La violencia y el abuso contra las mujeres es el pan de cada día en
Latinoamérica que aún no soporta dejar el machismo soterrado que tanto dominó a
estas sociedades y que continúa cubriendo perversamente conductas que apenarían
a cualquier colectivo. El feminicidio endémico parece no parar y develamiento de
la poca voluntad de los gobiernos para tomar medidas de cambio dejan mucho que
desear como sociedad. Este artículo en una buena medida de lo que pasa, en este
caso con un movimiento que languidece en México. Espero mis lectores lo lean y
sobre todo que nos sirva para la reflexión. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Lucía Núñez
01 agosto 2019
Al concentrarse en la actuación de las redes sociales, las críticas al
MeToo mexicano pasaron por alto los errores y omisiones del gobierno y las
empresas. Es tiempo de hablar de sus responsabilidades, aunque la atención
mediática se haya disipado.
Entre el día
de hoy y finales de marzo, cuando estalló el MeToo mexicano en redes sociales,
pasó ya un buen número de meses que quizá puedan servir para evaluar, con menos
urgencia y emociones viscerales, las objeciones que entonces recibió el
movimiento. El MeToo mexicano, pensará la mayoría, parece haber desaparecido:
¿por qué seguir ocupándose de él cuando hace tiempo que no se ha posicionado,
ni siquiera unas horas, como trending topic? La respuesta es sencilla: conviene
mantenerlo en la conversación porque los problemas que señaló –la violencia
sexual de género, como la violación, el abuso y el acoso sexual– persisten, y
seguirán haciéndolo, en escuelas y oficinas, universidades e instituciones
públicas, hasta que todos los involucrados –es decir, la sociedad, y no solo la
víctima y su agresor– les pongan la atención debida y demuestren, con
soluciones y en los hechos, su compromiso por igualar las condiciones en las
que estudian y trabajan las mujeres y los hombres.
Volviendo a
finales de marzo, el MeToo fue criticado por muchas personas, entre ellas
expertas en el tema de género y algunas feministas. Dijeron que la denuncia
informal anónima no estuvo acompañada de una estrategia dirigida a generar una
respuesta o una transformación institucional que permitiera el acceso a la
justicia, la reparación del daño y la asunción de responsabilidad de los
señalados como agresores y de las mismas instituciones. En un principio, mi
postura concordaba con esa crítica, sin embargo, se fue matizando hasta la que
sostengo ahora: el MeToo en México fue una respuesta espontánea y desesperada a
la tolerancia no solo estatal sino también comunitaria de formas de violencia
sutiles y evidentes, pero que en su momento, como resultado de la solidaridad y
el acompañamiento entre mujeres, pudieron hacerse públicas.
El MeToo no
fue un movimiento planeado, más bien surgió de acciones un tanto
desorganizadas. En contra del objetivo judicial que la opinión pública quiso
imponer, muchos de los testimonios no buscaban iniciar un proceso jurídico,
porque las mujeres lo habían intentado antes y había resultado tortuoso e
infructífero o porque no querían someterse al revictimizante camino burocrático
de la (in)justicia. Bien sabemos que, por el solo hecho de contratar a un/a
abogado/a, cuyos honorarios no puede pagar la mayoría, acceder a la justicia es
principalmente, aunque no sea el único factor, una cuestión de clase.
De esta
manera, el MeToo cobra sentido: no fue estéril por no haber tenido la meta de
iniciar un procedimiento de denuncia formal; al contrario, fue valioso por
haber colocado en el debate público un tema del que aún no se habla lo
suficiente. Solo por poner un par de ejemplos: el problema se debatió
ampliamente en abril gracias a las redes sociales, pese a que el Código Penal
Federal sanciona el hostigamiento desde 1991 y a que el delito de acoso sexual
existe en la Ciudad de México desde 2002. Peor aún, después del movimiento
dentro y fuera de redes, el asunto volvió a dejarse de lado. Fuera de los
estallidos mediáticos, el acoso, el hostigamiento y las violencias sexuales en
general todavía se ocultan, y en no pocas ocasiones se normalizan, toleran o
minimizan con pactos patriarcales, que no solo involucran a los hombres sino también
a algunas mujeres. El silencio fomenta los abusos de poder cometidos por
las/los agresores. En este sentido, el MeToo fue un grito para que el daño se
reconozca como tal, no solo por quien lo cometió. El reconocimiento social es
el primer paso para la reparación, un reconocimiento que contenga el mensaje de
que el dolor causado es real y legítimo, y de que el daño cometido por la
persona agresora es reprochable y reprobado. Así, al trascender el marco de lo
jurídico y el mecanismo de la denuncia formal, el movimiento habilitó un medio
de control informal para presionar en contra de la normalización y el silencio.
