No es fácil mantener con calidad tres blog, pero circunstancias de la vida y el deseo de darle a la literatura la divulgación que amerita como herramienta escrutadora de la dimensión humana, que ayuda a descifrar la intrincada naturaleza del hombre, me obligan a continuar con este esfuerzo, que siendo grato, requiere de tiempo y dedicación. En este blog seguirán apareciendo los mejores artículos de literatura semanal, que en mi apreciación deben ser divulgados.
miércoles, 5 de febrero de 2025
QUERIDAS LECTORAS QUERIDOS LECTORES (ANAGRAMA-31ENERO-2025)
jueves, 23 de enero de 2025
QUERIDAS LECTORAS QUERIDOS LECTORES (ANAGRAMA 17 DE ENERO 2025)
Parece algo inaudito no saber cuándo vamos a hacer algo por última vez: el paseo final, ese giro de la llave en la cerradura de la puerta, un abrazo, alguna conversación insubstancial. Es probable que hiciéramos tantas cosas de otro modo si supiéramos que las hacemos definitivamente, sin posibilidad de repetirlas. Quizá es por ello por lo que T. S. Eliot insistía en el comienzo que se abre en cada desenlace cuando recitaba el verso: «El final es desde donde empezamos». O Emily Dickinson, que escribía «No pude detenerme ante la Muerte / Ella, amable, esperó por mí».
Nos sorprende no saber cuándo haremos ese último gesto, nos sorprende no saber qué hicieron nuestros muertos antes de morir, y nos sorprende todavía más que esos últimos momentos fueran en apariencia insignificantes, carentes de trascendencia, como si no dijeran nada de sus biografías. En otras ocasiones, como pasa con el suicidio, los instantes previos se convierten en el enigma que es necesario descifrar, como si pudieran contener la clave que explicara el motivo de su partida. Ya sea el consuelo para los que se quedan, el perdón para los que se van o, simplemente, la comprensión de lo que ha sucedido.
Juan Tallón, antes de escribir El mejor del mundo, antes de escribir Obra maestra, antes incluso de escribir Rewind, firmó un libro que exploraba los últimos momentos de vida de cuatro poetas suicidas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater. Se titulaba Fin de poema, y aunque se publicó por primera vez en 2013, lo reeditamos ahora en Anagrama, en «Compactos», con una edición revisada por el mismo autor. En él, Tallón se transporta a Turín, Buenos Aires, Boston y Sant Cugat para seguir los pasos de los cuatro poetas que, algunos faltos de inspiración, otros intentando recuperar una obra perdida, estaban a punto de quitarse la vida. ¿Qué revelan esos eventos finales de sus existencias? ¿Qué revelan de sus muertes?
Tallón ilumina con belleza desgarradora la obsesión, la soledad y la desesperanza de los cuatro autores, a través de un ejercicio literario que quiere trazar los hilos que unen creación y vida, como si esos finales tristes se pudieran entender también a través de sus obras, de sus últimos versos. «El suicida siempre ha de estar preparado, con su maleta hecha», escribe Tallón con la voz de Cesare Pavese. Pero a veces no hay lugar al que escapar. ¿Acaso era la poesía para todos ellos un sitio al que huir? ¿Acaso era la literatura un intento de salvarse a sí mismos?
Sea como fuere, no hay hoja de instrucciones para la vida, como tampoco la hay para la creación: con los ojos abiertos en la oscuridad, uno avanza con intuiciones, sin barandillas, probando de acertar. Y de hacer del camino, creativo y vital, el mejor de los posibles.
NOVEDADES DE LA SEMANA
Enero es mes de «Compactos» en Anagrama y traemos una estupenda cosecha para empezar el año. Comenzamos con Fin de poema, de Juan Tallón, al que hemos dedicado esta newsletter y que conforma un homenaje a la poesía a partir de cuatro autores brillantes y atormentados: Alejandra Pizarnik, Anne Sexton, Cesare Pavese y Gabriel Ferrater.
Le sigue El laberinto sentimental, de José Antonio Marina, un mítico ensayo que pone la inteligencia al servicio de la afectividad para estudiar, desde la psicología y la filosofía, cómo gestionamos nuestros sentimientos.
