Si el latino
americanismo recupera las lógicas de la diversidad ideológica y, se abre a la
discusión de los problemas del siglo XXI, puede convertirse en una verdadera
tribuna de deliberación democrática.
Gisela Kozak
Rovero
Es
escritora. Por veinticinco años fue profesora de la Universidad Central de
Venezuela. Su libro más reciente como autora, editora y compiladora (junto con
Armando Chaguaceda) es La izquierda como autoritarismo en el siglo XXI (Buenos
Aires: CADAL, Universidad de Guanajuato, Universidad Central de Venezuela,
2019). Reside en Ciudad de México.
En los primeros años de este siglo,
Jorge Volpi lanzó una idea provocadora, sobre todo para el latino americanismo
académico cuyo centro neurálgico reside en Estados Unidos: “La literatura
latinoamericana ya no existe”
1.- Volpi se refería a que una vez superada la
etapa del boom como gran literatura emergente en los años sesenta, las
condiciones de creación, producción editorial y recepción de la literatura de
cada nación del continente han dificultado el conocimiento y el impacto de los
escritores que no pasen por la alcabala de la edición española. De hecho, y en
esto no se equivocó, las influencias y proyectos estéticos de escritores y
escritoras trascienden y desbordan el marco de las literaturas nacionales o de
la literatura en términos regionales. Así, Volpi tomaba distancia del modelo de
los grandes del boom, quienes construían sus figuras autorales desde su
condición de latinoamericanos y le otorgaban a la narrativa el rol de expresar
una visión continental. Después de ellos, tal cosa dejó de ocurrir, por lo
menos con el éxito de Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar o García Márquez,
convertidos velozmente en canon.
En 2013 asistí al congreso de la
Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) en Washington, una reunión
multitudinaria de latinoamericanistas de diversas disciplinas entre quienes
estaba la prestigiosa crítica Jean Franco. Al final de un panel en el que
participó, Franco manifestó su desacuerdo con Volpi. ¿Acaso se podía inferir de
las afirmaciones de este escritor que América Latina no es más que un conjunto
de naciones con dinámicas diferentes? ¿Cuál es entonces el sentido del
latinoamericanismo? ¿Se puede sostener como área de estudios? ¿O se trata solo
de un proyecto político, social y cultural de izquierda decolonial,
postmarxista y postmoderna, asunto al que me referí en un artículo anterior?
Por supuesto que no. Si el
latinoamericanismo recupera lógicas que le abrieron paso en el pasado, como la
diversidad ideológica, y se abre al siglo XXI, puede convertirse en una
verdadera tribuna de deliberación democrática. Ya no se trata tanto de partir
de ideales del pasado expresados por políticos, militares e intelectuales del
siglo XIX y XX, como de sopesar opciones de trabajo conjunto ante el futuro.
Los problemas ambientales no pueden resolverse sin grandes acuerdos
internacionales, los cuales implican la ciencia y la tecnología en lugar de la
idealización de un pasado ancestral no europeo irrecuperable. Igualmente
estamos enfrentando la cuarta revolución orientada por la inteligencia
artificial, el internet de las cosas, la explosión y recombinación de géneros
artísticos y la biotecnología. Nos amenazan los populismos de izquierda y
derecha, regresivos y autoritarios, que responden al agotamiento de la
democracia liberal en cuanto narrativa movilizadora. Los éxitos de esta en
salud, educación, equidad de género e inclusión de la población LGBTIQ pueden
comprobarse y compararse con los de los países autoritarios, pero es débil
frente a los desafíos que enfrenta. Ahora bien, no pareciera sensato pensar que
la política identitaria, una revolución socialista o la simple restauración del
Estado de bienestar, construido a la medida de la segunda revolución industrial
entre el siglo XIX y XX, resolverán la falta de empleo, la precariedad, la
pobreza estructural y la exclusión de cualquier naturaleza. Los debates de las
llamadas convencionalmente ciencias sociales y humanidades deben mirar con ojo
realista y no militante problemas tan acuciantes en un marco regional.
Ciertamente hay que revisar nuestros
cánones, lecturas y presupuestos; es innegable, por ejemplo, que lo que hemos
llamado desde hace siglos “humanismo” está bajo interrogación y asedio, pero
dejarlo a un lado no es suficiente para que emerja lo nuevo.
En el caso de los temas que conozco,
como la literatura, la crítica y las políticas culturales –además del feminismo
y de los estudios sobre lesbianismo y representación–, se enfrentan asuntos
urgentes. El primero se relaciona con dar entrada a visiones de todos los
sectores políticos dispuestos a debatir desde el conocimiento y no desde la
pura implicación ideológica. Hablar, por ejemplo, de “globalización neoliberal”
no pasa de una generalización que no responde a la variedad de la región. No es
cierto que la globalización actúa en todos los países de la misma manera; por
ejemplo, Venezuela vive una situación muy diferente a Uruguay, México o Costa
Rica.
Otro tema clave es qué significa en
el siglo XXI la libertad de expresión, creación y pensamiento; la apertura a
registros culturales tan diversos que incluyen desde performances hasta artes
plásticas, pasando por la música, los audiovisuales y por las literaturas
emergentes y periféricas, amplía nuestras opciones. No obstante, tal riqueza
requiere de abordajes críticos que trascienden la definición ideológica y abre
espacio a pensar en los límites de la apropiación cultural en una época de
sensibilidades muy despiertas respecto al tema de la representación. Me parece
fascinante, por ejemplo, cómo las representaciones de las relaciones
sexoafectivas entre mujeres se han multiplicado, pero medirlas solamente con el
rasero de la corrección política olvida el funcionamiento de la cultura en
tanto complejidad irreductible a la pura dominación patriarcal y heteronormativa.
Asimismo, la lectura del pasado en
términos exclusivos de una acumulación de pecados políticos es anacrónica y
antihistórica. Sin ese pasado no existirían las llamadas ciencias sociales y
humanidades, por no hablar de la literatura y el arte. Otro punto nodal es el
de la existencia de las redes sociales, que propician nuevas formas de
recepción y vinculación cultural, por no hablar de las plataformas de
contenido, la digitalización en masa de las más diversas manifestaciones
simbólicas y, desde luego, la piratería, todo lo cual ha abierto lugares a
lenguajes estéticos híbridos y a canales distintos de circulación. En el caso
concreto del mundo de la escritura literaria, el profesorado, la crítica y el
público lector disponen del libro impreso y digital en librerías, plataformas
de venta por internet y plataformas de lectura que funcionan como inmensas
bibliotecas digitales. La maravillosa presencia de mujeres narradoras
hispanoamericanas –que se reconocen entre sí, por cierto–se relaciona con que la
tecnología permite superar barreras editoriales como las que señaló, con
justicia, Jorge Volpi.
Tanta variedad requiere ojo y
curaduría, como se llama hoy escoger entre el mar de materiales disponibles en
el mundo digital y el mundo físico; es decir, requiere de crítica y de una
mirada múltiple y abarcante. Temas como la raza, el género, la orientación
sexual y la clase forman ciertamente parte del amplio abanico de la vida
política, social y cultural actual, pero el análisis de su entramado con las prácticas
simbólicas no se resuelve con la alabanza, la denuncia o la abierta censura. El
marco regional del latinoamericanismo posibilita la polifonía crítica necesaria
para el mundo que vivimos, siempre y cuando la ceguera ideológica y la pobreza
metodológica no se impongan como el catecismo de un culto compartido en tantas
facultades de ciencias sociales y humanidades del hemisferio.
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