Hay que
reconocer, además, que las redes sociales abren la posibilidad de la denuncia
anónima –lo que reduce el temor que sienten las víctimas a las represalias–,
así como su alcance como medio de información masiva, que en la actualidad está
transformando las dinámicas sociales y sus relaciones con los aparatos
jurídicos penales, las conductas antisociales y la misma concepción de
justicia.
2
Trascender lo
individual
El MeToo no
puede ser el único blanco de las críticas. Ante él, las instituciones públicas
y privadas no reaccionaron con responsabilidad. Debían haber ido –aún deben
hacerlo– más allá de las declaraciones vacías de condena al acoso y a la
violencia de género. Las instituciones no son y no deben comportarse como
simples espectadoras o testigos de la violencia, ni hacerlo solo cuando estalla
el reclamo de las mujeres. En especial, deben apartarse de aquella conveniente
visión que afirma que este tipo de violencia solo se ejerce entre individuos
aislados y, en cambio, entender que el acoso sexual no es un problema exclusivo
del acosador y la víctima. La violencia de género tiene una raíz estructural, y
las instituciones públicas y privadas juegan un papel muy importante en su
(re)producción y legitimación. Para abordar seriamente el problema en los
espacios educativos y laborales, es crucial recordar que esta es una forma de
discriminación por sexo, que sufren con más frecuencia las mujeres. La
discriminación está relacionada con la desigualdad: entre más grande sea la
segunda, más lo será la primera, y el acoso mantendrá su vigencia. Aunque el
MeToo haya pasado, las instituciones aún deben examinar las dinámicas y
relaciones de poder entre los sexos que su estructura organizacional promueve
al interior. Mandar a la agredida a litigar en el ámbito penal en contra de su
agresor no transforma las dinámicas de desigualdad de las empresas y las
instituciones.
En ese
sentido, la postura de los gobiernos federal y de la Ciudad de México, al
centrarse en la denuncia penal, reiteraron el tramposo mensaje de que la
violencia es un asunto que concierne a la víctima y el victimario. Fue el
mensaje de un gobierno que en realidad no comprende ni quiere atender el
problema. Las respuestas de otras instituciones, en específico, también fueron
limitadas. La Procuraduría de Justicia de la capital buscó a las organizadoras
del Foro MeToo, después de que ellas publicaran una carta abierta que solicitó
a varias autoridades tomar acciones (que les daba como fecha límite el 6 de
mayo). La presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México
dijo que daría seguimiento puntual a las respuestas y acciones de las
autoridades enlistadas en la petición pública de ese foro.
3 La legisladora Lorena Villavicencio dijo que
solicitaría a la Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados la
comparecencia del fiscal general y de los fiscales sobre el seguimiento de las
denuncias.
4 Nada de esto sucedió. Pero, aunque hubiera
sucedido, hay que considerar que muchas de las conductas denunciadas son
delitos de querella, y que la declaración de la legisladora reduce la
problemática al ámbito penal.
Por su parte,
el presidente de la república puso en evidencia, una vez más, su ya conocido
desinterés e incomprensión sobre las cuestiones de género al declarar que el
asunto debía ser atendido por el Instituto Nacional de las Mujeres, aislándolo
del foco nacional a un mero “tema de mujeres”. Esto además tuvo la esperada
consecuencia de la falta de asignación de tareas y responsabilidades a cada
secretaría de su gabinete, que deberían garantizar el principio de igualdad y
no discriminación y, por ende, la prevención, sanción y reparación de la
violencia de género dentro de ellas.
5
A su vez, el
Instituto Nacional de las Mujeres emitió un irreflexivo comunicado.
6 A pesar de ser la institución encargada de la
transversalización de la política nacional de igualdad (es decir, de garantizar
que todas las instituciones de gobierno incorporen y hagan efectiva esa
política), también instaba a las denunciantes a formalizar procesos ante las
autoridades competentes para abrir investigaciones que resultaran en sanciones
y reparaciones del daño. Al hacerlo, trasladó la culpa de la impunidad a las
que prefirieron optar por el uso de las redes ante el ineficaz y tortuoso
procedimiento judicial. Este instituto actuó, entonces, como policía o fiscal,
no como organismo gubernamental para defender los derechos y el bienestar de
las mujeres. (¿Acaso las autoridades no deberían preguntarse por qué muchas no
denuncian formalmente?)
En tanto, la
Secretaría de Cultura federal lanzó un comunicado refrendando la política de
“cero tolerancia”.
