni crecen con nosotros, es decir, no son “naturales” sino “artificiales”.


Habría que recordar que Aristóteles se estaba dirigiendo a un público que desde su más tierna infancia escuchaba el mito del titán Prometeo. Su hermano, Epimeteo, se había olvidado de darles a los humanos los órganos que les permitieran sobrevivir en un medio natural. No disponían ni de cuernos ni de garras para defenderse, ni de patas dotadas de cascos o pezuñas para correr sin lastimarse, ni de un caparazón o una piel lo suficientemente dura como para protegerse de las agresiones, ni de una pelambre lo suficientemente tupida que los aislara del frío, ni de una dentadura capaz de atravesar cueros y cáscaras. Para compensar esta distracción, Prometeo tuvo que suministrarles dos cosas: el ingenio para concebir armas y herramientas, pero también el fuego para fabricarlas (el propio vocablo herramienta sigue recordándonos en español ese hierro y, como consecuencia, esa fragua). Aristóteles no pensaba algo distinto: las herramientas venían a remediar nuestras falencias orgánicas, de modo que nuestra especie, incapacitada desde el nacimiento para sobrevivir en cualquier medio natural, logra adaptarse a todos, incluidos los más inhóspitos, gracias a sus armas para defenderse o cazar y sus instrumentos para cultivar los campos o fabricar viviendas y vestidos. Volver a la naturaleza significaría condenarnos a muerte. El ser humano es esencialmente faber y loquens, un animalito desvalido cuya naturaleza se define, paradójicamente, por dos artificios: la técnica y el lenguaje.


Aquellas herramientas les servían a los humanos, pero su servicio tenía algunas limitaciones. Para empezar, no remediaban la maldición del trabajo. De modo que algunos humanos se deshicieron de esta infligiéndosela a sus enemigos. ¿Qué es un esclavo?, se preguntó Aristóteles. Pues una “herramienta animada”. A diferencia de las inanimadas, estas no se manejan con la mano sino con la palabra. Al amo le basta con darles órdenes para que efectúen un trabajo. Y cuando estos servidores debían encadenar una serie de rutinas durante un periodo de tiempo, los amos les dejaban esas instrucciones “escritas por adelantado”. Es lo que significaba el sustantivo programma en griego.


Pero estas herramientas animadas nacían, crecían y morían, de modo que eran “naturales”. ¿Había herramientas animadas artificiales? Sí, también, aunque no muchas por entonces. Los griegos las conocían sobre todo a través de algunos mitos. Aristóteles afirmaba así que, si los telares tejieran solos (autómathous) y las cítaras ejecutaran solas sus músicas, no harían falta más esclavos. En esa época, los autómatas eran fabricados por dos herreros legendarios: Hefestos y Dédalo. Los griegos ya confeccionaban algunos, reales, pero no servían para trabajar sino para asombrar a la concurrencia (a estos autómatas los griegos los llamaban thaumata, un vocablo que aludía a las cosas asombrosas: aquellas que se movían sin que llegáramos a saber cómo y que estaban en el origen del pensamiento filosófico). Hubo que esperar dos mil años para que los telares empezaran a tejer solos y los órganos a interpretar melodías sin necesidad de instrumentista. Muchos se preguntaron entonces si no había llegado el momento anunciado por Aristóteles: una sociedad sin esclavos que trabajaran “al servicio” de los amos o sin patrones que “emplearan” a trabajadores para efectuar una tarea. De Karl Marx a Bertrand Russell, muchos se dijeron que algún día los instrumentos animados artificiales reemplazarían a los naturales. Y el tan denostado “progreso” no significaba otra cosa: se trataba de la paulatina supresión de esas dos maldiciones jovianas llamadas enfermedades y trabajo. Para estos pensadores, el “desempleo” no era una maldición sino una salvación, a condición, por supuesto, de que esos servidores artificiales sirvieran a todos por igual. Por eso añadían a los progresos médicos y tecnológicos los adelantos jurídicos: que esas máquinas dejaran de ser propiedades privadas para convertirse en propiedades comunes.


¿Pero cómo hacía ahora el amo para darle órdenes a ese instrumento animado que, a diferencia del esclavo, no entendía ni jota del lenguaje humano? Había que traducir esas instrucciones en un lenguaje muy básico compuesto de ceros y unos. Y esta codificación binaria era posible gracias a los tambores dentados o las cintas y tarjetas perforadas. Cuando Jacques Vaucanson inventó a mediados del siglo XVIII los primeros telares para tejer paños de seda, se inspiró en dos fabricantes de órganos automáticos que habían ideado un dispositivo de cintas caladas para programar las melodías. Que los telares funcionaran impulsados por un motor a vapor o un molino hidráulico es una diferencia crucial. Sobre todo para el clima. Pero, desde la perspectiva del progreso tecnológico, lo importante era la programación precisa de los movimientos que debían efectuar esos autómatas. Y esta programación se aloja en una memoria. Suele asociarse la revolución industrial con los motores a vapor de James Watt, y no cabe duda de que proporcionaron la fuerza requerida para mover los gigantescos telares de Manchester o Lyon a finales del siglo XVIII. Pero se pasa por alto que estos tejedores mecánicos ya eran máquinas cibernéticas. Norbert Wiener aseguraba que la cibernética es la disciplina que estudia la manera de dar instrucciones a una máquina para que realice una tarea (Wiener acuñó este vocablo, cybernetics, derivado del griego kybernesis, porque significaba pilotaje de una embarcación y gobierno de una polis). La revolución industrial no consistió solamente en la capacidad técnica para transformar combustible en movimiento (es la actividad de los motores), sino también órdenes en operaciones (es la tarea de las máquinas). De los dones prometeicos, solemos recordar el fuego y olvidarnos del ingenio. Y sin embargo la clave no se encuentra en el primero (que hoy tratamos de evitar para reducir el CO₂) sino en el segundo.


Saberes y poderes

Cuando a fines del siglo XIX Herman Hollerith fundó su International Business Machines Co., más conocida por sus siglas IBM, hizo funcionar sus máquinas de cómputo con las mismas cintas y tarjetas perforadas que empleaba Vaucanson en sus telares o Edwin Votey en sus pianos mecánicos. Una computadora es una máquina que recibe instrucciones para ejecutar una tarea. Una máquina programada es una máquina obediente o, si se prefiere, cibernética. Solo que estas no llevan a cabo ahora operaciones físicas sino mentales: sus rutinas son cómputos e inferencias lógicas. Como la palabra lo indica, una operación es un trabajo, y un trabajo, por supuesto, la transformación de una cosa en otra. En lugar de transmutar un árbol en sillas o una bobina de hilo en telas, esos autómatas convierten un conjunto de datos en otros. Son “motores de inferencia” (inference engines). Aunque también hay que decirles qué operación efectuar. Supongamos que la instrucción sea x2. La máquina tendrá que multiplicar por sí misma cualquier cifra que ingrese en ella. Si la cifra es 2, el resultado será 4. Y si x=3, entonces y=9. Las computadoras no piensan: solo ejecutan las instrucciones que un programador les impartió.


