Traigo este excelente trabajo del filosofo Alemán por considerarlo de suma importancia, es una análisis pertinente de la sociedad actual y constituye un texto que nos permite reflexionar sobre la crisis actual y cual son los anclajes que nos llevaron a la misma desde una perspectiva filosófica que atiende a sus principales causas. CESAR H BUSTAMANTE
JUGUEN HABERMAS
Observamos hoy signos de una pérdida de confianza en sí misma
de la cultura occidental. Desde finales del siglo XVIII, entendemos la historia
como un proceso de alcance mundial generador de problemas. En él cuenta el
tiempo como recurso escaso para la solución, orientada hacia el futuro, de los
problemas que nos lega el pasado. El carácter ejemplar del pasado, en función
del cual pudiera orientarse sin reservas el presente, se desvanece. La
desvalorización del pasado y la necesidad de ob[1]tener
principios normativos de las propias experiencias y formas de vida modernas
explica el cambio de estructura del "espíritu de la época", que
recibe impulsos de dos fuentes antagonistas: el pensamiento histórico y el
pensamiento utópico. A primera vista, estas dos formas de pensamiento parecen
excluirse. El pensamiento histórico, saturado de experiencia, parece llamado a criticar
los proyectos utópicos, y el desbordante pensamiento utópico parece tener la
función de alumbrar espacios de posibilidad que apuntan más allá de las
continuidades históricas. Pero, de hecho, la conciencia moderna del tiempo abre
un horizonte en el que el pensamiento histórico se funde con el utópico. Esta inserción
de las energías utópicas en la conciencia histórica caracteriza el espíritu de
la época, que desde los días de la Revolución Francesa ha venido configurando
el espacio público político.
Así, al menos, parecía hasta ayer. Pero hoy parece como si las
energías utópicas se hubieran consumido, como si hubieran abandonado el
pensamiento histórico. El horizonte del futuro se ha contraído, y tanto el espíritu
de la época como la política han sufrido una transformación radical. El futuro
aparece cargado negativamente; en el umbral del siglo XXI se dibuja el panorama
aterrador de unos riesgos que, a nivel mundial, afectan a los propios intereses
generales de la vida: la carrera de armamentos, la difusión incontrolada de las
armas nucleares, el empobrecimiento de los países en vías de desarrollo, el
desempleo y los crecientes desequilibrios sociales en los países desarrolla[1]dos, problemas
ecológicos, tecnologías que operan casi al borde de la catástrofe, son las
rúbricas que a través de los medios de comunicación han penetrado en la
conciencia pública. Las respuestas de los intelectuales, no menos que las de
los políticos, reflejan desconcierto.
En la escena intelectual se extiende la sospecha de que el agotamiento
de las energías utópicas no solamente es indicación de un pesimismo cultural
transitorio. Podría ser indicación de un cambio n la conciencia moderna del
tiempo. Quizá se esté disolviendo otra vez aquella amalgama de pensamiento
histórico y de pensamiento utópico; quizá se esté transformando la estructura
del espíritu de la época y la composición de la política. Tal vez la conciencia
histórica se esté descargando otra vez de sus energías utópicas: lo mismo que a
finales del siglo XVIII, con la temporalización de las utopías, esperanzas
puestas en el más allá emigraron al más acá; así también hoy, las expectativas
utópicas pierden su carácter secular y toman otra vez una forma religiosa.
Yo no considero fundada esta tesis según la cual a lo que es[1]tamos asistiendo es a
la irrupción de una época posmoderna. Lo que está cambiando no es la estructura
del espíritu de la época, no es el modo de la disputa sobre las posibilidades
de vida en el futuro. No es que las energías utópicas en general se estén retirando
de la conciencia histórica. A lo que estamos asistiendo es, más bien, al fin de
una determinada utopía de la utopía, que en el pasado cristalizó en tomo a la
sociedad del trabajo. La estructura de la sociedad civil burguesa quedó acuñada
por el trabajo abstracto, por un tipo de trabajo orientado en función del
lucro, regido por el mercado, revalorizado en términos capitalistas y
organizado en forma de empresas. Como la forma de este trabajo abstracto
desarrolló una tremenda fuerza configuradora capaz de penetrar en todos los
ámbitos, nada tiene de extraño que las expectativas utópicas se centraran
también en la esfera de la producción: el trabajo había de emanciparse de la heteronomía
a la que estaba sometido. Las utopías de los prime[1]ros
socialistas se condensaron en la imagen del falansterio. De la correcta
organización de la producción debía surgir la forma de vida comunal de
trabajadores libremente asociados. La idea de autogestión de los trabajadores
inspiró todavía el movimiento de protesta de los años sesenta. Pese a todas sus
críticas al socialismo utópico, Marx, en sus manuscritos de economía y filosofía,
se atuvo a esa misma utopía de la sociedad del trabajo.
