Escrito por Gonzalo Garcés
La Galia, como todos saben, hablaba latín cuando cayó el Imperio romano; la transformación gradual de esa lengua en lo que conocemos como francés se aprecia en las novelas medievales de Chrétien de Troyes. Ahí encontramos una palabra como estancele, que antes fue estancila, donde reconocemos la palabra latina scintilla («chispa») y que va a convertirse en el francés moderno étincelle. La aparición de obras literarias en esta lengua contribuyó a la formación de una conciencia nacional francesa; otro factor, más misterioso, fue el hecho de que los dos temas recurrentes de esas obras, y tal vez los temas centrales de toda la literatura francesa, sean la simulación y el engaño.
Chrétien de Troyes puede considerarse como el primer gran novelista de Francia y aquellos temas aparecen ya con él. Es imposible entender a este escritor sin saber algo acerca del amor cortés, así que voy a hacer un pequeño desvío por ahí.
En el siglo XII, en la corte de Leonor de Aquitania, surgió algo a medio camino entre la poesía y el juego de sociedad. Los trovadores, poetas de origen noble, cantaban su amor por una dama. Este amor solía ser ilícito y comportaba una idealización extrema, acompañada por la urgencia de realizar hazañas para merecer el amor de la dama. Podía ocurrir, como en el caso del trovador Jaufré Rudel y su amor por la condesa Hodierna de Trípoli, que el poeta se enamorara sin haber visto nunca a la dama. A veces el amor cortés parece un código de conducta doblado de observaciones psicológicas: por ejemplo, en «Las reglas del Amor», redactadas por Andreas Capellanus, se afirma que el amor que no crece decrece, y que los celos no hacen más que aumentarlo. Se ha especulado que hubo relación entre los trovadores y la secta de los cátaros, que se oponían al papado. Los trovadores predicaban la «Iglesia de Amor», es decir, letra a letra, lo contrario de la Iglesia de Roma.
Chrétien de Troyes combinó el espíritu de esa poesía con la «materia de Bretaña», cuyo tema es la corte del rey Arturo. De su obra sobreviven cinco novelas: Erec y Enide, Cligès, Yvain o el caballero del león, Lancelot o el caballero de la carreta y Perceval o la novela del Grial. Algo curioso de Chrétien es que contiene, al mismo tiempo, las cumbres del ideal caballeresco y su transgresión o su parodia. Así, en Erec y Enide, la dama se enamora de Erec por sus hazañas, pero, una vez que se casan, Erec solo puede fingir la felicidad: se aburre en la rutina conyugal y echa de menos salir de aventuras, como si fuera el protagonista de una canción de Joaquín Sabina. En Lancelot o el caballero de la carreta, el protagonista debe rescatar a la reina Ginebra, esposa del rey Arturo, de la torre donde la tiene secuestrada el malvado caballero Meleagant. Lancelot ama a Ginebra, pero, en vez de mantener a ese amor casto, como lo mandan el amor cortés y la lealtad a su rey, apenas penetra en la torre pasa una noche de sexo desaforado con la reina: «Y en esos besos y esos embates encuentran una felicidad tal que todos los demás amores les parecen mediocres». En realidad, en Chrétien ya tenemos todos los rasgos típicos del escritor francés: irónico, fino psicólogo, franco para hablar de sexo, y fascinado con la simulación y el engaño.
La pecera y los tiburones
Cinco siglos después, hacia la década de 1670, esos temas se expandieron. Luis XIV vivió en su adolescencia un episodio traumático: la rebelión de los nobles y del Parlamento conocida como la Fronda. Para neutralizar a esos nobles, Luis les quitó la mayor parte de sus funciones administrativas y les ordenó servir en la corte para mejor vigilarlos. Hay que imaginarse esa vida de tiburones que comparten una pecera. Era un asunto de vida o de muerte saber fingir y descubrir al que finge; blufear y descubrir al que blufea; decir la verdad con una mentira y mentir con la verdad. Y una parte importante de esa política convergía en el sexo y el amor. Tener como amante a la marquesa correcta, al duque apropiado, podía significar dinero, influencia y poder; o la ruina. El gran psicólogo de la época, François de La Rochefoucauld, se enamoró de la duquesa de Longueville y por ella se unió a la Fronda contra el rey. Su bando perdió esa guerra y La Rochefoucauld pagó el precio. En recuerdo de esa aventura escribió estos versos:
Pour mériter son cœur, pour plaire à ses beaux yeux,
J’ai fait la guerre aux rois ; je l’eusse faite aux dieux.