Dicho sea de paso, Aristóteles inventó uno de los primeros inference engines capaces de transformar un input en un output. Lo llamó silogismo. Imaginemos una instrucción o una regla: “Todos los hombres son mortales.” Si usted introduce en esa máquina el input “Sócrates es hombre”, obtendrá el output “Sócrates es mortal”. Esto significa que, bien mirado, un silogismo lleva a cabo una operación semejante a una función f(x)=y. La función sería aquí la premisa mayor (Todos los hombres son mortales), la ‘x’ sería la premisa menor (Sócrates es hombre) y el resultado ‘y’ sería la conclusión (Sócrates es mortal). Cambie la función e instruya este engine diciéndole que “Los hombres son animales políticos” y el resultado será otro: si Sócrates es un hombre, entonces será un animal político. Instrúyalo con la regla “Todas las mujeres son amas de casa”, y esta maquinaria patriarcal enviará a Frida Kahlo o Hannah Arendt a servir a sus maridos. Si esta capacidad de transformar una información en otra es lo que llamamos saber, este no puede separarse de las instrucciones que la maquinita lógica recibe: eso que llamamos poder. Si en una sociedad es “normal” que las mujeres se ocupen del cuidado de la casa y la crianza de los niños, esto significa que alguien estableció esa norma y es la instrucción impartida a aquel inference engine. Si una mujer no obedece esas instrucciones, si no funciona como corresponde, no tardarán en asomarse los sacerdotes o psicólogos que se ocuparán de la pecadora o la neurasténica…


Pero estas máquinas capaces de operaciones lógicas traían aparejado un problema. Desde el momento en que los humanos son seres racionales, son capaces de razonar siguiendo estos silogismos. ¿Pero de dónde provenían esas premisas mayores, esas reglas o instrucciones? Aristóteles aseguraba que algunas se obtenían a través de la experiencia. No era una inferencia deductiva sino inductiva: como cada uno de los humanos que atravesaron nuestra historia terminaron, tarde o temprano, muriéndose, concluyo que los humanos son, por regla general, mortales. No podemos estar cien por ciento seguros dado que esta generalización no se obtuvo a través de una deducción racional sino a través de muchas experiencias. Pero es probable que así sea: se trata de una inferencia estadística. Cuestión: que las mujeres de una sociedad y un momento de la historia se ocupen de las tareas domésticas, ¿significa que son, por definición, “amas de casa”? La inducción convierte en norma general un estado de cosas particular y contingente.


¿La IA es una “herramienta animada artificial”? No exactamente. Animada no significa inteligente. Es más, la expresión “inteligencia artificial” le hubiese parecido absurda a Aristóteles. Porque, a su entender, la inteligencia se encontraba del lado de los que mandan. Y aunque efectúen operaciones lógicas, las máquinas obedecen. De hecho, era el criterio que invocaba para distinguir a amos y esclavos: estos entendían las instrucciones, pero eran incapaces de impartirlas. Hay sin embargo dos tipos de IA. Las primeras, que suelen llamarse simbólicas o cognitivas, son programadas por alguien. Son inference engines más complejos. La inteligencia, en este caso, sigue encontrándose del lado del programador. Las segundas, conocidas como deep learning, imitan el funcionamiento de las conexiones neuronales del cerebro y proceden por inducción: ellas mismas infieren las reglas o las generalidades gracias a la absorción de millones y millones de casos. Ya no hace falta programarlas para que saquen la raíz cuadrada de una cifra. Esta IA va a percibir varios pares de cifras −4 y 2, 9 y 3 o 10.582.009 y 3.353− y terminará infiriendo su regla de transformación: la raíz cuadrada.


Así, a partir de mediados de 2017, AlphaGo Zero aprende a jugar al go sin que nadie la haya programado con las reglas de ese juego. La IA aprendió a hacerlo sola, “observando” millones de jugadas efectuadas por campeones. Y jugando a continuación contra ella misma. Algo similar sucederá con la serie GPT (Generative Pretrained Transformer). No se la programa con las reglas gramaticales de tal o cual lengua natural: la propia IA las infiere a través del “conocimiento” de unos 175 mil millones de ocurrencias. No hace falta que le digan que los sustantivos y los adjetivos se vuelven en español plurales cuando les añadimos los sufijos ‘-s’ y ‘-es’. Ella infiere esta regla después de haber recabado millones de casos.


Imaginemos entonces que usted tiene que traducir un texto del alemán al español. Carga el texto en la IA y en un santiamén le propone una traducción de una precisión pasmosa. En principio, pareciera que esta IA funciona como cualquier computadora: convierte el input (el texto alemán) en un output (el texto español). Solo que ahora el programa que permite efectuar esta traducción no fue elaborado por un programador. La propia IA “aprendió” a traducir después de haber sido “entrenada” con cientos de miles de traducciones realizadas por humanos. Los traductores se encuentran hoy en una situación semejante a la vivida por los tejedores reemplazados por telares automáticos de la noche a la mañana. A los dueños de las manufacturas les bastaba con contratar a algunos obreros que ignoraban cómo tejer un paño y se limitaban a supervisar el funcionamiento de los telares, reparar los hilos cortados, cambiar las bobinas o transportar los rollos de tejido. Lograron inundar así los mercados con tejidos que terminaron arruinando a la mayoría de los viejos artesanos. Suele olvidarse, no obstante, que esas máquinas no necesitaban solamente ser diseñadas sino también programadas por ingenieros y expertos con altas competencias técnicas y científicas. El capitalismo industrial fue, antes que nada, eso: la sustitución del savoir faire tradicional de los artesanos por el saber técnico-científico de los ingenieros. Este saber ya no se aloja en el obrero descalificado sino en la máquina misma: es ella quien sabe tejer los géneros con diseños sumamente complicados.


La acumulación primitiva

Por eso Marx explicaba en sus Grundrisse que, a medida que el capitalismo avanza, ese trabajo intelectual altamente calificado se vuelve más importante para generar riqueza que el trabajo manual descalificado de los operarios. Para decirlo en términos de Aristóteles: quienes mandan se vuelven más importantes que quienes obedecen. Porque esas operaciones cada vez más complejas y sutiles son efectuadas por autómatas. Y cuando hablamos de quienes mandan, no nos referimos a los propietarios de los medios de producción sino a los técnicos e ingenieros capaces de programar a los operarios artificiales. Si esa propiedad se colectivizara, ese trabajo intelectual seguiría siendo más importante que el trabajo humano susceptible de automatización.


