No es fácil mantener con calidad tres blog, pero circunstancias de la vida y el deseo de darle a la literatura la divulgación que amerita como herramienta escrutadora de la dimensión humana, que ayuda a descifrar la intrincada naturaleza del hombre, me obligan a continuar con este esfuerzo, que siendo grato, requiere de tiempo y dedicación. En este blog seguirán apareciendo los mejores artículos de literatura semanal, que en mi apreciación deben ser divulgados.
Luis Fernando Afanador[1]
es un excelente crítico, poeta y ensayista colombiano, cumple con lujo de
detalles con la divulgación y promoción de lo mejor de la literatura universal,
sus reseñas están por encima del lugar típico
e insustancial de la mayoría, leo religiosamente sus análisis, son absolutamente rigurosos, se decanta en cada escrito su pasión por la
lectura, se infiere que leyó el libro que sugiere, me ha pasado con varias novelas
que he abordado por gracia de sus consejos y son coherentes a la crítica
especifica. Luis es también un ensayista
lúcido, estudioso, en la revista de la universidad de Antioquia hay algunos
escritos al que se accede fácilmente en la red.
Transcribo esta reseña, no solamente por la calidad del autor de la novela,
sino pese a su brevedad, por lo concisa, es apenas la primera de muchas que
publicaré. Espero en este blog traer algún ensayo reciente del autor.
T
TABÚ
FERDINAND
VON SCHIRACH
SALAMANDRA, 2016
189 páginas
Ferdinand von Schirach es un abogado penalista alemán que
incursionó en la literatura con Crímenes y Culpa, dos libros extraordinarios
en los cuales sintetizaba con maestría sus mejores casos. Un gran debut,
gracias a su estilo sobrio y eficaz, que incluía una interesante teoría: “Nos
pasamos la vida danzando sobre una fina capa de hielo; debajo hace frío, y nos
espera una muerte rápida. El hielo no soporta el peso de algunas personas, que
se hunden. Ese es el momento que me interesa. Si tenemos suerte, no ocurre nada
y seguimos danzando. Si tenemos suerte”. Existe apenas una delgada línea entre
la persona corriente y el criminal y cruzarla es una cuestión de azar. Pero hay
más. En el proceso judicial, Von Schirach encontró una estructura narrativa: el
fiscal cuenta una narración sobre la cual el abogado defensor debe encontrar
fisuras, inconsistencias, para oponerle otra narración, acaso más verdadera y
más conmovedora, por los detalles personales: la del criminal.
Aupado por su éxito literario –o quizás la presión de su
editorial, no sé–, el penalista decidió incursionar en la ficción con una
novela, El caso Collini, con temas que le eran cercanos, la culpa y el nazismo:
su abuelo, un aristócrata, fue colaborador cercano de Adolf Hitler. Una buena
novela, sin duda, aunque menos deslumbrante que las narraciones cortas de sus
casos penales. Ahora, con Tabú, ha regresado al difícil arte de escribir
novelas.
De entrada, una propuesta formalmente más ambiciosa, con juegos entre realidad,
verdad y ficción. Dividido en dos grandes capítulos (‘Rojo y verde’ y ‘Azul y
blanco’), cuenta dos historias complementarias. En la primera, se ocupa de la
vida de Sebastian von Eschburg, el hijo de una aristocrática familia austriaca
venida a menos. Su padre es afectuoso, inútil, aficionado a la caza,
alcohólico, y su madre lo ignora porque su única pasión son los caballos.
Sebastian deberá sobrevivir al karma familiar y a la escena del macabro
suicidio de su padre (antes había tenido que presenciar cómo desollaba a un
ciervo). Lo envían a un internado donde empezará a tener alteraciones en su
percepción de la realidad, relacionadas con los colores. Al salir de allí,
corta relaciones con su madre y empieza a trabajar con un fotógrafo: “Pero
Eschburg no quería ser artista. Pretendía crear otro mundo con la fotografía,
difuso, pretérito, cálido”. Un día, por azar, hace una foto al natural de una
actriz famosa, quien la cuelga en su página web y lo convierte en celebridad.
Después, se dedica a hacer instalaciones, con el tema obsesivo del sexo y la
muerte. Ni siquiera su mujer, la equilibrada Sofía, parece capaz de contener
sus delirios: “La verdad es fea, huele a sangre y excrementos. Es el cuerpo
abierto, la cabeza de mi padre, que voló de un disparo”.
