jueves, 31 de agosto de 2017

LA DELGADA LÍNEA ENTRE LA PERSONA CORRIENTE Y EL CRIMINAL

Luis Fernando Afanador[1] es un excelente crítico, poeta y ensayista colombiano, cumple con lujo de detalles con la divulgación y promoción de lo mejor de la literatura universal, sus reseñas están por encima del lugar típico e insustancial de la mayoría, leo religiosamente sus análisis,  son absolutamente rigurosos,  se decanta en cada escrito su pasión por la lectura, se infiere que leyó el libro que sugiere, me ha pasado con varias novelas que he abordado por gracia de sus consejos y son coherentes a la crítica especifica. Luis es también  un ensayista lúcido, estudioso, en la revista de la universidad de Antioquia hay algunos escritos al que se accede fácilmente en la red.  Transcribo esta reseña, no solamente por la calidad del autor de la novela, sino pese a su brevedad, por lo concisa, es apenas la primera de muchas que publicaré. Espero en este blog traer algún ensayo reciente del autor.
T
TABÚ

FERDINAND VON SCHIRACH


SALAMANDRA, 2016

189 páginas
Ferdinand von Schirach es un abogado penalista alemán que incursionó en la literatura con Crímenes y Culpa, dos libros extraordinarios en los cuales sintetizaba con maestría sus mejores casos. Un gran debut, gracias a su estilo sobrio y eficaz, que incluía una interesante teoría: “Nos pasamos la vida danzando sobre una fina capa de hielo; debajo hace frío, y nos espera una muerte rápida. El hielo no soporta el peso de algunas personas, que se hunden. Ese es el momento que me interesa. Si tenemos suerte, no ocurre nada y seguimos danzando. Si tenemos suerte”. Existe apenas una delgada línea entre la persona corriente y el criminal y cruzarla es una cuestión de azar. Pero hay más. En el proceso judicial, Von Schirach encontró una estructura narrativa: el fiscal cuenta una narración sobre la cual el abogado defensor debe encontrar fisuras, inconsistencias, para oponerle otra narración, acaso más verdadera y más conmovedora, por los detalles personales: la del criminal.
Aupado por su éxito literario –o quizás la presión de su editorial, no sé–, el penalista decidió incursionar en la ficción con una novela, El caso Collini, con temas que le eran cercanos, la culpa y el nazismo: su abuelo, un aristócrata, fue colaborador cercano de Adolf Hitler. Una buena novela, sin duda, aunque menos deslumbrante que las narraciones cortas de sus casos penales. Ahora, con Tabú, ha regresado al difícil arte de escribir novelas.


De entrada, una propuesta formalmente más ambiciosa, con juegos entre realidad, verdad y ficción. Dividido en dos grandes capítulos (‘Rojo y verde’ y ‘Azul y blanco’), cuenta dos historias complementarias. En la primera, se ocupa de la vida de Sebastian von Eschburg, el hijo de una aristocrática familia austriaca venida a menos. Su padre es afectuoso, inútil, aficionado a la caza, alcohólico, y su madre lo ignora porque su única pasión son los caballos. Sebastian deberá sobrevivir al karma familiar y a la escena del macabro suicidio de su padre (antes había tenido que presenciar cómo desollaba a un ciervo). Lo envían a un internado donde empezará a tener alteraciones en su percepción de la realidad, relacionadas con los colores. Al salir de allí, corta relaciones con su madre y empieza a trabajar con un fotógrafo: “Pero Eschburg no quería ser artista. Pretendía crear otro mundo con la fotografía, difuso, pretérito, cálido”. Un día, por azar, hace una foto al natural de una actriz famosa, quien la cuelga en su página web y lo convierte en celebridad. Después, se dedica a hacer instalaciones, con el tema obsesivo del sexo y la muerte. Ni siquiera su mujer, la equilibrada Sofía, parece capaz de contener sus delirios: “La verdad es fea, huele a sangre y excrementos. Es el cuerpo abierto, la cabeza de mi padre, que voló de un disparo”.
En la segunda parte, que parece otra novela, Sebastian von Eschburg aparece implicado en la violación y el asesinato de una joven desaparecida. El foco y el tono han cambiado. Ya no es la biografía de un artista atormentado por su pasado, sino un relato policial en el que se busca resolver el misterio de un crimen. Los protagonistas –y los antagonistas– ahora son Monika Landau, una fiscal, y Konrad Biegler, un abogado penalista, defensor de Eschburg, quien se hace entrañable al lector por sus reflexiones y sus aforismos judiciales: “Hay algo que no soporto: que los clientes confiesen algo que no han hecho”. Como la supuesta confesión de Eschburg ha sido obtenida mediante tortura, habrá brillantes páginas sobre el asunto. No obstante el interés, que nunca decae por que Ferdinand von Schirach es un magnífico escritor, llega un momento en que con tantas digresiones nos preguntamos: ¿para dónde va esta narración? El novelista parece haber perdido el control. Sin embargo, al final los hilos sueltos se recogen y llegamos a feliz puerto, con cierta turbulencia innecesaria, hay que decirlo. Pero vale la pena. El dibujo final sorprende e inquieta: una contribución nada deleznable al tema arte y crimen. La verdad es siempre una construcción, y, a veces, el relato de una mente perturbada.