Solo que, para Marx, ese trabajo intelectual no proviene de tales o cuales individuos sino del general intellect: la inteligencia colectiva. Y es lo que sucede hoy con la IA: esta no funcionaría si no fuese alimentada con la inteligencia acumulada en los monumentales data centers. La IA traduce cada vez mejor un texto del alemán al español porque es entrenada con un número cada vez mayor de traducciones. Pensamos que el trabajo de transformación desde el input hasta el output lo lleva a cabo la IA, pero se trata de una ilusión. La IA no podría hacerlo sin acumular en su memoria cantidades descomunalmente grandes (big data) de cultura: saberes, imágenes, músicas, textos literarios, traducciones o simples conversaciones. Con la IA, el programador individual es reemplazado por el general intellect.


Cuando hablamos entonces de una herramienta o una máquina en referencia a la IA, no hay que confundirla con los autómatas que conocimos. Nos encontramos con un fenómeno sin precedentes en la historia de la tecnología. Por primera vez un artificio inteligente puede programar una máquina, es decir, puede darle instrucciones a un operario, artificial o natural… Solo que ese artificio precisa alimentarse con el ingenio humano colectivo. Por tomar solo un ejemplo, un 18% de los temas musicales difundidos hoy en Deezer son generados por la IA, pero esta no podría hacerlo si no hubiese sido entrenada con el 82% de los títulos restantes. Por eso los músicos protestan: quieren que se les pague no solo derechos de autor por los temas difundidos sino también por aquellos que sirvieron para entrenar a la IA. Y algo semejante podrían exigir hoy los traductores que se quedan sin trabajo a pesar de que sus traducciones pasadas sirvieron para alimentar la misma IA que los arroja al desempleo. La IA puso en evidencia que el ingenio es la auténtica fuente de riqueza y que este ingenio es colectivo. Solo que, en ese mismo momento, este artefacto se lo apropia y nos inflige el “fuego” de los data centers. IA no deberían ser las siglas de la inteligencia artificial sino del ingenio acumulado. El inicio de un nuevo modo de producción pero también de una nueva lucha por la colectivización de los medios, es decir, los artefactos. ~


Edición México


jueves, 10 de julio de 2025

UNA CRÍTICA A LAS TEORÍAS DE YUCAL NOAD HARAARI (PARTE 1)


(Por Carlos Beorlegui) La lectura de los textos del escritor mediático Yuval Noah Harari  producen una serie de sentimientos muy enfrentados: van de la admiración a la perplejidad. Admiración: su gran capacidad de síntesis, neologismos muy logrados, aportación de ideas sugerentes y acertadas, tanto respecto al pasado como a nuestro futuro cercano, etc. Pero también perplejidad: presencia de numerosas contradicciones, que no acierto a dilucidar si son conscientes y provocativas, o tan solo expresión de un modo confuso diferente de entender los problemas. Eso ocurre de forma especial cuando el intelectual israelí reflexiona sobre la libertad humana, uno de sus temas recurrentes, que está presente de forma especial en sus trabajos últimos, así como en sus diversas entrevistas a los medios de comunicación.
 

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; 
con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra y el mar encubre; 
por la libertad, así como por la honra, se puede aventurar la vida y, por el contrario, 
el cautiverio es el mayor mal que puede venir al hombre” 
(Miguel de Cervantes, El Quijote de La Mancha[1]).

INTRODUCCIÓN

Tengo que reconocer que la lectura de los textos de Yuval N. Harari[2]me producen una serie de sentimientos muy enfrentados: van de la admiración a la perplejidad. Admiración: su gran capacidad de síntesis, neologismos muy logrados, aportación de ideas sugerentes y acertadas, tanto respecto al pasado como a nuestro futuro cercano, etc.[3]

Pero también perplejidad: presencia de numerosas contradicciones, que no acierto a dilucidar si son conscientes y provocativas, o tan sólo expresión de un modo confuso diferente de entender los problemas. Eso me ocurre de forma especial cuando el intelectual israelí reflexiona sobre la libertad humana, uno de sus temas recurrentes, presente de forma especial en sus trabajos últimos [4], así como en sus diversas entrevistas a los medios de comunicación [5].

Es precisamente la lectura de esos textos lo que me ha empujado a realizar un análisis crítico sobre el modo como entiende la libertad humana, su naturaleza y las fuertes posibilidades de que sea manipulada y “hackeada” en un futuro no muy lejano, dados las potencialidades que la infotecnología y la biotecnología están poniendo ya en manos de los humanos para incidir e influir en las decisiones humanas, tanto a través de técnicas de persuasión externa como de manipulación de nuestro interior cerebral y mental. Mi intención en las páginas siguientes se centra en mostrar las limitaciones y contradicciones de su forma de pensar, si las estudiamos a la luz de las aportaciones más lúcidas y consistentes significativas de la historia filosófica sobre la libertad y la filosofía de la mente.

 

LA LIBERTAD DIFUMINADA

Las tesis de Harari sobre la libertad humana, como ya he señalado, están presentes de forma reiterada y dispersa por sus diferentes escritos, y las ha ido explicitando y concretado en escritos y entrevistas más recientes [6]. Por un lado, nos hace ver que cada vez están más controladas y vigiladas nuestras decisiones, pudiéndose manipular totalmente nuestra libertad, dado el conocimiento que estamos logrando sobre el funcionamiento de nuestros cerebros. Esto le lleva a concluir que nuestra libertad es casi un relato mítico, un autoengaño, construido por el humanismo. Pero no duda, por otro lado, en alertarnos de la necesidad de reaccionar frente a estos peligros, haciendo una llamada a nuestra responsabilidad ética. ¿No resulta esto contradictorio? ¿Podemos mantener un flirteo con el determinismo y apelar al mismo tiempo a la responsabilidad ética?

EL CREPÚSCULO DEL HUMANISMO

En el primer libro de su conocida y mult-ieditada trilogía (Sapiens. De animales a dioses), Harari realiza un rápido e interesante itinerario histórico de nuestra especie, señalando los principales hitos a través de los cuales los humanos hemos ido construyendo nuestra propia identidad y la realidad cultural en la que cada uno vive, pasando de emerger de las especies homínidas anteriores (los australopitecos) a soñar con ocupar el lugar de los dioses.

Fruto de la revolución cognitiva, el homo sapiens no se ha limitado a una simple adaptación al entorno, sino que ha construido un mundo a su medida, a través de las sucesivas revoluciones tecnológicas que ha ido construyendo. Y es eso lo que nos está permitiendo situarnos en un momento histórico singular, a las puertas de una nueva era, la trans-humana, consecuencia de las potencialidades que nos aportan las biotecnologías, la inteligencia artificial y la construcción de seres completamente inorgánicos, robots con cualidades similares a las humanas.

De este modo, el ser humano habrá conseguido superarse a sí mismo, habrá roto sus propios límites, y habrá empezado a conseguir el sueño prometeico de alcanzar la morada de los dioses, sueño que persiguen los humanos desde la antigüedad (el mito de Prometeo), pero que sólo ahora contamos al parecer con los instrumentos necesarios y adecuados para conseguirlo.