Los límites del Estado social, pues bien, esta utopía del
trabajo ha perdido su fuerza de convicción, sobre todo porque ha perdido su
punto de referencia en la realidad: está decreciendo la fuerza que el trabajo
abstracto tiene de formar estructuras y de configurar la sociedad. Pero ¿qué
nos permite suponer que esta pérdida de fuerza de convicción de la utopía de la
sociedad del trabajo reviste importancia para amplias capas de la población y
que puede ayudarnos a explicar un agotamiento general de los impulsos utópicos?
Bien, esta ideología no solamente atrajo a los intelectuales, sino que inspiró
el movimiento obrero europeo y en nuestro siglo dejó sus huellas en tres
programas sumamente diversos, pero los tres de importancia histórica universal:
el comunismo soviético; el corporativismo autoritario y el reformismo del
Estado social.
Después de la II Guerra Mundial, en los países occidentales, todos
los partidos gobernantes han obtenido su mayoría, de forma más o menos
pronunciada, bajo el signo de objetivos propios del Estado social. Pero desde
mediados de los años setenta empiezan a hacerse, visibles los límites del
proyecto que representa el Estado social (sin que hasta ahora resulte visible
alternativa alguna). Por tanto, ahora puedo formular mi tesis con más exactitud:
la perplejidad de políticos e intelectuales es ingrediente de una situación en
la que el programa del Estado social, el cual todavía se sigue nutriendo de la
utopía de la sociedad del trabajo, pierde su capacidad de alumbrar
posibilidades futuras de una vida colectivamente mejor y menos amenazada.
Ciertamente que el núcleo de esa utopía toma, en el proyecto que
representa el Estado social, una forma distinta. La forma de vida emancipada,
más digna del hombre, no se piensa ya como un resultado directo de una
revolución de las relaciones de trabajo, es decir, de una transformación del
trabajo heterónomo en actividad autónoma. A pesar de eso, las relaciones
laborales re[1]formadas siguen
manteniendo también en este proyecto una significación central: se convierten
en punto de referencia no sólo de las medidas tendentes a humanizar un trabajo
que sigue sien[1]do heterónomo, sino,
sobre todo, en punto de influencia para las prestaciones compensatorias que
tienen por objeto absorber los riesgos funda mentales del trabajo asalariado
(accidentes, enfermedad, pérdida del puesto de trabajo y desvalimiento en la vejez).
De lo cual se sigue que todos los capaces de trabajar tienen que poder
integrarse en este sistema ocupacional atemperado en sus conflictos y
amortiguado en sus riesgos, es decir, el objetivo del pleno empleo. La
compensación sólo puede funcionar si el papel del asalariado a tiempo completo
se convierte en lo normal. Por las hipotecas que, pese a todos estos mecanismos
amortiguadores, comporta todavía la situación de asalariado, el ciudadano es
compensado en su papel de cliente con derechos que puede hacer valer ante las
burocracias del Estado social y en su papel de consumidor con poder adquisitivo
de bienes de consumo masivo. La palanca de la pacificación del antagonismo de
clases sigue siendo, pues, la neutralización del material de conflicto que la
situación de asalariado comporta. Ese fin tiene que ser conseguido por la vía
de la legislación propia del Estado Social y por la vía de negociaciones
colectivas de asociaciones de trabajadores y empresarios independientes del
Estado; las políticas del Estado social obtienen su legitimación de las elecciones
generales encuentran en los sindicatos autónomos y en los partidos obreros su
base social. Pero lo que decide sobre el éxito del proyecto es el poder y la
capacidad de acción del apa[1]rato estatal
intervencionista. éste tiene que intervenir en el sistema económico con la
finalidad de proteger el crecimiento capitalista, de moderar las crisis, de
asegurar a la vez los puestos de trabajo y la competitividad internacional de
las empresas para que se generen así crecimientos de los que quepa distribuir
sin desanimar a los inversionistas. Esto ilumina la parte metodológica del
proyecto: el compromiso que el Estado social representa y la pacificación del
antagonismo de clase han de conseguirse mediante una intervención del poder
estatal, legitimado democráticamente, en el proceso espontáneo del crecimiento
capitalista para protegerlo y moderarlo. La parte sustancial del proyecto se
nutre de los restos de la utopía de la sociedad del trabajo: al quedar
normalizada la situación de los trabajadores mediante los derechos de
participación política y de participación en el producto social, la masa de la
población tiene ahora la oportunidad de vivir en libertad, en justicia social y
en creciente bienestar. Se presupone, pues, que, mediante las intervenciones del
Estado, puede asegurarse una pacífica coexistencia entre democracia y
capitalismo.
