Este articulo, aparecido
en el suplemento “Babelia” del país de España, de gran factura, toca con una
lucidez inusitada, no corresponde al formato periodístico, siempre un poco ligero,
el tema del nacionalismo y la literatura, la relación intrincada entre estas
dos realidades, tan difíciles, pero que tiene una historia, una manera polisémica
de articularse, que el autor trata con inteligencia, hasta al punto de incitar
a profundizar en el tema. Espero que mis lectores lo disfruten de igual manera.
CESAR H BUSTAMANTE
Hoy, ningún escritor civilizado
quiere ver su nombre al lado de ninguna clase de nacionalismo identitario. El
apátrida más fascinante fue Kafka
MANUEL
VILAS
1 DIC 2017 -
05:45
Fue en el siglo XIX cuando la literatura descubrió su poder
para la representación social del presente y lo hizo a través de la novela.
Esas sociedades de las que se hablaba en las novelas tenían nombre: Francia,
Rusia, Inglaterra, España. El XIX fue el siglo del nacionalismo y lo fue
también de las ficciones de largo aliento, que se convirtieron en el espejo de
las identidades colectivas. Ya no hacía falta la fuerza bruta de un ejército, o
la solemnidad de un Estado, o la efigie de un rey para contemplar una nación:
la novela era un reflejo más moderno, más sofisticado, más universal. La novela
componía naciones: la Inglaterra de Dickens, la Francia de Balzac, la Rusia de
Tolstói o la España de Galdós. Los novelistas triunfaron, pero también cargaron
en sus hombros con los recién estrenados fantasmas de las naciones. La
modernidad aceptaba el pacto de novela y nación a cambio de que el reflejo de
las sociedades fuese crítico. Pero el maridaje entre escritor y país ya estaba
formulado. Ese maridaje, en el siglo XX, acabó teniendo toda clase de
desencuentros. Thomas Bernhard murió odiando un país entero: Austria. Vladímir
Nabokov abandonó la lengua rusa y a partir de 1938 escribió en inglés.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los escritores huyeron del nacionalismo como de
la peste, pero eran conscientes de que iban a ser adjetivados en función de su
origen nacional. Nadie escapaba a su país, de modo que el Premio Nobel a Albert
Camus fue el Premio Nobel a un escritor francés. O el Premio Nobel a Juan
Ramón Jiménez, un poeta en el exilio, fue el Nobel a un escritor español. La
nacionalidad adjetiva siempre a la literatura.
Tal vez el primer apátrida de la modernidad fuese Lord Byron,
el primero que experimentó la desavenencia con su identidad nacional como un
logro ético y estético. Byron insultó a Inglaterra, pero Inglaterra no se
sintió insultada por él. Todo lo contrario, acabó integrando el insulto
byroniano como una nueva forma de ser inglés. Byron fue el apátrida errante. La
vida errante se instituía en las letras occidentales como una forma hermosa de
desafección patriótica y perfilaba el mito de lo que luego se llamó
cosmopolitismo, que fue una gran invención tras la que se podían disimular
orígenes nacionales exóticos, y estoy pensando en Rubén Darío. Del
cosmopolitismo, que fue una utopía parisiense, se pasó a “mi patria es mi lengua”,
una solución que evitaba al escritor tener que sufrir la toxicidad de los
Estados y zanjar el oscuro asunto de la patria. Aun hubo un remedio casi
enternecedor en aquellos escritores que usaban y usan el “mi patria es mi
infancia”, que fue un hallazgo de Rilke.
Es muy difícil que un escritor no lleve la sociedad y el país
que le ha tocado en suerte a las páginas de sus libros. Cien años de
soledad consagraba una épica fantasiosa de un país que parecía de
ficción, pero que acabó siendo Colombia. Muy sabedor de esto fue el propio
García Márquez cuando eligió como vestimenta de gala en la recepción del Premio
Nobel de 1982 el liquilique que ahora se expone en el Museo Nacional de
Colombia. Hoy día la incomodidad persiste, y ningún escritor civilizado quiere
ver su nombre al lado de ninguna clase de nacionalismo identitario. El apátrida
más fascinante fue Franz Kafka. La nacionalidad de Kafka es un vacío. Nadie
podría decir de él que fuese alemán, ni checo, ni judío. Cuando Roberto Bolaño
escribió Los detectives salvajes formuló una idea del poeta
latinoamericano como apátrida y pobre. El vagabundeo byroniano se encarnaba, en
versión low cost, en los personajes de la novela de Bolaño, quien
en su propia vida también alcanzó un alto grado de escritor sin patria, o
escritor con tres patrias: Chile, México y España. Los poetas mendigos de
Bolaño son una buena metáfora de la desafección de la literatura hacia la
patria.
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