En Homo Deus, su segundo libro, nos presenta los grandes retos que los humanos parece que estamos tocando con los dedos en un futuro ya muy cercano: alargar la vida y vencer a la muerte (ser amortales[7]),perseguir la felicidad y conseguir llegar a ser dioses. Es la consecuencia del vertiginoso avance de las nuevas tecnologías, que nos llevan a la era post-humana o trans-humana, sin que tan siquiera podamos frenar esta tendencia. Lo curioso es que, con la consecución de estos logros, Harari nos asegura que se está produciendo el resultado contrario: la centralidad de la humanidad que ha defendido el viejo humanismo, está llegando a su fin.

El humanismo lleva dentro su propia autodestrucción

De este modo, la tesis básica de este libro es que el humanismo, que se había constituido en una especie de religión dominante en la historia reciente de nuestra especie, lleva en su interior larvada su propia destrucción y desintegración (p. 81). Pero no hay que preocuparse, nos dice Harari, porque esto de ninguna manera supone una catástrofe sino algo beneficioso para todos, además de inevitable.

Debido a nuestra inteligencia y a la capacidad de transformar el entorno ambiental para construir los diversos mundos culturales que han conformado la historia humana, nos hemos creído siempre superiores a los demás seres vivos, creyendo que ocupa de alguna manera el centro del universo. No en vano nos creemos poseedores de una chispa especial, el alma, concepción que, según nuestro autor, se han encargado de echar abajo los diversos descubrimientos científicos sobre la mente humana, como veremos más adelante. Con la posesión de una mente tan superdotada, tenemos capacidad de dar sentido al mundo y a nuestra propia realidad, y de ese modo hemos construido los grandes relatos de la historia, basados en la centralidad y el superior valor y dignidad de los humanos (no otra cosa es el humanismo).

Pero este extraordinario desarrollo de nuestra inteligencia nos ha llevado a un enfrentamiento entre las dos instancias que, en la actualidad, según Harari, ejercen de fuentes de sentido: las religiones y las ciencias. Ahora bien, frente a quienes consideran que ambas perspectivas son radicalmente contrarias e incapaces de complementarse, Harari entiende que, debido a la colaboración y al pacto de ambas, se ha construido la ideología humanista, aunque también es cierto que “bien pudiera ser que el contrato entre la ciencia y el humanismo se desmoronara y diera paso a un tipo de pacto muy diferente entre la ciencia y alguna nueva religión posthumanista” (pp. 223-224).

Estaríamos, por tanto, a las puertas del desmoronamiento de ese pacto que ha cimentado la hegemonía del humanismo, el mito de la centralidad de lo humano. Bien es verdad que el humanismo se ha entendido de múltiples formas (liberalismo, socialismo y nacionalismo), pero es evidente que está siendo ya superado como consecuencia de sus propias y extraordinarias potencialidades, de tal forma que en la actualidad está perdiendo el control sobre sus propias obras. Para Harari, de las tres formas de entender el humanismo, la versión liberal es la que domina actualmente nuestro mundo.

El sistema capitalista se ha impuesto en la mayor parte de la geografía planetaria, teniendo como eje central la libertad política y económica. Pero la propia dinámica del liberalismo capitalista le está llevando a su obsolescencia y superación, puesto que, según nos dice, nos estamos dando cuenta de que el libre albedrío ya no existe, se trata de un autoengaño.

Para Harari, la toma de conciencia de la superación de la libertad se produce de varios modos: a través de la infotecnología, en la medida en que son las máquinas inteligentes las que nos suplantarán en la toma de decisiones que antes realizábamos nosotros (o así lo creíamos), y a través del avance de la genética y de las neurociencias, que nos hacen ver que las decisiones que creíamos libres, no son más que una serie de conexiones neuronales que son las que deciden, al margen del yo. Así, estamos fatalmente en manos de algoritmos y de redes neuronales. Ellos son los que deciden, y nos los humanos.

Por tanto, habríamos llegado en la actualidad a la toma de conciencia de que la libertad humana está siendo secuestrada, “hackeada” y desmitificada o difuminada, como vamos a ir viendo en pasos sucesivos. Veremos también al final, desde una valoración crítica de estas reflexiones, hasta qué punto la propuesta de Harari está llena de ambigüedades, trampas y contradicciones.

El desmoronamiento de la libertad

Siguiendo, pues, las reflexiones de Harari sobre la libertad humana, nos vamos a detener en analizar tres ámbitos donde, según él, se advierte la crisis o la pérdida de nuestra libertad. En primer lugar, asistimos a un progresivo secuestro de nuestra libertad, en la medida en que nos encaminamos a un tipo de sociedad en la que, desde instancias externas a nosotros mismos, se nos está sustrayendo progresivamente la capacidad de decidir. Es el triunfo de los algoritmos.

En segundo lugar, la libertad está siendo “hackeada”, por medio de la infotecnología, sobre todo con la implantación de robots y del uso de máquinas inteligentes, que nos ayudarán a tomar nuestras decisiones, puesto que poseerán más datos de nosotros que nosotros mismos, con lo que será una cosa muy positiva que las máquinas nos suplanten en la toma de todo tipo de decisiones. Pero, de este modo, bastará que otros humanos tengan acceso al funcionamiento de nuestros cerebros, así como a las máquinas inteligentes que nos ayudan, para que pueden “hackear” nuestras mentes y sean los sujetos de nuestras decisiones.

Pero esto nos lleva, en tercer lugar, a descubrir que la libertad puede quedar totalmente negada y desmitificada. El avance de las neurociencias nos está mostrando que, en realidad, la idea de una mente autónoma y libre, la referencia al alma y demás mitos humanistas no son más que invenciones nuestras. La verdad auténtica es que no somos más que una máquina neurológica compuesta y guiada por redes neuronales. De este modo, Harari se adscribe, en el ámbito de la filosofía de la mente, a las tesis de la teoría de la identidad y, y si se es consecuente con ello, al determinismo neurológico, que desmitifica y echa por tierra cualquier idea de libertad y de responsabilidad humanas. Con todo, como veremos, no deja de apelar a la responsabilidad humana ante este horizonte futuro, y de hacernos recomendaciones de tipo ético y sociopolítico.

La libertad secuestrada: el imperio o dictadura de los algoritmos
Hemos visto que el análisis que hace Harari sobre la sociedad humana actual le lleva a constatar que la lucha que se dio en el siglo XX entre las tres grandes ideologías, el fascismo, el comunismo y el liberalismo, ha sido proclamada como vencedora absoluta la tercera, el liberalismo. Pero nos dice también que va creciendo la decepción sobre esta ideología filosófico-política, en la medida en que nos encaminamos hacia una sociedad en la que las libertades individuales están cada vez más recortadas, como nos va mostrando el autor en su tercer libro, 21 lecciones para el siglo XXI.

