En la excelente sección, lecturas dominicales del periodico "El tiempo" de Colombia se publicó este artículo sobre la faceta de fotógrafo de Stanley Kubrik, que traigo a mi blog, no solo por lo lúcida, sino por entregarnos una óptica desconocida para muchos de este gran director de cine. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE.
El escritor Rodrigo Fresán relata los primeros años de
creación del director de cine Stanley Kubrick.
Ambas escenas se vieron por primera vez hace medio siglo,
pero transcurren en lo que entonces tendría tiempo recién treinta y tres años
después. Ambas escenas pueden volver a verse hoy y se verán una y otra
vez hasta el fin de los tiempos en lo que, seguro, es el film que cambió la
forma en la que se hacían películas hasta entonces. Film que no ha
envejecido ni en uno de sus fotogramas pero, paradójicamente, lleva el título
ahora más “arrugado” que pueda imaginarse: 2001 : A
Space Odyssey, de Stanley Kubrick, estrenada en 1968.
En la primera de las escenas, el doctor Heywood R. Floyd se dispone a informar
a sus colegas, en una sala de reunión de la base en el cráter Clavius, en la
Luna, lo relativo a la misteriosa TMA-1 (Tycho Magnetic Anomaly One), mejor
conocida como “El Monolito”. Antes de comenzar a hablar –en modalidad top
secret–, un fotógrafo con una cámara portátil de diseño cilíndrico toma
instantáneas de los presentes moviéndose de uno a otro, de mesa a atril, con la
gracia de un experimentado bailarín. En la segunda de las escenas –casi
a continuación– Floyd y su equipo descienden a la fosa donde se desenterró el
Monolito con la parsimonia que te confiere la menor gravedad y los trajes
espaciales. Y se posicionan, como si fuesen deportistas, frente a ese
ominoso y alien rectángulo negro para ser inmortalizados
frente a un fotógrafo (¿el mismo de antes? Imposible saberlo por su escafandra)
quien ahora maneja otro modelo de cámara: más aparatosa y envasada al vacío.
Cuando todo es interrumpido por un sonido agudo disparado hacia Júpiter, el
infinito y más allá.
Y ya saben cómo sigue. Lo que tal vez no sepan es cómo
empezó.
Y sí: antes de convertirse en probablemente el director de
cine más genial de todos los tiempos, Stanley Kubrick (Estados Unidos 1928 -
Inglaterra 1999) se reveló como un igualmente genial fotógrafo. Y los fans y
estudiosos de lo suyo ya estaban al tanto de la cuestión a través de varias
biografías y de algún que otro documental. Pero esta faceta inicial de
su carrera nunca había sido tan exhaustivamente estudiada y ofrecida como
ahora. En una muestra total (por estos días en el Museo de la Ciudad
de Nueva York hasta octubre de este año para luego, a no dudarlo, ponerse a dar
vueltas por el mundo) y en el imprescindible catálogo que la acompaña.
No es, claro, el único acontecimiento a destacar para el kubrickista
consumado (la efeméride ya mencionada ha dado lugar al reestreno
triunfal del filme en cuestión, al notable ensayo/crónica Space
Odyssey: Stanley Kubrick, Arthur C. Clarke, and the Making of a Masterpiece,
de Michael Benson, a una reconstrucción-virtual de la célebre y mística sci-fi entrevista
que concedió a Playboy y a sendas exposiciones que llegarán a
Madrid y a Barcelona en los próximos meses); pero sí, tal vez, el más
interesante.
Y de no estar o ir a Manhattan, siempre queda el premio mucho
más que consuelo del flamante coffee-table/souvenir book que
la editorial Taschen ha dedicado a este Kubrick cámara de fotos en mano y
quien, con los años, nunca abandonó la costumbre de llevar la cámara de
filmación al hombro o mirarlo todo antes a través de un tubo para anticipar no
el mejor sino el más perfecto encuadre.
Y no es la primera vez –y probablemente no sea la última– en que Taschen se
entregó a lo grande al más grande. Ahí están ya –y aquí los tengo– el
volumen (en versión macro y micro) dedicado a la totalidad de su obra, The
Stanley Kubrick Archives; aquel ocupándose de su monumental y
exhaustiva research para uno de sus varios proyectos
frustrados (la épica Napoleón, planeada para suceder a 2001 y
considerada por muchos como “el más grande film jamás filmado”); y ese otro con
forma de monolito (The Making of Stanley Kubrick’s 2001: A Space Odyssey).