En la segunda parte, que parece otra novela, Sebastian von
Eschburg aparece implicado en la violación y el asesinato de una joven
desaparecida. El foco y el tono han cambiado. Ya no es la biografía de un
artista atormentado por su pasado, sino un relato policial en el que se busca
resolver el misterio de un crimen. Los protagonistas –y los antagonistas– ahora
son Monika Landau, una fiscal, y Konrad Biegler, un abogado penalista, defensor
de Eschburg, quien se hace entrañable al lector por sus reflexiones y sus
aforismos judiciales: “Hay algo que no soporto: que los clientes confiesen algo
que no han hecho”. Como la supuesta confesión de Eschburg ha sido obtenida
mediante tortura, habrá brillantes páginas sobre el asunto. No obstante el
interés, que nunca decae por que Ferdinand von Schirach es un magnífico
escritor, llega un momento en que con tantas digresiones nos preguntamos: ¿para
dónde va esta narración? El novelista parece haber perdido el control. Sin
embargo, al final los hilos sueltos se recogen y llegamos a feliz puerto, con
cierta turbulencia innecesaria, hay que decirlo. Pero vale la pena. El dibujo
final sorprende e inquieta: una contribución nada deleznable al tema arte y
crimen. La verdad es siempre una construcción, y, a veces, el relato de una
mente perturbada. www.semana.com/cultura/articulo/nuevo-libro-de-ferdinand-von-schirach-tabu/530921
LUIS FERNANDO AFANADOR
[1] Abogado
con maestría en literatura. Fue catedrático en las universidades Javeriana y de
los Andes. Codirigió el programa Librovía de la Alcaldía Mayor de Bogotá y fue
editor de Semana Libros. Ha publicado Julio Ramón Ribeyro, un clásico marginal
(ensayo, 1990); Extraño fue vivir (poesía, 2003); Tolouse-Lautrec, la obsesión
por la belleza (biografía, 2004) y La tierra es nuestro reino (antología de su
poesía, 2008). Poemas suyos han aparecido en diversas antologías y en 1996 fue
finalista en el Premio Nacional de Poesía. Es colaborador habitual de varias
revistas colombianas donde publica artículos de opinión, ensayos y crónicas.
Actualmente es crítico de libros y blogger de la revista Semana.
Está descontado el rigor y la seriedad de este
escritor Argentino, al que hemos leído y seguido con avidez y gusto desde hace
mucho tiempo. Este artículo, que reproducimos en este blog y que apareció en el
portal de “Letras libres”, constituye un texto de suma importancia para los
escritores en ciernes, como siempre pasa con sus contribuciones, es de un rigor
absoluto y por su puesto lúcido y esclarecedor.
Publicar el primer libro es un hecho decisivo en la
vida de un escritor. Es un momento de inauguración y a la vez de clausura: le
impide recordar qué era o cómo se sentía cuando era un autor inédito.
PATRICIO
PRON
1
“El primer libro es el único que importa, tiene la forma
de un rito de iniciación, un pasaje, un cruce de un lado al otro”, sostuvo
Ricardo Piglia: su relato de los Años de formación previos a
ese “pasaje” en 1967 con Jaulario (que autor y editor
rebautizarían ese mismo año para su aparición en Argentina como La
invasión) es retrospectivo, carece de entusiasmos transitorios, extrae
sentido de asuntos poco relevantes en el momento en que tuvieron lugar pero que
resultaron significativos con el transcurso del tiempo (una mudanza, una
conversación, un rumor en los pasillos de una universidad), reúne vislumbres
del escritor que Piglia será pero que, en el momento de la escritura no es aún
(aunque sí en el de la lectura, por supuesto); acepta, finalmente, la nula
relevancia de la primera publicación para cualquiera que no sea su autor, pero
admite la emotividad que esta genera: “La importancia del asunto es meramente
privada, pero nunca se puede olvidar, estoy seguro, la emoción de ver un libro
impreso con lo que uno ha escrito.”
2
¿Cómo se transforma uno en un escritor? ¿Qué motivación
profunda, qué carencias, qué condicionantes, qué estímulos devienen vocación y
por qué precisamente esta? Varios miles de libros, cientos de filmes de ficción
y documentales y numerosas series de toda naturaleza intentan responder a esta
pregunta, no sin dificultades, pero todos ellos coinciden en señalar el primer
libro como cesura y alumbramiento del escritor. Hace un par de años, por
ejemplo, la prestigiosa revista estadounidense The Paris Review inició
una serie de entrevistas titulada “My first time” en la que se interroga a
escritores acerca de su primera publicación: las piezas –en las que participan
Sheila Heti, Tao Lin, Donald Antrim y Ben Lerner, entre otros– son notables,
pero lo más significativo de los testimonios dados consiste en la imposibilidad
por parte de los autores de establecer un momento en el que un cierto número de
estímulos, de habilidades y de limitaciones devino en una vocación y, más
tarde, en algo parecido a una profesión: cualesquiera que sean las estrategias
retóricas que se empleen para ello, el resultado es siempre un relato, no de lo
que sucedió realmente, sino de aquello que, habiendo sucedido, es percibido
posteriormente como el desencadenante de algo, de la transformación en
escritor. (Quizás sea esta certeza la que llevó a Ricardo Piglia a
publicar Los diarios de Emilio Renzi a sabiendas de que estos
no son realmente diarios ni, por supuesto, fueron escritos por Renzi: este
último es el avatar que el escritor argentino emplea más habitualmente para
representarse como autor en ciernes, y la adscripción al género del diario
íntimo permite disimular el carácter inevitablemente retrospectivo del relato.)