Desde hace tiempo, los humanos éramos conscientes de la capacidad manipuladora de la propaganda y de los medios de comunicación. Ya muchos intelectuales críticos, sobre todo los teóricos de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, tomaron conciencia, desde finales de la primera mitad del siglo XX, de que, al querer escapar del autoritarismo nazi y de la dictadura del proletariado comunista, también el paraíso de las libertades, los EE. UU., no pasaba de ser un modo más sofisticado de engañar, someter y esclavizar las voluntades humanas, de tal forma que constituía una sociedad vigilada, un “mundo administrado” por poderes fácticos camuflados bajo los artilugios de la propaganda.

 

Las contradicciones de la racionalidad ilustrada

Así, el triunfo de la racionalidad ilustrada estaba llena de contradicciones, en la medida en que se tendía a imponerse en impero de la razón científica, que reducía la racionalidad a mera razón instrumental, olvidándose de las cuestiones que velaban por la emancipación de los humanos [8].

Pero esas manipulaciones son juego de niños comparados con los cambios que están introduciendo en la actualidad las nuevas tecnologías, sobre todo la infotecnología. El internet de las cosas, con el manejo y control de los big data, permite a los poderes económicos, y a quienes controlan las empresas de internet, saber mejor que nosotros mismos nuestros gustos y preferencias, y, por ello mismo, controlarlas. De tal modo que, cuando creemos elegir, son los algoritmos los que realmente lo hacen. Por eso, los individuos vamos tomando conciencia de que son los grandes poderes de las empresas informáticas los que manejan el mundo, sin que al parecer podamos hacer nada por evitarlo. Hasta ahora, pensábamos que los individuos controlábamos de alguna manera a los poderes políticos, a través de las elecciones democráticas.

Pero en la actualidad vamos tomando conciencia de que son los poderes económicos y tecnológicos los que deciden y orientan las grandes decisiones de la historia humana. De este modo, la gente de a pie va experimentando que las nuevas tecnologías no les tienen en cuenta; ante ellas son irrelevantes, siendo, por ello, más grave y más difícil de luchar contra la irrelevancia que contra la explotación [9]. Esta irrelevancia la sitúa Harari en el ámbito económico y militar, en la medida en que la infotecnología, con la presencia de robots inteligentes, dejará como superfluos a muchos trabajadores y ocuparán el lugar de los soldados.

Esto supondrá también la tendencia hacia una sociedad cada vez más desigual e injusta, en la que una minoría tendrá el poder económico, y también el político, y la gran mayoría nos sólo serán explotados por esa minoría, sino que se harán superfluos y prescindibles. Será la expresión más fiel y cruel del darwinismo social, y las diferencias ya no serán sólo de tipo económico, sino que afectarán a aspectos tan importantes como el estilo de vida, o su duración, la atención sanitaria, etc. Así, “la época de las masas habrá terminado” [10], para irse constituyendo una humanidad de élites residuales en las zonas más pujantes del mundo, que lucharán y se disputarán el poder entre ellas.

Los humanos consumidores en la sociedad del mercado
Ahora bien, la cuestión que ante esto se plantea Harari es si los humanos podemos ser del todo irrelevantes en el entramado económico, porque al fin y al cabo somos los consumidores de los productos del mercado, y si no tenemos poder adquisitivo, recibido a través del sueldo de nuestro trabajo, no podremos comprar y consumir, por lo que las empresas se quedarán sin poder vender sus productos [11]. No cabe duda de que se trata de una dificultad seria. Pero se puede también atisbar, como hemos señalado, una sociedad futura en la que el contingente de los humanos se reduzca de forma significativa, y queden sólo los que pertenezcan a la cadena productiva [12].

Así, el final del humanismo supone para Harari la permanencia de los humanos, pero no de los individuos, en la medida en que no parece tener importancia cada individuo en su irrepetibilidad, sino que los humanos quedamos reducidos a meros entes repetibles de la clase numérica de los humanos, siendo suficiente para el mantenimiento de la humanidad la presencia y el mantenimiento de las diversas élites residuales.

De este modo se impone, según Harari [13], el triunfo de una nueva visión de nuestra realidad vehiculada por las actuales ciencias de lo humano, contribuyendo de este modo al declive total del paradigma del humanismo clásico, basado en tres tesis: la irrepetibilidad de cada individuo (“Yo soy un in-dividuo, es decir, poseo una esencia única que no puede dividirse en ninguna parte del sistema”, p. 359), la libertad (“Mi yo auténtico es completamente libre”, p. 360), y el conocimiento y el acceso exclusivo a la intimidad de mi yo, que nadie puede tener, esto es, la presencia de lo que la filosofía de la mente denomina los qualia(“Puedo conocer cosas acerca de mí que nadie más puede descubrir.

Porque solo yo tengo acceso a mi espacio interior de libertad y solo yo puedo sentir los susurros de mi yo auténtico”, p. 360). Estos presupuestos los están echando abajo los avances de la infotecnología y la robótica, en opinión de Harari, ciencias que nos están haciendo ver que los humanos no somos ni irrepetibles, ni libres, ni poseedores de una mente subjetiva a la sólo cada individuo puede acceder. La conclusión es que nuestra mente puede ser invadida, “hackeada” y sometida.

La libertad “hackeada”

Ya hemos visto que, en un futuro no muy lejano, las máquinas podrán saber de nosotros más datos que nosotros mismos, llegando a controlarnos y a sustituirnos en nuestras decisiones. Esto es así por cuanto “los organismos son algoritmos, y los humanos no son individuos: son “dividuos”. Es decir, los humanos son un conjunto de muchos algoritmos diferentes que carecen de una voz interior o un yo único” (p. 360); por otro lado, “los algoritmos que conforman un humano no son libres.

Están modelados por los genes y las presiones ambientales, y toman decisiones, ya sea de manera determinista, ya sea al azar, pero no libremente” (p. 360). Por ello, las máquinas pueden desde fuera suplirnos y superarnos en las decisiones que tomemos, puesto que “un algoritmo externo puede teóricamente conocerme mucho mejor de lo que nunca me conoceré. Un algoritmo supervisa cada uno de los sistemas que componen mi cuerpo y mi cerebro puede saber exactamente quién soy, qué siento y qué deseo. Una vez desarrollado, dicho algoritmo puede sustituir al votante, al cliente y al espectador” (p. 360).

De este modo, las personas ya no serán vistas como seres autónomos y libres que toman sus propias decisiones, sino que las máquinas nos suplirán y tomarán decisiones sobre nosotros para ayudarnos y mejorarnos. Esto está ocurriendo ya en el terreno de la medicina y en otros muchos campos, a través de la utilización de los big data. “En el hospital ya no somos individuos” (p. 361), nos dice Harari, sino organismos biológicos unidos a otras máquinas que nos analizan, cuidan y operan de una forma más eficaz que si lo hiciéramos nosotros o cualquier otro humano. Son las máquinas las que tomarán decisiones, y ya lo están haciendo, sobre nosotros, sin que nadie se queje por ello. Al contrario, los algoritmos “serán tan buenos a la hora de tomar decisiones por nosotros que sería una locura no seguir sus consejos” (365).

