Es
un escritor estadounidense, que saltó a la fama en 2001 con su novela Las
correcciones, ganadora del National Book Award y que ha vendido 2,8 millones de
ejemplares en el mundo (datos de 2010). Contrario a la tradición impuesta por
el mercado americano, no ha permitido que sus obras se lleven al cine. Franzen,
aunque nacido en Chicago, Illinois, creció en Webster Groves, un barrio San
Luis, Misuri. Estudió en Swarthmore College, famosa institución educativa
fundada en 1864 por los cuáqueros que queda unos 18 kilómetros al suroeste de
Filadelfia, y también en Alemania gracias a una beca Fulbright. Actualmente
vive en el Upper East Side de Manhattan, Nueva York y escribe para la revista
The New Yorker. Habla con fluidez alemán. Traigo este artículo de Babelia del
periodico “El país” de España y otro de más actualidad publicado en periodico "El tiempo" de Colombia, por la importancia que tiene para la literatura
americana este autor y por ende para las letras del mundo, porque sus novelas,
son eso, novelas, no se sale de la estructura literaria que implica el género,
una trasposición de la realidad desde la ficción, para entender la intrincada
naturaleza humana. No más. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
EDUARDO LAGO
13 OCT 2015 - 12:05 COT
Coronado por la crítica y el público, el escritor,
compañero de generación de Foster Wallace, aboga por la recuperación del
esquema clásico de la novela.
En sus dos primeras
novelas, The Twenty-Seventh City (1988) y Strong Motion (1992), Franzen retrata
los enclaves urbanos de San Luis y Boston contra un entramado de conspiraciones
de signo insondable. Caracterizadas por su autor como “técnicamente
antiautobiográficas”, ambas narraciones se desenvuelven en la estela posmoderna
de las “grandes novelas de sistemas”, al modo de las obras de Pynchon o
DeLillo. Con premisas similares, en 1987 David Foster Wallace, publicaba La
escoba del sistema. El objetivo era dar con el lenguaje novelístico del tercer
milenio. En 1996 Foster Wallace despedía el siglo XX con una obra de las
propuestas más radicales de las últimas décadas: La broma infinita. Con algún
ribete estrambótico (Franzen llegó a preguntarse si el suicidio de Wallace
tenía como fin asegurarse un lugar en la posteridad), la amistad entre los dos
escritores (incuestionablemente auténtica por ambas partes), constituye uno de
los capítulos más fascinantes de la reciente historia literaria de su país,
comparabale a las que mantuvieron en su día Fitzgerald y Hemingway, una mezcla
inextricable de admiración, pasión y rivalidad. En tanto que Wallace nunca
cuestionó su poética, Franzen sintió muy pronto que algo fallaba en su
planteamiento. Quería vender más, y sospechaba que el problema estribaba en que
de la novela se había alejado demasiado de las preocupaciones de la gente. En
un ensayo titulado Tal vez soñar (1996), Franzen subraya la irrelevancia de la
novela en el contexto de la cultura actual. En la era del entretenimiento,
sometida al imperio de la imagen, los novelistas llevan todas las de perder.
Buscando la manera de dar vuelta a la situación, dio con una fórmula
paradójica: “La única manera de avanzar es retroceder”, concluyó. La solución
de los males de la novela contemporánea está en volver a los modelos
insuperables de Tolstoy o Dickens.
El resultado práctico de
este planteamiento fue Las correcciones, narración que da cuenta de las
peripecias de dos generaciones de una familia desestructurada, los Lambert. Las
ventas superaron los tres millones de ejemplares, lo cual hizo decir a un
crítico inglés que más que una novela, Las correcciones era un ejemplo de lo
que debe ser un estudio de mercado. El autor contestó puntualizando que “el
lector es un amigo, no un adversario ni un espectador”. Galardonada con el
Premio Nacional del Libro en 2001, Las correcciones fue el fenómeno literario
de la década en Estados Unidos. La contradicción inherente a un hecho así es
mayúscula: La primera novela norteamericana de relieve del tercer milenio se
regía conforme a una poética de la narración que tenía casi dos siglos de
antigüedad. Aún así, funcionó.