3
(Acerca de lo cual advertía ya Tobias Wolff al afirmar,
en Vieja escuela, que “no se puede hacer ningún relato verídico de
cómo o por qué uno se convirtió en escritor, ni existe ningún momento del que
se pueda decir: Es entonces cuando me convertí en escritor. Las piezas sueltas
encajan más adelante, con mayor o menor sinceridad, y después de que los
relatos se hayan repetido adquieren la categoría de recuerdos y bloquean todas
las demás rutas de exploración”.)
4
Al filósofo español Antonio Valdecantos le debemos desde hace
algún tiempo una visión sugerente y notablemente apartada de lo consuetudinario
en relación a lo que él llama “la agrafía” y que otros autores han llamado “la
negatividad” o el “síndrome Bartleby”; para Valdecantos, “el ágrafo no es un
fugitivo de la escritura, sino más bien el escritor un traidor a la agrafía”.
¿Para qué escribir “exuberantes y cenagosas selvas de palabras” de las que solo
quedarán, en el mejor de los casos, “un par de arbustos enanos, hijos del
malentendido y de alguna tara exegética inconfesable” si, por otra parte, “aun
en el caso milagroso de que la prosa (o el verso) le llegaran a surgir con
fluidez [al autor], lo resultante se precipitaría por el sumidero del mercado,
donde, en el mejor de los casos, habría de competir con material libresco
verdaderamente repugnante?”
5
Estas preguntas no solo son motivo de desvelo para autores en
ciernes: se aplican también a la lectura de una primera novela, en especial si
esta es recuperada años después. ¿Qué convirtió a su autor en escritor? ¿Qué
significó para él o ella, qué le pasó por la cabeza al sentir, como dice
Piglia, “la emoción de ver un libro impreso con lo que uno ha escrito”? Muy posiblemente
ni siquiera el autor pueda responder a estas preguntas; es decir, retrotraerse
al momento en que un libro suyo era su “primer libro”, aislada, inicialmente,
sin promesa de continuidad ni de fortuna, al margen de libros posteriores que
ratifiquen o desmientan la promesa de ese primer libro y las ideas que su autor
tenía acerca de lo que es y hace un escritor antes de ser uno públicamente. La
apertura que todo primer libro supone, y que inaugura para su autor un mundo,
el de la sociabilidad del escritor editado y sus posibilidades, pero también
sus limitaciones, es también un movimiento de clausura, que impide al autor
recordar posteriormente qué era o cómo se sentía en su condición de inédito, lo
que supone que sobre esa condición se proyecten visiones idealizadas de un
estado de supuesta pureza en el que el escritor habría dispuesto de las mayores
libertades (erróneamente atribuidas a la falta de presión que supondría carecer
de un público lector y encontrarse al margen de un negocio editorial que
constreñirían la autonomía del escritor, cuando es evidente para quienquiera
que haya experimentado ambas cosas que ninguna de ellas supone un problema real
para el “verdadero” escritor y que la condición de inédito también entraña una
presión específica: más concretamente, la de tratar de publicar) y de una
convicción puesta a prueba por las dificultades que se le presentaron hasta
tener su primera obra en las manos.
6
“De la vida de la que surge lo que se escribe no es posible
escribir”, afirma Tobias Wolff. “Transcurre sin el conocimiento del propio
escritor, por debajo de las inquietudes y los ruidos de la mente, en profundos
pozos sin luz donde los mensajeros fantasmas se esfuerzan por avanzar hacia
nosotros, matándose entre sí a lo largo del camino.” A pesar de ello, no es
raro que las primeras novelas tengan un sesgo autobiográfico y sugieran,
paradójicamente, una motivación doble: por una parte, el deseo de inventar, de
producir un mundo dentro del mundo por el que se juzgue al autor, en un ámbito
en que sean determinantes la inventiva y el ingenio; por otra, la necesidad
íntima de contar algo que le ha sucedido al autor, que lo sitúe en el mundo
incluso a condición de que lo haga como personaje de una obra literaria.
(Rainer Maria Rilke eternizó esta doble motivación en Franz Xaver Kappus,
quien, por cierto, y al margen de un puñado de estudiosos, ya solo es conocido
como interlocutor y personaje de las Cartas a un joven poeta.)