www.semana.com/cultura/articulo/nuevo-libro-de-ferdinand-von-schirach-tabu/530921

LUIS FERNANDO AFANADOR

  










[1] Abogado con maestría en literatura. Fue catedrático en las universidades Javeriana y de los Andes. Codirigió el programa Librovía de la Alcaldía Mayor de Bogotá y fue editor de Semana Libros. Ha publicado Julio Ramón Ribeyro, un clásico marginal (ensayo, 1990); Extraño fue vivir (poesía, 2003); Tolouse-Lautrec, la obsesión por la belleza (biografía, 2004) y La tierra es nuestro reino (antología de su poesía, 2008). Poemas suyos han aparecido en diversas antologías y en 1996 fue finalista en el Premio Nacional de Poesía. Es colaborador habitual de varias revistas colombianas donde publica artículos de opinión, ensayos y crónicas. Actualmente es crítico de libros y blogger de la revista Semana.

jueves, 24 de agosto de 2017

¿CÓMO SE TRANSFORMA UNO EN UN ESCRITOR? DIEZ NOTAS SOBRE EL PRIMER LIBRO

Está descontado el rigor y la seriedad de este escritor Argentino, al que hemos leído y seguido con avidez y gusto desde hace mucho tiempo. Este artículo, que reproducimos en este blog y que apareció en el portal de “Letras libres”, constituye un texto de suma importancia para los escritores en ciernes, como siempre pasa con sus contribuciones, es de un rigor absoluto y por su puesto lúcido y esclarecedor.
Publicar el primer libro es un hecho decisivo en la vida de un escritor. Es un momento de inauguración y a la vez de clausura: le impide recordar qué era o cómo se sentía cuando era un autor inédito.
PATRICIO PRON
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“El primer libro es el único que importa, tiene la forma de un rito de iniciación, un pasaje, un cruce de un lado al otro”, sostuvo Ricardo Piglia: su relato de los Años de formación previos a ese “pasaje” en 1967 con Jaulario (que autor y editor rebautizarían ese mismo año para su aparición en Argentina como La invasión) es retrospectivo, carece de entusiasmos transitorios, extrae sentido de asuntos poco relevantes en el momento en que tuvieron lugar pero que resultaron significativos con el transcurso del tiempo (una mudanza, una conversación, un rumor en los pasillos de una universidad), reúne vislumbres del escritor que Piglia será pero que, en el momento de la escritura no es aún (aunque sí en el de la lectura, por supuesto); acepta, finalmente, la nula relevancia de la primera publicación para cualquiera que no sea su autor, pero admite la emotividad que esta genera: “La importancia del asunto es meramente privada, pero nunca se puede olvidar, estoy seguro, la emoción de ver un libro impreso con lo que uno ha escrito.”
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¿Cómo se transforma uno en un escritor? ¿Qué motivación profunda, qué carencias, qué condicionantes, qué estímulos devienen vocación y por qué precisamente esta? Varios miles de libros, cientos de filmes de ficción y documentales y numerosas series de toda naturaleza intentan responder a esta pregunta, no sin dificultades, pero todos ellos coinciden en señalar el primer libro como cesura y alumbramiento del escritor. Hace un par de años, por ejemplo, la prestigiosa revista estadounidense The Paris Review inició una serie de entrevistas titulada “My first time” en la que se interroga a escritores acerca de su primera publicación: las piezas –en las que participan Sheila Heti, Tao Lin, Donald Antrim y Ben Lerner, entre otros– son notables, pero lo más significativo de los testimonios dados consiste en la imposibilidad por parte de los autores de establecer un momento en el que un cierto número de estímulos, de habilidades y de limitaciones devino en una vocación y, más tarde, en algo parecido a una profesión: cualesquiera que sean las estrategias retóricas que se empleen para ello, el resultado es siempre un relato, no de lo que sucedió realmente, sino de aquello que, habiendo sucedido, es percibido posteriormente como el desencadenante de algo, de la transformación en escritor. (Quizás sea esta certeza la que llevó a Ricardo Piglia a publicar Los diarios de Emilio Renzi a sabiendas de que estos no son realmente diarios ni, por supuesto, fueron escritos por Renzi: este último es el avatar que el escritor argentino emplea más habitualmente para representarse como autor en ciernes, y la adscripción al género del diario íntimo permite disimular el carácter inevitablemente retrospectivo del relato.)
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(Acerca de lo cual advertía ya Tobias Wolff al afirmar, en Vieja escuela, que “no se puede hacer ningún relato verídico de cómo o por qué uno se convirtió en escritor, ni existe ningún momento del que se pueda decir: Es entonces cuando me convertí en escritor. Las piezas sueltas encajan más adelante, con mayor o menor sinceridad, y después de que los relatos se hayan repetido adquieren la categoría de recuerdos y bloquean todas las demás rutas de exploración”.)
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Al filósofo español Antonio Valdecantos le debemos desde hace algún tiempo una visión sugerente y notablemente apartada de lo consuetudinario en relación a lo que él llama “la agrafía” y que otros autores han llamado “la negatividad” o el “síndrome Bartleby”; para Valdecantos, “el ágrafo no es un fugitivo de la escritura, sino más bien el escritor un traidor a la agrafía”. ¿Para qué escribir “exuberantes y cenagosas selvas de palabras” de las que solo quedarán, en el mejor de los casos, “un par de arbustos enanos, hijos del malentendido y de alguna tara exegética inconfesable” si, por otra parte, “aun en el caso milagroso de que la prosa (o el verso) le llegaran a surgir con fluidez [al autor], lo resultante se precipitaría por el sumidero del mercado, donde, en el mejor de los casos, habría de competir con material libresco verdaderamente repugnante?”
