El aniversario de Mayo
del 68 en París amerita la reproducción de este excelente artículo de la
revista “Ñ” de Clarín, que espero sea del gusto de mis lectores.
CESAR
HERNANDO BUSTAMANTE
Lucia Álvarez
Con cada aniversario, la pregunta se repite: ¿cuál es el
legado de Mayo del 68?, o incluso más utilitarista, ¿qué dejó? ¿Qué nos queda
de él? Aunque es una interrogación que le cabe a cualquier acontecimiento
histórico resulta especialmente sensible en este caso porque los efectos no son
obvios ni evidentes. A diferencia de otras revoluciones en el siglo XX, Mayo
del 68 no modificó un ordenamiento global, ni planteó una manera novedosa de
organización del Estado, la política o la economía. Ni siquiera cambió en forma
inmediata las relaciones de fuerza de su país.
De un modo apresurado, uno estaría tentado de adjudicarle el
fin del gobierno de Charles de Gaulle, en abril de 1969, pero lo cierto es que
ya en junio del 68 esa comuna que conmovió y paralizó a Francia empezó a decaer
lentamente y sin ningún tinte trágico, sin horror, casi sin muertes. Lo que
explica por qué sus más fervientes adversarios le niegan aún hoy cualquier
relevancia histórica. “¿Acaso pasó algo en Mayo del 68?”, preguntaba irónico en
una de las recientes conmemoraciones Michel Houellebecq.
Quienes intentan reivindicarlo suponen que Mayo del 68 dejó
un legado de otro orden, que anticipó o permitió un conjunto de
transformaciones en las relaciones sociales o, mejor aún, que modificó sustancialmente
el vínculo entre política, sociedad y cultura. Mayo del 68 aparece como una
fuerza democratizadora y antiautoritaria, la inauguración de una racionalidad
política que rechaza cambiar el mundo a través de la toma del poder porque
impugna al poder en sí mismo, así como la vida gris y opaca que ofrece el
capitalismo, aun en su versión Estado de Bienestar.
París, el histórico 13 de mayo. El líder estudiantil Daniel
Cohn-Bendit, un ícono de esos meses, se dirige a la multitud de manifestantes.
Ese día de paro se convertirá en una huelga masiva y prolongada.Foto: AFP.
Desde esta perspectiva, Mayo del 68 se presenta como una
nueva hipótesis de militancia, el surgimiento de movimientos sociales, la
renovación de un pensamiento de izquierda en el que el sujeto revolucionario no
es uno (un proletariado de fábrica, asalariado, urbano, masculino y adulto) ni
preexiste a la Revolución. También de él se recupera la embriaguez propia de
toda revuelta, el deseo de una forma de vida en la que haya lugar para la
espontaneidad, la creación, la pasión, lo indeterminado.
Pero quizá el legado más evidente y concreto que haya dejado
Mayo del 68 sean los textos, cientos de libros, notas, entrevistas,
producciones, ensayos fotográficos interpretando al acontecimiento. El
historiador marxista Eric Hobsbawm registra que para diciembre de 1968 ya se
habían publicado en Francia cincuenta escritos sobre los sucesos, razón por la
cual en ese verano los sesentayochistas repartían un volante que denunciaba:
“quieren desechar una sublevación tan inquietante, aplastándola bajo una pila
de libros”.
Esa proliferación que Mayo del 68 despertó casi
inmediatamente nunca se detuvo. En estos cincuenta años, se intentó una y otra
vez darle un nombre y cerrar su sentido: insurrección, estallido, revolución
cultural, fracaso político. Cada intento de clausura, sin embargo, fue exitoso
parcialmente. Antes que terminar con él, la disputa interpretativa lo mantuvo
como un suceso vivo y vital, una pieza de controversia, un tema de reflexión,
un objeto de consumo cultural.
Por eso, Mayo del 68 todavía puede resultar interesante,
porque además del Mayo-acontecimiento, ese suceso inesperado e irrepetible de
la historia de los movimientos populares, está el Mayo-interpretación, un
tejido de lecturas que desde distintas tradiciones político-intelectuales, lo
condenaron, lo glorificaron y también lo conservaron como una incógnita.
No todas esas miradas, sin embargo, tuvieron el mismo peso a
lo largo de estos cincuenta años. La historia de la historia de Mayo del 68
muestra que desde hace un tiempo domina una mirada más bien caricaturizada de
él, una que lo reduce a un conflicto generacional, juvenil, casi hormonal, a un
conjunto de consignas que todos reconocemos y que hoy suenan más publicitarias
que poéticas. Y no es casual que esa lectura tenga sus orígenes en el décimo
aniversario de la revuelta francesa, momento que coincide con la declinación de
la izquierda y los principales teóricos del marxismo en Europa, así como con la
desilusión generada por el devenir de las experiencias comunistas.
Un parisino desmonta una barricada en el Barrio Latino. Foto:
AFP
Hasta finales de los setenta, Mayo del 68 se inscribía en un
cuadro interpretativo marxista-libertario, es decir, aun quienes, como el
filósofo conservador Raymond Aron veían en él un psicodrama, o como Cornelius
Castoriadis, una revolución fallida, pensaban el suceso en relación con el eje
revolucionario: cuánto se alejaba o no de los programas clásicos de la
izquierda de los sesenta. De modo similar, leninistas, maoístas y trotskistas
veían en Mayo una revolución traicionada; denunciaban al Partido Comunista
Francés y la Confederación General del Trabajo de haber desaprovechado un
movimiento de masas sin precedentes, generado en el centro de Europa.