Franzen afianzó su postura
en Mr. Difficult (2002), ensayo en el que reniega de William Gaddis, autor de
Los reconocimientos, a quien Franzen había considerado uno de sus maestros.
Gaddis es un autor difícil, proclamó Franzen, y si la novela quiere sobrevivir
ha de ser necesariamente “conservadora y convencional”. Tras Las correcciones,
siguió un silencio de casi diez años, durante los cuales Franzen buscó escribir
una novela que reflejara la compleja realidad de la sociedad norteamericana de
nuestro tiempo. Cuando Libertad vio la luz en 2010, la revista Time confirió a
Franzen el título de Gran Novelista Americano, reproduciendo una foto del autor
en la portada. Tan sólo cinco novelistas “literarios” habían logrado aparecer
en la portada de la influyente publicación antes que Franzen: James Joyce,
Vladímir Nabokov, J. D. Salinger, John Updike y Toni Morrison, (Joyce y Updike
en dos ocasiones). De manera más general, la crítica caracterizó a Libertad
como “la gran novela americana de la era Obama”.
ama”.
Cuando Libertad vio la luz
en 2010, la revista Time confirió a Franzen el título de Gran Novelista
Americano, reproduciendo una foto del autor en la portada
Libertad es un canto a la
estética del realismo, y sin embargo, la sombra que se cernió sobre su
gestación, fue la de su amigo David Foster Wallace. Hace tan sólo unos días, el
pasado 2 de octubre, en pleno lanzamiento de su novela más reciente, Pureza,
Franzen evocaba la misteriosa irrupción de la figura de Wallace cuando, tras
años de esfuerzos infructuosos, de manera repentina, una mañana, en la Academia
Americana de Berlín, donde llevaba meses atrincherado, encontró el tono y
rompió a escribir gozosa e ininterrumpidamente. De pronto, sin venir a cuento,
recordó que Wallace no había contestado a un importante email. Alarmado,
efectuó una llamada telefónica. Su mujer le explicó que de manera milagrosa,
había sobrevivido a un intento de suicido, del que se estaba recuperando.
Franzen acudió inmediatamente a su lado. “Que el momento en que yo despegaba
artísticamente coincidiera con su hundimiento psicológico es algo muy extraño,
que hasta hoy sigo sin entender. David y yo habíamos estado muy unidos durante
muchos años y a veces pienso que éramos una sola entidad que se desgajó en
2008”, dice Franzen, aludiendo al momento en que, tres meses después, Wallace
se quitó por fin la vida. Tras acudir a un servicio fúnebre celebrado en
Manhattan, Franzen escribe: “Al día siguiente me sumergí a fondo en Libertad.
Un año después había terminado”.
Con Libertad Franzen logró
más ventas y más lectores aún que con Las correcciones, afianzando su
reputación como uno de los escritores más influyentes de nuestro tiempo. La
crítica, no obstante, se mostró algo más tibia. Para muchos, el libro supuso un
retroceso. En Más afuera (2012), Franzen cuenta que tras la publicación de
Libertad, viajó a la isla de Robinson Crusoe (donde pasó cuatro años el
personaje en que se basó Daniel DeFoe para escribir la primera novela de la
lengua inglesa), llevando consigo un ejemplar del libro y una caja de cerillas
que contenía una pequeña fracción de las cenizas de David Foster Wallace.
La formidable operación
internacional de márketing orquestada en torno al lanzamiento de Purity impide
ver las cosas con suficiente claridad. Como figura pública, Franzen despierta
admiración o antipatía a partes iguales. Para unos se trata del escritor
norteamericano vivo más importante, para otros de un dinosaurio de la literatura.
Sus experimentos con fórmulas caducas despiertan recelo entre muchos de sus
colegas de oficio. La crítica se ha mostrado dividida. Muchos se rinden ante
sus innegables poderes narrativos, aunque el consenso es que estamos ante su
novela más endeble. A modo de síntoma, ahora que el Man Booker acepta títulos
norteamericanos, el libro ni siquiera ha logrado pasar el primer filtro. ¿En
qué consiste el fallo, si lo hay? La respuesta, quizá, haya que buscarla en la
sombra que Foster Wallace proyectará siempre sobre él, una sombra que parece
decir que quien apuesta por el pasado se entierra en el presente.