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Estas preguntas no solo son motivo de desvelo para autores en ciernes: se aplican también a la lectura de una primera novela, en especial si esta es recuperada años después. ¿Qué convirtió a su autor en escritor? ¿Qué significó para él o ella, qué le pasó por la cabeza al sentir, como dice Piglia, “la emoción de ver un libro impreso con lo que uno ha escrito”? Muy posiblemente ni siquiera el autor pueda responder a estas preguntas; es decir, retrotraerse al momento en que un libro suyo era su “primer libro”, aislada, inicialmente, sin promesa de continuidad ni de fortuna, al margen de libros posteriores que ratifiquen o desmientan la promesa de ese primer libro y las ideas que su autor tenía acerca de lo que es y hace un escritor antes de ser uno públicamente. La apertura que todo primer libro supone, y que inaugura para su autor un mundo, el de la sociabilidad del escritor editado y sus posibilidades, pero también sus limitaciones, es también un movimiento de clausura, que impide al autor recordar posteriormente qué era o cómo se sentía en su condición de inédito, lo que supone que sobre esa condición se proyecten visiones idealizadas de un estado de supuesta pureza en el que el escritor habría dispuesto de las mayores libertades (erróneamente atribuidas a la falta de presión que supondría carecer de un público lector y encontrarse al margen de un negocio editorial que constreñirían la autonomía del escritor, cuando es evidente para quienquiera que haya experimentado ambas cosas que ninguna de ellas supone un problema real para el “verdadero” escritor y que la condición de inédito también entraña una presión específica: más concretamente, la de tratar de publicar) y de una convicción puesta a prueba por las dificultades que se le presentaron hasta tener su primera obra en las manos.
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“De la vida de la que surge lo que se escribe no es posible escribir”, afirma Tobias Wolff. “Transcurre sin el conocimiento del propio escritor, por debajo de las inquietudes y los ruidos de la mente, en profundos pozos sin luz donde los mensajeros fantasmas se esfuerzan por avanzar hacia nosotros, matándose entre sí a lo largo del camino.” A pesar de ello, no es raro que las primeras novelas tengan un sesgo autobiográfico y sugieran, paradójicamente, una motivación doble: por una parte, el deseo de inventar, de producir un mundo dentro del mundo por el que se juzgue al autor, en un ámbito en que sean determinantes la inventiva y el ingenio; por otra, la necesidad íntima de contar algo que le ha sucedido al autor, que lo sitúe en el mundo incluso a condición de que lo haga como personaje de una obra literaria. (Rainer Maria Rilke eternizó esta doble motivación en Franz Xaver Kappus, quien, por cierto, y al margen de un puñado de estudiosos, ya solo es conocido como interlocutor y personaje de las Cartas a un joven poeta.) Todos esos primeros relatos autodiegéticos y en “primera persona” cuyo narrador comparte rasgos con su autor (a veces la edad, casi siempre el género, a menudo la nacionalidad, muchas veces los entusiasmos literarios y/o musicales), en los que las acciones narradas concluyen con una acción última, la de sentarse a escribir lo vivido, ponen esto de manifiesto, y constituyen una trampa en la que los lectores caemos una y otra vez: en realidad, queremos estar allí, viendo la transformación de un sujeto en escritor; en lo posible, revelándonos cómo es esa transformación y qué la motiva. En Alemania existen en la actualidad quince premios literarios destinados a primeros libros y en decenas de otros países y tradiciones literarias los premios que distinguen obra inédita suelen inclinarse por las de debutantes; las vanity presses no prosperarían sin ellos ni sin la curiosidad que inspiran los primeros libros al menos desde 1750 (cuando se produjo un desplazamiento de la noción de valor de una obra, que pasó de la imitación al ejercicio de la autoría, con sus nociones adyacentes de originalidad, excepcionalidad y novedad), en su función de corte transversal, de “rito de paso”, de alumbramiento del nuevo escritor. (Algo en lo que parecen haber creído especialmente Wilhelm Raabe, quien a partir de 1854 celebró cada 15 de noviembre su Federansetzungstag –literalmente, el “día en que tomó la pluma”–, y James Joyce, quien exigió a Sylvia Beach que la publicación de Ulises coincidiese con su cuadragésimo cumpleaños, el 2 de febrero de 1922: para ellos, publicar era nacer, y es en ese sentido, y en tanto expresión de deseos, que se entiende la publicación de Ingrid Babendererde. Reifeprüfung 1953 [Ingrid Babendererde. Examen final 1953], el primer libro de Uwe Johnson, en 1985, cuando su autor llevaba un año muerto.)
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(Por lo demás, Alemania parece un país verdaderamente obsesionado con los primeros libros: en 1894 Karl Emil Franzos publicó una selección de testimonios titulada Die Geschichte des Erstlingswerks [La historia de la primera obra] que incluía afirmaciones de Paul Heyse, Theodor Fontane y otros, y Renatus Deckert lo imitó en 2007 con una selección llamada Das erste Buch [El primer libro] de la que participaron Martin Walser, Hans Magnus Enzensberger, Elfriede Jelinek y otros. Es raro encontrar este tipo de obras fuera del ámbito germanohablante, quizás debido a que solo en él se atribuye valor a la primera obra como algo más que como argumento de venta.)
