Está descontado que la democracia liberal tiene una de las peores crisis de la historia desde su nacimiento, el sistema de representación parlamentaria no responde a las expectativas del ciudadano que se siente traicionado por unos partidos y clase política desligada de sus responsabilidades. Este artículo, publicado por “Letras Libres”, es un análisis exhaustivo del futuro del liberalismo eslabón fundamental para la democracia en estos tiempos. pese a la extensión que convierte este artículo en un ensayo, me parece importante que mis lectores lo lean. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE HUERTAS
Timothy Garton Ash
Enfrentados a un autoritarismo creciente, los liberales necesitan
construir una nueva agenda. Para ello, deben aprender de sus graves errores y
evitar los señuelos y marcas narcisistas de la derecha y la izquierda.
Los
escritores interpretan los fallos del liberalismo de diferentes maneras; la
cuestión, sin embargo, es cómo cambiarlo. La autocrítica es una fortaleza
liberal. El hecho de que haya ya numerosos libros que diagnostican la muerte
del liberalismo es una prueba de que sigue vivo. Pero ahora tenemos que pasar
del análisis a la prescripción.
Es algo
urgente. La victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales en Estados
Unidos inaugura una frágil renovación liberal, pero más de setenta millones de
estadounidenses votaron por Donald Trump. En Reino Unido, el gobierno
conservador populista se enfrenta a un Partido Laborista que tiene un nuevo
líder liberal de izquierdas, Keir Starmer. En Francia, Marine Le Pen sigue
suponiendo una seria amenaza para el líder liberal reformista en Europa,
Emmanuel Macron. La Unión Europea tiene en Hungría a un Estado miembro cada vez
más iliberal y antidemocrático. Las posibles consecuencias económicas de la
pandemia –el desempleo, la inseguridad, el aumento de la deuda pública y quizá
la inflación– alimentarán probablemente una segunda ola de populismo. China,
que ya es una superpotencia, emerge fortalecida de la crisis. Su modelo de
desarrollo autoritario desafía al capitalismo liberal democrático. Por primera
vez en este siglo, entre los países con más de un millón de habitantes hay
menos democracias que regímenes no democráticos.
Como el
tridente de Neptuno, un liberalismo renovado tendrá tres puntas. La primera es
la defensa de los valores e instituciones liberales clásicas, como la libertad
de expresión y los tribunales independientes, frente a las amenazas tanto de
los populistas como de los abiertamente autoritarios. La segunda implica
afrontar los mayores errores de lo que se ha considerado liberalismo en los
últimos treinta años: un liberalismo económico unidimensional, y en el peor de
los casos un fundamentalismo de mercado que tenía tan poco contacto con la
realidad humana como los dogmas del materialismo dialéctico o la infalibilidad
papal. Estos errores han conducido a millones de votantes hacia los populistas.
Debemos, por lo tanto, ser duros con el populismo y duros con las causas del
populismo. La tercera punta implica afrontar, con una estrategia liberal, los
abrumadores retos de nuestra época, como el cambio climático, las pandemias y
el auge de China. Por eso nuestro nuevo liberalismo tiene que mirar tanto hacia
atrás como hacia delante, pero también hacia fuera y hacia dentro.
Los valores e
instituciones liberales que defendemos con la primera punta del tridente son
bien conocidos, y son esenciales para cualquier liberalismo que se precie. Es
una lucha constante en países como Polonia y la India. La bárbara decapitación
de un profesor a las afueras de París nos recuerda que, incluso en las
sociedades liberales más antiguas, la libertad de expresión tiene que
enfrentarse no solo al veto del boicoteador sino también al del asesino. El
populismo desprecia el pluralismo, así que nuestras instituciones pluralistas y
contramayoritarias tienen que fortalecerse junto a unos medios diversos e
independientes y una sociedad civil fuerte.
El rechazo de
Trump a conceder la elección y el intento de Boris Johnson en 2019 de suspender
la actividad del parlamento demuestran que no podemos depender tanto como en el
pasado del autocontrol de lo que Alexis de Tocqueville llamó mores: la
convención, la costumbre y las buenas maneras. Pero si algunas de esas amenazas
son nuevas, las ideas y las instituciones son conocidas, y los liberales ya las
han defendido en el pasado.
Para la
tercera punta es necesaria una gran dosis de nuevo pensamiento. Antes de pasar
a estos temas, he de explicar qué quiero decir cuando hablo de liberalismo.
No hay
liberalismo sin libertad
El
liberalismo es, según la brillante definición de Judith Shklar, una “tradición
de tradiciones”. Hay una familia extensa de prácticas históricas, grupos
ideológicos y escritos filosóficos que podrían legítimamente llamarse
liberales. Todos comparten un compromiso central en defensa de la libertad
individual. (Solo en el extraño universo semántico de la política
estadounidense contemporánea es posible separar liberalismo de libertad.) Más
allá de esto, como ha señalado John Gray, el liberalismo incluye elementos de
individualismo, meliorismo, igualitarismo y universalismo. Estos ingredientes,
sin embargo, aparecen en una gran cantidad de diferentes definiciones,
proporciones y combinaciones.
Desde los
años treinta, la palabra liberal se comenzó a usar de manera más amplia como un
adjetivo en el compuesto “democracia liberal”, y formulaciones similares como
sociedades liberales, mundo liberal y orden internacional liberal. En
minúscula, distingue a las democracias liberales, empezando por aquellas que
están en el núcleo del Occidente moderno transatlántico, de los regímenes
totalitarios como la Alemania nazi y la Unión Soviética, y luego de los
regímenes autoritarios como la China de Xi Jinping y la Rusia de Vladímir
Putin. En un proceso bastante similar al que permitió que la lengua que
hablaban los ingleses se terminara convirtiendo en un dialecto de sí misma a
medida que el inglés se convertía en la lengua global, el liberalismo con
mayúscula de los partidos liberales se convirtió en un dialecto de un idioma
político más amplio, hablado también por los liberal-conservadores, los
católicos liberales, los socioliberales y los liberales comunitaristas.