PODER Y
EFICACIA
En las sociedades industriales desarrolladas de Occidente, esta
precaria condición pudo cumplirse en términos generales, al menos en el período
de reconstrucción de posguerra. Pero eso se acabó desde principios de los años
setenta. Ahora las dificulta[1]des inmanentes que se
plantean al Estado social se deben precisamente a sus propios éxitos. En este
aspecto, siempre han estado presentes dos cuestiones: ¿dispone el Estado
intervencionista de poder suficiente y de suficiente eficiencia como para domesticar
el sistema económico capitalista? ¿Y es la utilización del poder político el
método correcto para conseguir el fin sustancial de fomentar y asegurar formas
de vida emancipadas más dignas del hombre? Se trata, pues, de los límites de la
conciliabilidad entre capitalismo y democracia y de la cuestión de las posibilidades
de producir con medios jurídicos burocráticos nuevas formas de vida.
Con todo, las instituciones del Estado social representan, en
no menor medida que las instituciones del Estado constitucional democrático, un
paso evolutivo respecto del cual, en las sociedades de nuestro tipo, no existe
alternativa visible ni en relación con las funciones que el Estado social
cumple ni tampoco en relación con las exigencias normativamente justificadas
que ese Estado satisface. Por lo demás, los países algo retrasados todavía en
la evolución del Estado social no tienen ninguna razón para apartarse de ese
camino. Es precisamente la falta de alternativas, tal vez la irreversibilidad
de estas estructuras de compromiso por las que tanto se sigue batallando aún,
lo que nos sitúa ante el dilema de que el capitalismo no puede vivir sin el
Estado social, pero tampoco puede vivir si éste se sigue extendiendo.
Tres tipos de reacción Simplificando mucho las cosas, podemos
distinguir, en países como la República Federal de Alemania y Estados Unidos,
tres tipos de reacción: la primera es la de los defensores del legitimismo de
la sociedad industrial, legitimismo en su versión de Estado social, que
componen el ala derecha de la socialdemocracia. Esta ala derecha se encuentra
hoy a la defensiva. En[1]tiendo la
caracterización que acabo de hacer en un sentido muy amplio, de forma que pueda
extenderse también a la Mondale del
Partido Demócrata de Estados Unidos o al segundo Gobierno de Mitterrand. Los
legitimistas borran del proyecto del Estado social precisamente las componentes
que éste había tomado de la utopía de la sociedad del trabajo. Renuncian al
objetivo de domeñar la heteronomía del trabajo hasta un punto en el cual el
estatuto del ciudadano igual y libre penetre en la esfera misma de la
producción, convirtiéndose en núcleo de cristalización de formas autónomas de
vida. Los legitimistas son hoy los verdaderos conservadores que quisieran
estabilizar lo conseguido. Esperan encontrar de nuevo el punto de equilibrio
entre la evolución del Estado social y una modernización realizada en términos
de economía de mercado. Esta programática mantiene la vista fija en preservar
lo adquirido por el Estado social. Pero desconoce los potenciales de
resistencia que se han acumulado en el curso de la progresiva erosión
burocrática de los mundos de la vida comunicativamente estructurados y
liberados de sus contextos históricos no reflexivos. Tampoco toma en serio los desplazamientos
que se han producido en su base social y sindi[1]cal,
en la que podían apoyarse hasta ahora las políticas del Estado social. En
vistas de la estructuración experimentada por el cuerpo electoral y de la
debilitación de las posiciones de los sindicatos, esta política se ve amenazada
por una desesperada carrera contra el tiempo.
Lo que en cambio está hoy en alza es el neoconservadurismo, que
opta asimismo por la defensa de la sociedad industrial, pero que decididamente
critica su versión de Estado social. En su nombre se han presentado la
Administración Reagan y el Gobierno de Margaret Thatcher. El neoconservadurismo
se caracteriza esencialmente por tres componentes:
1. Por una política económica orientada en función de la oferta,
que tiene por objeto mejorar las condiciones de revalorización del capital y
poner otra vez en marcha el proceso de acumulación. Se cuenta -en principio se
supone que, sólo de forma transitoria- con una tasa de desempleo relativamente
alta. La redistribución de ingresos redunda en detrimento de las capas más
pobres de la población, mientras que sólo los grandes poseedores de capital
alcanzan claras mejoras. A todo lo cual hay que añadir una cierta restricción
de las prestaciones del Estado social.