Pero lo mismo ocurrirá en ámbitos como la prevención de enfermedades, el control de la seguridad, y otros entornos de nuestra vida que pertenecen a terrenos de la vida íntima y privada. Esto nos podría llevar, comenta Harari, a situaciones en las que “un deseo similar de mejorar la salud humana podría hacer que la mayoría desmantelemos voluntariamente las barreras que protegen nuestros espacios privados y permitamos que las burocracias del Estado y las compañías internacionales accedan a nuestros recovecos más íntimos” (366).

De este modo, si concedemos a Google y a sus competidores en el ámbito de internet el acceso a todos nuestros datos, públicos y privados, no tendríamos que hacer más que consultar a esas compañías para que tomen las decisiones por nosotros (en todos los campos de nuestra vida: salud, estudios, trabajo, elección de pareja, votaciones políticas, e incluso creencias religiosas), ya que están mucho mejor informados que nosotros mismos.

Por qué tener miedo a ello, podríamos preguntarnos, por qué no ceder gustosamente nuestra libertad, ya que tienen muchos más datos que nosotros para suplirnos en la toma de las decisiones más adecuadas. Por tanto, se ve claro que el liberalismo, basado en la idea humanista del individuo irrepetible, libre y dueño de sus decisiones, está siendo superado por el dataísmo, la religión del futuro, según Harari.

El historiador israelí advierte que, ante este panorama, hay quienes se horrorizan y hay también quienes se sienten encantados por esta “transferencia de la autoridad de los humanos a los algoritmos” (p. 377). Pero no debemos preocuparnos por esta deriva, puesto que, según Harari, “el resultado no será un estado policiaco orwelliano”, ya que, “los defensores de la individualidad humana hacen guarda frente a la tiranía del colectivo, sin darse cuenta de que la individualidad humana está ahora amenazada desde la dirección opuesta. El individuo no será aplastado por el Gran Hermano: se desintegrará desde dentro” (pp. 377-378). Se verá claramente entonces que “el individuo no es más que una fantasía religiosa. La realidad será una malla de algoritmos bioquímicos y electrónicos sin fronteras claras, y sin núcleos individuales” (p. 378).

De este modo, tomamos conciencia no sólo de que nuestra libertad puede estar recortada y ser “hackeada”, sino que se nos difumina, al darnos cuenta de que se trata de un autoengaño, un espejismo inventado. ¿Por quién? ¿Podemos nosotros engañarnos a nosotros mismos?

La libertad negada y desmitificada

Comprobamos de este modo que Harari pasa de describir con acierto y brillantez el panorama futuro de la sociedad humana (aunque en las ideas de fondo no es nada original), conformada al parecer por “dictaduras digitales” y desempleados irrelevantes, a tratar de convencernos de que la idea de lo humano apoyada en la autonomía, la irrepetibilidad individual y la libertad responsable, es el mito en el que se apoya el humanismo clásico, auténtica religión de nuestro pasado reciente, vigente todavía en la actualidad. Pensar que somos libres es un autoengaño, que conviene que despertemos cuanto antes de él.

Así, el problema al que nos enfrentamos los humanos no es sólo la manipulación externa de nuestras opiniones, o el que las nuevas tecnologías se metan en nuestro interior y manipulen y “hackeen” nuestras decisiones, sino que nos van a convencer de que nuestras pretensiones de autonomía y libertad son sólo un sueño. En definitiva, estamos determinados por nuestros genes, nuestro cerebro y el entorno ambiental, aunque no sepamos dilucidar en qué proporción intervienen en tal determinación cada uno de estos tres factores.

Es evidente, para Harari, que la libertad es una ilusión, aceptable y comprensible tan sólo en una época en la que se desconocía el funcionamiento de nuestros genes y del cerebro, momento en el que los humanos nos percibíamos como “una misteriosa caja negra, cuyos mecanismos internos trascendían nuestra comprensión” [14]. Por eso, seguir creyendo en el mito de que somos libres sólo se puede entender como consecuencia de nuestra ignorancia. Al igual que, en su momento, se defendió el origen divino del poder y otras creencias superadas, del mismo modo se pensó que los humanos éramos libres. Pero las supuestas acciones libres no son más que impulsos de los sentimientos, y “nuestros sentimientos no son una cualidad espiritual exclusivamente humana y que no reflejan ningún tipo de “libre albedrío”. Por el contrario, los sentimientos son mecanismos bioquímicos que todos los mamíferos y aves emplean para calcular rápidamente probabilidades de supervivencia y reproducción. Los sentimientos no están basados en la intuición, la inspiración o la libertad; están basados en el cálculo” [15].

Si los humanos somos entidades vivas movidas por leyes biológicas, podemos defender que somos más complejos que otras especies inferiores, pero no nos diferenciamos tanto de ellas como para creer que actuamos libremente. Cuando no nos conocíamos tan bien como ahora, resultaba fácil echar mano del mito de la libertad, pero en la actualidad los avances en genética, neurología e informática nos están abriendo los ojos, teniendo que reconocer que la idea de la libertad se nos está disolviendo como un terrón de azúcar. Las aportaciones de las nuevas ciencias nos indican que la creencia en la libertad se ha diluido, atribuyendo la autoría de nuestras acciones al determinismo o la aleatoriedad, “y no han dejado ni una migaja a la “libertad”” [16].

A pesar de los avances de la IA y la robótica, que están llevando a muchos teóricos a defender la extensión de la humanidad a otros entes, pudiéndose implantar y copiar mentes humanas en máquinas inteligentes, de tal manera que podrían llegar a tener conciencia y libertad como los humanos [17], Harari es muy escéptico ante estas propuestas. Considera que es fundamental distinguir entre inteligencia y conciencia. La primera es capacidad de resolver problemas, y la segunda, “la capacidad de sentir dolor, alegría, amor e ira. Tendemos a confundir ambas porque en los humanos y otros mamíferos la inteligencia va de la mano de la conciencia. Los mamíferos resuelven la mayoría de los problemas con los sentimientos. Sin embargo, los ordenadores los resuelven de una manera diferente” [18].

Esta forma de enfocar Harari la comparación entre la inteligencia animal, humana y robótica, tiene la virtud de considerar que la mente humana tiene las virtualidades que posee porque está posibilitada por un cerebro biológico, fruto del proceso evolutivo, a través del cual conecta y recoge las habilidades sensoriales y sentimentales de los mamíferos; de ahí que resulte acertada la distinción entre el modo de comportarse los mamíferos y las máquinas inteligentes.

Pero no acaba de entender lo humano como el resultado de la asunción del proceso evolutivo y el salto emergente de un estilo nuevo de vida, que ha dotado a los humanos de una intelección sentiente y una sensibilidad intelectiva (Zubiri). De este modo, la IA, por muy inteligente que sea, siempre será un producto de la ingeniería humana, y resulta difícil aceptar que llegue a poseer autoconciencia y libertad, al no poseer la base biológica y cerebral que posibilita a los humanos ser dueños del tipo de mente que nos define.

