viernes, 18 de agosto de 2023

HISTORIA DE LA BOMBA ATOMICA

 Este es el prologo de un excelente libro de Peter Watson "Historia de la bomba atómica", espero mis lectores lo disfruten. CESAR H BUSTAMANTE


Prólogo

Encubrimiento, o cuando los justos pecan

Es posible que en toda la historia de la humanidad ninguna idea haya tenido consecuencias más inmediatas y trascendentales que el célebre descubrimiento de Albert Einstein de que E=mc2, esto es, que la materia y la energía son, básicamente, aspectos distintos de un mismo fenómeno. Einstein publicó su teoría de la energía nuclear en mayo de 1905 y la estuvo puliendo y perfeccionando —con ayuda— hasta que en 1917, en mitad de la primera guerra mundial, quedó perfilada del todo. Veintiocho años después —es decir, al cabo de una sola generación—, el 6 y el 9 de agosto de 1945, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con sendas bombas atómicas pondría fin a la segunda guerra mundial.

La historia demuestra que, aunque son muchas las ideas susceptibles de tener consecuencias —el Renacimiento, la Reforma y las revoluciones científica y romántica constituyen buenos ejemplos—, no siempre resulta sencillo calibrar su incidencia en la realidad. ¿Cuál es el origen intelectual de la Revolución Francesa? ¿Por qué la revolución marxista estalló en Rusia cuando el mismo Marx predecía que lo haría en Gran Bretaña? ¿Por qué el modernismo surgió en Francia —si es que en efecto llegó a surgir— antes que en ningún otro país?

Por otra parte, la cronología de la energía atómica, o nuclear, resulta de una precisión asombrosa en el mundo de las ideas. Todo empezó en 1898 con la identificación del electrón, a la que no tardó en seguir, en 1907, el conocimiento de la estructura del átomo. Más tarde, en 1932, los científicos descubrieron el neutrón y de inmediato comprendieron que su existencia sugería la posibilidad de activar una reacción en cadena en el seno mismo del átomo. Las piezas del puzle, pues, encajaron en un espacio de tiempo pasmosamente breve. Ernest Rutherford, director de los laboratorios Cavendish de Cambridge, llamó a esa época «la edad heroica de la física».

En tanto que autor de varios libros sobre la historia de las ideas, este apretado calendario siempre me había fascinado. Cuando empecé a estudiarlo, enseguida tuve claro que, además, la crónica de la investigación atómica tenía una dimensión humana absoluta y singularmente dramática. Porque la edad heroica de la física del período de entreguerras tuvo por protagonista a una reducida élite de no más de una docena de físicos, químicos y matemáticos de diversa procedencia —Gran Bretaña, Alemania, Francia, Estados Unidos, Dinamarca, Italia, Rusia y Japón— que se conocían y relacionaban entre sí porque habían estudiado en un puñado de universidades y otras instituciones europeas —en Berlín, Cambridge, Copenhague y Gotinga—, colaboraban en sus investigaciones, asistían a las mismas conferencias, iban juntos de vacaciones, se invitaban a sus bodas, difundían sus hallazgos en las mismas y escasas publicaciones especializadas, cooperaban o competían en una impresionante diversidad de actividades científicas y gozaban de un reconocimiento general porque muchos habían sido galardonados con el premio Nobel. Se podría decir que las décadas de 1920 y 1930 fueron las más emocionantes y trascendentales no solo de la ciencia física, sino de la ciencia. [1]

Pero aquellos años fueron extraordinarios también por otro motivo no menos trascendental y sí mucho más dramático: el auge del nazismo en Alemania y del fascismo en Italia.

Con el descubrimiento del neutrón el año anterior a la llegada de Hitler al poder en Berlín, algunos científicos fueron conscientes de la posibilidad teórica de liberar la enorme energía encerrada en el núcleo del átomo, pero esperaban, contra toda esperanza, que dicha posibilidad no llegara a hacerse realidad. Y entonces, en las Navidades de 1938 y los primeros días de 1939, a pocos meses de la guerra, cuatro científicos confirmaron desde Alemania que habían logrado dividir —o fisionar— el núcleo del átomo de uranio, el elemento más pesado y más inestable de la tabla periódica. Era un nuevo y aterrador paso en el camino de la posible invención de las armas nucleares.