Esto ayuda.
Porque los cambios profundos necesarios para renovar los fundamentos de las
sociedades liberales necesitarán una aplicación consistente que vaya más allá
del alcance de cualquier grupo. Para que una democracia permanezca en constante
cambio no sirve solo un partido, incluso si es el más impecable de los
liberales con mayúscula. Un sistema liberal que solo tenga un partido es una
contradicción en sus términos. Así que la renovación liberal exige un grado de
consenso entre partidos, como el que existió cuando los democristianos
colaboraron en la construcción de los Estados de bienestar después de 1945.
Pero el
liberalismo también rechaza la noción de que todo el mundo debería estar de
acuerdo, algo que eliminaría una vital batalla de ideas. El Occidente
contemporáneo ofrece ejemplos de estos dos peligros opuestos: en los Estados
Unidos de la hiperpolarización, hay muy poco consenso; en Alemania, se podría
decir que ha habido demasiado. Como Ricitos de Oro, que quería la sopa ni muy
caliente ni muy fría, necesitamos encontrar equilibrio entre un consenso
necesario y un conflicto igual de importante.
Nada podría
ser más absurdo que reducir el “liberalismo” tanto a la teoría de John Rawls
como a las prácticas de Goldman Sachs. Bien entendido, el liberalismo ofrece la
historia experimental de cuatro siglos, incomparablemente rica, en busca de una
fórmula para que gente diversa viva en comunidad en condiciones de libertad. Es
un tesoro oculto teórico y a la vez un banco de experiencias prácticas. Es muy
revelador, por contraste, que el llamado “posliberalismo” no pueda dar con un
nombre más apropiado para sí mismo; su propio apodo revela su carácter
epigonal. El mejor de los libros recientes contra los fallos del liberalismo
acaba argumentando, no que tenemos que abandonar el liberalismo sino que
necesitamos un mejor liberalismo.
Igualdad y
solidaridad
Si hubiéramos
escuchado a Pierre Hassner. Ya en 1991 el brillante filósofo político francés,
nacido en Rumania, avisó de que, por mucho que celebremos el triunfo de la
libertad al final de la Guerra Fría, debemos recordar que la humanidad no vive
solo de la libertad y la universalidad. Las aspiraciones que condujeron al
nacionalismo y el socialismo seguramente volverían, predijo, y se dedicó a
nombrarlas: el anhelo de la comunidad y la identidad, por una parte, y por la
igualdad y la solidaridad por la otra. Uno puede catalogar bajo estas dos
combinaciones tanto un diagnóstico sobre lo que ha ido mal en la mayoría de las
democracias liberales como una solución. La comunidad y la identidad son
valores (y necesidades humanas) que a menudo son enfatizados en el pensamiento
conservador, mientras que la tradición socialista ha dado especial importancia
a la igualdad y la solidaridad. Siguiendo con el espíritu medio en broma medio
en serio del filósofo polaco Leszek Kołakowski en su célebre ensayo de 1978
“Cómo ser un conservador-liberal-socialista”, propongo que seamos
conservadores-socialistas-liberales.
Empecemos con
la igualdad y la solidaridad. Es un lugar común señalar el dramático aumento de
la desigualdad en muchas sociedades desarrolladas. La brecha cada vez más amplia
en las oportunidades de vida comienza con la propia vida. En una esquina
frondosa de Londres, Richmond upon Thames, un hombre de 65 años puede tener una
esperanza de vida de otros 13.7 años, que es más del doble que los 6.4 años de
su equivalente en la otra punta de la misma ciudad, en Newham. Desde los años
noventa, en Estados Unidos la tasa de mortalidad para hombres blancos con un
título universitario de edades comprendidas entre los 45 y los 54 años se ha
reducido un 40%, pero ha aumentado un 25% entre los hombres blancos del mismo
grupo de edad sin título universitario. No puedes ser libre si estás muerto.
Para reducir
la desigualdad de oportunidades vitales, empezando por esa oportunidad tan
básica como es continuar viviendo, los liberales deben enfrentarse a diversas
desigualdades simultáneamente: las más obvias son las de riqueza, salud,
educación y geografía (el cinturón de óxido comparado con las costas de Estados
Unidos, el norte de Inglaterra frente al Gran Londres), pero también las intergeneracionales
y algunas desigualdades menos visibles de poder y atención. Para revertir esta
desigualdad multidimensional es necesario tomar medidas más radicales de lo que
muchos liberales estaban dispuestos a asumir en los treinta años que han pasado
desde 1989.
Una
estrategia liberal no empieza con el techo sino con lo que Ralf Dahrendorf
llamó “la base común” desde la que cualquiera puede, con su propia energía y
habilidades, ascender hasta llegar al mismo nivel que quien empieza la vida en
el último piso del rascacielos. Las medidas que pueden ayudar a esto son un
impuesto de la renta negativo (como propuso hace mucho tiempo Milton Friedman);
una renta básica universal (apoyada por un sorprendente 71% de europeos en una
encuesta diseñada por mi equipo de investigación en la Universidad de Oxford);
una herencia mínima universal subvencionada con impuestos (algo especialmente
deseable en los lugares, como Reino Unido y Estados Unidos, donde la brecha
definitoria es la que hay entre la riqueza acumulada y no tanto la que hay
entre salarios); y servicios públicos básicos como sanidad, alojamiento y
seguridad social. Hay muchas variaciones nacionales del capitalismo liberal
democrático, así que la mezcla apropiada de estas medidas será diferente en
cada país.