7 Me pregunto en qué se traduce tal frase,
tomada de los programas de represión neoliberal estadounidense, hermanados con
el Broken Windows de Rudolph Giuliani, que criminalizó la pobreza y se intentó
importar en el entonces Distrito Federal. La cantaleta de “tolerancia cero” es
una frase cargada de historia de represión y discriminaciones –Zero Tolerance
es también el nombre de la política de Trump contra los migrantes en nuestra
frontera norte–. En el caso de la violencia contra las mujeres, pierde todo
sentido y se transforma en un mensaje que se oye fuerte pero no activa nada en
concreto.
En el ámbito
federal como en el local, las secretarías del Trabajo, de Educación y de la
Función Pública, ni sus luces. Llama la atención la falta de acciones de la
Secretaría del Trabajo porque en esas fechas se discutió en la Cámara de
Diputados la aprobación del proyecto de reformas de la ley federal. La nueva
legislación es explícita: obliga a los patrones, en acuerdo con los
trabajadores, a contar con un protocolo de prevención y atención de la
discriminación por razones de género y a la atención de casos de violencia,
acoso u hostigamiento (art. 132, XXXI), lo cual será significativo en tanto que
sindicatos y autoridades del trabajo se encarguen de vigilar su formulación y
puesta en práctica.
8 El papel de los sindicatos en este tema es
fundamental, pero en su momento también hicieron mutis.
Quienes
representan a las instituciones públicas y privadas deben tener conciencia
sobre la posibilidad de ser demandados por quienes hayan sufrido un evento de
acoso u hostigamiento, por la vía civil y laboral, o incluso de ser denunciados
en el ámbito penal
9 por no cumplir con su obligación de
garantizar la no discriminación por sexo. No solo es posible demandar o
denunciar a quien agredió sino también a la empresa, dependiendo de las
circunstancias. Además, al no contar con los mecanismos o protocolos correspondientes,
muchas optaron por despedir al denunciado en redes sociales, sin un
procedimiento de investigación y sanción transparente, con lo cual siguen
evadiendo sus obligaciones en cuanto a la prevención y atención. Con ese giro
engañoso borran su responsabilidad, actuando de manera políticamente correcta,
pero sosteniendo, en el fondo, formas organizacionales que producen y perpetúan
la desigualdad de género y sus abusos de poder e injusticias.
Más allá del
derecho que tiene la persona denunciada en redes sociales para demandar al
patrón por despido injustificado, es relevante señalar que con frecuencia los
patrones buscan acuerdos oscuros sin las garantías mínimas. El mensaje resulta
contraproducente porque uno de los propósitos de la denuncia, ya sea formal o
informal, es que exista un reconocimiento del daño por parte del individuo que
lo comete, pero también de la sociedad. Con los acuerdos oscuros, quien comete
el daño no comprende ni asume su responsabilidad, la institución o la empresa
tampoco lo hacen y no se suscita un mensaje de repudio y sanción por parte de
la sociedad. Así, se refuerza la idea de que los conflictos no se solucionan
por medio de la justicia sino a través de relaciones de poder. Debo agregar que
la falta de condena social a la discriminación por sexo, la percepción de las
víctimas (muchos aún no consideran esto como una violación de sus derechos) y
la consecuente ausencia de mecanismos institucionales y garantías mínimas que
hagan viables y procesables los reclamos de discriminación –sin que ello
implique la pérdida del empleo– podrían contarse entre las explicaciones de que
las mujeres acudan poco al reclamo judicial.
Las empresas
privadas y dependencias oficiales deben hacerse responsables por sus ambientes
de discriminación. Las escuelas también deben establecer mecanismos para
prevenir el acoso y su encubrimiento. El gobierno, al no interpelar a estas
instituciones, permitió que las mujeres quedaran relegadas, de nuevo, al
litigio individual, que generalmente ocurre en la materia penal.
Las denuncias
del MeToo mexicano fueron una respuesta a una práctica que es mucho más
frecuente de lo que piensa la mayoría de las personas. Su proyección pudo haber
puesto en crisis a la autoridad, tanto del Estado como a los que toman decisiones
en empresas y organismos públicos y privados. Ahora que el movimiento en redes
parece haber terminado, todos estos actores harían bien en diseñar una
estrategia integral, que promueva cambios estructurales y ponga en el centro
las políticas de prevención y reparación, las cuales además estén encaminadas a
modificar las relaciones de poder en los diversos ámbitos, eliminando la
segregación por sexo, tanto horizontal como vertical.
De no hacerlo, otra edición del MeToo mexicano
volverá a sorprenderlos, y las mujeres volverán a señalarlos, con razón, como
responsables.
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