Todos esos primeros relatos autodiegéticos y en “primera persona” cuyo narrador
comparte rasgos con su autor (a veces la edad, casi siempre el género, a menudo
la nacionalidad, muchas veces los entusiasmos literarios y/o musicales), en los
que las acciones narradas concluyen con una acción última, la de sentarse a
escribir lo vivido, ponen esto de manifiesto, y constituyen una trampa en la
que los lectores caemos una y otra vez: en realidad, queremos estar allí,
viendo la transformación de un sujeto en escritor; en lo posible, revelándonos
cómo es esa transformación y qué la motiva. En Alemania existen en la
actualidad quince premios literarios destinados a primeros libros y en decenas
de otros países y tradiciones literarias los premios que distinguen obra
inédita suelen inclinarse por las de debutantes; las vanity presses no
prosperarían sin ellos ni sin la curiosidad que inspiran los primeros libros al
menos desde 1750 (cuando se produjo un desplazamiento de la noción de valor de
una obra, que pasó de la imitación al ejercicio de la autoría, con sus nociones
adyacentes de originalidad, excepcionalidad y novedad), en su función de corte
transversal, de “rito de paso”, de alumbramiento del nuevo escritor. (Algo en
lo que parecen haber creído especialmente Wilhelm Raabe, quien a partir de 1854
celebró cada 15 de noviembre su Federansetzungstag –literalmente,
el “día en que tomó la pluma”–, y James Joyce, quien exigió a Sylvia Beach que
la publicación de Ulises coincidiese con su cuadragésimo
cumpleaños, el 2 de febrero de 1922: para ellos, publicar era nacer, y es en
ese sentido, y en tanto expresión de deseos, que se entiende la publicación
de Ingrid Babendererde. Reifeprüfung 1953 [Ingrid
Babendererde. Examen final 1953], el primer libro de Uwe Johnson, en 1985,
cuando su autor llevaba un año muerto.)
7
(Por lo demás, Alemania parece un país verdaderamente
obsesionado con los primeros libros: en 1894 Karl Emil Franzos publicó una
selección de testimonios titulada Die Geschichte des Erstlingswerks [La
historia de la primera obra] que incluía afirmaciones de Paul Heyse,
Theodor Fontane y otros, y Renatus Deckert lo imitó en 2007 con una selección
llamada Das erste Buch [El primer libro] de la que
participaron Martin Walser, Hans Magnus Enzensberger, Elfriede Jelinek y otros.
Es raro encontrar este tipo de obras fuera del ámbito germanohablante, quizás
debido a que solo en él se atribuye valor a la primera obra como algo más que
como argumento de venta.)
8
En la literatura se juega siempre algo de la índole de la
afirmación personal, sostienen algunos (erróneamente, puesto que, como aseguró
Simone Weil, “todas las obras de arte de mérito llevan inscritas de alguna
manera el talento individual de su creador, sus particularidades más concretas
y específicas; las obras maestras, sin embargo, siempre tienen algo de
anónimo”), y en ella, al menos en sus primeras manifestaciones, ocupa un lugar
central el miedo a desnudarse ante desconocidos. Buena parte de los primeros
libros oscila entre un extremo y el otro, pese a lo cual, o precisamente a raíz
de ello, no son pocas las voces que intentan convertir el rito de paso del
primer libro en un asunto puramente práctico; el escritor estadounidense Odie
Lindsey, por ejemplo, recomendaba a sus lectores en un artículo reciente que
“antes de dedicarse a la escritura como carrera profesional” se aseguraran de
que no lo hacen “simplemente por padecer agorafobia o estar deprimidos”. A
continuación (sostenía) se deben seguir los siguientes pasos: “escribir una
mala novela breve”, “no publicar la mala novela breve”, “buscarse un agente” y
aceptar el hecho de que “la industria editorial tiene tiempos geológicos”; la
coronación del proceso sería la publicación del primer libro y una emoción
subyacente (“egoísta, familiar, tan vitalmente pueril”) que ni siquiera el
cinismo o su transformación en un asunto de índole práctica podrían disimular.
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A pesar de lo que se cree habitualmente (y contra la opinión
consuetudinaria de que sería posible producir algo de la nada, y que esa
producción tendría el carácter de un alumbramiento), no hay primeros gestos en
literatura, sino una suma de ellos que son considerados fundacionales con el
tiempo y de forma retrospectiva. Al obtener el Premio Pulitzer por su
novela La luz que no puedes ver (2014), Anthony Doerr admitió
el hecho de que su camino hacia esa consagración estuvo pavimentado por
proyectos fallidos (una novela sobre salmones, media novela sobre un farero, al
menos una docena de historias breves); sin La luz que no puedes ver y
el Pulitzer, todos ellos podrían ser computados como fracasos; con la
publicación de su novela y la obtención del premio, adquieren el carácter de
contraparte necesaria, la penumbra sobre la que se recorta, más nítidamente, un
haz de luz. El escritor jamaicano Marlon James, autor de una Breve
historia de siete asesinatos (2014) por la que obtuvo el Premio Man
Booker, contó, por su parte, que “llegó un momento en el que mis novelas
inéditas superaban en número a las publicadas: una de ellas era narrada por
prostitutas jamaicanas; la segunda, por dos mellizos albinos cantantes de
góspel que escapaban de un asesino serial que también era su mánager”. “Pienso
que es importante no obsesionarse con ideas del tipo ‘esta pieza funciona’,
‘esta otra es un fracaso’”, observó Doerr. “En última instancia, tenemos que
hacer cosas con esas entidades poco confiables y tramposas llamadas palabras
como si se tratase de un juego, y jugar tan bien como podamos porque estamos
jugando no necesariamente porque un cierto resultado nos espera al final del
juego.” Sin embargo, en palabras del escritor Bill Cheng, autor de Southern
cross the dog, uno de los debuts literarios más celebrados de 2014, “la
identidad del escritor está tan relacionada con la escritura de un libro que
este acaba autoflagelándose cuando las cosas no funcionan. Yo no creo haber
aprendido mucho de mis proyectos abortados o abandonados, pero quizás ese es el
punto: solo se aprende de lo que se termina”.