Continuamos con la recuperación de Maic, la primera novela de Tina Vallès, traducida al castellano bajo el mismo título por Isabel Llasat, que nos habla, con gran sensibilidad y precisión, de aquellos niños que desde muy temprana edad cargan con responsabilidades demasiado grandes.
Además, publicamos, con traducción al catalán de Ernest Riera, La Zona d’Interès, de Martin Amis, una comedia negra incómoda e inteligente que indaga en el horror perpetrado por el nazismo.
Por último, contamos con Fiebre en las gradas de Nick Hornby, el relato autobiográfico de la tumultuosa relación del autor con el fútbol y con su equipo, el Arsenal londinense, durante más de veinte temporadas.
Nuestras bibliotecas de autores también continúan ampliándose: la de Truman Capote trae Desayuno en Tiffany’s, la extraordinaria novela corta traducida por Enrique Murillo, en una nueva edición que incluye tres cuentos: «Una casa de flores», «Una guitarra de diamantes» y «Un recuerdo navideño». Siguiendo con Capote, tenemos el libro Los perros ladran, un compendio de escritos autobiográficos que es, al mismo tiempo, un auténtico manual del escritor, traducido por Damià Alou.
En la Biblioteca Jack Kerouac publicamos La ciudad pequeña, la gran ciudad, el debut literario poderoso y conmovedor del padre de la Generación Beat antes de consagrarse como tal, con traducción de Andrés Barba.
La Biblioteca Roald Dahl trae Relatos de lo inesperado, traducido por Carmelina Payá y Antonio Samons, un despliegue magistral de macabro sentido del humor que dio lugar a la célebre serie televisiva cuyos episodios estaban presentados por el propio Roald Dahl.
En la Biblioteca Patricia Highsmith reeditamos Extraños en un tren, un icónico thriller de vértigo moral basado en la idea de un crimen perfecto, traducido por Jordi Beltrán.
La colección cierra con ¡Ánimo, Wilt! en la Biblioteca Tom Sharpe, el tercer libro de la saga del salvaje y desopilante Wilt, un escrito artesano del arte de la farsa.
PILDORAS PARA ESTAR AL DÍA
El verano más inspirador de Gabriel Ferrater
Gabriel Ferrater denominó «agosto mágico» a dicho mes de verano del año 1957, cuando «su madre se fue a Londres y lo dejó solo en casa», como escribe Tallón. Fue entonces cuando Ferrater leyó a Shakespeare sin parar, y fue bajo su influjo que escribió el mítico «In memoriam», un poema largo que tiene, como el mismo libro de Tallón, un tono elegíaco al retratar lo cotidiano. A finales de 1963, Ferrater empezó a dejar de escribir. Decía a sus amigos que no tenía nada que decir. También les decía que antes de llegar a los cincuenta se suicidaría, porque no quería oler a viejo. Menos de diez años después cumplió su promesa.
La melancolía en la música
¿Qué hace que una pieza musical sea melancólica? Es el gran misterio a resolver al que el antropólogo Roger Bartra se enfrenta en su ensayo Ecos de la melancolía. En este vídeo el autor nos habla de las expresiones musicales que analiza en su libro, repasa algunos de los compositores que estudia, como Händel o Beethoven, y también ofrece algunas pinceladas de cómo el lenguaje musical puede transmitir emociones y sensaciones vinculadas a la melancolía.
Palabras: avisos inútiles
Los finales pueden llegar de repente, sin previo aviso, o lentamente, dando señales, ofreciendo algunas pistas que solo se dejan leer en retrospectiva. Algunos avisos: el poema «Querer morirse» de Anne Sexton; las palabras en el diario de Pavese que decían: «Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más»; el verso de Pizarnik que cantaba: «Creo que mi soledad debería tener alas». Solo el tiempo y su poder convirtieron estas frases en avisos, gritos de auxilio o decisiones ya tomadas, puras declaraciones. Hay despedidas que solo se pueden interpretar cuando su autor ya se ha ido.