Una escalera
crucial para subir puestos es la educación. Los liberales de mediados del siglo
XX consideraban que la extensión de la educación universitaria aumentaría las
oportunidades vitales y la movilidad social, y sin embargo hoy las grandes
universidades estadounidenses cada vez parecen más una herramienta de las
élites existentes para perpetuarse. Las universidades estadounidenses líderes
admiten a más estudiantes del 1% más alto de la renta que del 60% más bajo. La
revista The Economist ha acuñado el concepto “meritocracia hereditaria” para
describir esta nueva clase que se autoperpetúa. Universidades como las dos en
las que tengo el privilegio de trabajar tienen por lo tanto la responsabilidad
de ampliar sus criterios de acceso, pero no pueden promover la movilidad social
por sí solas. También necesitamos escuelas públicas de calidad, desde los años
cruciales, una mejor educación vocacional y, en mitad de la revolución digital,
un aprendizaje para toda la vida.
Una
redistribución del respeto
Más allá de
la educación hay un problema más amplio que podría describirse como una
disparidad de estima. La población sin educación superior, que a menudo vive en
antiguas ciudades industriales ahora en decadencia, se considera ninguneada,
desdeñada o ignorada por aquellas a las que los populistas llaman “élites
liberales”. Podemos encontrar un profundo resentimiento cultural incluso en los
lugares, como en Alemania del Este, donde no hay mucha precariedad material. El
filósofo del derecho Ronald Dworkin dijo que una comunidad política liberal
debe mostrar “un respeto y preocupación por igual” a cada uno de sus miembros.
¿Podemos los liberales cosmopolitas afirmar con sinceridad que, en las décadas
posteriores a 1989, hemos mostrado respeto y preocupación por la población del
cinturón de óxido en Estados Unidos, o por las comunidades abandonadas del
norte de Inglaterra? Hasta que, claro, la ola populista provocó que periodistas
de la metrópoli viajaran en taxi a visitar, como si fueran safaris domésticos,
las antiguas minas de carbón de Yorkshire o los montes Apalaches.
Serán
necesarios programas amplios para elevar los niveles de vida de regiones y
ciudades abandonadas. El localismo es tan vital para el liberalismo como para
el conservadurismo. Recordemos el credo de Thomas Jefferson: “divide los
condados en distritos”. Una respuesta liberal al eslogan del Brexit, “Recuperar
el control”, puede ser dar más control a la gente en el nivel más bajo posible,
revirtiendo la excesiva centralización característica de Reino Unido y de
Inglaterra en particular.
Un cambio
sostenido en las actitudes es tan vital como en las políticas públicas. Los
populistas polacos no se equivocan cuando hablan de la necesidad de una
“redistribución del respeto”. En los primeros meses de la pandemia vimos algo
parecido, cuando los políticos alabaron como “héroes” a los doctores y
enfermeros, pero también a los conductores de ambulancias, los repartidores y
los basureros. Pero esto parece que está desapareciendo.
Al
liberalismo tecnocrático de las últimas décadas le faltaba urgentemente un
ingrediente vital: la imaginación liberal. Martha Nussbaum ha escrito sobre una
imaginación “curiosa y compasiva” que es suficientemente grande como para
“reconocer a la humanidad en trajes extraños”. Esa simpatía imaginativa la
encontramos en su esplendor en obras de poetas y novelistas. En su libro Bleak
liberalism [Liberalismo lúgubre], Amanda Anderson señala la emocionante
reflexión que hace Charles Dickens en Casa desolada sobre la muerte del
barrendero analfabeto Jo:
Empujado,
arrojado y movido de un lugar a otro; y realmente sintiendo que parece algo
completamente normal no tener derecho a estar aquí, o allí, o allá o en ningún
lugar; y sin embargo me siento perplejo por la consideración de que de alguna
manera también estoy aquí, y que todo el mundo me ignoró hasta que me convertí
en la criatura que soy.
Ojalá una
pluma como la de Dickens hoy hiciera que los banqueros detengan sus pasos antes
de pisar con sus caros zapatos de cuero al mendigo acurrucado a la puerta de su
banco, y, sí, también hiciera detenerse al profesor con plaza de camino a su
universidad bien equipada.
La virtud
cívica que está detrás de esta simpatía imaginativa es la solidaridad, un ideal
que la izquierda ha hecho suyo desde siempre, pero también un valor que muchos
conservadores aprecian y que extraen de las enseñanzas cristianas. Estas dos
tradiciones, de izquierda a derecha, se unieron y combinaron en Polonia en los
años ochenta a través del movimiento de liberación nacional llamado Solidaridad.
Los liberales tienen que unirse tanto a los conservadores como a los
socialistas para asumir completamente el valor de la solidaridad. Y tenemos que
entender que sus aspectos emocionales, culturales y subjetivos son tan
importantes como los más objetivos, sociales y económicos. Solo la combinación
de ellos puede crear una verdadera “base común”.
Controlando
la “liberalocracia“
Mucho de lo
que he escrito hasta ahora puede encajar en una rúbrica muy amplia denominada
“nivelar al alza”. ¿Qué ocurre con “nivelar a la baja”? Teóricamente, un
liberal dirá que si todo el mundo tiene suficientes oportunidades entonces no
hay problema con que unas pocas personas tengan mucho más que suficiente. En la
práctica, es un argumento que falla al menos por tres razones. Nivelar al alza
es algo caro y no puede pagarse sin quitarles dinero a los superricos, que han
tenido un éxito excepcional gracias a la globalización, pero también a los que
están en una “condición holgada”, como suele decirse, esto es, a la clase media
como yo. La desigualdad extrema en la cima es en la práctica incompatible con
la igualdad de oportunidades porque, a través de la educación y otras formas de
privilegio, se perpetúa la “meritocracia hereditaria”. Y, por último, esta
extrema concentración de riqueza tiene como resultado una grave desigualdad de
poder.
