Beatriz González es un
artista Colombiana de muchos quilates, su obra no sólo es importante y
reconocida en nuestro país sino en el mundo. Lleva mucho años en un trasegar vital como creadora, sus aportes son significativos, rompió esquemas y siempre sorprende. Ahora expone en el museo Reina Sofia de
España, realmente ha conmovido a la crítica, no solo por la calidad de la
muestra sino en un claro reconocimiento a su trayectoria y logros, el periplo
que ha hecho por Europa continua con éxito, la crítica ha llamado la
atención sobre esta muestra, reconoce la capacidad para incorporar a su mundo creativo los temas y
realidades que atienden a problemas emblemáticos de nuestro entorno, siempre
creando, incorporando nuevas formas. Este es un excelente artículo publicado
por la revista “Babelia” del país de España, que traigo a colación no solo por
lo lúcido sino por el justo homenaje que le brinda. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Ocupa un lugar único en el arte latinoamericano como pionera
pop y como cronista de Colombia. A ella se rinde el Museo Reina Sofía con una
amplia retrospectiva
BEA ESPEJO
19 MAR 2018 - 18:02
Había una gaseosa que circulaba en los años cuarenta por
Bucaramanga, ciudad natal de Beatriz González (1938), que despertaba
toda su fascinación. Era conocida como Leona Pura, nombre propio de refajo,
mucho más mundano. En la imagen de la botella aparecía otra botellita, y esa
botellita contenía otra, y a su vez otra. Era la botella en la botella en la
botella, un poco ella, una matrioska con varias beatrices dentro.
La más pequeña guarda dentro un grito: “¡Una artista, una artista!”. Lo soltó
una de sus profesoras del colegio al ver el dibujo de una mandarina en manos de
una Beatriz de 10 años. Fue la primera vez que escuchó esa palabra, que ya no
la abandonaría jamás. Lo cuenta con voz risueña, segura, carismática. Es
consciente del poder destructor de la risa, que ha convertido en uno de sus
signos distintivos. También su amor por la justicia, sin matices ni
concesiones. No deja títere con cabeza. Toda su obra reacciona al culto a la
violencia que ha caracterizado la política colombiana durante las últimas
décadas, aunque las escenas que ella lleva a la tela rehúyen del estilo
violento. La suya es una pintura meditativa, serena, que escenifica un duelo
que preserva la memoria. Un recóndito lugar donde la artista busca tiempos de
paz.
Sobre esa idea está organizada la exposición con la que
el Museo Reina Sofía revisa ahora su extensa trayectoria. Está comisariada
por María Inés Rodríguez, directora del CAPC de Burdeos, por donde ha pasado ya
esta muestra que en otoño ocupará el KW de Berlín. La exposición es exigente,
sí. Por suerte. Mal vamos si la “exigencia” es la excusa que tienen los
políticos para las destituciones, como el despido que le acaba de ser anunciado
a esta comisaria en el citado centro francés. No deja de ser curioso cómo
Beatriz González siempre se ha volcado en el juego de lo popular y su poder de
subversión. Optó por ello pronto, en cuanto la empezaron a tachar de “fina e
inteligente”. Por aquel entonces, estudiaba a Velázquez y Vermeer, pensando
cómo hacer una versión propia de una gran obra. La cosa tambaleaba hacia una
abstracción que paró en seco.
El primer hilo popular del que tiró fueron las láminas
Molinari. Producidas en Cali, estas estampas estaban llenas de santos y
próceres nacionales. Patriotas todos ilustres y todos hombres. Los colores
vivos y planos de estas láminas los llevó a una pintura que huía de los gordos
de Botero, su coetáneo, sólo tres años mayor que ella. En 1965, con 27 y
avivada por Marta Traba, profesora de historia del arte en la Universidad de
los Andes de Bogotá —su “descubridora”, dice—, pintará su obra más conocida, Los
suicidas del Sisga, en la que encontró la esencia de su yo artístico.
Hoy es uno de los símbolos del arte nacional, aunque parece que la etiqueta no
le pesa: “La memoria está escondida en los archivos. Gracias a los procesos
artísticos y técnicos a los que someto las imágenes de prensa que conservo en
ellos, estas se convierten en iconos. Y el icono, al difundirse como obra de
arte, posibilita la supervivencia de la memoria”, dice.
Parece un acertijo. De los recortes de prensa de crímenes,
las fotografías de luchadores en gimnasios, de reinas de belleza y avisos
publicitarios, la artista llegó a la plancha de metal. Al poco tiempo entraron
los muebles y el esmalte sintético en su estudio en Bogotá. En una cama postró
el retrato del señor de Monserrate. A esta obra la llamó Naturaleza
casi muerta (1970). La última cenade Leonardo la plantó
en La última mesa (1970) y La Virgen de la silla de
Rafael Sanzio fue directa a un tocador (1973). De ese consumo masivo que fueron
las gráficas populares y la prensa, Beatriz González extrae sus contextos para
mirarlos desde otro lugar. De algún modo, desacraliza las imágenes consagradas
como fetiches de la cultura occidental para que el espectador reflexione sobre
la alineación a la que está sometido. Nos abre los ojos.