[Para merecer su corazón, para ser agradable a sus ojos,
hice la guerra a los reyes; se la habría hecho a los dioses].
Las dos obras culminantes de la literatura de corte, que es a la vez la literatura del engaño por excelencia, son La Princesa de Clèves, de Madame de La Fayette, y Las relaciones peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos. Se plantean, en esencia, las mismas preguntas: ¿cómo enmascarar el amor? ¿Cómo desenmascararlo? ¿Cómo hacer del amor una forma de engaño eficaz?
En la novela de Laclos tenemos a dos libertinos, el vizconde de Valmont y la marquesa Merteuil, que juegan un largo ajedrez de intrigas. Su objeto ostensible es una apuesta: Valmont, para demostrar su magisterio en el arte de la manipulación, debe seducir y luego abandonar a la virtuosa madame de Tourvel. En realidad, Merteuil solo simula complicidad con el vizconde para mejor someterlo; este, a su vez, engaña a madame de Tourvel para ganarse el amor de Merteuil. Pero se engaña también a sí mismo, porque en ese empeño se enamora realmente de madame de Tourvel. Esto es ocasión para una de las muchas ironías de la novela: Valmont teoriza que, para que dos que se gustan terminen por hacerse amantes, no hay que ayudarlos sino ponerles obstáculos, ya que esos obstáculos son lo que despierta el sentimiento amoroso; la sentencia se aplica al propio vizconde, aunque él no lo sabe.
La que sí lo sabe es la marquesa de Merteuil. Esta protofeminista le dice al vizconde: «Las mujeres estamos obligadas a ser mucho más hábiles que los hombres. Ustedes pueden arruinar nuestras reputaciones con unas pocas palabras; yo tuve que inventarme no solo a mí misma, sino formas de escapar del peligro que a nadie se le habían ocurrido. Y lo logré porque siempre supe que había nacido para dominar a tu sexo y vengar al mío». Pero también Merteuil, la manipuladora magistral, termina arruinada por el amor: su oscura pasión por Valmont, implacable y destructiva, la lleva a terminar abucheada por todo París. Laclos parece ofrecer acá una conclusión pesimista que anticipa, de alguna manera, a Freud: se puede ser un simulador genial, un manipulador implacable, pero de poco valen esas destrezas frente a ese otro manipulador incomparable, que avanza enmascarado y engaña a los más cínicos, que es el amor mismo.
Engaño y autoengaño
La Revolución francesa tuvo efectos inesperados sobre la literatura. El arte revolucionario fue neoclásico, conservador y heroico; mientras tanto, en la derrotada Alemania nacía el romanticismo, que exaltaba la noche, el fracaso y la pasión. En 1815 Francia fue derrotada y ocupada; entonces la noche, el fracaso y la pasión empezaron a interesarle también.
Sin embargo, igual que Chrétien de Troyes, que miraba con ironía el ideal caballeresco a la vez que lo exaltaba, el mejor escritor romántico fue uno que, al mismo tiempo, exploró los engaños del romanticismo: Henri Beyle, que escribió bajo el seudónimo de Stendhal.
Su obra maestra, Rojo y negro, relata el ascenso y caída de Julien Sorel. Típico joven de provincia que llega a París para dar el batacazo, Julien quiere ser maquiavélico y no sabe que fuerzas superiores lo manipulan a él. «¿Cómo es que no les gusta mi humildad?», piensa, y esta soberbia ingenua lo define. Siente compasión por la familia que lo emplea: «¡Qué bueno soy! ¡Yo, un plebeyo, compadecerme de una familia noble!». Pero el gran aporte de Stendhal a la literatura de la simulación y del engaño es el amorío entre Julien y la joven aristócrata Mathilde de la Mole. Esta, que es hija del empleador de Julien, lo instruye para que robe una escalera y suba por la noche a su habitación. Julien cree que le tienden una trampa; odia a Mathilde por ponerlo a prueba, pero acepta por no ser cobarde. Por su parte, Mathilde cree que está enamorada de Julien, aunque sufre en su orgullo porque para una señorita es degradante enamorarse de un guarango como Julien.