La
desconfianza hacia cualquier concentración de poder es uno de los ingredientes
esenciales del liberalismo, que quiere que todos los tipos de poderes estén
limitados, dispersos y controlados mediante rendición de cuentas. Pero en las
últimas décadas el liberalismo anglosajón, aunque ha seguido cuestionando
enérgicamente el poder público, ha sido demasiado indulgente con el poder
privado. Este fallo es aún más abyecto porque estos dos tipos de poder no están
separados de manera limpia: una “puerta giratoria” entre el servicio público y
puestos lucrativos en el sector privado aumenta el peligro de la captura de los
reguladores. El comentarista político Mark Shields ha elaborado una concisa
“regla de oro” de la política estadounidense: ¡viva el oro! El grotesco poder
de distorsión que tiene el dinero en la política estadounidense está bien
documentado, pero el problema no se limita a Estados Unidos.
Todas
nuestras sociedades están marcadas por el extraordinario poder de empresas e
individuos superricos, por los grandes bancos, las empresas de energía, los
imperios mediáticos como el de Rupert Murdoch o gigantes digitales como Amazon,
Apple, Facebook y Google. El resultado perverso de que liberales como los
Clinton o Tony Blair pasen a formar parte de la oligarquía plutocrática de los
“hombres de Davos” es que el liberalismo acaba identificado como una ideología
de los ricos, los establecidos y los poderosos. En su polémico libro
antiliberal ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, el escritor católico y
conservador Patrick Deneen acuña un concepto provocador y a la vez útil:
“liberalocracia”.
Las medidas
prácticas para resolver estas inequidades implican perseguir los billones de
dólares que hay escondidos en paraísos fiscales en todo el mundo; un impuesto a
la riqueza; impuestos más altos y efectivos a las empresas digitales como
Facebook; y un impuesto a la propiedad, que tiene el gran mérito de resolver no
solo desigualdades verticales sino también horizontales (geográficas).
También
podemos volver a lo que más interesó a John Stuart Mill sobre el socialismo:
permitir a los trabajadores participar en las decisiones de la empresa, lo que
les hará sentir que su trabajo tiene sentido. Hay otros elementos de este
“capitalismo de las partes interesadas” [stakeholder capitalism] que ayudarían
a corregir la fijación actual y unilateral por el valor de los accionistas en
la vida empresarial británica y estadounidense.
Uno de los
efectos de la globalización ha sido el fortalecimiento del poder del capital en
relación con el del trabajo en las economías desarrolladas. La sindicalización
de los trabajadores, un aspecto casi olvidado de la izquierda, tiene que ser
otra parte de la respuesta. Necesitamos una nueva generación de políticas en
favor de la competencia, lo que en Estados Unidos se llama antimonopolio o
antitrust. Empresas como Google o Facebook son casi monopolios en una escala
sin precedentes. Aquí, los friedmanitas y hayekianos deberían –si son fieles a
sus principios– estar más interesados que cualquier radical de izquierdas por
restaurar un mercado realmente competitivo. Y, para ser claros, los mercados
regulados de forma adecuada siguen siendo una parte indispensable de la
creación de libertad.
Por último,
pero igual de importante, es necesario un gran cambio ético, tanto entre los
ricos como en la actitud hacia los ricos. En una charla sobre “el problema de
la libertad”, impartida en el Congreso del pen Internacional en 1939, Thomas
Mann habló de la necesidad de una “autolimitación voluntaria, una
autodisciplina social de la libertad”. ¿Dónde ha estado esa autodisciplina
social en los últimos años? Cuando el gobierno de Obama propuso aumentar el
impuesto al “interés devengado” (que es normalmente una parte significativa de
los ingresos de los directivos y altos cargos de fondos de inversión y de
capital privado, pero que tiene unos impuestos mucho más bajos que sus otros
ingresos), Stephen Schwarzman, uno de los individuos más ricos de Estados Unidos,
declaró que “esto es la guerra, es como cuando Hitler invadió Polonia en 1939”.
Cuando el coronavirus se cobraba vidas y estilos de vida de millones de
trabajadores, dependientes y dueños de pequeñas empresas, el Financial Times
informaba de que, “siguiendo una tendencia de congelación o reducción de
salarios”, los banqueros más importantes de Estados Unidos recibieron salarios
de entre veinticuatro (Mike Corbat de Citigroup) y 31.5 millones de dólares
(Jamie Dimon de JP Morgan Chase) en un solo año. Es obsceno.
Los políticos
(que necesitan dinero para presentarse a elecciones), burócratas (que buscan un
trabajo tras sus jubilaciones anticipadas), los museos, orquestas,
universidades, centros filantrópicos e incluso las ONG de derechos humanos
ahora se arrodillan, se arrastran y adulan a los millonarios como Schwarzman, y
alaban sus magníficas contribuciones a la filantropía.
Esto lo capta
mejor que nadie Dickens con su retrato, en La pequeña Dorrit, de cómo la buena
sociedad londinense se degradó ante el poderoso financiero Merdle. Sí, hay
individuos ricos y poderosos, como George Soros, que se han ganado realmente
nuestro respeto. Pero en general necesitamos una verdadera “redistribución del
respeto”: menos hacia el banquero Merdle, más hacia el barrendero Jo.