JONATHAN
FRANZEN, LA GRAN ‘RARA AVIS’ EN LA LITERATURA ESTADOUNIDENSE
El
autor de ‘Las correcciones’ se erige como sucesor al trono de la narrativa en
ese país.
Por: María José Caro y
Gabriel Messeth 04 de agosto 2018 ,
09:48 p.m.
No es la primera expedición
a Perú en la que se embarca Jonathan Franzen. Lo hizo cuando escribía una
crónica sobre el secuestro de carbono para The New Yorker. Entonces descubrió
su lugar preferido para observar aves. “Vi más especies en esa visita que en
cualquier otro viaje”, recuerda antes de volver como estrella de la Feria
Internacional del Libro de Lima.
Franzen aparece vía Skype
desde Santa Cruz (EE. UU.), pequeña ciudad en el extremo norte de la bahía de
Monterrey que luce como la California de los 70, con uno de los parques de
atracciones más antiguos del país, que se oxida frente al mar.
“Hace más de 20 años conocí
a mi compañera, la escritora Kathryn Chetkovich”, explica sobre la adopción de
un hogar tan lejano a la meca editorial y donde juega tenis, toca guitarra y,
sobre todo, observa aves. “Empecé a pasar largas temporadas aquí, y cuando le
pregunté a Kathryn si viviría en Nueva York, dijo que no. Mudarme aquí fue una
decisión gradual”, añade.
Pero su aislamiento no es total.
Recientemente colaboró con el director Todd Field y el actor Daniel Craig,
unidos en la empresa de adaptar Pureza (2015) para la cadena de televisión
Showtime. Es la segunda vez que se empecina en llevar uno de sus libros a la
pantalla chica, luego de que la miniserie de HBO basada en Las correcciones
nunca vio la luz.
Hay algo quijotesco en el
intento de filmar la compleja obra de Franzen. “Tengo una cierta satisfacción
porque mis libros no sean filmados”, se consuela. “Tengo la esperanza de que
nunca lleguen a una pantalla, para que así se mantengan como novelas: no todo
tiene que ser dominado por la televisión”, dice quien se asume fanático de
Breaking Bad y Better Call Saul.
Cómo estar solo
“Me siento una persona con
suerte –afirma Franzen–. Descubrí desde chico para qué servía. Tengo este
prejuicio de que para ser escritor debes ser muy bueno con las palabras, ser
capaz de oírlas, saber cómo suenan. Se parece a la música. Por eso no toco la guitarra
profesionalmente: no soy muy bueno. Pero cuando tenía 14 años sabía que era
especialmente bueno escribiendo, mi maestro me lo dijo. Lo que era difícil para
otros no lo era para mí”.
Fue así como este hijo de
Western Springs, Illinois, descendiente de escandinavos, trazó objetivos para
vivir de sus fabulaciones. “Lamentablemente, recuerdo la primera historia que
escribí. Me inspiré en las canciones de Grateful Dead, que hablan sobre el
Viejo Oeste. Al escucharlas, pensaba que conocía ese mundo. Así que escribí un
cuento acerca de una partida de póquer, llena de alcohol, cerca de la frontera
con México. Aunque tenía 17 años, sabía que no era un buen cuento, así que lo
puse en un cajón”, relata.
Se estrellaría con los
sinsabores de la vocación mientras escribía su ópera prima, Ciudad 27 (1988).
Hoy, cuando esta sátira con ecos de thriller celebra su trigésimo aniversario,
su acercamiento a la intriga política, la migración y el terrorismo, adquiere
un aura premonitoria. Pero entonces fue recibida con tibieza. Reacción similar
a la provocada por Movimiento fuerte (1992), libro arriesgado en el que ciencia
y religión antagonizan con violencia. Franzen mezcla el conservadurismo provida
con desastres telúricos, asunto del cual aprendió en sus años como asistente de
investigación en el Departamento de Ciencias Terrestres y Planetarias de
Harvard. El lanzamiento no produjo réplicas, aunque Stephen King se rindió ante
su autor. “Hay algo que tiendo a olvidar –comenta sobre sus inicios–: era un
hombre soltero muy pero muy pobre. Mi declaración de impuestos no arrojaba más
de 6.000 dólares. Y odiaba a los ricos: era un joven furioso”.