 

Tres formas diferentes de situarse ante el problema de la libertad

Harari plantea tres formas diferentes de situarse ante este problema [19]: considerar, en primer lugar, que la conciencia sólo puede ser propiedad de cerebros bioquímicos como los nuestros; defender, en segundo lugar, que conciencia e inteligencia pueden ir unidas en los robots; y, por último, pensar que, “no existen conexiones esenciales entre la conciencia y la bioquímica orgánica o inteligencia superior” [20], y así, aunque los ordenadores puedan estar dotados cada vez de mayor inteligencia, nunca llegarán a poseer conciencia.

Harari no se decanta claramente por ninguna de esas posturas, pues considera que necesitamos más avances en informática para saber qué solución es la correcta. De momento, la IA seguirá siendo un mero producto de la inteligencia humana. Por eso mismo, en la medida en que avancemos en las investigaciones sobre IA, no haremos otra cosa más que “fortalecer la estupidez humana”, puesto que serán máquinas que servirán para suplir a los humanos, y herramientas de dominación de las élites triunfadoras sobre el resto de los humanos.

Estas perspectivas de futuro es lo que hacen afirmar a Harari que las nuevas religiones que se están imponiendo, en sustitución del humanismo, son el tecnohumamismo y el dataísmo, la religión de los datos. La primera todavía se aferra, en cierta medida, a la centralidad del humanismo, pero muy mejorado, por medio de los avances de las biotecnologías y la infotecnología. Son los sueños utópicos de los post-humanismos y trans-humanismos, que desean construir especies humanas nuevas, introduciendo mejoras en los humanos actuales, mejoras tanto de tipo genético y biológico, como cognitivo y moral [21].

Pero el tecnohumanismo no tiene mucho recorrido, según Harari [22], puesto que es enfrenta a fuertes dilemas y contradicciones: su presupuesto es que la voluntad humana es el centro del universo, y utiliza sus descubrimientos científicos en hacer un tipo superior de humanos, pero esos mismos avances técnicos nos van mostrando que los humanos somos organismos conformados por datos que se pueden manipular de múltiples formas. Al final, todo queda reducido a datos, a algoritmos, haciendo del dataísmola religión más potente del futuro, la que desbancará al humanismo [23].

De esta forma, nos dice Harari, se invierte la pirámide: antes, los datos constituían el primer eslabón (los mecanismos con los que manipulaban los humanos las cosas), mientras que ahora representan el punto final. De las dos grandes ciencias en las que se apoya el dataísmo, la informática y la biología, será ésta la más importante: en ella se advierte que todo es procesamiento de datos, también el ADN. Ahí es donde está encerrada toda la información de los humanos, de cada individuo. De este modo, el poder ha ido a parar a los centros de información y de datos. Ahora bien, “la información quiere ser libre”, y, aunque en el capitalismo empezó siendo una “teoría científica neutral”, ahora quiere convertirse en “una religión que pretende determinar lo que está bien y lo que está mal” [24]. Por eso, tiene normas éticas específicas: estar conectados lo más posible, creer en los beneficios de la libertad de información, y compartir información.

Pero Harari nos tranquiliza diciendo que, aunque el dataísmo no es liberal ni humanista, tampoco es anti-humanista. “No tiene nada en contra de las experiencias humanas. Simplemente, no cree que sean intrínsecamente valiosas” [25]. Somos sólo una aglomeración de elementos biológicos y datos informáticos, bien ensamblados, que funcionan regidos por algoritmos, condicionados también por procesos azarosos, consecuencia de la gran pluralidad de los entornos ambientales. De tal forma que “el dataísmo sólo adopta un enfoque estrictamente funcional, y tasa el valor de las experiencias humanas según su función en los mecanismos de procesamiento de datos” [26]. Nos enfrentamos, por tanto, a un cambio de un mundo humano-céntrico a otro data-céntrico, cambio que no tendrá sólo una dimensión filosófica sino práctica, puesto que cambiará de forma drástica nuestro comportamiento [27].

 

Conclusiones de esta primera parte

Harari es consciente de que todas estas afirmaciones son muy problemáticas y no fáciles de aceptar. Por eso, se detiene en describir y analizar algunos de los problemas que sus teorías tienen de fondo, así como las críticas que reciben [28]. Así, es problemático y dudoso que la vida pueda reducirse a un mero flujo de datos. Como también, en relación a las propuestas de construir mentes robóticas similares a los humanos, no sabemos qué datos serán capaces de producir conciencia y experiencias subjetivas, si es que se consigue alguna vez esa meta. Y, por otro lado, Harari es consciente de que su dataísmo puede representar una concepción demasiado sesgada de la vida, reducida a la mera toma de decisiones (estrategias de manejar datos y utilizarlos para un fin concreto), dejando fuera otras muchas realidades importantes de la vida humana.

Por otro lado, Harari es consciente de que está planteando y reflexionando continuamente sobre aspectos y decisiones éticas. Pero está claro que “los algoritmos no entienden de ética. Pero no hay ninguna razón para suponer que no serán capaces de superar al humano medio incluso en ética” [29]. Como ejemplo de ello se refiere a los dilemas que se plantean en relación a los coches sin conductor, o a otros experimentos en los que las máquinas nos ayudan a decidir mejor, e incluso nos pueden suplir en esas decisiones, como ya lo hemos indicado. Harari es consciente, aunque no sabe salir con buen pie de esta problemática, de que los programas de coches sin conductor, o los de cualquier máquina que tenga que realizar cualquier tarea, está programada por mentes humanas, que son inteligentes y capaces de diseñar esos programas que son capaces de tomar decisiones éticas. Por eso, tiene claro que se necesitan filósofos para que diluciden estos dilemas, porque una cosa es construir máquinas que “decidan” qué hacer, y otra, evaluar qué tipo de decisiones y de programas son éticos y cuáles no. Aunque también es cierto que no todos los filósofos, y los humanos, coincidimos siempre (más bien lo contrario) a la hora de evaluar la moralidad de determinadas forma de actuar [30]. Advertimos, en definitiva, que nos enfrentamos a dilemas éticos que son muy difíciles de resolver, y que cada individuo lo suele hacer de diferente forma en las situaciones concretas en las que se sitúe. La pregunta es si no se está aquí Harari contradiciendo, en la medida en que, si no somos libres, porque estamos determinados por nuestros genes y cerebro, ¿a cuenta de qué nos planteamos dilemas y cuestiones éticas? ¿No tendríamos que dejar de lado toda evaluación ética de nuestras acciones, como algo ya superado y que no tiene sentido? Profundizaremos en esto en el apartado siguiente.