Identidad y
comunidad
Esto nos
lleva al segundo par de valores de Hassner, que los liberales no deberían
olvidar por su bien: comunidad e identidad. La infelicidad que se ha acumulado
en las últimas tres décadas tiene que ver en parte con un equilibrio defectuoso
entre el individuo y la comunidad, cuyo resultado es un individualismo
hipertrofiado. Pero tiene también que ver tanto con el tipo de comunidades que
los liberales han fomentado como con las que han olvidado. Aunque prestamos
mucha atención a la otra mitad del mundo en las últimas décadas, los liberales
cosmopolitas prestamos muy poca atención a las otras mitades de nuestras
propias sociedades. Hablamos mucho de “comunidad internacional” y menos de
comunidades nacionales. Al centrarnos en el deseo legítimo de diversas minorías
por el reconocimiento de sus complejas identidades, no fuimos capaces de ver
que algunos individuos que los multiculturalistas consideramos que pertenecían
a las mayorías seguras estaban comenzando a sentirse inseguros y amenazados en
sus propias identidades. Esto desembocó en la “política de la identidad blanca”
de Trump y demás. El resentimiento de una mayoría sintiéndose como una minoría
aumentó gracias al desprecio epistocrático de las élites hacia la mitad de la población
sin educación superior, especialmente cuando esa otra mitad expresaba opiniones
simplistas y políticamente incorrectas. Basta con recordar la famosa frase
condescendiente de Hillary Clinton sobre “la cesta de los deplorables”.
También
subestimamos el impacto traumático que tuvieron en la vida diaria de la gente
los cambios rápidos y profundos que trajeron la globalización y la
liberalización posterior a 1989. A principios del siglo XXI, el capitalismo
financiarizado y globalizado estaba más cerca que nunca de la descripción
inolvidable que hace Karl Marx en el Manifiesto comunista sobre el impacto
revolucionario del capitalismo:
Todas las
relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas
veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de
haber podido osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire.
A medida que
lo conocido desaparece, la gente grita: “¡Basta! ¡Demasiados cambios!
¡Demasiado rápido!” Y a menudo añaden un melancólico: “Ya no reconozco mi
país”, un sentimiento que los populistas explotan y redirigen hacia los
inmigrantes y las diferencias étnicas, religiosas y culturales. Estos
sentimientos son profundos en los países de Europa central y del este, a pesar
de que su mayor problema es la emigración masiva, y no la inmigración. Los
alienados culpan de su alienación a los extranjeros. Aunque hay obviamente
elementos significativos de xenofobia y racismo, estos sentimientos también
tienen origen en una reacción mucho más amplia contra la velocidad y
profundidad de unos cambios revolucionarios que están afectando a la vida de
mucha gente.
Los liberales
no supimos identificar la observación protoconservadora que hace Mary Shelley
cuando dice que “nada es más doloroso para la mente humana que el cambio
repentino y profundo”. El filósofo conservador Roger Scruton definió el
conservadurismo como
la visión
política que surge del deseo de conservar las cosas existentes, consideradas
como buenas en sí mismas o mejores que sus probables alternativas, o al menos
seguras, conocidas y objeto de nuestra confianza y afecto.
Lo que sigue
de este análisis es que, cuando sea posible, tenemos que ralentizar la
velocidad de los cambios para que la naturaleza humana pueda soportarlos, mientras
preservamos una dirección liberal en general. Joachim Gauck, el expresidente
alemán, resume esta disyuntiva en dos palabras: zielwahrende Entschleunigung
(desaceleración intencionada). Esto significa, por ejemplo, limitar la
inmigración, proteger las fronteras y fortalecer un sentido de comunidad,
confianza y reciprocidad dentro de ellas.
El Estado
nación
Este es un
territorio incómodo para los liberales contemporáneos. Algunos están
descontentos con la obstinada persistencia de las naciones. Pero en vez de
reunir a nuestras maltrechas tropas en una pantanosa línea del frente donde
pueda leerse “el internacionalismo contra la nación”, necesitamos reagruparnos
en el terreno más defendible y ventajoso de la nación definida en términos
liberales. En una de las últimas conferencias que dio, Scruton preguntó dónde
encontramos “la primera persona del plural de confianza mutua” y propuso una
moderna respuesta conservadora a esta cuestión política central no en los
términos de “fe y parentesco”, sino de “barrios y ley laica”.
Sin duda
estos son términos que los liberales pueden asumir y defender, no la necesidad
de una comunidad política nacional –que era, después de todo, una de las
principales exigencias de los liberales de 1848, el año en que Marx publicó su
manifiesto– sino la definición y el carácter de esa comunidad. Como han
demostrado de nuevo los cierres de fronteras repentinos y las respuestas de
gobiernos nacionales a la pandemia de covid, la nación es demasiado importante,
y demasiado fuerte desde el punto de vista de su atractivo emocional, como para
dejársela a los nacionalistas.
Mucho antes
de que nos golpeara la ola nacionalista, el multiculturalismo liberal había
empezado a apartarse de los arrecifes del relativismo moral y cultural
–“liberalismo para los liberales, canibalismo para los caníbales” en la
gloriosamente provocativa formulación de Martin Hollis– tras un acercamiento
peligrosamente próximo en el cambio de siglo. Pero en su necesaria crítica de
la “política de la identidad”, los liberales deben tener cuidado de no tirar al
bebé con el agua sucia. El feminismo, prefigurado en liberales del siglo xix
como Mill, su compañera Harriet Taylor y la novelista George Eliot, ha
efectuado en los últimos tiempos uno de los mayores avances de la historia
hacia la igual libertad para todos. La exploración de las experiencias,
necesidades y perspectivas de toda clase de grupos sociales, sean étnicos,
religiosos, sexuales o regionales, ha enriquecido nuestra idea de cómo podemos
combinar mejor la libertad y la diversidad en las sociedades multiculturales.