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En la virtualidad de esos libros escritos pero no publicados,
en todas esas obras que preceden a la transformación del escritor en escritor
(pero la hacen posible) hay ansiedad, indulgencia y prisas, por supuesto, pero
también el entusiasmo y la insatisfacción que desembocarán en un estilo, de
allí que Cheng tenga razón: en el tránsito de la condición de escritor inédito
a editado, solo se sabe qué tipo de escritor se va a ser cuando se escribe y
como resultado de lo que se ha escrito. Ricardo Piglia sostuvo que, después de
publicar su primer libro, cada escritor debe “tratar de no convertirse en ‘un
escritor’”; es decir, en uno más. A modo de advertencia, Lindsey ha afirmado
que “transformarse en un escritor significa (a veces) transformarse en un
cliché”; pero es difícil imaginar un estadio en el que el escritor no esté en
un devenir hacia la condición de escritor y en el que la escritura no
constituya una herramienta de exploración de esa condición. Es posible que la
historia de la literatura consista, en ese sentido, y únicamente, en una
sucesión de primeros libros: precedidos por otros, o no, parapetados en una
situación ambigua en la que el autor narra pero también se narra, detenido en
el gesto de comenzar una y otra vez de nuevo exhibiendo las inseguridades del
debutante que quizás el escritor sea siempre. Marguerite Duras afirmó alguna
vez, brillantemente: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si
escribiésemos: solo lo sabemos después; antes, es la cuestión más peligrosa que
podemos plantearnos.” ~
Este articulo, sobre este connotado
director rebasa lo específicamente cinematográfico y toca aspectos humanos que
en todo caso hacen parte esencial de aquellos puramente creativos, nos ayuda en
todo caso a comprender de que están
hechos estos grandes directores, sus tragedias internas. Esta retrospectiva y visión, ilustra revela la infinidad de fuentes a las recurre en últimas un director
En su libro Catching
the big fish. Meditation, consciousness, and creativity, el director David
Lynch describe la depresión que padeció en los inicios de su carrera, y la
compara a sentirse atrapado dentro de un disfraz de payaso, sofocante y hecho
de hule. Cuenta que superó esa etapa cuando conoció la meditación trascendental,
una técnica creada por Maharishi Mahesh Yogi, el gurú que inició a los Beatles.
Según Lynch, esa técnica le ha permitido acceder al campo unificado de
conciencia –noción védica que propone que todo está vinculado– donde ha pescado ideas
que derivan en películas (por ejemplo, la oreja mutilada de Terciopelo
azul).Solo menciona una vez al “payaso de la negatividad” pero
la imagen siniestra permanece en el lector.
En 2006, el año previo
a la publicación del libro, Lynch estrenó Inland Empire. Tardó en
terminarla dos años y medio y entretanto generó grandes expectativas. Tras el
éxito de Mulholland Drive se esperaba con ansia el nuevo
misterio del director surrealista. Pocos, sin embargo, aceptaron sin reparos su
nuevo experimento, el más impenetrable hasta entonces.
Inland Empire comienza con un prólogo. Una prostituta discute en polaco con un
cliente, y este la abandona en un cuarto de hotel. Ahí, ella ve un programa de
televisión en el que tres conejos gigantes se comportan como humanos. Sus diálogos
inconexos provocan risas y aplausos, como sucede en las sitcoms. La
trama principal de la cinta arranca cuando Nikki (Laura Dern) abre la puerta de
su lujosa casa a una mujer extraña (Grace Zabriskie). Con un acento de Europa
del Este, la mujer asegura ser su vecina y le dice que obtendrá el papel de la
cinta para la cual Nikki hizo una audición. Luego, le narra un cuento popular
polaco sobre un niño que causa “el nacimiento del Mal” y una niña que descubre
un palacio detrás de un callejón. La mujer reclama a Nikki haber sido esa niña
y no acordarse de ello. Confundida y asustada, esta le ordena a la intrusa
salir de su casa. Para probar que no miente, la vecina hace ver a Nikki lo que
sucederá al día siguiente. Señala otro sofá de la misma casa, donde la actriz
celebra con sus amigas la noticia de que, en efecto, ha obtenido el papel. En
adelante se narra el rodaje de la película y la creciente identificación de
Nikki con el personaje que interpreta. Una especie de viajera entre dimensiones
de espacio y de tiempo, Nikki es protagonista de todas las historias sugeridas
hasta aquí: es una prostituta polaca, una chica que descubre un palacio detrás
de un callejón, la actriz de una película y el personaje de esa ficción. En
todas las historias es víctima de un hombre celoso y en todas se repiten
ciertas líneas de diálogo. Hasta la escena de los conejos antropomorfos tiene
vínculos con las demás.