Escribir hacia la muerte
Se dice que los nacidos en miércoles son seres melancólicos, de aquí el nombre del mítico personaje de La familia Addams, protagonista de la serie que estrenó Tim Burton en 2022. A las personas tristes y silenciosas, nostálgicas, se las llama saturninas, porque su temperamento está tocado por Saturno, el astro de la melancolía, conocido así por su lentitud, anquilosamiento y torpeza de movimientos. ¿Son los poetas malditos otros seres mitológicos como los que viven bajo el yugo de Saturno o los nacidos en miércoles? Aunque no tenemos respuesta, sí podemos decir que hay autores que han escrito toda su obra hacia la muerte. Alejandra Pizarnik es una de ellos. «Desde esa, si puede decirse, preposición [hacia], han surgido sus mejores poemas», se afirma en Fin de poema. Ella leía los Diarios de Kafka, ese escritor melancólico y triste, ese ser aferrado a la muerte, convencida de que nunca podría hacer algo igual. «Esto es lo que quisiera que fuese mi diario, pero es imposible. Esto solo puede hacerlo él.» Pizarnik no sabía entonces que sus diarios y su correspondencia se leerían con la misma admiración y el mismo asombro con los que ella leyó a Kafka. Dos autores tocados por la mirada oscura de la desaparición.
... o escribir hacia la vida
Y si hay poetas que escribieron hacia la muerte, hay otros que escribieron hacia la vida. El gran emblema de esa escritura es el poeta norteamericano Walt Whitman, que en su canónico libro Hojas de hierba dejó escrito: «Esto es lo que debes hacer: ama a la Tierra y al Sol y a los animales».
Una referencia más cercana la tenemos en la poeta Sara Herrera Peralta, que en Un mapa cómo (La Bella Varsovia, 2022) escribe:
«Lo que escribo / sobrevivirá a la muerte, / respeta el duelo. / Lo que escribo coloca a la hoja / frente a la charca, el agua fresca, / con su sonido, / al caer el sol en una tarde de verano / mientras los niños corren. / Lo que escribo / les alimenta a ellos. / Lo que escribo es / la vida, / los dedos de esos niños / abriendo la avellana / ya en el suelo. // Lo que escribo / es lento, es corto. / Se parece a un árbol, / a ese que perdura, / que se mantiene de pie / a través de las generaciones: / da sombra, alimenta, cobija, / permite el baile alrededor. // Lo que escribo pretende ser / un árbol quieto, / paciente, / frente al seísmo».
martes, 14 de enero de 2025
LOS ESCORPIONES DE SARA BARQUINERO (LUMEN) RESEÑA DE SONIA HERNANDEZ
Siempre he leído a esta escritora española por su agudeza, lucidez y fuerza. Sus alusiones e incitaciones a lecturas son siempre acertadas y nos enfrentan cada vez a un mundo que realmente ni comprendemos y menos parecemos encajar. Miremos algunos rasgos biográficos.
Sonia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).
En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.
He aquí su comentario sobre un texto que ya empecé a leer y que corresponde a sus comentarios.
SIN PRINCIPIO DE REALIDAD
Manuel, que se hace llamar Fabrizio, que se hace llamar Marta, y que es personaje clave en la trama de Los Escorpiones le espeta a la protagonista, Sara, que se llama como la autora de la novela: “Tú y yo no somos de esa clase de personas que están bien”. Una afirmación que provoca que ella piense que “su patetismo es un espejo de la pobre alma humana en general y de la mía en particular, que tantas veces ha querido suplicarle a alguien que se quede”. En la descripción y la indagación del malestar espiritual o psíquico –lo que se alude como la “tecnocracia de la psique”– se encuentran las páginas más acertadas y deslumbrantes que podrían justificar parte del revuelo que ha suscitado la extensísima y ambiciosa novela de novelas de Sara Barquinero (Zaragoza, 1994).
Sus personajes –principalmente Sara y Thomas, los protagonistas que funcionan como hilo conductor a lo largo de los diferentes libros o pantallas que se van superando– han perdido cualquier principio de realidad que les permita interactuar de una manera más o menos sana o consciente con su entorno. De hecho, de lo que se trata es de adivinar el origen de la anhedonía y el Angst que les impide disfrutar del placer o de cualquier forma de vitalidad si no recurren a los porros, la cocaína u otras drogas más fuertes o al orfidal. Como personajes de un videojuego que premia con la empatía y la comunión con algo o alguien que descubra el sentido genuino de los días. La mayor parte del tiempo el suicidio parece la única opción.