Otra de las críticas al dataísmo, según Harari, proviene del miedo a que se apodere de nosotros, del mundo, como lo han hecho el resto de las religiones. Y, si lo hace, nos tenemos que preguntar si nos hará más saludables y felices. Parece que al principio nos dará más poder y podremos conseguir mayores cotas de salud y de felicidad, pero, con el tiempo, nos convenceremos de que los algoritmos nos dominarán y las máquinas nos sustituirán. Harán de nosotros lo que nosotros hemos hecho con los animales. En ese momento, pensábamos que lo podíamos todo, pero el dataísmo nos ha hecho despertar de nuestro sueño: “descubriremos que, después de todo, no somos la cúspide de la creación (…). En retrospectiva, la humanidad resultará ser sólo una onda en el flujo cósmico de datos” [31].

Claro que Harari se cura en salud diciendo que estos análisis son meras posibilidades que se podrán dar en el futuro, pero nadie, él tampoco, tiene la capacidad de un profeta para adivinar y diseñar las concreciones del futuro. De todas formas, sí se pueden tener algunas evidencias seguras, entre las cuales está, en primer lugar, que la ciencia nos asegura que “los organismos son algoritmos y que la vida es procesamiento de datos”; “la inteligencia se desconecta de la conciencia”; y que, en un futuro no lejano, “algoritmos no conscientes pero inteligentísimos podrían conocernos mejor que nosotros mismos” [32].  Pero él mismo es consciente de que cada uno de esos tres supuestos “dogmas” presentan serios interrogantes: ¿los organismos son sólo algoritmos? ¿es más valiosa la inteligencia que la conciencia: qué son ambas cosas? ¿qué consecuencias sociales y políticas se darán en una sociedad dominada por los datos y los algoritmos, y en que las máquinas nos conozcan mejor que nosotros, y nos dominen, al servicio quizás de otros humanos?

En la segunda parte de este artículo intentaremos responder a estas cuestiones…

 

Notas

[1]Madrid, Ed. Real Academia Española, 2004, segunda parte, cap. LVIII, pp. 984-985.

[2]Cfr. HARARI, Yuval Noah, Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad, Barcelona, Debate, 2014; Id., Homo Deus. Breve historia del mañana, Barcelona, Debate, 2016; Id., 21 lecciones para el siglo XXI, Barcelona, Debate, 2019. Sus éxitos de ventas alcanzan, según los datos periodísticos, la cifra de cerca de 15 millones de libros.

[3]

[4]Cfr. HARARI, Y.N., “Los cerebros “hackeados” votan”, El País, Ideas, domingo 6 de enero de 2019, pp. 1-4.

[5]Cfr. la entrevista de Cristina GALINDO a Y. N. Harari: “La tecnología permitirá “hackear” a seres humanos”, El País Semanal, 28 de agosto de 2018, nº 2.187, pp. 46-51; entrevista de Carlos M. SÁNCHEZ, “Es muy probable que en cien años seamos sustituidos por otras entidades en este planeta”, XL SEMANAL, 23-29 DE ABRIL, 2017, Nº 1539, pp. 48-53.

[6]Dedica un capítulo específico a ello en 21 lecciones para el siglo XXI:cap.  2, “Libertad. Los macrodatos están observándote”.

[7]Harari prefiere hablar deamortalidad, en vez de inmortalidad, en la medida en que, aunque podamos tener potencialidades de vivir para siempre, podríamos morir voluntariamente o a consecuencia de una acción agresiva o un accidente imprevisto.

[8]Cfr. HORKHEIMER, M./ADORNO, Th., Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires, Sur, 1971 (Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 1998); Id., Crítica de la razón instrumental, Buenos Aires, Ed. Sur, 1973 (Madrid, Trotta, 2010).

[9]Cfr. HARARI, Y.N., 21 lecciones para el Siglo XXI,o.c., p. 26.

[10]Id., Homo Deus, o.c., p. 381.

[11]Cfr. Ibídem, p. 54. A raíz de esto, Harari reflexiona sobre las diferentes fórmulas de ayuda social que se proponen hoya día para paliar los efectos del desempleo en ese colectivo humano que quedaría en la irrelevancia laboral y social: la renta básica universal y la ampliación de la gama de empleos a muchas actividades sociales y familiares, que hoy no se consideran valiosas desde la óptica económica. Pero es consciente de que son fórmulas que tienen muchos aspectos problemáticos (pp. 58-64).

[12]Cfr. HARARI, Y. N., Homo Deus, o.c., cap. 9.

[13]Las citas que a continuación indican son de Homo Deus.

[14]HARARI, Y.N., Homo Deus, o.c.,

[15]HARARI, Y.N., 21 lecciones para el siglo XXI, o.c., 68.

[16]Id., Homo Deus, p. 313.

[17]Cfr. KUZWEIL, Ray, La singularidad está cerca, Berlín, Lola Books2012; BEORLEGUI, C., “El post-humanismo robótico de Ray Kurzweil. Una reflexión crítica de su propuesta antropológica”, Estudios Filosóficos(Valladolid), vol. LXIV (2015), nº 187, pp. 439-472.

[18]HARARI, Y. N., 21 lecciones para el siglo XXI, o.c., p. 92.

[19]Cfr. Ibídem, pp. 92-93.

[20]Cfr. Ibídem, p. 93.

[21]Cfr. FERRY, Luc, La revolución transhumanista, Madrid, Alianza, 2017; DIEGUEZ, A., Transhumanismo, Barcelona, Herder, 2017; BOSTROM, Nick/SAVULESCU, Julian (eds.), Mejoramiento humano, TEELL Editorial, 2017; BOSTROM, Nick, Superinteligencia, TEELL Editorial, 2016; BRAIDOTTI, Rosi, Lo Posthumano,Barcelona, Gedisa, 2015; POULIQUEN, T. M., Transhumanismo y fascinación por las nuevas teconologías, Madrid, Rialp, 2018; BEORLEGUI, C., Humanos. Entre lo pre-humano y los pos- y trans-humano,Santander/Madrid, Sal Terrae/UPCO, 2019, cap. 7 y 8.

[22]Cfr. HARARI, Y.N., Homo Deus, o.c., pp. 383-393.

[23]Cfr. Ibídem, cap. 11, “la religión de los datos”.

[24]Ibídem, p. 414.

[25]Ibídem, p. 421.

[26]Ibídem, p. 422.

[27]Cfr. Ibídem, pp. 423-424.

[28]Cfr. Ibídem, pp. 427-431.

[29]Id., 21 lecciones para el siglo XXI, o.c., p. 78.

[30]Cfr. Ibídem, pp. 82-83.

[31]Id., Homo Deus, o.c., p. 429.

[32]Ibídem, p. 431.

 

Artículo elaborado por Carlos Beorlegui, Profesor de Filosofía en la Universidad de Deusto (Bilbao), Miembro de la Asociación Interdisciplinar José de Acosta (ASINJA)  y colaborador de FronterasCTR.