Un científico alemán, Werner Heisenberg, posiblemente el más brillante de todos ellos —había obtenido el premio Nobel en 1932, con solo treinta y un años—, diría mucho más tarde que si, en 1939, un puñado de físicos se hubieran negado a seguir investigando la posibilidad de fabricar armas nucleares, los políticos no habrían podido seguir adelante y la carrera atómica se habría truncado. [2]

En vez de ello, ese mismo año, un número muy reducido de personas altamente cualificadas se vio de pronto en posesión de unos conocimientos y unos recursos con los que podrían, al menos en teoría, decidir el resultado de la guerra si esta llegaba a estallar —y esto parecía cada día más probable—. ¿Podía existir algo más dramático y trascendental que una idea con la suficiente potencia para decidir la victoria en una guerra mundial? El propio Einstein estaba inquieto.

* * * *

Seis años más tarde, la extraordinaria idea de Einstein quedó confirmada en su totalidad. El lunes 16 de julio de 1945, a las 5.29 horas, se llevó a cabo con éxito la primera prueba atómica en el llamado «Trinity Site» del desierto de Alamogordo, Nuevo México. Aunque luego sabría que la explosión llegó a oírse en tres estados, Leslie Groves, el general al mando del programa nuclear estadounidense, insistió en guardar el secreto: «Lo mismo puede encomendarnos una misión mucho más sencilla, mi general —le dijo uno de sus subordinados—, como, por ejemplo, mantener en secreto la existencia del río Misisipi». Al día siguiente, lunes, el presidente Truman mantuvo su primer y único encuentro cara a cara con el líder soviético Iósif Stalin en Potsdam, un barrio residencial de Berlín. [3]

Tres semanas después, el 6 de agosto, lunes también, la idea de Einstein volvió a concretarse en el bombardeo de Hiroshima. Y dos días después, el 8 de agosto, la Unión Soviética declaró la guerra a Japón; a la madrugada del día siguiente, los tanques soviéticos cruzaron la frontera de Manchuria.

La proximidad de estas fechas no es casualidad. En los últimos años, la mayoría ha llegado a la conclusión —cuando menos la mayoría de los historiadores, ya que no de la ciudadanía— de que las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki no eran necesarias para poner fin a la segunda guerra mundial, de que su propósito era muy distinto.

No deja de sorprenderme —bien es verdad que solo hasta cierto punto— que dicha conclusión no esté más extendida. Uno de los primeros escépticos del empleo de la bomba fue el general Dwight D. Eisenhower, comandante supremo de la Fuerza Expedicionaria Aliada, jefe militar de las operaciones contra Hitler y futuro presidente de Estados Unidos. En el período más peligroso de la guerra fría, y poco después de su célebre discurso de despedida —en el que advirtió de la amenaza que suponía el «complejo militar-industrial» estadounidense—, Eisenhower recordaría el día en que el entonces secretario de Guerra, Henry Stimson, le comunicó el inminente lanzamiento de la bomba atómica contra las ciudades japonesas: Mientras enumeraba los motivos, me iba invadiendo una sensación de desaliento. Le trasladé mis reparos: en primer lugar, mi convicción de que Japón ya había sido derrotado y por tanto lanzar la bomba era completamente innecesario; y, en segundo lugar, que creía que nuestro país no debía estremecer a la opinión pública mundial con un arma cuyo empleo, en mi opinión, ya no era imperativo para salvar la vida a más norteamericanos. Yo creía también que Japón ya solo buscaba una fórmula para rendirse, que solo quería «salvar la cara». [4]

La Tercera Flota del almirante William «Bull» Halsey apenas encontraba resistencia en sus incursiones sobre las instalaciones costeras niponas, y para el almirante Wagner, que estaba al mando de las patrullas de reconocimiento aéreo, en los varios millones de kilómetros cuadrados de océano y costas del Lejano Oriente que vigilaban sus aviones «no había, literalmente, ni un solo objetivo digno de la pólvora necesaria para destruirlo». Más tarde, Halsey, repitiendo prácticamente la idea de Eisenhower, diría que «la primera bomba atómica fue un experimento innecesario. ...[los científicos]habían inventado un juguete y tenían ganas de probarlo. Por eso la lanzaron. .. Mató a muchos japoneses, pero hacía tiempo que los japoneses se habían puesto en contacto con los rusos y tanteado la posibilidad de la paz». [5]

Más reveladoras si cabe son las conclusiones de un exhaustivo estudio oficial del «US Strategic Bombing Survey», que se hicieron públicas menos de un año después del lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Decían: «Es muy probable que sin bombardeos atómicos, sin que los soviéticos le declarasen la guerra y sin invasión norteamericana, Japón también se hubiera rendido en 1945». [6]

