Más allá de la
importancia de quien reseña el presente libro; el tema del texto suscito mucho mi interés: La extinción de los campesinos, este sector constituyen una
fuerza social muy importante, son parte del tejido social desde hace
muchos siglos, representan la seguridad alimentaria de la humanidad, ellos han sufrido los embates
de la inequidad y el mal trato siempre, no importa cuál sea el momento histórico que quisiéramos
analizar, el texto de la referencia es una investigación especial, de suma importancia y
oportuna. Nunca había conocido un libro sobre este tema con la excepción de los estudios académicos que tocan este ítem de manera tangencial.
Solo hay dos certezas absolutas sobre los campesinos: de su
trabajo procedía todo el sustento y siempre sufrieron el despotismo del poder.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
5 ENE 2018 - 11:25 COT
Un buen libro actúa en dos direcciones simultáneas. Abre los
ojos a la novedad de lo exterior y remueve en la conciencia y la memoria lo que
ya estaba dentro de uno, olvidado o latente. Vidas a la intemperie, de
Marc Badal, tiene ese efecto sobre mí. Es un libro riguroso y muy bien
documentado que está hecho con una factura liviana, una riqueza de erudición y
experiencia que sin embargo no pesa. La buena escritura se distingue porque se
alza del suelo con una cierta ingravidez. Como un poema, que siempre parece
estar en suspensión encima de la página, sostenido en el aire. Las vidas a la
intemperie a las que alude el título de Badal son las de los campesinos, las
generaciones innumerables que desde los tiempos del Neolítico fueron modelando
el mundo, a fuerza de trabajo, tal como existe a nuestro alrededor, y a
continuación desaparecieron, tan radicalmente como esas civilizaciones perdidas
de las que quedan solo ruinas ciclópeas, tan inexplicables en su simbolismo
como en la hazaña de su construcción. La diferencia es que la desaparición del
mundo de los campesinos no sucedió hace milenios: en España fue casi ayer
mismo, hace apenas dos generaciones, tan poco tiempo que hay todavía personas
que pueden dar testimonio de esa civilización abolida. Parecía haber durado
desde siempre y estar destinada a prolongarse idéntica en el porvenir, y
desapareció de la noche a la mañana, o casi, en el tránsito de unos pocos años.
El libro de Marc Badal ha tenido tanto efecto sobre mí porque
yo soy una de esas personas que recuerdan. Me he acordado de la dureza de los
trabajos del campo, pero sobre todo de algo que es más difícil de preservar, y
hasta de explicar, lo peculiar de la mentalidad campesina, que yo observaba en
las personas más próximas a mí. Cuando yo era niño me daba cuenta de la
diferencia radical que existía entre nuestras vidas y las de la gente que no
dependía para su subsistencia del trabajo en el campo: tenían otro color de
cara, manos más blancas y menos poderosas, vivían en barrios alejados del
nuestro, en casas muy distintas, que a mí me producían admiración y más
desconcierto que envidia cuando las visitaba. Eran casas en las que no había
cuadras para los animales, ni graneros, ni jaulas de madera y alambre para los
conejos. A veces ni siquiera eran casas, sino pisos en edificios modernos. Yo
estaba convencido de que vivir en un piso era un signo de riqueza.
Vivían de otro modo, pero también las mentalidades de los
adultos con los que yo me encontraba, los maestros en la escuela, los
profesores en el instituto, los padres de mis compañeros que no eran del campo,
no se parecían en nada a las de las personas de mi familia y a las que
encontraba trabajando en la huerta de mi padre o en las cuadrillas de aceituneros.
Los campesinos miraban y hablaban de otra manera, y habitaban una geografía
exclusivamente suya. La forma del mundo se correspondía con la del territorio
en el que vivían su vida y en el que trabajaban. Fronteras invisibles para
cualquiera que no fuera ellos delimitaban lugares con rasgos específicos, más
propicios para el cultivo de unas especies que el de otras, designados con
nombres de una meticulosa geografía oral que no estaba escrita en ningún mapa.
La vida campesina es más fácil de falsificar porque en ella no hay o no había
casi nada que pudiera someterse a una generalización. Un campesino conoce su
territorio, pero se pierde fácilmente unos kilómetros más allá. Los nombres que
da a las cosas son muy precisos pero varían en la comarca o en la provincia
contigua. Marc Badal despliega conocimientos muy extensos de la historia de los
movimientos campesinos y de los dogmas ideológicos, favorables u hostiles, que
se les han aplicado a lo largo de los siglos. Pero leyéndolo se le nota mucho que
también ha escuchado y se ha fijado mucho, ha interrogado a supervivientes, y
les ha prestado una atención respetuosa, sin idealizarlos ni caricaturizarlos,
que es lo que han hecho a lo largo de los siglos la mayor parte de los
estudiosos y los teóricos, los que querían ver en el campesino al Buen Salvaje
del paraíso primitivo y los que se burlaban de su tosquedad o veían en él un
símbolo del mundo arcaico y retrógrado que debía ser abolido cuanto antes por
la modernidad. Solo hay dos certezas absolutas sobre los campesinos, y las dos
son indelebles: de su trabajo procedía prácticamente todo el sustento y toda la
riqueza; siempre ocuparon la escala más baja en el orden social y sufrieron el
despotismo de los poderosos.
Una tarde, hace años, en Úbeda, estaba asomado al mirador de
la muralla, que da a las laderas fértiles de las huertas, ahora casi todas
perdidas, y más allá al oleaje monótono de los olivares. A mi lado había unos
turistas haciendo fotos, admirando la vista del valle del Guadalquivir. Entonces
pensé que ellos, aunque miraban lo mismo, no veían lo mismo que yo. Ellos veían
un paisaje, hecho de valores estéticos. Yo veía, en ese campo y en esos caminos
que fueron los de mi vida hasta los 18 años, las marcas poderosas del trabajo
humano. La estética del paisaje eliminaba el tiempo y la presencia humana: a
los ojos de los turistas aquellas laderas y aquel valle poseían una belleza
intemporal, impersonal. Yo veía el proceso histórico tan cercano que había dado
forma a aquella vista: cercas y tejados de chalets en lo que habían sido
huertas; espesores de maleza cubriendo antiguos canteros de cultivos; y los
olivares invadiéndolo todo, eliminando la diversidad y el contraste del cereal,
la viña, el barbecho, los cañaverales y arroyos que antes marcaban algunas
lindes, el trazado de los bancales y de las acequias.
En la mirada del campesino no existía el paisaje. Lo he
recordado leyendo, con emoción gradual, este libro que me ha tomado por
sorpresa, en el que me he sumergido tan favorablemente en el silencio del
primer día del año. Marc Badal ha escrito la crónica de una extinción, y en
ella hay una velada declaración de amor, y también un manifiesto político, un
gesto de disidencia frente a la abrumadora coacción de que este mundo, tal como
existe ahora, es el mejor y también el único posible. Yo he visto contada en él
una parte de mi vida. Leo y voy recobrando voces, miradas, palabras, actitudes:
aquel escepticismo inmune a cualquier entusiasmo, aquella incredulidad en el
fondo sarcástica hacia la impostura y la palabrería. Me crie entre algunos de
los últimos supervivientes del universo campesino. Soy uno de ellos.
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