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En la literatura se juega siempre algo de la índole de la afirmación personal, sostienen algunos (erróneamente, puesto que, como aseguró Simone Weil, “todas las obras de arte de mérito llevan inscritas de alguna manera el talento individual de su creador, sus particularidades más concretas y específicas; las obras maestras, sin embargo, siempre tienen algo de anónimo”), y en ella, al menos en sus primeras manifestaciones, ocupa un lugar central el miedo a desnudarse ante desconocidos. Buena parte de los primeros libros oscila entre un extremo y el otro, pese a lo cual, o precisamente a raíz de ello, no son pocas las voces que intentan convertir el rito de paso del primer libro en un asunto puramente práctico; el escritor estadounidense Odie Lindsey, por ejemplo, recomendaba a sus lectores en un artículo reciente que “antes de dedicarse a la escritura como carrera profesional” se aseguraran de que no lo hacen “simplemente por padecer agorafobia o estar deprimidos”. A continuación (sostenía) se deben seguir los siguientes pasos: “escribir una mala novela breve”, “no publicar la mala novela breve”, “buscarse un agente” y aceptar el hecho de que “la industria editorial tiene tiempos geológicos”; la coronación del proceso sería la publicación del primer libro y una emoción subyacente (“egoísta, familiar, tan vitalmente pueril”) que ni siquiera el cinismo o su transformación en un asunto de índole práctica podrían disimular.
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A pesar de lo que se cree habitualmente (y contra la opinión consuetudinaria de que sería posible producir algo de la nada, y que esa producción tendría el carácter de un alumbramiento), no hay primeros gestos en literatura, sino una suma de ellos que son considerados fundacionales con el tiempo y de forma retrospectiva. Al obtener el Premio Pulitzer por su novela La luz que no puedes ver (2014), Anthony Doerr admitió el hecho de que su camino hacia esa consagración estuvo pavimentado por proyectos fallidos (una novela sobre salmones, media novela sobre un farero, al menos una docena de historias breves); sin La luz que no puedes ver y el Pulitzer, todos ellos podrían ser computados como fracasos; con la publicación de su novela y la obtención del premio, adquieren el carácter de contraparte necesaria, la penumbra sobre la que se recorta, más nítidamente, un haz de luz. El escritor jamaicano Marlon James, autor de una Breve historia de siete asesinatos (2014) por la que obtuvo el Premio Man Booker, contó, por su parte, que “llegó un momento en el que mis novelas inéditas superaban en número a las publicadas: una de ellas era narrada por prostitutas jamaicanas; la segunda, por dos mellizos albinos cantantes de góspel que escapaban de un asesino serial que también era su mánager”. “Pienso que es importante no obsesionarse con ideas del tipo ‘esta pieza funciona’, ‘esta otra es un fracaso’”, observó Doerr. “En última instancia, tenemos que hacer cosas con esas entidades poco confiables y tramposas llamadas palabras como si se tratase de un juego, y jugar tan bien como podamos porque estamos jugando no necesariamente porque un cierto resultado nos espera al final del juego.” Sin embargo, en palabras del escritor Bill Cheng, autor de Southern cross the dog, uno de los debuts literarios más celebrados de 2014, “la identidad del escritor está tan relacionada con la escritura de un libro que este acaba autoflagelándose cuando las cosas no funcionan. Yo no creo haber aprendido mucho de mis proyectos abortados o abandonados, pero quizás ese es el punto: solo se aprende de lo que se termina”.
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En la virtualidad de esos libros escritos pero no publicados, en todas esas obras que preceden a la transformación del escritor en escritor (pero la hacen posible) hay ansiedad, indulgencia y prisas, por supuesto, pero también el entusiasmo y la insatisfacción que desembocarán en un estilo, de allí que Cheng tenga razón: en el tránsito de la condición de escritor inédito a editado, solo se sabe qué tipo de escritor se va a ser cuando se escribe y como resultado de lo que se ha escrito. Ricardo Piglia sostuvo que, después de publicar su primer libro, cada escritor debe “tratar de no convertirse en ‘un escritor’”; es decir, en uno más. A modo de advertencia, Lindsey ha afirmado que “transformarse en un escritor significa (a veces) transformarse en un cliché”; pero es difícil imaginar un estadio en el que el escritor no esté en un devenir hacia la condición de escritor y en el que la escritura no constituya una herramienta de exploración de esa condición. Es posible que la historia de la literatura consista, en ese sentido, y únicamente, en una sucesión de primeros libros: precedidos por otros, o no, parapetados en una situación ambigua en la que el autor narra pero también se narra, detenido en el gesto de comenzar una y otra vez de nuevo exhibiendo las inseguridades del debutante que quizás el escritor sea siempre. Marguerite Duras afirmó alguna vez, brillantemente: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos: solo lo sabemos después; antes, es la cuestión más peligrosa que podemos plantearnos.” ~