El punto en
que los liberales deben por tanto insistir es que la identidad no es “o una
cosa u otra” sino un “y también”. Por supuesto, hay choques reales entre las
identidades particulares, pero no hay contradicción en principio entre tener
identidades subnacionales, nacionales, transnacionales y supranacionales, del
mismo modo que tampoco la hay entre tener identidades religiosas, políticas,
institucionales y culturales, como hace la mayor parte de la gente. Los
liberales no defendemos una fantasía cosmolibertaria de ciudadanos
desarraigados e incorpóreos habitantes “de ninguna parte”, sino que debemos
defender el derecho de la gente a estar arraigada de más de una forma y en más
de un lugar.
El nuestro
será por tanto un patriotismo lo bastante inclusivo, liberal, capaz y
compasivamente imaginativo como para abrazar a ciudadanos de identidades
múltiples. La pertenencia a la nación se define en términos cívicos, no étnicos
o völkisch; esto no es una nación Estado, en un sentido estrecho, sino un
état-nation, un Estado nación. Esa versión abierta, positiva, cálida de la
nación puede atraer no solo a la seca razón sino también a la profunda
necesidad humana de pertenencia y al imperativo moral de la solidaridad. Aunque
la pandemia de coronavirus produjo de entrada un brote de aislamiento nacional,
también nos ha mostrado lo mejor del espíritu comunitario y la solidaridad
patriótica. El patriotismo liberal es un ingrediente esencial de un liberalismo
renovado.
El desafío de
lo global
Pero el
patriotismo no es suficiente. Aunque el impacto del capitalismo específicamente
globalizado es una de las principales causas de la crisis del liberalismo, los
remedios que he comentado hasta ahora han sido domésticos. Son prescripciones
de un Estado nacional territorialmente limitado, liberal y democrático, y en
algunos sentidos fortalecerían las fronteras en torno al Estado nación así como
los vínculos en su interior. Esto sugiere una pregunta gigantesca: ¿y qué pasa con
todos los demás? ¿Qué puede ofrecer el liberalismo a la mayor parte de la
humanidad, que no tiene la suerte de ser ciudadana de países como el Reino
Unido, Estados Unidos, Alemania o Nueva Zelanda? Esto incluye, en un área gris,
a millones de personas que residen en esos países sin ser ciudadanos de los
mismos.
Es a la vez
una cuestión moral y muy práctica. Cierta versión del universalismo es, como ha
señalado John Gray, un elemento nuclear del liberalismo. Pero el liberalismo
tiene la desventaja de que durante siglos llegó a la mayor parte del mundo en
la forma del imperialismo. Recordemos que John Stuart Mill trabajaba en la East
India Company y pensaba que los pueblos colonizados en su “minoría de edad” no
estaban preparados para libertades refinadas. El universalismo occidental era,
en la práctica, cualquier cosa salvo universal. Algunos de los peores horrores
que los seres humanos han infligido a otros seres humanos –la conquista
violenta, la tortura, el genocidio, la esclavitud– se justificaban por su
referencia a los más elevados ideales de libertad, civilización e ilustración.
Países como el Reino Unido –y los ingleses en particular– han hecho una faena
notable para olvidarlo; el resto del mundo, no.
Ese recuerdo
de la opresión colonial se ha visto reforzado, en nuestra época, por lo que
podría llamarse de forma laxa las guerras liberales de Occidente, como las de
Afganistán, Libia e Irak. Los motivos de los actores históricos para apoyar
esas guerras eran diversos, y muchos de ellos se hallaban lejos de ser
liberales, pero en cada caso las intervenciones militares estaban parcialmente
justificadas por su referencia a fines liberales. Aunque en los casos de Kosovo
o Sierra Leona uno podría defender que los objetivos liberales fueron al menos
parcialmente alcanzados, es difícil decir lo mismo de Irak o Libia. El camino
al infierno puede estar pavimentado de intenciones liberales.
Aprender de
esas experiencias desoladoras no exige que abandonemos las aspiraciones
universalistas de que otras personas alcancen las libertades que nosotros
disfrutamos, pero requiere un saludable escepticismo acerca de lo que pueden
conseguir intervenciones armadas para fines liberales y una apertura
poscolonial a las experiencias, valores y prioridades de otras culturas. Esto,
así como la realidad desnuda de que el poder relativo de Occidente está en
declive, sugiere un sobrio realismo acerca del grado hasta el cual las
potencias liberales pueden o deberían aspirar a transformar otras sociedades.
Sin embargo,
aunque uno fuera a asumir la visión más egoísta y estrecha del nuevo
liberalismo –una concepción que tratara en exclusiva de defender la libertad en
países actualmente (más o menos) libres– fracasaría si no abordara algunos
asuntos muy importantes más allá de nuestras fronteras.
“El orden
liberal internacional” es un término que ha ganado prominencia en el preciso
momento en que lo que describe está amenazado. Al recordar el deseo de Roger
Scruton de “conservar las cosas existentes, consideradas como buenas en sí
mismas o mejores que sus probables alternativas”, podríamos reflexionar que
ahora los liberales tienen una tarea sustancialmente conservadora: defender las
instituciones y prácticas de la cooperación internacional construidas desde
1945.
Durante dos
siglos, la influencia de las ideas liberales estaba –más de lo que nos gustaría
pensar– unida al predominio del poder occidental. Ahora la influencia del
liberalismo se desvanece a medida que la agenda de la política mundial está
cada vez más establecida por grandes potencias que no son parte de un Occidente
tradicionalmente decidido o que, como Rusia, son ambivalentes acerca de si
pertenecen a Occidente. De lejos, el Estado más importante de esos es China,
que ya es una superpotencia.