Si esto suena
abrumador, lo es. Con tres horas de duración y más tramas empalmadas de las que
es posible contar, Inland Empire se resiste al resumen. En
principio parece extender la premisa de Mulholland Drive: una
actriz inocente que pierde su identidad (en ambas películas se hace el retrato
de un director de cine taimado y se sugiere que la mafia cierra los
tratos en Hollywood). Esta trama, sin embargo, pronto toma la forma de un
cristal que ha estallado. Cada nuevo fragmento conforma una historia de lectura
independiente pero unida a otros fragmentos a través de las grietas. Aparecen
motivos que recorren la filmografía de Lynch –mujeres duplicadas, vidas
paralelas y salas oscuras que llevan a otra dimensión– pero la cinta no insinúa
conclusiones ni porqués. Esto desconcertó a muchos, incluso a quienes decían
comprender que el cine de Lynch no aspira a la comprensión.
Inland Empire, sin embargo, está lejos de ser un extravío sin sentido. Es la película
que mejor ilustra el proceso creativo de Lynch y una crónica ilustrada del
campo unificado, tal y como lo describe en Catching the big fish.
Escribió el guion día tras día, durante el rodaje, sin ceñirse a un argumento.
En su libro, narra: “Pensaba en algo y surgía otra cosa. No tenía idea de qué
era esa otra cosa y no le encontraba sentido. Entonces llegaba otra idea para
otra escena, y esa tercera idea solía estar muy alejada de las otras dos, aun
cuando la segunda ya suponía un salto respecto a la primera.” Sobra decir, sus
actores andaban a tientas. “Era un riesgo –escribió Lynch– pero ya que todas
las cosas se vinculan entre sí, sabía que, al final, esta idea iba a tener
relación con aquella otra.”
Si el director pudo
diseñar escaletas de rodaje a partir de sus sesiones diarias de meditación fue
por una razón tecnológica: filmó la película en video digital. El formato le
había servido para grabar cortos que subía a su página web (como la serie Rabbits,
el sitcom de conejos). Con ese propósito grabó un monólogo de
setenta minutos escrito para Laura Dern, pero el resultado le gustó tanto que
lo convirtió en proyecto de cine: Inland Empire. Respaldado por la
productora francesa Studio Canal, Lynch se liberó de las restricciones de
filmar en celuloide: el presupuesto, accidentes en el procesado y un ritmo de
rodaje que ha descrito como “agónico”.
Las ventajas del video
digital no convencieron a los habituados a las texturas diversas y bien
definidas de las películas previas de Lynch. En comparación, las imágenes
de Inland Empire son planas y los colores se ven emplastados.
Pero el efecto es intencional. El director no quiso filmar en alta resolución y
eligió una cámara con resolución estándar. “Cuando en una toma hay un rincón
oscuro o tienes duda sobre lo que ves –dijo– la mente comienza a soñar.” A esto
se suma la distorsión de rostros, patente en la conversación entre Nikki y su
vecina. Aun si su plática no fuera delirante, la irrealidad de la imagen tiene
un efecto ominoso. Es una de las mejores secuencias en la filmografía de Lynch.
Tras filmar Inland
Empire, Lynch declaró que no volvería a la película fotográfica. Hasta la
fecha, tampoco ha vuelto al cine. Sin embargo, el tipo de narrativa que exploró
en esta película –tan abierta que parece deshilada– reaparece ahora en Twin
Peaks, la secuela de la serie de televisión transmitida en los noventa. Por
sus elementos oníricos, esa serie ya rompía con esquemas de la época. Los nuevos
capítulos, sin embargo, la hacen parecer realista. Cada uno contiene viñetas
extrañas y aterradoras que parecen no guardar relación entre sí. Por supuesto,
la tienen. El agente Dale Cooper (Kyle MacLachlan) hoy lidia con doppelgangers que
le impiden “volver” al mundo, pero se intuye que tarde o temprano emergerá de
la oscuridad.
Inland Empire da la pista de ese desenlace. No hay clave que resuelva el misterio
de la cinta–ni un misterio, como tal– pero sí un acontecimiento
que devuelve a los personajes su tranquilidad inicial. Nikki asesina a Phantom:
un hipnotista que ha inducido a varios a comportarse de formas
autodestructivas. Al momento de morir, el rostro de Phantom se asemeja al de un
payaso de labios rojos y mueca torcida. Sus rasgos se empalman con la cara de
Nikki, sugiriendo que era presa, junto con otros, de una influencia maligna.