Barquinero es doctora en Filosofía y, entre otros reconocimientos, ha recibido el Premio de Ensayo Valores Universales de la Fundación Unir. En 2021 publicó la novela Estaré sola y sin fiesta. La presencia del pensamiento y las teorías de autores filosóficos de diferentes épocas constituye el cimiento más sólido sobre el que se alza toda la catedralicia construcción. Si se insiste en presentar la novela como emblema y espacio de reconocimiento de toda una generación, la llamada Z, es porque la autora incluye también un lenguaje propio de tribu o de iniciados que crecieron bajo la influencia constante de los videojuegos y la publicidad invasiva de marcas, y que vieron como el mundo se detuvo casi completamente cuando ellos llegaban a lo que les habían anunciado como los mejores años de su vida. Les cuesta creer que el futuro tenga alguna posibilidad. Sin duda, el libro consolida el universo estético y cultural de una generación a partir de malestares eternos que cada época ha lidiado como ha podido.
Así, entre crisis de angustia, y cuando “el principal problema de no dormir es que con el tiempo suficiente la realidad cobra la consistencia del sueño”, por lo que lo único que se puede hacer es drogarse y disimular – “Ninguna de tus reacciones frente a lo que debería importarte es genuina, siempre hay un punto de fingimiento o cinismo”–, los dos protagonistas se implican en una delirante investigación que pretende hallar los orígenes y mecanismos de funcionamiento de una Gran Conspiración promovida por una sociedad secreta o una empresa multinacional y poderosa descendiente de un club de caballeros masones. La familia D’Alessandro dominan locales de ocio, residencias para enfermedades neurológicas, laboratorios farmacéuticos, fábricas de máquinas tragaperras y videojuegos, salas de arte y productoras audiovisuales. Desde todas estas plataformas, el clan manipula el comportamiento presente y futuro de la humanidad para obtener una clientela interminable de consumidores de ansiolíticos, antidepresivos o somníferos.
El rastro de la conspiración a lo largo de los siglos se ilustra con una novela italiana escrita pocos años antes del ascenso de Mussolini, con un texto testimonial sobre los clubs nocturnos de finales de los setenta en New Orleans y con la recuperación de chats de foros suicidas en la Deep Web. También introduce formas narrativas que alteran la linealidad, partituras verticales herméticas, o estructuras que buscan efectos propios de las pantallas, como reproducir simultáneamente el pensamiento de dos personajes que se encuentran cada uno a un lado diferente de la puerta.
En todos estos registros, contextos y épocas, Barquinero consigue narraciones con diálogos y descripciones de las escenas y las acciones tan verosímiles que acogen a quien lee como invitado a una sólida estancia provista absolutamente de todo para dejarse llevar. Para personas que dudan entre la realidad y la ficción y se preguntan cuál de las dos tiene mayor consistencia, la autora se ha empleado a fondo en demostrar que es posible construir una realidad paralela y perceptible desde la literatura, de la misma manera que se construye una realidad virtual digital. La novela empezó a gestarse en 2016, mientras la autora estaba todavía en la universidad. Asegura que podría tener 500 páginas más. Como en el cuento de Borges en el que se pretende incluirlo absolutamente todo en un mapa, también en Los Escorpiones se corre el riesgo de querer recabar demasiada información. En el ejercicio abrumador que a veces puede resultar la lectura de la novela –un efecto del que probablemente la autora y la editora son conscientes–, quien lee desde su propia, incierta e incompleta realidad, se encuentra ante un desarrollo no exento de exhibicionismo. Al fin y al cabo, se trata de personas que no saben qué hacer con su existencia, pero han asumido que son símbolos de sí mismos y necesitan imaginar, percibir, sentir y gritar lo que hay detrás de un emblema.