Los periodos
de ascenso y relativo declive de las grandes potencias han sido históricamente
tiempos de creciente tensión y, por lo común, de guerra. ¿Cómo podemos manejar
esta tensión, preservar cuanto sea posible del orden liberal internacional y
evitar la guerra? La influencia china ahora alcanza el interior de las
democracias liberales, distorsionando nuestros procesos democráticos e
intentando utilizar el peso financiero y la intimidación para imponer la
autocensura en periodistas y académicos, un proceso que se ve de manera
especialmente dramática en Australia. Eso nos llama a defender, en el corazón
de nuestras sociedades, valores liberales primarios como la libertad de
expresión y la independencia académica.
La inédita
versión china capitalista leninista del autoritarismo de desarrollo es ahora un
rival sistémico de la democracia liberal, al igual que lo fueron los regímenes
comunistas y fascistas durante buena parte del siglo XX. Ofrece a las
sociedades en desarrollo de Asia, África y América Latina un camino alternativo
a la modernidad. Lo más importante que hizo el mundo liberal para vencer en la
Guerra Fría fue mantener sus sociedades prósperas, dinámicas y atractivas.
Debemos intentar hacer lo mismo, seguir fieles a la causa de convencer a los
demás de que las sociedades liberales ofrecen una mejor forma de vida y,
crucialmente, mantener la fe de aquellos que comparten nuestros valores en
sociedades no libres. Pero, de manera realista, también debemos reconocer que
nos espera un buen trecho de coexistencia competitiva con regímenes
autoritarios.
Necesitamos
cooperar con ellos para evitar la guerra, para alejar las pandemias y para
afrontar la amenaza decisiva de la era del Antropoceno: el cambio climático. La
lucha planetaria para detener el calentamiento global también exigirá que
limitemos la influencia de las todopoderosas corporaciones que explotan el
carbono, por medios que van desde la desinversión hasta la regulación. Pero eso
solo es el principio. Necesitamos una reducción importante en nuestro consumo
general de carbono, y ahí cuentan no solo nuestras emisiones sino el carbono
consumido en la producción de bienes que importamos de otros lugares. El costo
para nuestro estilo de vida será especialmente elevado si nos tomamos en serio
los argumentos de la justicia histórica e intergeneracional: implicaría que el
Norte Global, que ya había consumido una parte mayor del capital ecológico de
la tierra, y las generaciones actuales deben hacer sacrificios por aquellos que
aún no han nacido en un mundo que padece los efectos del calentamiento global.
¿Es posible
garantizar un consentimiento de esos sacrificios, a través de la política
liberal democrática? Respondiendo otras encuestas de mi equipo de
investigación, en 2020 un asombroso 53% de jóvenes europeos decía que, a su
juicio, los Estados autoritarios estaban mejor equipados que las democracias
para afrontar la crisis climática. Nuestra tarea consiste en demostrar que esos
jóvenes están equivocados.
Mientras
tanto, el nivel de calentamiento que ya es inevitable aumentará bruscamente los
ya significativos flujos de migrantes desde el empobrecido Sur Global hacia el
Norte Global. La reacción ante la llegada a Europa de millones de personas de
África y el Oriente Medio ha desestabilizado sólidas democracias liberales
europeas. Culpar a los migrantes de América Latina de una miríada de males
sociales fue un elemento central del trumpismo.
El economista
del desarrollo Paul Collier argumenta que limitar la inmigración puede
beneficiar a las sociedades de las que vienen los inmigrantes. Hay, escribe,
más médicos sudaneses en Londres que en Sudán. No es bueno para ningún país que
una gran proporción de sus ciudadanos más jóvenes, enérgicos, educados y
emprendedores busque una vida mejor en otra parte. No es bueno para la libertad
en esos sitios que muchos liberales del lugar prefieran cambiar de país a
cambiar su país.
Nada de eso
absuelve a los liberales de la obligación de dar un trato humano a todos
aquellos que buscan desesperadamente entrar en nuestros países. Tampoco nos
absuelve de preguntar lo que deberíamos hacer a favor de una gran parte de la
humanidad a la que no vamos a dejar entrar en nuestros países. Como mínimo,
necesitamos dedicar más atención a entender qué ayuda de verdad a que los
países se desarrollen y cómo podemos contribuir positivamente al proceso.
Cualquier democracia próspera que gaste menos del 0.7% del PIB en ayuda al
desarrollo –el objetivo avalado por la onu– debería avergonzarse de ello (y el
populista gobierno conservador del Reino Unido debería cambiar su reciente
decisión de abandonarlo).
Solo esbozar
los rasgos desnudos de esos desafíos globales es apreciar que la agenda externa
por un nuevo liberalismo resulta todavía más abrumadora que la interna. El
mayor desafío, sin embargo, es hacer todas esas cosas a la vez, especialmente
cuando hay tensiones entre las medidas que se necesitan en las tres áreas.
¿Cómo, por ejemplo, evitas que el calentamiento global se eleve por encima de
los dos grados sobre las temperaturas preindustriales sin imponer fuertes
restricciones a la libertad individual? ¿Cómo afrontas los miedos que genera la
inmigración y a la vez respetas por completo los derechos humanos de los
migrantes? ¿Cómo defiendes los derechos de la gente de Hong Kong y Taiwán
mientras buscas una cooperación profunda con China para combatir el cambio
climático, las pandemias y un desorden económico global?