jueves, 17 de agosto de 2017

DAVID LYNCH Y LAS METÁFORAS DE LA DEPRESIÓN

Fernanda Solorzano
Este articulo, sobre este connotado director rebasa lo específicamente cinematográfico y toca aspectos humanos que en todo caso hacen parte esencial de aquellos  puramente creativos, nos ayuda en todo caso a  comprender de que están hechos estos grandes directores, sus tragedias internas. Esta retrospectiva y visión, ilustra revela la infinidad de fuentes a las recurre en últimas un director
En su libro Catching the big fish. Meditation, consciousness, and creativity, el director David Lynch describe la depresión que padeció en los inicios de su carrera, y la compara a sentirse atrapado dentro de un disfraz de payaso, sofocante y hecho de hule. Cuenta que superó esa etapa cuando conoció la meditación trascendental, una técnica creada por Maharishi Mahesh Yogi, el gurú que inició a los Beatles. Según Lynch, esa técnica le ha permitido acceder al campo unificado de conciencia –noción védica que propone que todo está vinculado– donde ha pescado ideas que derivan en películas (por ejemplo, la oreja mutilada de Terciopelo azul). Solo menciona una vez al “payaso de la negatividad” pero la imagen siniestra permanece en el lector.
En 2006, el año previo a la publicación del libro, Lynch estrenó Inland Empire. Tardó en terminarla dos años y medio y entretanto generó grandes expectativas. Tras el éxito de Mulholland Drive se esperaba con ansia el nuevo misterio del director surrealista. Pocos, sin embargo, aceptaron sin reparos su nuevo experimento, el más impenetrable hasta entonces.
Inland Empire comienza con un prólogo. Una prostituta discute en polaco con un cliente, y este la abandona en un cuarto de hotel. Ahí, ella ve un programa de televisión en el que tres conejos gigantes se comportan como humanos. Sus diálogos inconexos provocan risas y aplausos, como sucede en las sitcoms. La trama principal de la cinta arranca cuando Nikki (Laura Dern) abre la puerta de su lujosa casa a una mujer extraña (Grace Zabriskie). Con un acento de Europa del Este, la mujer asegura ser su vecina y le dice que obtendrá el papel de la cinta para la cual Nikki hizo una audición. Luego, le narra un cuento popular polaco sobre un niño que causa “el nacimiento del Mal” y una niña que descubre un palacio detrás de un callejón. La mujer reclama a Nikki haber sido esa niña y no acordarse de ello. Confundida y asustada, esta le ordena a la intrusa salir de su casa. Para probar que no miente, la vecina hace ver a Nikki lo que sucederá al día siguiente. Señala otro sofá de la misma casa, donde la actriz celebra con sus amigas la noticia de que, en efecto, ha obtenido el papel. En adelante se narra el rodaje de la película y la creciente identificación de Nikki con el personaje que interpreta. Una especie de viajera entre dimensiones de espacio y de tiempo, Nikki es protagonista de todas las historias sugeridas hasta aquí: es una prostituta polaca, una chica que descubre un palacio detrás de un callejón, la actriz de una película y el personaje de esa ficción. En todas las historias es víctima de un hombre celoso y en todas se repiten ciertas líneas de diálogo. Hasta la escena de los conejos antropomorfos tiene vínculos con las demás.
Si esto suena abrumador, lo es. Con tres horas de duración y más tramas empalmadas de las que es posible contar, Inland Empire se resiste al resumen. En principio parece extender la premisa de Mulholland Drive: una actriz inocente que pierde su identidad (en ambas películas se hace el retrato de un director de cine taimado y se sugiere que la mafia cierra los tratos en Hollywood). Esta trama, sin embargo, pronto toma la forma de un cristal que ha estallado. Cada nuevo fragmento conforma una historia de lectura independiente pero unida a otros fragmentos a través de las grietas. Aparecen motivos que recorren la filmografía de Lynch –mujeres duplicadas, vidas paralelas y salas oscuras que llevan a otra dimensión– pero la cinta no insinúa conclusiones ni porqués. Esto desconcertó a muchos, incluso a quienes decían comprender que el cine de Lynch no aspira a la comprensión.