Tras la muerte de este, los personajes de las distintas historias retoman su
camino y se reúnen para celebrarlo en una escena de risas y cantos. Es atípica
en el cine de Lynch pero evoca el estado de plenitud que, dice el director,
conoció cuando él mismo se libró del payaso de la negatividad.
Entre un sinnúmero de cosas, Inland Empire (y el regreso
de Twin Peaks) es un retrato alucinante del limbo de la depresión.
~
Safranski el gran biógrafo
( Nietzsche, Shopenhauer, Schiller ), filosofo a carta cabal, interprete lúcido
de estos últimos dos siglos, pensador nihilista, consumado lector, en esta
entrevista publicada por el periódico “El país” de España, decanta todo el
rigor de sus apreciaciones en un periodo de crisis que de hecho no le sorprende
para nada.
El filósofo ha sido la estrella del 60º aniversario del
Instituto Goethe…
BERNA GONZÁLEZ HARBOUR
La historia ha querido que el nuevo libro de Rudiger Safranski, Tiempo —Tusquets
prevé publicarlo en español en marzo—, coincida con una época de cambios, marcada
por el miedo y la inseguridad, y que sus ideas nos sirvan como un manual de
instrucciones para interpretar la era Trump, del Brexit y el
ascenso del populismo en el mundo occidental. El filósofo alemán (Rottweil,
1945), célebre biógrafo de Goethe, Schiller o Schopenhauer, ha sido la estrella
del 60º aniversario del Instituto Goethe de Madrid, donde ayer habló de
Nietszche y de la vigencia del nihilismo espiritual en el mundo contemporáneo.
Respuesta. Me pasa como a san Agustín. Lo que me
interesa muchísimo es hablar de la diferencia entre el tiempo subjetivo y el
que somos capaces de medir, es decir, la hora.
P. En su libro dibuja el estado de aburrimiento como el
punto de partida y oportunidad. ¿Es necesario aburrirse?
R. No sé si es necesario, pero nos aburrimos. He
comenzado el libro por el aburrimiento porque ahí estás viviendo el tiempo como
algo que dura sin ocurrir nada; es una especie de encuentro con el tiempo a
secas. Lo suelo describir con una imagen: vivimos una serie de acontecimientos
y estos se colocan como si fuesen una cortina por delante del tiempo.
Mientras ocurren no eres consciente, pero cuando cesan se abre el telón y, de
repente, ahí está el tiempo. Yo siempre recomiendo que, como mínimo, una vez al
día estemos completamente quietos, no hagamos nada y prestemos atención al
tiempo.
P. ¿Al tiempo interior?
R. Sí, pero también tenemos que definir qué es el tiempo
interior. En los cinco minutos que llevamos conversando sobre el tiempo hemos
reflexionado sobre él, pero no le hemos prestado ninguna atención, porque si lo
hubiéramos hecho no habríamos dicho absolutamente nada.
P. Habla de la simultaneidad global de la
comunicación en esta época como una tremenda exigencia para el ser humano. Nos
comunicamos en tiempo real, estamos informados de todo lo que ocurre. ¿Estamos
ante una mutación cultural?
R. Esta nueva forma de telecomunicación marca una cesura
muy importante en la historia de la humanidad y mucha gente no es consciente de
lo enorme que es. Ahora mismo todos sabemos lo que está ocurriendo en cualquier
parte en tiempo real y eso nunca lo había conocido la humanidad. Hasta el siglo
XIX, la humanidad ha vivido en un modo de retraso. Carlos V daba una orden para
Sudamérica que probablemente tardaba medio año en hacer llegar y otro medio en
saber si se había ejecutado. Hoy, Trump publica un tuit y la Bolsa cae
inmediatamente. Supone un gran reto para la percepción del ser humano, porque
somos habitantes globales de un planeta global gracias a estas redes. Los
refugiados no se habrían podido comunicar sin las imágenes, y de ahí el
atractivo de este mundo para ellos.
P. Habla también del tiempo de comienzo como una
oportunidad y hoy precisamente estamos en un nuevo tiempo de comienzo:
Trump, Brexit, Le Pen…
R. El tiempo puede generar una preocupación, que es
normal cuando se ve un futuro incierto. Vivimos en una sociedad de riesgo y en
ella buscamos la máxima seguridad posible. Estamos en una época de profundo
cambio. Antes teníamos una democracia con unas instituciones muy claras,
separación de poderes, prensa, Parlamento, Ejecutivo… y era un sistema que
permitía filtrar y disciplinar en cierto modo a la masa, a esa gente que forma
la base de la democracia. Pero hoy es como si estuviésemos en un volcán en
erupción porque está moviéndose todo, y ahí surge ese concepto del populismo,
que se define a sí mismo como una especie de democracia de base, de Twitter.
