domingo, 18 de agosto de 2019




La violencia y el abuso contra las mujeres es el pan de cada día en Latinoamérica que aún no soporta dejar el machismo soterrado que tanto dominó a estas sociedades y que continúa cubriendo perversamente conductas que apenarían a cualquier colectivo. El feminicidio endémico parece no parar y develamiento de la poca voluntad de los gobiernos para tomar medidas de cambio dejan mucho que desear como sociedad. Este artículo en una buena medida de lo que pasa, en este caso con un movimiento que languidece en México. Espero mis lectores lo lean y sobre todo que nos sirva para la reflexión. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE

Lucía Núñez 01 agosto 2019
Al concentrarse en la actuación de las redes sociales, las críticas al MeToo mexicano pasaron por alto los errores y omisiones del gobierno y las empresas. Es tiempo de hablar de sus responsabilidades, aunque la atención mediática se haya disipado.

Entre el día de hoy y finales de marzo, cuando estalló el MeToo mexicano en redes sociales, pasó ya un buen número de meses que quizá puedan servir para evaluar, con menos urgencia y emociones viscerales, las objeciones que entonces recibió el movimiento. El MeToo mexicano, pensará la mayoría, parece haber desaparecido: ¿por qué seguir ocupándose de él cuando hace tiempo que no se ha posicionado, ni siquiera unas horas, como trending topic? La respuesta es sencilla: conviene mantenerlo en la conversación porque los problemas que señaló –la violencia sexual de género, como la violación, el abuso y el acoso sexual– persisten, y seguirán haciéndolo, en escuelas y oficinas, universidades e instituciones públicas, hasta que todos los involucrados –es decir, la sociedad, y no solo la víctima y su agresor– les pongan la atención debida y demuestren, con soluciones y en los hechos, su compromiso por igualar las condiciones en las que estudian y trabajan las mujeres y los hombres.

Volviendo a finales de marzo, el MeToo fue criticado por muchas personas, entre ellas expertas en el tema de género y algunas feministas. Dijeron que la denuncia informal anónima no estuvo acompañada de una estrategia dirigida a generar una respuesta o una transformación institucional que permitiera el acceso a la justicia, la reparación del daño y la asunción de responsabilidad de los señalados como agresores y de las mismas instituciones. En un principio, mi postura concordaba con esa crítica, sin embargo, se fue matizando hasta la que sostengo ahora: el MeToo en México fue una respuesta espontánea y desesperada a la tolerancia no solo estatal sino también comunitaria de formas de violencia sutiles y evidentes, pero que en su momento, como resultado de la solidaridad y el acompañamiento entre mujeres, pudieron hacerse públicas.
El MeToo no fue un movimiento planeado, más bien surgió de acciones un tanto desorganizadas. En contra del objetivo judicial que la opinión pública quiso imponer, muchos de los testimonios no buscaban iniciar un proceso jurídico, porque las mujeres lo habían intentado antes y había resultado tortuoso e infructífero o porque no querían someterse al revictimizante camino burocrático de la (in)justicia. Bien sabemos que, por el solo hecho de contratar a un/a abogado/a, cuyos honorarios no puede pagar la mayoría, acceder a la justicia es principalmente, aunque no sea el único factor, una cuestión de clase.

De esta manera, el MeToo cobra sentido: no fue estéril por no haber tenido la meta de iniciar un procedimiento de denuncia formal; al contrario, fue valioso por haber colocado en el debate público un tema del que aún no se habla lo suficiente. Solo por poner un par de ejemplos: el problema se debatió ampliamente en abril gracias a las redes sociales, pese a que el Código Penal Federal sanciona el hostigamiento desde 1991 y a que el delito de acoso sexual existe en la Ciudad de México desde 2002. Peor aún, después del movimiento dentro y fuera de redes, el asunto volvió a dejarse de lado. Fuera de los estallidos mediáticos, el acoso, el hostigamiento y las violencias sexuales en general todavía se ocultan, y en no pocas ocasiones se normalizan, toleran o minimizan con pactos patriarcales, que no solo involucran a los hombres sino también a algunas mujeres. El silencio fomenta los abusos de poder cometidos por las/los agresores. En este sentido, el MeToo fue un grito para que el daño se reconozca como tal, no solo por quien lo cometió. El reconocimiento social es el primer paso para la reparación, un reconocimiento que contenga el mensaje de que el dolor causado es real y legítimo, y de que el daño cometido por la persona agresora es reprochable y reprobado. Así, al trascender el marco de lo jurídico y el mecanismo de la denuncia formal, el movimiento habilitó un medio de control informal para presionar en contra de la normalización y el silencio.