En mayo de 1945, Leó Szilárd, judío húngaro huido del Tercer Reich —salvó la vida por un pelo— y el primero en concebir la idea de una reacción nuclear en cadena, mantuvo en su casa de Spartanburg, Carolina del Sur, una reunión con James F. Byrnes, representante personal del presidente Truman para asuntos atómicos y futuro secretario de Estado. En sus memorias, Szilárd escribe: El señor Byrnes no afirmó que el uso de la bomba contra las ciudades japonesas fuera necesario para ganar la guerra. Sabía, como lo sabía el resto del gobierno, que Japón ya había sido derrotado y que podíamos obtener la victoria en seis meses. Lo que más le preocupaba al señor Byrnes en aquellos momentos era el aumento de la influencia rusa en Europa. ..[El señor Byrnes opinaba]que, por el mero hecho de que nosotros tuviéramos la bomba, Rusia resultaría más manejable en Europa. [7]

Algo que por aquel entonces resultaba obvio hasta para los propios rusos. Para Viacheslav Molotov, ministro de Asuntos Exteriores soviético durante la guerra, el objetivo de las dos bombas atómicas «no era Japón, sino la Unión Soviética. ...[Los norteamericanos]querían decirnos: que no se os olvide que vosotros no tenéis la bomba y nosotros sí. Como deis un paso en falso, ¡ateneos a las consecuencias!». [8]

Estos y otros comentarios han motivado que, a medida que se han ido desclasificando documentos, muchos historiadores —sobre todo norteamericanos— hayan vuelto a estudiar todo el proceso de decisión que condujo al lanzamiento de la bomba atómica. A estas alturas, el consenso es generalizado. Recurrir a la bomba contra Japón en agosto de 1945 fue del todo innecesario: para entonces los japoneses estaban dispuestos a rendirse y si no lo habían hecho ya era únicamente porque pretendían encontrar una fórmula verbal que les permitiera conservar a su emperador como monarca constitucional —idea escasamente popular entre la ciudadanía norteamericana: según ciertas encuestas de la época, la tercera parte de los estadounidenses habría preferido la ejecución sumarísima de Hirohito—. También existe consenso en que las dos razones principales para lanzar la bomba eran poner fin a la guerra antes de que la Unión Soviética pudiera intervenir en Oriente, pasando con ello a convertirse en nación beligerante en el Pacífico —con las consiguientes demandas territoriales que eso acarrearía—, y sobre todo hacer una demostración de fuerza para impresionar a Moscú, que tomaría buena nota de la potencia nuclear de los aliados occidentales y, en vista de ello, se mostraría más dispuesta a atender los intereses occidentales en la posguerra. [9]

Las últimas investigaciones demuestran también que la decisión de usar la bomba estaba en manos de un número reducido de personas y que algunas de esas personas se esforzaron por ocultar sus verdaderos motivos —se han encontrado «pruebas irrefutables de mentiras manifiestas»—, mientras en público defendían lo que no era más que un mero pretexto: el lanzamiento de la bomba salvó la vida a muchos norteamericanos y japoneses. [10]

* * * *

Las poco edificantes maniobras que condujeron a la decisión de utilizar la bomba atómica contra Japón no son, sin embargo, el tema principal de este libro. Esta obra se centra en los años anteriores, en el período de la guerra en que algunos descubrieron que la razón original para fabricar el artefacto —la convicción de que los científicos de Hitler también se proponían hacerlo— carecía de base real. Pero el bando aliado no supo gestionar ese descubrimiento y los servicios de inteligencia no quisieron compartirlo. Al contrario, las mismas personas que luego confundieron al mundo sobre las verdaderas causas de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki se encargaron de ocultarlo. Tras una lectura atenta de los últimos archivos desclasificados —de distintos países: Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Dinamarca, Rusia—, esta obra ofrece una nueva cronología, o un nuevo relato, de la fabricación de la bomba atómica, y demuestra que, de haberse puesto en común importantes informaciones y datos secretos sobre la investigación atómica —como fácilmente debería haber sucedido—, ni habría sido necesario fabricar el artefacto ni el mundo se habría visto empujado al precario y amenazante equilibrio en que todavía se encuentra. No todos compartían la opinión de James Chadwick, para quien en cuanto la bomba fuera factible sería también inevitable. Se cometieron muchos errores —y se contaron muchas mentiras— con el único fin de legar al mundo un arma que en realidad no era necesaria.