Inland Empire, sin embargo, está lejos de ser un extravío sin sentido. Es la película que mejor ilustra el proceso creativo de Lynch y una crónica ilustrada del campo unificado, tal y como lo describe en Catching the big fish. Escribió el guion día tras día, durante el rodaje, sin ceñirse a un argumento. En su libro, narra: “Pensaba en algo y surgía otra cosa. No tenía idea de qué era esa otra cosa y no le encontraba sentido. Entonces llegaba otra idea para otra escena, y esa tercera idea solía estar muy alejada de las otras dos, aun cuando la segunda ya suponía un salto respecto a la primera.” Sobra decir, sus actores andaban a tientas. “Era un riesgo –escribió Lynch– pero ya que todas las cosas se vinculan entre sí, sabía que, al final, esta idea iba a tener relación con aquella otra.”
Si el director pudo diseñar escaletas de rodaje a partir de sus sesiones diarias de meditación fue por una razón tecnológica: filmó la película en video digital. El formato le había servido para grabar cortos que subía a su página web (como la serie Rabbits, el sitcom de conejos). Con ese propósito grabó un monólogo de setenta minutos escrito para Laura Dern, pero el resultado le gustó tanto que lo convirtió en proyecto de cine: Inland Empire. Respaldado por la productora francesa Studio Canal, Lynch se liberó de las restricciones de filmar en celuloide: el presupuesto, accidentes en el procesado y un ritmo de rodaje que ha descrito como “agónico”.
Las ventajas del video digital no convencieron a los habituados a las texturas diversas y bien definidas de las películas previas de Lynch. En comparación, las imágenes de Inland Empire son planas y los colores se ven emplastados. Pero el efecto es intencional. El director no quiso filmar en alta resolución y eligió una cámara con resolución estándar. “Cuando en una toma hay un rincón oscuro o tienes duda sobre lo que ves –dijo– la mente comienza a soñar.” A esto se suma la distorsión de rostros, patente en la conversación entre Nikki y su vecina. Aun si su plática no fuera delirante, la irrealidad de la imagen tiene un efecto ominoso. Es una de las mejores secuencias en la filmografía de Lynch.
Tras filmar Inland Empire, Lynch declaró que no volvería a la película fotográfica. Hasta la fecha, tampoco ha vuelto al cine. Sin embargo, el tipo de narrativa que exploró en esta película –tan abierta que parece deshilada– reaparece ahora en Twin Peaks, la secuela de la serie de televisión transmitida en los noventa. Por sus elementos oníricos, esa serie ya rompía con esquemas de la época. Los nuevos capítulos, sin embargo, la hacen parecer realista. Cada uno contiene viñetas extrañas y aterradoras que parecen no guardar relación entre sí. Por supuesto, la tienen. El agente Dale Cooper (Kyle MacLachlan) hoy lidia con doppelgangers que le impiden “volver” al mundo, pero se intuye que tarde o temprano emergerá de la oscuridad.
Inland Empire da la pista de ese desenlace. No hay clave que resuelva el misterio de la cinta –ni un misterio, como tal– pero sí un acontecimiento que devuelve a los personajes su tranquilidad inicial. Nikki asesina a Phantom: un hipnotista que ha inducido a varios a comportarse de formas autodestructivas. Al momento de morir, el rostro de Phantom se asemeja al de un payaso de labios rojos y mueca torcida. Sus rasgos se empalman con la cara de Nikki, sugiriendo que era presa, junto con otros, de una influencia maligna. Tras la muerte de este, los personajes de las distintas historias retoman su camino y se reúnen para celebrarlo en una escena de risas y cantos. Es atípica en el cine de Lynch pero evoca el estado de plenitud que, dice el director, conoció cuando él mismo se libró del payaso de la negatividad. Entre un sinnúmero de cosas, Inland Empire (y el regreso de Twin Peaks) es un retrato alucinante del limbo de la depresión. ~


