He querido transcribir esta columna aparecida en “El país”
de España a propósito del premio nobel, porque se sale del lugar común, de
hecho cuestiona de alguna manera la falta de sindéresis de la academia, aunque reconoce los atributos narrativos de Ishiguro. Le suma la tierra movediza en que
ciertos narradores del presente siglo y el anterior se mueven con placidez,
comodidad e inexplicablemente mucho éxito, son obras exentas de calidad narrativa
y valor estético, resuenan para la crítica y se venden como salchichas, la magia del mercado que también cuenta.
Es importante que la Academia Sueca haya valorado la extraña
y espinosa forma en que los 'grandes temas' se articulan en la obra de
Ishiguro, ajena a la latosa orfebrería léxica y a la sentencia viril.
LUIS
MAGRINYÀ
7 OCT 2017 -
08:08 COT
A lo largo del siglo XIX, el género novelístico fue
estableciendo una alianza entre autor y autoridad que, ya propiciada por la
etimología, pasó por las previsibles fases de confianza, engreimiento,
escepticismo y burla sin acabar de renunciar nunca, es curioso, a eso que ahora
ya tópicamente llamamos «el control férreo del narrador». De hecho, tales fases
no fueron tanto sucesivas como simultáneas, porque los novelistas, conscientes
de tener el «control», se permitían alternar, hasta en una misma obra, el
crédito con el descrédito, la satisfacción con la frustración, la bravuconada
con el ridículo. Como nada se les escapaba, aunque de hecho se les escapara,
podían hacer ambiciosas enormidades como Balzac o Zola, Tolstói o Dostoievski,
payasadas como Thackeray o Dickens (y Dostoievski también), o ser delicadísimos
como Turguénev... o delicadamente crueles como Flaubert.
La conciencia de que sí, ¡por el amor de Dios!, siempre hay
algo que se escapa tal vez fuera responsable de que Chéjov no se dedicara nunca
realmente a la novela sino al cuento y a la nouvelle, y de que
algunos de los experimentos más exquisitos sobre la limitación del poder y la
(con)ciencia del narrador (James, Melville) se concretasen también, más que en
novelas, en nouvelles. Pero, aun así, en esos rinconcitos
abreviados, empequeñecidos, donde los narradores podían perderse e inducir al
lector a dudar de su autoridad, subsistía la duda de si no habrían encontrado,
en las estrecheces justamente, el sitio donde eran más poderosos. En 1925, en
una novela de más de 400 páginas (una metanovela, encima), Los
falsificadores de moneda, Gide se presentaba como un autor/narrador que «se
pregunta con inquietud adónde va a llevarle su relato»... pero al mismo tiempo
se regalaba con un capítulo titulado «El autor juzga a sus personajes». En descargo
de tanta coquetería, añadiremos que la metanovela finalmente resolvía
(sí, resolvía) con la mayor seriedad y compromiso el dilema entre
autor y autoridad.
Toda la obra publicada de Kazuo Ishiguro, a excepción de la
última, El gigante enterrado (2016), está escrita en una primera persona que
desde el principio parece no creerse ni ella misma lo que dice. Su novela más
famosa, Los restos del día (1989), empieza así: «Cada vez es
más probable que haga una excursión que desde hace unos días me ronda por la
cabeza»; la tercera frase es: «Según la he planeado, me permitirá llegar hasta
el oeste del país». Tal conjunción de incerteza y probabilidad, de vaguedad y
cálculo, es característica de la narrativa de su autor, que parece toda ella
confiada a un individuo tan celoso de su capacidad de control como advertida o
inadvertidamente sujeto a lo incontrolable. Normalmente su vanidad se estrella
contra los hechos, aunque nunca reconozca o tarde muchísimo en reconocer la
catástrofe. Los novelistas del XIX podían tratar con sorna o con timidez el yo;
Ishiguro parte de un yo que, visto desde fuera más que (en patéticos momentos
de lucidez) desde dentro, no es nada.
Esta cualidad terrible no se expresa, sin embargo, con los
habituales trucos neorrománticos del siglo XX y aún del XXI (fanfarrias,
languideces, jueguecitos pueriles), sino con una extrema y a menudo
desesperante formalidad. Una formalidad que resulta algo extemporánea pero que
se entiende de inmediato cuando en los primeros epígrafes o líneas de las
novelas sale a relucir la palabra «Japón» (en las dos primeras) o la más
ominosa todavía «Inglaterra» (en todas las demás). Los narradores de Ishiguro
están educados en la virtud cívica de no decir y es extraordinario el partido
que el autor, a nivel estilístico y estructural tanto como moral, saca de esa
represión que obliga continuamente a la digresión, al circunloquio, a la
corrección, a todas las estrategias concebidas para no ofender a nadie –ni
siquiera a uno mismo− y facilitar la cohesión social. Por una parte, afecta a
la construcción temporal de la narración, conducida con increíble virtuosismo a
través de continuas interrupciones, aplazamientos, anticipaciones y retrocesos,
como si la linealidad –y he aquí un malicioso y bonito vuelco a uno de los
tabús de la posmodernidad− fuera una grosería. Por otra, se aplica al estilo, a
la misma frase, donde todo ruido está de más, las metáforas y la pedrería se
evitan porque son de mal gusto, y el acabado plano, ultraprosaico, clónico y hasta atontao se
revela en tremendas atenuaciones como «Mi padre estaba inconsciente y tenía la
cara de un tono gris muy singular» o «Me ha venido a la cabeza que una vez te
hice cosas horribles, esposo». Joyce Carol Oates recriminó a Los
inconsolables (1995) ser «un Kafka medicado con Thorazine»; tal vez no
vio el espléndido alcance que, a todos los efectos, especialmente en la
destrucción del yo, de su autoridad y de su lenguaje, podía tener un
neuroléptico.
Las alegaciones de la Academia sueca para otorgar el Premio
Nobel a Ishiguro no difieren mucho de la defensa que hizo, precisamente de Los
inconsolables, el arzobispo de Canterbury en julio de 1996: «ofrece una potente
descripción de los recientes cambios culturales, y en particular de la
creciente sensación de fragmentación y pérdida de comunidad que hoy se
experimenta en muchas partes del mundo». No faltan, desde luego, en Ishiguro
esos Grandes Temas que tanto impresionan a Occidente. Pero es importante que se
haya valorado esta vez, como ya se hizo con Modiano, la extraña y espinosa
forma en que esos temas desoladores se articulan en su obra, tan ajena a la
latosa orfebrería léxica, a la sentencia viril, a los brillos del ingenio y la
ironía, a los académicos mariposeos de la meta y hartoficción y
a las obviedades pronunciadas con voz cavernosa, preferiblemente delante de una
pintura de historia, con que se afanan los escritores consagrados desde hace
décadas a ese género conocido como «prosa de Premio Nobel».
No hay comentarios:
Publicar un comentario