2. Hay que rebajar los costes de legitimación del sistema
político. La "inflación de exigencias o pretensiones" y la "ingobernabilidad"
son los dos núcleos temáticos contra los que se vuelve una política que tiene
por objeto establecer una más marcada separación entre la Administración y los
procesos de formación de la voluntad colectiva. En este contexto se fomentan desarrollos
neocorporativistas, es decir, una activación del potencial de control no
estatal de las grandes corporaciones, sobre todo de las organizaciones
empresariales y de los sindicatos.
Esta
sustitución de las competencias parlamentarias, normativamente reguladas por
sistemas de negociación que todavía siguen funcionando, convierte al Estado en
una parte más en la mesa de negociaciones.
3. Finalmente, la política cultural se encarga de operar en
dos frentes. Por un lado, hay que desacreditar a los intelectuales como gente
obsesa por el poder y, a la vez, como representantes ya improductivos del
modernismo, pues los valores posmateriales sobre todo las necesidades
expresivas de autorrealización, y los juicios críticos de una moral
universalista ilustrada se consideran amenazas a las bases motivacionales de la
sociedad de ltrabajo y de la opinión pública despolitizada. Por otro lado, hay que
reavivar la cultura tradicional, las bases sustentadoras de la eticidad
convencional, del patriotismo, de la religión civil, de la cultura popular.
CRÍTICOS
DEL CRECIMIENTO
Una tercera forma de reacción es la que cristaliza en la disidencia
de los críticos del crecimiento, los cuales adoptan una actitud ambivalente
frente al Estado social. Así, por ejemplo, algunos movimientos de la República
Federal de Alemania congregan minorías de la más diversa procedencia,
constituyendo una "alianza antiproductivista". Lo que las une es el
rechazo de esas visiones productivistas del progreso que los legitimistas comparten
con los neoconservadores.
Sólo los disidentes de la sociedad industrial parten de que
el mundo de la vida se halla amenazado por igual tanto por la monetarización de
la fuerza de trabajo como por la burocratización. Sólo los disidentes juzgan
también necesario reforzar la autonomía de un mundo de la vida amenazado en sus
fundamentos vitales y en su estructura comunicativa interna. Sólo ellos exigen que
la dinámica propia de los subsistemas regidos por los me[1]dios
poder y dinero se vea detenida o reencauzada por formas de organización más
próximas a la base y autogestionadas.
Los disidentes de la sociedad industrial son, por tanto, los
herederos de los componentes radical-democráticos del programa del Estado
social abandonados por los legitimistas. Sólo que mientras no vayan más allá de
la mera disidencia, sigan atrapa[1]dos en el
fundamentalismo de las grandes negaciones y no ofrezcan más que un programa
negativo de obtención del crecimiento y de desdiferenciación, caen por detrás
de una idea del proyecto de Estado social.
Pues en la fórmula "domesticación del capitalismo"
no solamente se ocultaba la resignación ante el hecho de que la jaula de una
supercompleja economía de mercado ya no puede romperse desde dentro y
transformarse democráticamente con simples recetas de autogestión de los
trabajadores. Aquella fórmula con[1]tenía también la idea
de que, para ejercer un influjo desde fuera, indirecto, sobre los mecanismos
sistémicos de control era preciso algo nuevo, a saber: una combinación,
altamente innovadora, de poder y de autolimitación inteligente. Bien es verdad
que la idea que inicialmente subyacía a esto era la de que la sociedad puede
influir sin riesgos sobre sí misma mediante el medio neutral que es el poder
político- administrativo. Pero si ahora hay que "domesticar
socialmente" no ya sólo al capitalismo, sino también al Estado
intervencionista, la tarea se complica considerablemente, pues entonces esa
combinación de poder y autolimitación inteligente no puede ser ya confiada a la
capacidad de planificación del Estado.