miércoles, 8 de enero de 2025
UNA METAFISICA A LA ALTURA DE LOS TIEMPOS (LA INAFERRABLE FANTASMA DE LA VIDA BERGSON)
Bergson es un filosofo que siempre me ha cautivado por la fuerza de sus argumentos y por oponerse al cientificismo en boga de su tiempo con una lucidez y capacidad creativa sin parangón. Llamado el filósofo de la intuición, Bergson buscó la solución a los problemas metafísicos en el análisis de los fenómenos de la conciencia. En el terreno filosófico, reactualizó la tradición del espiritualismo francés y encarnó la reacción contra el positivismo y el intelectualismo de finales de siglo. Este es el primer capitulo de un texto sobre su pensamiento y obra, que trae los anclajes más importantes de sus elucidaciones, tan importantes para la propia filosofía, como para el arte y el cine en tiempos que estas materias buscan de nuevo su centro. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
ANTONIO DOPAZO GALLEGO
¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por
qué los griegos le concedieron una divinidad aparte,
un hermano del propio Júpiter? Cierto es que todo ello
no carece de significado. Y aún más profundo es el significado
de aquella historia de Narciso, que, por no poder aferrar
la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente,
se sumergió en ella y se ahogó. Pero esa misma imagen la
podemos ver en todos los ríos y océanos. Es la imagen del
inaferrable fantasma de la vida, y esa es la clave de todo.
Hernán Melville, Moby Dick
Aunque la metafísica haya caído en desuso, no abandonó la gran escena sin entonar un último himno a la altura de sus pretensiones. Es Henri Bergson quien, en más de un sentido, elabora la última gran metafísica de Occidente integrando todos los saberes de su tiempo en una filosofía que se presenta en escena, Inmodestamente, como la superación de la condición humana y la experiencia total.
Siendo su punta de lanza el «impulso vital» (élan vital), resulta inevitable acordarse de la voluntad de Schopenhauer, quien concibió la anterior gran fuerza metafísica de Occidente. Encontramos aquí, sin embargo, aportaciones cruciales relativas a los problemas del tiempo, la memoria y el desarrollo de la vida, que pasan a ser redefinidos por completo.
Bergson representa el punto culminante de una corriente filosófica que, bajo la rúbrica de «espiritualismo», acompañó en segundo plano, como una actriz secundaria pero insistente, a la filosofía moderna desde Descartes, denunciando todos los abusos del mecanicismo y reivindicando la primacía absoluta de la conciencia y la voluntad. A menudo, sin embargo, su excesivo desdén respecto al estudio de la materia le impidió resultar convincente más allá de círculos reducidos.
Hizo falta un filósofo de una talla superior, gran renovador conceptual a la vez que entusiasta de la ciencia y maestro del estilo, para devolver la ventaja al espiritualismo justo en el momento en el que el cientifismo lo sometía a un asedio encarnizado y el criticismo kantiano daba por muerta a la metafísica. Bergson es alguien a quien, en cierto modo, la filosofía francesa llevaba siglos esperando.
Solo ahora se vuelve a afirmar orgullosa, con su nuevo embajador a la cabeza, enarbolando las banderas de la conciencia, la libertad y la creación. ¿Por qué, en definitiva, Bergson? Por dos motivos fundamentales.
En primer lugar, abanderó una moda intelectual, siendo probablemente el pensador más influyente de las tres primeras décadas del siglo xx en Europa. Con un estilo accesible («es preciso haber descompuesto hasta el final lo que tenemos en nuestro espíritu para llegar a expresarse en términos simples») y conceptos de una ductilidad poco frecuente, devolvió a la filosofía al epicentro de la cultura: poetas, novelistas, políticos, científicos, pintores y cineastas de todo el mundo asistieron a sus conferencias o se congregaron en torno a sus textos, que corrían como la pólvora en la Europa prebélica. Un público exaltado y ávido de discursos rupturistas se dejó inspirar por un pensamiento que hacía de la novedad y la creación su bandera, con el atractivo añadido de transmitirse, ya fuera por escrito o de viva voz, mediante una cadencia ágil y un ritmo envolvente que le valieron a su autor el apodo de «el Encantador».