Creíamos que la división de poderes iba a funcionar y generar un equilibrio que
iba a domesticar a Trump, pero ahora vemos que es al revés, que Trump está
haciendo todo lo posible para eliminar esta separación de poderes y eso da
mucho miedo, porque con su carácter, tiene la capacidad de presionar con un
dedo un botón y hacer explotar bombas atómicas. No sabemos si vamos a ser
capaces de evitar el uso de armas nucleares a la larga como hemos logrado hasta
ahora. Él lo que pretende es eliminar las instituciones tradicionales de la democracia,
como la separación de poderes, e introducir el dominio de las redes sociales.
Son las redes las que están al mando y eso es tremendamente moderno. Estamos
viviendo el desenfreno de la comunicación.
P. ¿Y qué ha fallado para que este populismo esté
triunfando? ¿La democracia, la globalización?
R. En cada país es diferente. El Brexit se
debe en gran parte a los miedos que tiene una gran parte de la población
británica de recibir demasiada inmigración de la Unión Europea. En Francia, el
gran enfado lo provoca la política europea, y de eso se aprovecha Le Pen. La
política europea está obstaculizando una evolución económica positiva, dicen
los franceses, que además se sienten en una situación de guerra civil por los
ataques islamistas. Le Pen es la respuesta errónea a esos desafíos, pero
Francia se encuentra en una situación muy problemática que no se había vivido
desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
P. ¿Hay peligro de tiranía?
R. No una tiranía en el sentido medieval; es una especie
de tiranía que se nutre del caldo de cultivo que se produce en la masa y de ahí
de nuevo el papel de las redes sociales. Esa tiranía está enmarcada en una
especie de aprobación populista, la masa que apoya a una determinada persona.
En Polonia o Hungría por ejemplo, se está reduciendo y eliminando poco a poco
la democracia, pero con el enorme apoyo de una mayoría. La palabra democracia
suena muy bien, pero lo decisivo es el Estado de derecho, la separación de
poderes. Hitler llegó al poder democráticamente, apoyado por una gran mayoría,
pero el que alguien sea elegido por mayoría no es lo bueno; lo bueno es que
exista la separación de poderes.
P. ¿Nietzsche y el nihilismo espiritual siguen vigentes
en este mundo de hoy?
R. Sí, sí, sigue siendo válido. Es el gran problema que
está socavando todo. Una sociedad funciona si tiene un sólido fundamento de
valores, y esos valores son normalmente de carácter religioso. Si esos valores
se van debilitando, los seres humanos pierden sus raíces espirituales. El islam
está en auge porque desde el punto de vista espiritual tiene un fundamento muy
fuerte. En Europa en cambio el cristianismo está en retroceso.
Pregunta. San Agustín decía que si nadie le preguntaba sabía lo que era el
tiempo, pero si se lo preguntaban, no. ¿Qué es para usted el tiempo?
Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y
ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de
Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en
distintos ámbitos literarios. Fuera de tener una obra extensa, tiene un blog en
“El Boomerang literario” del periódico “El país” de España, no solo es un
bocado de cardinale, sino que constituye un conector con los buenos libros, las
buenas historias y el pensamiento contemporáneo. Este artículo habla de uno de
mis autores favoritos, Stefan Zweig, es la visión del
literato y escritor desligado de sus grandes proyectos, olvidado y por su
puesto vacio ante la caída de los valores que hicieron grande a occidente.
Rafael Argullol Murgadas
Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar
Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Orgaos, a 60 kilómetros de la
capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival
de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser
informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo
XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su
principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene
otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor
que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me
refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su
mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.
En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había
una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta
entonces los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una
cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de
agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida
para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las
manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la
consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría
separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue
la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos
imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio
Zweig.
Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el
llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista
había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la
policía. En realidad era un documento tan singular que sólo podía estar
dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras
advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus
facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria
hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado
por el nazismo. Finalizaba: "Europa, mi patria espiritual, se ha destruido
a sí misma (...). Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno
una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la
libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá
puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a
ellos". Su obra desapareció de las estanterías, como si los nazis hubieran
conseguido exterminarla.
En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos
decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su
recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la
Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la
segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus
libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre.
Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y
otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la
universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía
definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que
lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado
retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando un retorno de
este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus interrogantes, lo
exige, aunque sea de manera oblicua.
Recientemente he releído El mundo de ayer; Stefan
Zweig subtituló Memorias de un europeo a un libro escrito en
circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que
compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de
permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo
al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es
más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al
suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un
fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a
lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que
tenemos -no tenemos- necesidad de definir actos como este.
Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El
mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos
entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa
exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había "destruido a
sí misma", ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso
por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la
sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu
a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de
suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían
irreparablemente el futuro.
Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y
por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el
mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella
extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la
verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en
términos de palabra o de verdad. "Dar la palabra", un ritual
sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y
en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en
fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la
eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo
dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción
europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando
hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían
a la "unidad espiritual" de Europa. Europa era una cultura; no, como
alardean los portavoces del presente, una marca.
Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor
vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos
entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las
palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos
encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica
nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la
nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la
mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de
amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los
grandes brujos entren en esce