El desarrollo del Estado social ha entrado en un callejón sin
salida. Con él se agotan las energías utópicas de la sociedad del trabajo. Las
respuestas de los legitimistas y de los neoconservadores exhiben una actitud
defensiva. Expresan una conciencia histórica que se ha despojado de su
dimensión utópica. También los disidentes de la sociedad del crecimiento se
mantienen a la defensiva. Su respuesta sólo podría pasar a la ofensiva si, además
de interrumpir el proyecto del Estado social, trataran de proseguirlo a un
nivel superior de reflexión. Pero cuando el proyecto del Estado social se torna
reflexivo -es decir, cuando no solamente se dirige a domesticar la economía
capitalista, sino también a domesticar al Estado mismo- pierde al trabajo como punto
central de referencia, pues ya no puede tratarse de la pacificación de un
sistema de empleó a tiempo pleno elevado a norma. El proyecto ni siquiera
podría agotarse en romper, mediante la introducción de unos ingresos mínimos
garantizados, la maldición que el mercado de trabajo hace pesar sobre la
biografía de todos los que tienen un empleo y sobre el creciente y cada vez más
marginado potencial de aquellos que se ven obligados a seguir en la reserva.
Este paso sería revolucionario, pero no lo suficientemente, si el mundo de la
vida sólo fuera inmunizado contra los imperativos inhumanos del sistema de
empleo, y no contra los efectos contraproducentes de una gestión administrativa
de la existencia. Y tales ambientes protectores en el intercambio entre el sistema
y el mundo de la vida sólo podrían funcionar si a la vez se produjera una nueva
división de poderes. Las sociedades modernas disponen de tres recursos con que
cubrir su necesidad de operaciones de control: el dinero, el poder y la
solidaridad. Entre sus esferas de influencia habría que conseguir un nuevo
equilibrio. El poder de integración social de la solidaridad tendría que afirmarse
contra los otros dos recursos: dinero y poder administrativo. Pues bien, los
ámbitos de la vida que se especializan en transmitir valores y saber cultural,
en integrar los grupos y en socializar a los nuevos miembros de la sociedad
dependieron siempre de la fuente que es la solidaridad; en una palabra, el mundo
de la vida se reproduce a través de la acción orientada en función del
entendimiento. De la misma fuente tendría que nutrirse también una formación de
la voluntad colectiva para poder influir en el trazado de límites y en el
intercambio entre los ámbitos de la vida estructurados comunicativamente, por
un lado, y la economía y el Estado, por el otro. De lo que aquí se trata es de la
integridad y de la autonomía de estilos de vida -por ejemplo, de la defensa de
subculturas de tipo tradicional- o de la transformación de las gramáticas de
formas de vida superadas. De lo primero nos ofrecen ejemplos los movimientos
regionalistas; de lo segundo, los movimientos feministas o ecologistas. En la
mayoría de los casos, estas luchas permanecen latentes; se mueven en el
microámbito de las comunicaciones cotidianas, pero de cuando en cuando se
condensan en discursos públicos y en intersubjetividades de nivel superior. En
tales escenarios pueden formarse espacios públicos autónomos que después entren
en comunicación si se hace un uso autoorganizado de medios de
comunicación.
LA UTOPÍA
DE LA COMUNICACIÓN
Estas consideraciones se hacen tanto más provisionales, tanto
más oscuras, cuanto más penetran en el terreno de nadie, de lo normativo. Los
deslindes negativos son más sencillos. El proyecto del Estado social, una vez
que se vuelve reflexivo, se des[1]pide de la utopía de
la sociedad del trabajo. ésta se había guiado por la oposición entre trabajo
vivo y trabajo muerto, por la idea de actividad autónoma. Pero para ello esa
utopía tenía que suponer las formas subculturales de vida de los trabajadores
industriales como fuente de solidaridad. Tenía que presuponer que las relaciones
de cooperación en la fábrica incluso reforzarían la solidaridad vivida en las
subculturas obreras. Pero, mientras tanto, de esas subculturas queda poco, y es
dudoso que pueda regenerarse su capacidad de generar solidaridad en el puesto
de trabajo. Mas sea como fuere, lo que para la utopía de la sociedad del
trabajo era presupuesto o condición marginal, hoy se con[1]vierte
en tema. Y así, los acentos utópicos se desplazan del concepto de trabajo al
concepto de comunicación. Y hablo nada más que de acentos, porque con este
cambio de paradigma de la sociedad del trabajo a la sociedad de la comunicación
cambia también el tipo de conexión con la tradición utópica. Ciertamente que
con el abandono de los contenidos utópicos de la sociedad del trabajo no se
cierra la dimensión utópica de la conciencia histórica y de la discusión
política. Cuando los oasis utópicos se secan, se difunde un desierto de
trivialidad y de desconcierto.
Insisto en mi tesis de que el autocercioramiento de la
modernidad se ve aguijoneado, lo mismo ahora que antes, por una con ciencia de
actualidad en la que se funden el pensamiento utópico y el histórico. Pero con
los contenidos utópicos de la sociedad del trabajo desaparecen ilusiones que
hechizaron la conciencia que tuvo de si la modernidad.