Leer a Bergson (pronunciado con el acento en la segunda sílaba) es un ejercicio singularmente estético para tratarse de filosofía. Moviliza lo que podría llamarse una «razón imaginativa». Las imágenes se intercalan entre largas y «arácnidas» argumentaciones fundiendo ámbitos que creíamos previamente aislados (psicología, biología, física, arte, sociología, religión). Casi se diría que emergen de un subterráneo en el que, como en un sueño lúcido, los contornos se desdibujan y rehacen. Uno se deja atrapar por la gracilidad del discurso conservando, no obstante, la sospecha de que el animal filosófico que tiene enfrente no muestra todas sus cartas, de que hay un oscuro engranaje haciendo posible ese discurrir aparentemente suave pero de una sutileza fuera de lo habitual.
De ahí el segundo motivo para reivindicarlo: la originalidad y precisión con las que releyó la tradición y abordó fenómenos anteriormente marginados o condenados a un tratamiento sesgado por parte de la ciencia y la filosofía. La risa, el déjá vu, el ensueño, la hipnosis, la superstición, el misticismo o la pérdida de la memoria, renovador conceptual a la vez que entusiasta de la ciencia y maestro del estilo, para devolver la ventaja al espiritualismo justo en el momento en el que el cientifismo lo sometía a un asedio encarnizado y el criticismo kantiano daba por muerta a la metafísica.
Bergson es alguien a quien, en cierto modo, la filosofía francesa llevaba siglos esperando. Solo ahora se vuelve a afirmar orgullosa, con su nuevo embajador a la cabeza, enarbolando las banderas de la conciencia, la libertad y la creación.
¿Por qué, en definitiva, Bergson? Por dos motivos fundamentales.
En primer lugar, abanderó una moda intelectual, siendo probablemente el pensador más influyente de las tres primeras décadas del siglo xx en Europa. Con un estilo accesible («es preciso haber descompuesto hasta el final lo que tenemos en nuestro espíritu para llegar a expresarse en términos simples») y conceptos de una ductilidad poco frecuente, devolvió a la filosofía al epicentro de la cultura: poetas, novelistas, políticos, científicos, pintores y cineastas de todo el mundo asistieron a sus conferencias o se congregaron en torno a sus textos, que corrían como la pólvora en la Europa prebélica. Un público exaltado y ávido de discursos rupturistas se dejó inspirar por un pensamiento que hacía de la novedad y la creación su bandera, con el atractivo añadido de transmitirse, ya fuera por escrito o de viva voz, mediante una cadencia ágil y un ritmo envolvente que le valieron a su autor el apodo de «el Encantador».
De ahí el segundo motivo para reivindicarlo: la originalidad y precisión con las que releyó la tradición y abordó fenómenos anteriormente marginados o condenados a un tratamiento sesgado por parte de la ciencia y la filosofía. La risa, el déjá vu, el ensueño, la hipnosis, la superstición, el misticismo o la pérdida de la memoria, entre otros hechos psicológicos, fueron refundidos y forjados en sus propios términos. Bajo el Nobel de literatura late el pensador. Y como todo «clásico», además de lo fecundo y diverso de su obra, Bergson tiene algo monstruoso, algo «intempestivo», por usar la expresión de Nietzsche, que nos impide reducirlo a un conjunto de factores históricos, por más que estos sigan indudablemente ahí.
Ese «ingrediente secreto», que él mismo rastreó en sus autores predilectos («un filósofo habría dicho lo mismo con independencia del momento de su nacimiento, aunque para ello hubiera tenido que cambiar de interlocutores»), es difícil de captar reduciéndolo a un cúmulo de tópicos confusos («el moderno Heráclito», «el hipnotizador de las palabras», «el anti-intelectualista») o a una serie de etiquetas («el filósofo del tiempo», «el vitalista», «el espiritualista») que, por demasiado amplias, pierden la capacidad de ponernos en contacto con la intuición central que anima su pensamiento.
Es sin duda la intuición de la «duración» (su concepto clave) lo que está en el centro del pensamiento de Bergson, la chispa que prende el fuego al que siempre retorna para calentarse y enfrentar un nuevo problema. Porque el filósofo, según pensaba nuestro autor, es ante todo alguien que crea problemas, y solo los resuelve porque ha hecho un esfuerzo por plantearlos. Los problemas filosóficos no preexisten en una bóveda celeste a la que haya que elevarse para descolgarlos; tampoco se toman hechos de la sociedad: es preciso que sean inventados, y no por gusto, sino por necesidad.