Muchos de los debates intelectuales de esos primeros años
también giraron en torno al eje revolucionario: al problema de la integración
de la clase trabajadora en la sociedad de consumo; la crítica a la alienación y
la sociedad del espectáculo; la adopción de formas autogestionarias; el rechazo
a la toma del poder; el lugar de la espontaneidad.
Sin embargo, en el primer aniversario un impulso revisionista
modificó casi radicalmente el sentido del acontecimiento, y así ganó terreno un
marco interpretativo elaborado desde el pensamiento liberal. El hito que
inauguró una nueva mirada sobre Mayo fue la publicación de Mayo del 68,
una contrarrevolución exitosa del filósofo francés Régis Debray. Quien
fuera asesor del ex presidente francés, François Mitterrand, propuso entonces
leer ese suceso como el clivaje que habilitó el tránsito entre una Francia
anquilosada en sus viejas tradiciones (y por ello, antieconómica) y una Francia
moderna y productivista. Para Debray, Mayo del 68 había colaborado tanto con la
eliminación de la figura del proletariado como con la mercantilización del
individuo, y por eso, había sido el aliado preciso que el capital necesitaba
para avanzar hacia el modelo neoliberal. Si la república burguesa festeja su
nacimiento en la toma de la Bastilla –dijo entonces– festejará su renacimiento
en la toma de la palabra de 1968.
En la década siguiente, en los ochenta, ese giro
interpretativo se volvió aún más radical y el individualismo se convirtió en
uno de los conceptos clave que ordenaron el sentido de Mayo del 68. No
contentos con proclamar la idea de que fue funcional al desarrollo de una
burguesía moderna y liberal, un grupo de intelectuales promovió la idea de que
esa sociedad de consumo y posmoderna era, paradójicamente, la realización en
los hechos de los deseos más profundos de Mayo del 68. Se sobrentendía de ello
que Mayo del 68 no había sido una revolución en la revolución, como proclamaban
los jóvenes franceses, sino el fin de toda utopía revolucionaria.
Quizá por escandalosa, o por excesivamente acorde a su
tiempo, esa mirada de Mayo del 68 fue convirtiéndose en hegemónica y terminó
por consolidarse en otro aniversario, en el año 2008, durante un acto
proselitista en Bercy del entonces candidato a la presidencia de Francia,
Nicolás Sarkozy. En su discurso, Sarkozy acusó a Mayo del 68 de ser el
responsable de casi todos los males de la sociedad francesa contemporánea: el
culto al dinero, el provecho a corto plazo, la especulación, el relativismo
moral e intelectual, el fin de la autoridad, el odio a la familia, a la
sociedad y al Estado. “Mírenla, escúchenla, esta izquierda que desde Mayo del
68 dejó de hablarle a los trabajadores, de sentirse preocupada por la suerte de
los trabajadores, de amar a los trabajadores, porque rechaza el valor del
trabajo”, señaló. Así, se terminaba de sellar aquella mirada del Mayo parisino
y juvenil, el de las barricadas-adoquines-slogans, que los medios de comunicación,
la política instituida y el saber intelectual (todo aquello que Mayo del 68
atacó) fueron modelando durante años junto a las memorias de muchos de sus
protagonistas, convertidos por esos años en integrantes de distintos espacios
de poder.
Quizá la evidencia más grande del éxito de esa operación sea
que hoy casi nadie asocie a Mayo del 68 con la gigantesca huelga obrera que
despertó. Nueve millones de trabajadores, casi toda la fuerza laboral de
Francia de esos años, en huelga: paro de transporte, de bancos, de recolección
de basura, de correos, de televisión, desabastecimiento. Una interrupción total
de la vida tal como los franceses, y no solamente los parisinos, la conocían.
Y si esa caricatura fue posible se debe, principalmente, a la
propia carga de ambigüedad del acontecimiento, a su impureza. Porque Mayo del
68 fue muchas cosas contradictorias a la vez: deseo de revolución y crítica de
la revolución; cuestionamiento a una sociedad de consumo y demanda de
integración a ella; un movimiento de masas que rechazaba la figura del poder
tanto como lo situaba en el centro de la discusión política. Fue además una
revuelta estudiantil, con reclamos y agendas específicas, que negó al
estudiante como sujeto revolucionario y se soñó (y proyectó) como revuelta
obrera. Y fue una huelga obrera hecha por trabajadores que, antes que provocar
una crisis revolucionaria, deseaban una integración plena a la sociedad de
bienestar.
Difícil predecir qué se hará de él en este cincuenta
aniversario, si algo de su crítica radical podrá evitar la coagulación de estos
años. Si Mayo del 68 podrá ser algo más que una anticipación de este presente
en el que, como dice Slavoj Žižek, podemos reírnos del fin de la historia,
mientras somos todos fukuyamaístas, porque hoy la mayoría de nosotros cree que
la mejor sociedad posible es una solo un poco menos injusta y desigual que
esta. Conocemos el escenario en Europa: liberalismo económico, conservadurismo
cultural, desánimo, una ruptura cada vez mayor del principio de igualdad. Un tiempo
esquivo para que Mayo del 68 pueda renovar sus esperanzas.
Lucía Álvarez es socióloga, investigadora y periodista. En
mayo publicará el libro "Mayo 68. La revuelta francesa y sus huellas en la
Argentina" (Ariel/Paidós).
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