 http://www.letraslibres.com/mexico/revista/david-lynch-y-las-metaforas-la-depresion

viernes, 11 de agosto de 2017

“HOY LA TIRANÍA ES DE LA APROBACIÓN POPULISTA, DE LAS REDES SOCIALES”


Safranski el gran biógrafo ( Nietzsche, Shopenhauer, Schiller ), filosofo a carta cabal, interprete lúcido de estos últimos dos siglos, pensador nihilista, consumado lector, en esta entrevista publicada por el periódico “El país” de España, decanta todo el rigor de sus apreciaciones en un periodo de crisis que de hecho no le sorprende para nada.

El filósofo ha sido la estrella del 60º aniversario del Instituto Goethe…
BERNA GONZÁLEZ HARBOUR

La historia ha querido que el nuevo libro de Rudiger Safranski, Tiempo —Tusquets prevé publicarlo en español en marzo—, coincida con una época de cambios, marcada por el miedo y la inseguridad, y que sus ideas nos sirvan como un manual de instrucciones para interpretar la era Trump, del Brexit y el ascenso del populismo en el mundo occidental. El filósofo alemán (Rottweil, 1945), célebre biógrafo de Goethe, Schiller o Schopenhauer, ha sido la estrella del 60º aniversario del Instituto Goethe de Madrid, donde ayer habló de Nietszche y de la vigencia del nihilismo espiritual en el mundo contemporáneo.
Respuesta. Me pasa como a san Agustín. Lo que me interesa muchísimo es hablar de la diferencia entre el tiempo subjetivo y el que somos capaces de medir, es decir, la hora.
P. En su libro dibuja el estado de aburrimiento como el punto de partida y oportunidad. ¿Es necesario aburrirse?
R. No sé si es necesario, pero nos aburrimos. He comenzado el libro por el aburrimiento porque ahí estás viviendo el tiempo como algo que dura sin ocurrir nada; es una especie de encuentro con el tiempo a secas. Lo suelo describir con una imagen: vivimos una serie de acontecimientos y estos se colocan como si fuesen una cortina por delante del tiempo. Mientras ocurren no eres consciente, pero cuando cesan se abre el telón y, de repente, ahí está el tiempo. Yo siempre recomiendo que, como mínimo, una vez al día estemos completamente quietos, no hagamos nada y prestemos atención al tiempo.
P. ¿Al tiempo interior?
R. Sí, pero también tenemos que definir qué es el tiempo interior. En los cinco minutos que llevamos conversando sobre el tiempo hemos reflexionado sobre él, pero no le hemos prestado ninguna atención, porque si lo hubiéramos hecho no habríamos dicho absolutamente nada.
P. Habla de la simultaneidad global de la comunicación en esta época como una tremenda exigencia para el ser humano. Nos comunicamos en tiempo real, estamos informados de todo lo que ocurre. ¿Estamos ante una mutación cultural?
R. Esta nueva forma de telecomunicación marca una cesura muy importante en la historia de la humanidad y mucha gente no es consciente de lo enorme que es. Ahora mismo todos sabemos lo que está ocurriendo en cualquier parte en tiempo real y eso nunca lo había conocido la humanidad. Hasta el siglo XIX, la humanidad ha vivido en un modo de retraso. Carlos V daba una orden para Sudamérica que probablemente tardaba medio año en hacer llegar y otro medio en saber si se había ejecutado. Hoy, Trump publica un tuit y la Bolsa cae inmediatamente. Supone un gran reto para la percepción del ser humano, porque somos habitantes globales de un planeta global gracias a estas redes. Los refugiados no se habrían podido comunicar sin las imágenes, y de ahí el atractivo de este mundo para ellos.
P. Habla también del tiempo de comienzo como una oportunidad y hoy precisamente estamos en un nuevo tiempo de comienzo: Trump, Brexit, Le Pen…
R. El tiempo puede generar una preocupación, que es normal cuando se ve un futuro incierto. Vivimos en una sociedad de riesgo y en ella buscamos la máxima seguridad posible. Estamos en una época de profundo cambio. Antes teníamos una democracia con unas instituciones muy claras, separación de poderes, prensa, Parlamento, Ejecutivo… y era un sistema que permitía filtrar y disciplinar en cierto modo a la masa, a esa gente que forma la base de la democracia. Pero hoy es como si estuviésemos en un volcán en erupción porque está moviéndose todo, y ahí surge ese concepto del populismo, que se define a sí mismo como una especie de democracia de base, de Twitter. Creíamos que la división de poderes iba a funcionar y generar un equilibrio que iba a domesticar a Trump, pero ahora vemos que es al revés, que Trump está haciendo todo lo posible para eliminar esta separación de poderes y eso da mucho miedo, porque con su carácter, tiene la capacidad de presionar con un dedo un botón y hacer explotar bombas atómicas. No sabemos si vamos a ser capaces de evitar el uso de armas nucleares a la larga como hemos logrado hasta ahora. Él lo que pretende es eliminar las instituciones tradicionales de la democracia, como la separación de poderes, e introducir el dominio de las redes sociales. Son las redes las que están al mando y eso es tremendamente moderno. Estamos viviendo el desenfreno de la comunicación.