Pero lo de antes: el recién publicado y museológicamente inaugurado Through
a Different Lens: Stanley Kubrick Photographs acaso sea el más
“interesante” de todos; porque se concentra no en la etapa de oruga de
la futura mariposa sino de alguien que nació con alas y volaba tan seguro de sí
mismo y con ojo de halcón desde el principio de sus tiempos.
Y lo primero que asombra al hojear el voluminoso volumen prologado por el crítico mayor
de The New York Review of Books Luc Sante, y perfectamente
editado y diseñado por Donald Albrecht y Sean Corcoran (curadores/comisarios
curtidos del Museum de la Ciudad de Nueva York; mostrando no sólo las ciento
veinte fotos a solas escogidas a partir de más de diez mil negativos en
trescientos encargos, sino también su disposición en las páginas de revistas de
los 40 y 50) es descubrir la cantidad de fotografías que uno admiró
durante décadas sin siquiera imaginar que habían sido disparadas por Stanley
Kubrick.
Mi caso: esas fotos de Montgomery Clift (como paradigma de lo cool antecediendo
a los fotos icónicas que vendrían luego de Marlon Brando y James Dean) durante
el rodaje de The Heiress y desayunando y jugando con hijos de
amigos y posando con t-shirt blanca o corbata floja; la de los
ensayos para el musical de Broadway Kiss Me, Kate; esas otras
del cartoonist de The New Yorker, Peter Arno en
acción; Frank Sinatra live (haciendo foco más en los rostros
extáticos de las fans que en el del divino crooner); Dwight D.
Eisenhower en la Columbia University; aquellas de las legendarias fiestas que
daba el director de orquesta Leonard Bernstein; el muñeco adorado por los niños
Howdy Doody... Y todas esas fotos “en el acto” de gente de a pie o personas
en acción: lustrabotas, hombres y mujeres entrando y saliendo de sus trabajos,
modelos desfilando y bailes de debutantes, pintadores de carteles en los
flancos de rascacielos, chicos que se escaparon de sus escuelas y paseantes por
Coney Island, boxeadores y ajedrecistas y músicos de jazz (tres
pasiones de Kubrick cuyos “sistemas” y “modales” aplicó más tarde en los sets
de filmación y salas de montaje), una visita al rodaje de The Naked
City, choferes cambiando neumáticos, pacientes en la sala de espera del
dentista, una pareja en llamas y sorprendida en pleno abrazo en una escalera de
incendios, un mono mirando a los visitantes del zoológico y los visitantes
mirándolo desde el otro lado de la jaula...
...y, claro, en el principio de todo el rollo esa foto.
No el Big Bang pero sí el Big Click y capturada por un Stanley Kubrick de
apenas dieciséis años: el retrato espontáneo de un vendedor de periódicos
devastado por la tristeza y rodeado por titulares de periódicos informando
acerca de la muerte del presidente Franklin Delano Roosevelt el 12 de abril de
1945. El adolescente Kubrick –pésimo y soberbio alumno porque “el
colegio no me interesa” obteniendo sin demora el odio de todos sus profesores
de secundaria y tiempo después concluyendo que “de haberme dedicado a estudiar
jamás habría llegado a director de cine”– pasaba por allí con la cámara Graflex
al cuello. Un regalo de su padre tres años atrás y quien tenía
instalado un cuarto oscuro en el piso de la familia en el Bronx. Y
Kubrick vio y venció y vendió la toma por veinticinco dólares a la
revista Look, competencia de Life. Entonces, Life representaba
el establishment y la pulcritud y publicitaba la perfección
del Gran Sueño Americano. Look, en cambio, era más imprevisible,
original y no le hacía ascos a sombras y turbulencias. Y puso de moda eso de
fotógrafo y redactor siguiendo a alguien –célebre o anónimo– para ver qué hacía
o qué deshacía.
La foto del día de la muerte de Roosevelt fue la primera de
muchas –los editores fotográficos de Look vieron y
creyeron el precoz resto del portfolio del joven y le ofrecieron 50$ a la
semana en calidad de aprendiz– y para 1948 el quincenario presentaba
en una columna de colaboradores a su joven estrella como “veterano a sus 19
años” y fotógrafo más joven en toda la historia de la publicación y haciendo
bromas en cuanto a su propensión a olvidar llaves y gafas. Pero,
también, temblando ante la manera en que el joven al que pronto ya no hubo nada
que enseñarle acometía sus misiones. Así, en su primer gran encargo
para Look –recopilado en las páginas del libro y en las
paredes de la exposición– Kubrick viajó una y otra vez bajo tierra, a lo largo
de dos semanas, antes de considerar que su lente había conseguido captar a la
perfección (con la cámara al cuello pero el disparador escondido en un
bolsillo) las idas y las vueltas de los pasajeros en el metro de Nueva York.