Kathryn Chetkovich retrata
el punto de inflexión en Envy, brillante ensayo en el que explora qué se siente
ser mujer, narradora y novia de un autor sobre el cual empiezan a llover las
“comparaciones con escritores muertos y con escritores vivos cuyas reputaciones
están tan establecidas que bien podrían estar muertos”. ¿Cuál es su versión
sobre aquel momento cuando “encontró su llave”, esa transición de ser un
escritor en apuros al artífice de la primera obra maestra del nuevo milenio?
“La versión corta es que lo disfruté y me relajé por primera vez en mi vida
adulta”. Así resume el advenimiento de Las correcciones (2001). “Lo cierto es
que engordé por todas las cenas a las que me invitaban cuando estaba
promocionando el libro, y tardé como 15 años en perder todo ese peso. Pero
también significó que podía tomarme hasta un año para hacer otras cosas, como
dedicarme a la no ficción. Sentí que me habían dado lo que deseaba”, agrega.
El retrato tragicómico de
los Lambert, familia disfuncional en crisis por la enfermedad del patriarca y
los fracasos de cada hijo, reunida para celebrar una última cena de Navidad que
se dirige hacia la catástrofe con la determinación de un kamikaze, llegó a
librerías la semana previa a los atentados del 11-S. Se vio en Las correcciones
un anticipo del nuevo modo de vida estadounidense, de los miedos y valores que
iban a regir en un tiempo desconocido. Jonathan Franzen se convirtió en
leyenda: el National Book Award, entrevistas en Charlie Rose y la famosa
invitación al Oprah’s Book Club que devino en contienda mediática tras la
negativa de Franzen para incluir el logo del talk show en la portada. Incluso
prestó su voz a un episodio de Los Simpson en el que se va a los puños con su
colega Michael Chabon.
Franzen atribuye a la
experiencia su paso del thriller posmoderno al drama familiar, género que lo
consagró tras la publicación de Libertad (2010). “Estoy seguro de que la edad
tiene que ver con los temas que uno explora –sostiene–. Ahora disfruto más
creando personajes y explorando la psicología”.
La saga de los Berglund a
lo largo de varias décadas –con la guerra de Irak, el gobierno Obama y otros
hitos como telón de fondo– confirmó la escala del proyecto de Jonathan Franzen,
de mirada tan íntima como épica. La revista Time lo retrató en su portada con
el rótulo de ‘gran novelista americano’. “Me alegró que fuera yo y no otro
–acepta con sencillez–. No soy muy partidario de esa idea de la gran novela
americana. Fue un poco vergonzoso, pero ¿a quién no le gusta ver su foto en una
revista importante?”.
Advierte que su rutina ha
variado. “Creo que poco a poco voy mejorando en esto de escribir novelas,
aunque siento que me estoy quedando sin tiempo: ya tengo casi 60 –dice–.
Trabajo los siete días de la semana y está todo siempre ahí, dando vueltas en
la cabeza mientras me ducho o cuando me despierto a mitad de la noche. Lo
repaso una y otra vez, tratando de afinarlo. Creo que sé lo que va a ocurrir,
pero no sé cómo. La escritura es ir descubriendo cómo los personajes se pueden
encontrar ante situaciones extremas. Son cosas con las que me obsesiono por
años antes de sentarme a escribir”. También revela una receta creativa:
“Empiezo por el título, para ver hacia dónde trabajo. Es como si compusiera
sinfonías y sintiera que es hora de componer algo en re menor; el título es
como una escala musical que le da al libro un tono”.
Cree que Pureza (2015) es
la novela más parecida al libro que había imaginado.
“Cambiaron cosas, pero el
planteamiento básico está ahí”, cuenta sobre esta epopeya que atraviesa desde
los tiempos de la Alemania Oriental hasta Wikileaks. Franzen está de acuerdo
con la noción de que cada novela suya encierra varios libros: “Cuando escribía
Las correcciones, la imaginaba como cinco novelas cortas. Cada historia
funcionaba como un libro independiente, con su propio arco dramático.