Hacia un
nuevo liberalismo
Hace poco leí
un texto interesante de un escritor alemán, Arnold Ruge, titulado “Autocrítica
del liberalismo”. Se publicó en 1843. El liberalismo lleva mucho tiempo y la
autocrítica es su camino característico de renovación. Incluso el “nuevo
liberalismo” es un término viejo. Empezó a circular ampliamente a comienzos del
siglo XX para describir una nueva ola de pensadores que enriquecían el
liberalismo con una dimensión social más fuerte. Los siguió un giro más
explícitamente socialdemócrata en el liberalismo, con el New Deal de Franklin
Delano Roosevelt en Estados Unidos y la construcción de los Estados del
bienestar en Europa occidental después de 1945. A partir de 1980, tuvimos el
giro neoliberal –es decir, nuevo liberal– hacia los mercados libres y lejos del
inflado Estado “socialista”. Ahora necesitamos un nuevo “nuevo liberalismo”.
Aquí he
ofrecido solamente unas notas hacia la renovación del liberalismo. Me baso en
el trabajo de muchos otros, y espero que otros partan del mío. No pretendo
elaborar una teoría normativa. Tampoco propongo un amplio programa de
políticas. No hay, nos dice Mill, “una necesidad de una síntesis universal”. De
hecho, la búsqueda de soluciones maximalistas, válidas para todo, forma parte
de la hybris racional del liberalismo tecnocrático de los últimos treinta años.
Se alejó demasiado de la “ingeniería gradualista” de Karl Popper. El
liberalismo no debería ser nunca un sistema cerrado sino más bien un método
abierto, una combinación de realismo basado en la evidencia y aspiración moral,
siempre listo para aprender de los errores de los demás y de nosotros mismos.
Este nuevo
liberalismo será firme en la defensa de lo esencial del liberalismo, como los
derechos humanos, el Estado de derecho y el gobierno limitado, y las
epistémicas libertades de expresión e investigación, indispensables para el
liberalismo como método en vez de como sistema. Será experimental, avanzando a
base de ensayo y error, abierto a aprender de otras tradiciones, como el
conservadurismo y el socialismo, y equipado con la compasión imaginativa que
necesitamos para ver con los ojos de los demás. Valorará la inteligencia
emocional además de la científica. Y reconocerá que en muchos países
relativamente libres tenemos algo parecido a un control empresarial plutócrata
y oligárquico sobre el Estado. Eso debe romperse, por medios democráticos, o
los procedimientos electorales de la democracia seguirán siendo explotados para
subvertir el liberalismo, cuando los populistas (que a veces son también
plutócratas) agiten a las minorías descontentas contra la “liberalocracia”.
Este nuevo
liberalismo seguirá siendo universalista, pero con un universalismo sobrio y
matizado, atento a la diversidad de perspectivas, prioridades y experiencias de
culturas y países fuera de la corriente principal del Occidente histórico, y
conocedor del cambio en el poder mundial que se aparta de Occidente. Seguirá
siendo individualista, dedicado a alcanzar la mayor libertad del individuo
compatible con la libertad del Occidente histórico, pero será un individualismo
realista y contextual. En su mejor versión, el liberalismo siempre ha entendido
que los seres humanos nunca son lo que Jeremy Waldron ha llamado “átomos hechos
a sí mismos de una fantasía liberal”, sino que viven dentro de muchos tipos de
comunidades, lo que habla de profundas necesidades psicológicas de pertenencia
y reconocimiento. Este nuevo liberalismo seguirá siendo igualitario: buscará la
igualdad de oportunidades en la vida, pero también entenderá que los aspectos
culturales y sociopsicológicos de la desigualdad son tan importantes como los
económicos. Finalmente, y no menos importante, seguirá siendo meliorista,
aunque con un meliorismo escéptico, conocedor de la historia, consciente de que
esta tiene ciclos así como líneas, retrocesos igual que avances, y que el
progreso humano, en el mejor de los casos, solo se parece a la trayectoria
ascendente de un sacacorchos, con virajes hacia abajo en el camino.
Grandes
escritores y líderes de habilidad retórica serán llamados a mezclar todo eso
para crear un relato más atractivo a nivel emocional que aquellos que usan los
demagogos simplificadores y terribles para seducir a millones de corazones
infelices hoy en día. Este será un liberalismo del miedo (en la celebrada
expresión de Judith Shklar) pero también habrá de ser un liberalismo de la
esperanza. Como en una doble hélice, el miedo a la barbarie humana que siempre
puede regresar estará entretejido con la esperanza de una civilización humana
que en parte tenemos y de la cual podemos construir más.
¿Y si es
demasiado tarde? ¿Y si la influencia del liberalismo declina inexorablemente,
así como el poder relativo de Occidente? ¿Y si el antiliberal Deneen tiene
razón cuando se regodea en un “experimento filosófico de quinientos años que ya
ha terminado”? Por lo que a mí respecta, espero que en ese caso yo me hunda con
el noble barco Libertad, afanado con las bombas en la sala de máquinas mientras
intento mantenerlo a flote. Pero mientras respiro mi última bocanada de agua
salada –glup, glup– encontraré consuelo reflexionando en una última y peculiar
cualidad de Libertad. Algún tiempo después de que el barco parece haberse
hundido, vuelve a la superficie. Aún más extraño: adquiere la fuerza para
reflotar precisamente porque se ha hundido. No es ningún accidente que las
voces más apasionadas en favor de la libertad lleguen hasta nosotros, como el
coro de prisioneros en el Fidelio de Beethoven, desde aquellos que no son
libres.
Porque la
libertad es como la salud: la valoras más cuando la has perdido. El mejor
camino hacia delante, sin embargo, para las sociedades libres y los individuos,
es conservar la salud.
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