A finales de los setenta pasó de los muebles a las cortinas.
“Del mueble me interesa la posibilidad de negar los parámetros de una obra de
arte tradicional, y las cortinas de plástico son una conclusión de ese capítulo
de los muebles. La idea apareció viendo un tomo de la enciclopedia Salvat en
cuya cubierta se reproducía el cuadro Le déjeuner sur l’herbe, de
Manet estaba tan desteñido que parecía una carpa de circo. Fue entonces cuando
empecé a hacer las cortinas, que están entre la tercera dimensión de los
muebles y la bidimensionalidad de la pintura. Aunque toda mi obra es pintura.
También pensaba en ese formato por asociación: cualquier cuadro de la pintura
universal que me pareciera un telón de fondo lo pintaba en la cortina”, relata.
Con su versión de Manet, titulada Telón de la móvil y cambiante
naturaleza (1978), entró ese año en la Bienal de Venecia. Con otra de
sus cortinas míticas, Decoración de interiores (1981),
participó el año pasado en Documenta 14. Una obra que vemos también en la
exposición Campo a través. Arte colombiano en la colección del Banco de
la República, en la Sala Alcalá 31 de Madrid. “Siempre me he apropiado
de obras de arte de la cultura universal con la conciencia de que la obra de
arte, al mostrarse en los países subdesarrollados, sufría una transformación
visual y mental. Es decir, no se ve de la misma manera en Latinoamérica que en
Europa”.
La artista colombiana se ha dado el lujo de dominar los
medios y procedimientos y, sobre todo, de transferir con talento las pinturas
en que se inspira. No sólo las revisa sino que las rebasa. Dice que la crítica
la ha tratado bien y que intenta sacar provecho de la desfavorable. Pronto la
calificaron de transgresora y pop, aunque su pintura nada tiene que ver con la
de artistas como Warhol, que se apropiaba de imágenes de la actualidad pero
imitando el estilo neutral e impersonal de esas imágenes. Lejos de eso, Beatriz
González convierte los periódicos en un diario privado y consigue que ese
diario íntimo sea político.
Con la llegada al Gobierno de Julio César Turbay, en aquel
1978, su postura ética dio un salto y tomó posición crítica. Se convirtió,
como Goya, a quien idolatra junto a Rembrandt, en pintora de la
corte. Casi todos los días hacía un dibujo del presidente. La cosa era, claro,
punzante, y culminó con una gran cortina en que Turbay aparece disfrutando de
una fiesta rodeado de admiradoras y la gigantesca descripción de la Asamblea Constituyente
de 1991. La artista nunca ha escondido su amor por la caricatura ni su desapego
por la política. “Siempre que puedo recuerdo que no soy una artista política ni
una pintora comprometida a la manera en que lo son los muralistas mexicanos. El
artista se compromete con la realidad en el momento en que tiene la voluntad de
sentir que su obra puede servir como una reflexión histórica. Como dijo
alguien, el arte cuenta lo que la historia no puede contar”.
En esa construcción de la memoria alza el vuelo su obra Auras
anónimas (2009). Hasta 9.000 lápidas pintó para los columnarios populares
del Cementerio Central de Bogotá, edificios construidos entre 1930 y 1950 que,
ante la amenaza de su destrucción en 2003, movilizaron a otra artista
colombiana, Doris Salcedo, a salvar su arquitectura. Y lo consiguió. Para
las lápidas, Beatriz González revisó las imágenes de cargueros, un tema que
demuestra cómo ha cambiado Colombia con la guerra. Si en el siglo XIX los
cargueros trabajaban cargando vivos, ya que era el medio de transporte que
usaban los viajeros para conocer el país y comerciar, hoy los cargueros llevan
muertos. Ellos cierran la exposición.
Todas sus imágenes esconden otras imágenes; y estas, otras.
Un largo camino al conocimiento. También a ella le persigue, aunque su labor
pedagógica siempre se ha situado dentro del museo. Cuando llegó al Museo
Nacional de Bogotá había 16.000 piezas por investigar. Bromea diciendo que
tal vez sea profesora de Bellas Artes con 80 años, “cuando sepa lo que pueda
enseñar”. Este año los alcanza. Es difícil pensar en otra artista que haya
escrito tanto y tan bien del arte de su país. Igual la clave está en su postura
metódica, crítica, tragicómica, mordaz. Así responde a la pregunta sobre cómo
escribir la historia del arte del mañana: “El momento actual permite que el
arte sea inteligente, reflexivo y exigente. Así será su historia”.
‘Beatriz González. 1965-2017’. Palacio de Velázquez. Parque
del Retiro. Madrid. Hasta el 2 de septiembre.
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