P. ¿Y qué ha fallado para que este populismo esté triunfando? ¿La democracia, la globalización?
R. En cada país es diferente. El Brexit se debe en gran parte a los miedos que tiene una gran parte de la población británica de recibir demasiada inmigración de la Unión Europea. En Francia, el gran enfado lo provoca la política europea, y de eso se aprovecha Le Pen. La política europea está obstaculizando una evolución económica positiva, dicen los franceses, que además se sienten en una situación de guerra civil por los ataques islamistas. Le Pen es la respuesta errónea a esos desafíos, pero Francia se encuentra en una situación muy problemática que no se había vivido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
P. ¿Hay peligro de tiranía?
R. No una tiranía en el sentido medieval; es una especie de tiranía que se nutre del caldo de cultivo que se produce en la masa y de ahí de nuevo el papel de las redes sociales. Esa tiranía está enmarcada en una especie de aprobación populista, la masa que apoya a una determinada persona. En Polonia o Hungría por ejemplo, se está reduciendo y eliminando poco a poco la democracia, pero con el enorme apoyo de una mayoría. La palabra democracia suena muy bien, pero lo decisivo es el Estado de derecho, la separación de poderes. Hitler llegó al poder democráticamente, apoyado por una gran mayoría, pero el que alguien sea elegido por mayoría no es lo bueno; lo bueno es que exista la separación de poderes.
P. ¿Nietzsche y el nihilismo espiritual siguen vigentes en este mundo de hoy?
R. Sí, sí, sigue siendo válido. Es el gran problema que está socavando todo. Una sociedad funciona si tiene un sólido fundamento de valores, y esos valores son normalmente de carácter religioso. Si esos valores se van debilitando, los seres humanos pierden sus raíces espirituales. El islam está en auge porque desde el punto de vista espiritual tiene un fundamento muy fuerte. En Europa en cambio el cristianismo está en retroceso.


Pregunta. San Agustín decía que si nadie le preguntaba sabía lo que era el tiempo, pero si se lo preguntaban, no. ¿Qué es para usted el tiempo?



martes, 1 de agosto de 2017

INDEFENSOS ANTE LA MANIPULACIÓN

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Fuera de tener una obra extensa, tiene un blog en “El Boomerang literario” del periódico “El país” de España, no solo es un bocado de cardinale, sino que constituye un conector con los buenos libros, las buenas historias y el pensamiento contemporáneo. Este artículo habla de uno de mis autores favoritos,  Stefan Zweig, es la visión del literato y escritor desligado de sus grandes proyectos, olvidado y por su puesto vacio ante la caída de los valores que hicieron grande a  occidente.
Rafael Argullol Murgadas
Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Orgaos, a 60 kilómetros de la capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.
En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.
Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: "Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma (...). Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos". Su obra desapareció de las estanterías, como si los nazis hubieran conseguido exterminarla.
En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando un retorno de este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus interrogantes, lo exige, aunque sea de manera oblicua.
Recientemente he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo a un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos -no tenemos- necesidad de definir actos como este.
Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había "destruido a sí misma", ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.
Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. "Dar la palabra", un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la "unidad espiritual" de Europa. Europa era una cultura; no, como alardean los portavoces del presente, una marca.
Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en esce

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