Hay que reconocer, además, que las redes sociales abren la posibilidad de la denuncia anónima –lo que reduce el temor que sienten las víctimas a las represalias–, así como su alcance como medio de información masiva, que en la actualidad está transformando las dinámicas sociales y sus relaciones con los aparatos jurídicos penales, las conductas antisociales y la misma concepción de justicia.

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Trascender lo individual
El MeToo no puede ser el único blanco de las críticas. Ante él, las instituciones públicas y privadas no reaccionaron con responsabilidad. Debían haber ido –aún deben hacerlo– más allá de las declaraciones vacías de condena al acoso y a la violencia de género. Las instituciones no son y no deben comportarse como simples espectadoras o testigos de la violencia, ni hacerlo solo cuando estalla el reclamo de las mujeres. En especial, deben apartarse de aquella conveniente visión que afirma que este tipo de violencia solo se ejerce entre individuos aislados y, en cambio, entender que el acoso sexual no es un problema exclusivo del acosador y la víctima. La violencia de género tiene una raíz estructural, y las instituciones públicas y privadas juegan un papel muy importante en su (re)producción y legitimación. Para abordar seriamente el problema en los espacios educativos y laborales, es crucial recordar que esta es una forma de discriminación por sexo, que sufren con más frecuencia las mujeres. La discriminación está relacionada con la desigualdad: entre más grande sea la segunda, más lo será la primera, y el acoso mantendrá su vigencia. Aunque el MeToo haya pasado, las instituciones aún deben examinar las dinámicas y relaciones de poder entre los sexos que su estructura organizacional promueve al interior. Mandar a la agredida a litigar en el ámbito penal en contra de su agresor no transforma las dinámicas de desigualdad de las empresas y las instituciones.

En ese sentido, la postura de los gobiernos federal y de la Ciudad de México, al centrarse en la denuncia penal, reiteraron el tramposo mensaje de que la violencia es un asunto que concierne a la víctima y el victimario. Fue el mensaje de un gobierno que en realidad no comprende ni quiere atender el problema. Las respuestas de otras instituciones, en específico, también fueron limitadas. La Procuraduría de Justicia de la capital buscó a las organizadoras del Foro MeToo, después de que ellas publicaran una carta abierta que solicitó a varias autoridades tomar acciones (que les daba como fecha límite el 6 de mayo). La presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México dijo que daría seguimiento puntual a las respuestas y acciones de las autoridades enlistadas en la petición pública de ese foro.

3  La legisladora Lorena Villavicencio dijo que solicitaría a la Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados la comparecencia del fiscal general y de los fiscales sobre el seguimiento de las denuncias.


4  Nada de esto sucedió. Pero, aunque hubiera sucedido, hay que considerar que muchas de las conductas denunciadas son delitos de querella, y que la declaración de la legisladora reduce la problemática al ámbito penal.
Por su parte, el presidente de la república puso en evidencia, una vez más, su ya conocido desinterés e incomprensión sobre las cuestiones de género al declarar que el asunto debía ser atendido por el Instituto Nacional de las Mujeres, aislándolo del foco nacional a un mero “tema de mujeres”. Esto además tuvo la esperada consecuencia de la falta de asignación de tareas y responsabilidades a cada secretaría de su gabinete, que deberían garantizar el principio de igualdad y no discriminación y, por ende, la prevención, sanción y reparación de la violencia de género dentro de ellas.

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A su vez, el Instituto Nacional de las Mujeres emitió un irreflexivo comunicado.


6  A pesar de ser la         institución encargada de la transversalización de la política nacional de igualdad (es decir, de garantizar que todas las instituciones de gobierno incorporen y hagan efectiva esa política), también instaba a las denunciantes a formalizar procesos ante las autoridades competentes para abrir investigaciones que resultaran en sanciones y reparaciones del daño. Al hacerlo, trasladó la culpa de la impunidad a las que prefirieron optar por el uso de las redes ante el ineficaz y tortuoso procedimiento judicial. Este instituto actuó, entonces, como policía o fiscal, no como organismo gubernamental para defender los derechos y el bienestar de las mujeres. (¿Acaso las autoridades no deberían preguntarse por qué muchas no denuncian formalmente?)
En tanto, la Secretaría de Cultura federal lanzó un comunicado refrendando la política de “cero tolerancia”.