Para 1950, Kubrick le comunicó a sus jefes que renunciaba
porque ahora tenía ganas de sacar fotos que se moviesen y hablasen y buena
suerte a sus amigos Weegee y Richard Avedon y Diana Arbus.
Pero ha quedado más que bien fijado y en foco que el joven
Stanley Kubrick se fue de allí no sólo sin rencor sino con un profundo
agradecimiento. En Look, Kubrick aprendió to look, a
mirar. “Mi paso por Look fue algo increíblemente
divertido y educativo. Fue mi alma mater. Y la ciudad mi aula. Para
cuando cumplí 21 años yo ya tenía cuatro años de experiencia privilegiada y
valiosísima observando el modo en el que las cosas funcionaban en el mundo...”. Y
en Look Kubrick también aprendió la mecánica de trabajo dentro de un
determinado sistema (junto a editores y redactores y modelos y diagramadores) y
pulió su faceta de control-freak absolutista ya célebre por
investigar en los botiquines de las casas de sus fotografiados para enterarse
de dolencias y vicios.
Nada cuesta comprobar los alcances de una lección bien
aprendida en la posterior disposición y composición de personas en escenarios
como aquella war room demencial, en el pie y las gafas de Dolores
“Lolita” Haze, en los salones de palacio con luz de vela por los que trepa el
pícaro Lyndon, en los pasillos resplandecientes del Overlook Hotel o de aquel
otro milenarista hotel en los confines del universo, en la marcha de los
soldados alabando a Mickey Mouse en Vietnam o corriendo por las trincheras
primerizas de Francia, o en la Manhattan nocturna y reconstruida en estudios
por la que se pierde y se encuentra un Tom Cruise con cara de no saber cuándo
va a poder salir de allí. Allí, en todas partes de ese territorio
conocido como Kubricklandia, puede rastrearse sin dificultad alguna los muy
positivos negativos de todo lo que Kubrick aprendió en Look para,
enseguida, enseñar después. En LookKubrick aprendió a
obsesionarse, a ser un obsesivo para –años después– demandar el mismo grado de
compromiso en todos y cada uno de sus colaboradores.
Y la foto en la portada de Through a Different Lens es, sí,
una de esas proverbiales imágenes que, lo siento, nunca dirán más de mil
palabras; pero que sí, en su perfección conceptual, alcanzarán la altura de
varias palabras justas y exactas. Allí, una imagen inédita hasta ahora de la showgirl Rosemary
Williams maquillándose frente al espejo con el muy joven Kubrick (con ese aire
de bebé gigante que también tuvo en sus inicios el también genial Orson Welles)
apretando el obturador y consiguiendo algo que ya, desde el principio, es una
forma de credo artístico y existencial. Un “De acuerdo, ahí está el
modelo de turno o el actor del momento; pero a sus espaldas o frente a todos
siempre estaré yo, se me vea o no se me vea, viendo y controlándolo todo...
Ahora mira a cámara y no digas nada”.
En Stanley Kubrick de Vincent LoBrutto –tal
vez la mejor de las biografías que anda dando vueltas por ahí– se recuerda que
“la fotografía puede ser el más seductor de los hobbies” y que tuvo
particular impacto e influjo entre los jóvenes durante los años que siguieron a
la Segunda Guerra Mundial y encendieron la caliente Guerra Fría. De
ahí, de esa constante inminencia apocalíptica, tal vez la compulsión por
registrarlo todo. Por retratar aquello que mañana podría ya no estar
allí arrasado por la floración en cadena de esos hongo atómicos que Stanley
Kubrick hizo estallar al final de Dr. Strangelove or: How I Learned to
Stop Worrying and Love the Bomb.
En las páginas de la biografía de Kubrick por LoBrutto se
revisita el principio del principio: un Kubrick pésimo alumno pero excelente a la hora de
capturar a un profesor de inglés (Aaron Traister, uno de los pocos que entendió
que detrás del silencio despectivo de ese muchacho había alguien interesante y,
posiblemente, con motivos para ser así) con un ejemplar de Hamlet en
mano y ya disponiendo las tomas no como postales aisladas sino como si fuesen
la secuencia de una acción y el antecedente directo de artículos gráficos
en Look. Artículos con títulos del tipo “¿Cómo gastarías
1000 dólares en una semana?” o “¿Cuál es tu idea de pasar un buen rato?” o “¿Es
un atleta más fuerte que un bebé?” o “¿Qué es lo que hace que no puedas cerrar
los ojos?”.