Básicamente escribo novelas cortas dentro de un gran libro. Me dicen que estoy
loco: Las correcciones pagaría cinco veces más si la partiera. Pero me gusta el
libro grande”.
Más afuera
¿Existe la jubilación para
un escritor? “Claro: Philip Roth lo hizo –responde–. Yo no quiero hacerlo. No
quiero pasar un día sin escribir, pero una novela consume mucha energía.
Pensaba que Pureza iba a ser la última. Y ahora, con este nuevo libro, me digo:
‘OK, esta vez sí puede ser’ ”. Tras las muertes de Tom Wolfe y Roth —una
acaecida días después de la otra—, Franzen fue visto como el sucesor al trono
de la narrativa estadounidense. “Wolfe y Roth tuvieron la fortuna de vivir lo
suficiente para tener carreras completas, y sin tener que preocuparse de que la
gente dejaría de leer por estar pegados a sus teléfonos. Me da un poco de
envidia, y me parece triste”, lamenta.
Su siguiente novela
retratará el presente. “No estoy muy interesado en la política porque creo que
es simplista, pero me interesan el fenómeno Trump, la división actual y lo que
la tecnología le está haciendo a este país. Todo eso estará ahí. Luego seguiré
haciendo periodismo y, quién sabe, podría escribir más guiones”, adelanta.
Asomarse fuera del terreno
de la novela es una de sus grandes fortalezas. A través del ensayo ha rumiado
el dolor propio y defendido sus ideas. A través de la no ficción ha removido
los recuerdos del alzhéimer de su padre y ha vuelto a su relación con David
Foster Wallace, sobre cuyo suicidio escribió: “Cuando su esperanza en la
ficción murió, tras años de lucha con una nueva novela (El rey pálido), no hubo
otro camino más que la muerte”. Se trató de una gran amistad literaria, signada
por “comparaciones, contrastes y fraternal competencia”. Sobre ella escribió
una de sus crónicas más celebradas, Más afuera, que detalla su agenda secreta
durante una visita al archipiélago Juan Fernández, frente a la costa chilena.
En su búsqueda del rayadito
(Aphrastura masafuerae), ave de la isla Alejandro Selkirk, y mientras releía
Robinson Crusoe, Franzen buscó el lugar idóneo para echar las cenizas de
Wallace, confiadas por su viuda. “Me di cuenta de que estaba en el lugar más
dramáticamente bello que había visto jamás... El viento tomó el polvo y se
desvaneció en la bóveda azul del cielo, soplando por el océano”, recuerda en el
artículo.
En su próximo libro de
ensayos, The End of the End of the Earth, Franzen se centra en el cambio
climático y las redes sociales. Pareciera un libro para la administración
Trump, aunque el escritor cree que ningún libro lo sea. “No son famosos por
leer –remata con sorna–. No me gustaba George W. Bush, pero cuando miro atrás
parece el paraíso”. Frente a ello, el avistamiento de aves es más que un
paliativo para él, que ha comparado sus recompensas con el sexo. “Hay un factor
sorpresa: no sabes cómo será tu día. Si vas a la Galería Uffizi, sabes a qué
cuadros atenerte; pero si vas al (parque del) Manu, no tienes idea de lo que
encontrarás. Es una aventura”, compara.
Mientras investigaba sobre
la reinita cerúlea, que aparece en Libertad, su amor por las aves creció en
proporción a su inquietud por ellas. De hecho, se convirtió en un feroz
detractor de la caza de pájaros cantores. “Jamás, ni remotamente, me había
visto tan comprometido con una causa –confiesa–. Mi esfuerzo por defender las
aves tuvo que ver con la fama. Si hubiera sido un activista en 1990, a nadie le
habría importado. De pronto la gente empezó a escuchar lo que tenía que decir”.
MARÍA JOSÉ CARO Y GABRIEL
MESETH
EL COMERCIO (PERÚ)
Twitter: @ElDominicalEC
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