7  Me pregunto en qué se traduce tal frase, tomada de los programas de represión neoliberal estadounidense, hermanados con el Broken Windows de Rudolph Giuliani, que criminalizó la pobreza y se intentó importar en el entonces Distrito Federal. La cantaleta de “tolerancia cero” es una frase cargada de historia de represión y discriminaciones –Zero Tolerance es también el nombre de la política de Trump contra los migrantes en nuestra frontera norte–. En el caso de la violencia contra las mujeres, pierde todo sentido y se transforma en un mensaje que se oye fuerte pero no activa nada en concreto.
En el ámbito federal como en el local, las secretarías del Trabajo, de Educación y de la Función Pública, ni sus luces. Llama la atención la falta de acciones de la Secretaría del Trabajo porque en esas fechas se discutió en la Cámara de Diputados la aprobación del proyecto de reformas de la ley federal. La nueva legislación es explícita: obliga a los patrones, en acuerdo con los trabajadores, a contar con un protocolo de prevención y atención de la discriminación por razones de género y a la atención de casos de violencia, acoso u hostigamiento (art. 132, XXXI), lo cual será significativo en tanto que sindicatos y autoridades del trabajo se encarguen de vigilar su formulación y puesta en práctica.

8  El papel de los sindicatos en este tema es fundamental, pero en su momento también hicieron mutis.
Quienes representan a las instituciones públicas y privadas deben tener conciencia sobre la posibilidad de ser demandados por quienes hayan sufrido un evento de acoso u hostigamiento, por la vía civil y laboral, o incluso de ser denunciados en el ámbito penal


9  por no cumplir con su obligación de garantizar la no discriminación por sexo. No solo es posible demandar o denunciar a quien agredió sino también a la empresa, dependiendo de las circunstancias. Además, al no contar con los mecanismos o protocolos correspondientes, muchas optaron por despedir al denunciado en redes sociales, sin un procedimiento de investigación y sanción transparente, con lo cual siguen evadiendo sus obligaciones en cuanto a la prevención y atención. Con ese giro engañoso borran su responsabilidad, actuando de manera políticamente correcta, pero sosteniendo, en el fondo, formas organizacionales que producen y perpetúan la desigualdad de género y sus abusos de poder e injusticias.
Más allá del derecho que tiene la persona denunciada en redes sociales para demandar al patrón por despido injustificado, es relevante señalar que con frecuencia los patrones buscan acuerdos oscuros sin las garantías mínimas. El mensaje resulta contraproducente porque uno de los propósitos de la denuncia, ya sea formal o informal, es que exista un reconocimiento del daño por parte del individuo que lo comete, pero también de la sociedad. Con los acuerdos oscuros, quien comete el daño no comprende ni asume su responsabilidad, la institución o la empresa tampoco lo hacen y no se suscita un mensaje de repudio y sanción por parte de la sociedad. Así, se refuerza la idea de que los conflictos no se solucionan por medio de la justicia sino a través de relaciones de poder. Debo agregar que la falta de condena social a la discriminación por sexo, la percepción de las víctimas (muchos aún no consideran esto como una violación de sus derechos) y la consecuente ausencia de mecanismos institucionales y garantías mínimas que hagan viables y procesables los reclamos de discriminación –sin que ello implique la pérdida del empleo– podrían contarse entre las explicaciones de que las mujeres acudan poco al reclamo judicial.

Las empresas privadas y dependencias oficiales deben hacerse responsables por sus ambientes de discriminación. Las escuelas también deben establecer mecanismos para prevenir el acoso y su encubrimiento. El gobierno, al no interpelar a estas instituciones, permitió que las mujeres quedaran relegadas, de nuevo, al litigio individual, que generalmente ocurre en la materia penal. 


Las denuncias del MeToo mexicano fueron una respuesta a una práctica que es mucho más frecuente de lo que piensa la mayoría de las personas. Su proyección pudo haber puesto en crisis a la autoridad, tanto del Estado como a los que toman decisiones en empresas y organismos públicos y privados. Ahora que el movimiento en redes parece haber terminado, todos estos actores harían bien en diseñar una estrategia integral, que promueva cambios estructurales y ponga en el centro las políticas de prevención y reparación, las cuales además estén encaminadas a modificar las relaciones de poder en los diversos ámbitos, eliminando la segregación por sexo, tanto horizontal como vertical.

 De no hacerlo, otra edición del MeToo mexicano volverá a sorprenderlos, y las mujeres volverán a señalarlos, con razón, como responsables.



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