“Los temas de mi trabajo para Look eran, por lo general, más bien tontos. Pero
yo intentaba salirme con la mía. Y, además, siempre tuve muy claro que para
poder dirigir una película primero tenías que saber acerca de fotografía”.
Así, en lo que Look encargaba a Kubrick, las preguntas
estaban en el titular. Pero las respuestas, siempre, venían en las fotos de
Kubrick.
***
“Stanley siempre actuaba como si supiese algo que tú no
sabías”, escribió
Michael Herr, el escritor y periodista y colaborador de Kubrick en el guión
de Full Metal Jacket. Y está claro que esta en lo cierto. Pero
Herr se quedó corto en su apreciación: Kubrick sabía muchos algos, sabía todo.
“Me dicen que Stanley Kubrick no se conforma con dirigir y montar la película
sino que, además, tiene los planos de todos los cines más importantes del mundo
y supervisa que la posición y número de butacas sean los correctos y es capaz
de llamar por teléfono al proyeccionista para quejarse porque alguien le
comentó que la alineación entre proyector y pantalla no estaba bien medida. Me
dicen que Kubrick suele decir ‘No me digas las buenas noticias porque
sólo funciono cuando hay problemas para solucionar’... Lo admiro pero no lo
envidio”, comentó Federico Fellini. “Una de esas personas
perturbadoras, que producen la sensación de estar completamente de acuerdo con
uno para después hacer lo que se le da la gana”, apuntó Vladimir Nabokov.
Stanley Kubrick nos propone problemas: aquello que quería que supiésemos para
que después pudiésemos ver cómo lo solucionaba a su manera y haciendo su
voluntad, con sus ojos ante los nuestros. Con esa mirada, con esa
manera de mirar, con esa posición de rostro y ojos. La cabeza hacia abajo, las
pupilas hacia arriba. Siempre. Así nos veía Stanley Kubrick desde sus
películas, y ésta es la mirada que se repite una y otra vez, como en un juego
de espejos, como en una carrera de postas en todas ellas desde la primera a la
última. La mirada de la mujer acechada por soldados en Fear and
Desire, la del boxeador derrotado en Killer’s Kiss, la del
ladrón descubierto en The Killing, la del condenado a muerte
en Paths of Glory, la del esclavo libre en Spartacus,
la de la mujercita fatal en Lolita, la del científico loco en Dr.
Strangelove, la del astronauta sin retorno en 2001: A Space Odissey,
la del drogo feliz en A Clockwork Orange, la del trepador caído
en Barry Lyndon, la del escritor demente en The Shining,
la del recluta enloquecido en Full Metal Jacket, la de la esposa
que fuma marihuana en Eyes Wide Shut. La del mismo Kubrick
mientras miraba todas esas miradas desde el otro lado de la cámara, sin apuro,
lejos de las presiones y los tiempos de un sistema al que no reconocía como
suyo pero en el que, sin embargo, reinaba solitario y único. Mirando
de abajo arriba, sabiéndose en lo más alto. La mirada con que pedía que lo
mirásemos fijo antes de disparar y atraparnos para siempre, en foto o en fotograma.
La mirada de un dios en lo suyo y, sí, los detractores de Kubrick siempre lo
acusaron de creerse dios y sus adoradores siempre alabaron el que así lo
creyera.
Y vale la pena, pienso, despedirse con el flash de
un chiste que, seguro, provocará en todos la sonrisa perfecta antes del click insuperable.
A saber y a repetir: Steven Spielberg –quien heredaría y llevaría a cabo la
última voluntad de Kubrick: el proyecto que pensaron a dúo y que acabó siendo A.I. Artificial
Intelligence y su niño robot– se muere, va al cielo y San Pedro no lo
deja pasar. “Los directores de cine van al Purgatorio. A Dios no le
gustan los directores de cine”, le dice el santo al cuidado de las puertas
del cielo. Un cabizbajo Spielberg se está yendo cuando, al otro lado de las
verjas, ve pasar caminando al director de 2001 con el ceño
fruncido y el paso lento. “¡Un momento!”, exclama Spielberg, “Si los
directores de cine no pueden entrar al Paraíso, ¿cómo es que ahí está Stanley
Kubrick?”. San Pedro le sonríe dulcemente y responde: “Ése no es
Stanley Kubrick, amiguito. Ése es Dios. Dios se cree que es Stanley Kubrick”.
Y algo me dice que ese ser superior y monolítico lleva una cámara colgada del
cuello.
Y apunta hacia Spielberg.
Y dispara.
Y da en el blanco y negro de otra inolvidable foto de Stanley Kubrick, de otra
de sus tantas fotos de película.