En el corazón de esta historia se encuentran dos personas, Niels Bohr y Klaus Fuchs, que, cada uno desde un punto de partida muy distinto, anticiparon que la bomba amenazaría con cambiar el mundo de la posguerra y no se quedaron de brazos cruzados. Uno no consiguió nada, pero el otro sí.

Este libro aborda sin pudor el hecho de que, en cuanto supieron que la bomba se podía fabricar, algunas personas se aseguraron de que se fabricara. Tanto Bohr como Fuchs temían esa inevitabilidad, pero al mismo tiempo sabían que, en época de conflicto armado, más que en ninguna otra, el tiempo es crucial. En las guerras, los hechos —susceptibles, además, de causar muchas muertes— se suceden a gran velocidad, y con la misma celeridad hay que tomar decisiones importantes de consecuencias imprevisibles. En tales circunstancias, como demuestra este libro, hasta lo que se antoja inevitable puede no necesariamente serlo.

La historia secreta de la fabricación de la bomba atómica —que es, en esencia, el tema de este libro— nos deja la ineludible conclusión de que tanto los estadounidenses como los franceses, los alemanes y los británicos cometieron una serie de errores cruciales y contaron una larga serie de mentiras con el resultado de que el mundo entró dando traspiés, o directamente metiendo la pata, en la era nuclear, cuando, para colmo, era del todo innecesario. Había en marcha una guerra mundial encarnizada y con mucha frecuencia muchos individuos hacían algo con la mano derecha sin saber exactamente lo que estaba haciendo la mano izquierda. Todos estaban inmersos en una lucha a vida o muerte, pero muy pocas personas tenían acceso a la información que habrían necesitado. A partir, sin embargo, de las pruebas de que ahora disponemos, resulta fácil concluir que, si otros hubieran ocupado determinados puestos clave y esas personas hubieran compartido la información de que disponían, los principales actores de esta historia bien podrían haber comprendido que no había ninguna necesidad de fabricar una bomba atómica y todos nos habríamos ahorrado la vida al borde del precipicio que hoy llamamos paz.

* * * *

Las armas nucleares siguen ocupando un lugar tan estresante en nuestra vida como siempre. Han transcurrido más de setenta años de Hiroshima y los controles sobre el empleo o la difusión de esta munición terrible no parecen más comunes ni mejores. Hoy hay en el mundo 9.500 cabezas nucleares que, según los científicos, servirían para destruir el planeta más de cien veces. [11] Es una situación tan absurda como peligrosa y, tras lo ocurrido recientemente en Irán y Corea del Norte, los riesgos quizá sean mayores.

Al establecer una nueva cronología de la invención de la bomba atómica, que en ciertos aspectos importantes se aparta de la ortodoxa, mi temor es dar pie a conclusiones demasiado fáciles cuando el mundo ya no es el mismo.

En cualquier caso, hay una observación que merece la pena hacer porque subraya la gravedad de las nuevas circunstancias a las que ahora tenemos que hacer frente.

Los personajes principales de esta historia —los presidentes Roosevelt y Truman, Vannevar Bush y el general Leslie Groves, que contribuyeron a poner en marcha y luego dictaron las directrices del programa de la bomba atómica en el bando estadounidenses, y el primer ministro Winston Churchill, el ministro del Tesoro sir John Anderson y James Chadwick, descubridor del neutrón, que hicieron lo mismo del lado británico— eran complejos hombres de mundo, personas maduras, muy inteligentes y con una enorme experiencia, estaban extraordinariamente bien informados y habían conseguido ya diversos logros prácticos que habían servido para mejorar la vida de millones de personas. Comparados con nuestros líderes de hoy, eran gigantes.

Y sin embargo cayeron en el error de fabricar la bomba atómica. Entre todos, y tras convencerse de que actuaban impulsados por los motivos más elevados, nos empujaron a un mundo en el que podríamos no haber entrado. Lo cual nos lleva al argumento de Heisenberg: si los científicos hubieran sabido lo que los servicios de inteligencia y los señores de la política averiguaron en el camino de Hiroshima, ¿habrían seguido adelante con la fabricación de la bomba? El lector extraerá sus propias conclusiones a partir de las pruebas que expone este libro. El desastre de la bomba atómica es una historia aleccionadora que, por encima de todo, subraya el hecho de que, ahora como entonces, las reacciones en cadena entre las personas son incluso más decisivas que las fuerzas inmensas de la física nuclear.

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