Esa noche Julien sube, en efecto, por la escalera, con gran peligro para él, y se convierte en amante de Mathilde; en todo momento se muestra frío y despectivo, y en todo momento Mathilde se muestra deslumbrada y enamorada. Los dos se mienten a sí mismos y ninguno de los dos sabe lo que hace. En realidad Julien sí está enamorado de Mathilde, aunque se cuenta a sí mismo que la manipula a sangre fría, y Mathilde no está enamorada de Julien, solo ama verse a sí misma como una heroína de novela que lo arriesga todo por un hombre indigno; los dos hacen algo que va a determinar sus vidas, y en ese momento crucial los dos se mienten y le mienten al otro.
El otro maestro de la novela francesa del siglo XIX fue, por supuesto, Gustave Flaubert, que no apreció a Stendhal, pero que de alguna manera continúa y lleva al extremo las observaciones de este sobre el autoengaño: lo hace en la persona de su gran protagonista, Emma Bovary, que intenta en vano imitar en su vida real a las heroínas de las novelas románticas. El pesimismo radical de Flaubert consiste en que ese autoengaño ingenuo (y destinado a la destrucción) revela, a su vez, la existencia fraudulenta de los demás personajes, que, sin embargo, se pretenden lúcidos y realistas.
El momento culminante de Madame Bovary marca también, de alguna manera, la crisis del arte del engaño a la manera francesa: se trata de los comicios agrícolas, donde medio pueblo sale a mostrar sus ganados y sus cosechas. Emma asiste desde un balcón, acompañada por Rodolphe, un cínico que se propone seducirla. Le dice a Emma todos los lugares comunes del discurso galante mientras, abajo, se anuncian los premios. «¿Es posible encontrar alguna vez la dicha?», pregunta Emma. «Sí, es posible», susurra Rodolphe, mientras abajo el consejero agrícola vocifera: «Ustedes, agricultores, comprenden que las tormentas políticas son peores que los desórdenes atmosféricos. Y de nuevo Rodolphe: «Emma, nosotros nos hemos visto en sueños». Y el consejero: «¿Cómo nombrar a todas las hortalizas que nos ofrece la madre naturaleza?». Y Rodolphe: «Emma, ¿me llevará usted en su corazón?». Y el consejero: «Raza porcina, premio ex aequo, al señor Leherissé: ¡sesenta francos!».
En este contrapunto, que va acercando la vulgaridad del discurso amoroso y la vulgaridad de la agricultura y la industria, Flaubert dice su visión de la vida, que podría resumirse así: todo es chamuyo. Todo es engaño vulgar, salvo la belleza. Porque este canto de odio contra la vida burguesa, y tal vez contra la vida en general, está compuesto con la delicadeza de un soneto perfecto.
Y todo por alguien que no me gustaba
¿Quién soy? ¿Soy, como creía Chrétien de Troyes, un caballero que solo simula vivir según los ideales de la caballería? ¿Soy, como creía Laclos, un manipulador manipulado por mis pasiones? ¿Soy, como creía Flaubert, un mero campo de batalla donde disputan formas del engaño? La literatura francesa, a lo largo de los siglos, parece ensayar respuestas a una misma pregunta.
Marcel Proust, en su ciclo novelístico En busca del tiempo perdido, arriesga una más. En el primer volumen hay una historia que sirve como una especie de maqueta de la vasta historia que la contiende: es el amor entre Swann y Odette.
Swann es un caballero que frecuenta la buena sociedad parisina de la década de 1870. En un salón conoce a Odette, una demi-mondaine que ejerce una suerte de prostitución de lujo con caballeros pudientes. Odette hace todo para seducir a Swann, que la encuentra poco interesante; pero un día los dos asisten juntos a un concierto improvisado donde tocan al piano una sonata; esa música le recuerda a Swann su propia juventud, y como Odette está ahí, ella queda asociada a esa nostalgia. La atracción que siente Swann se funda, desde ese primer momento, en una ausencia. Una noche Swann le quita a Odette la catleya que adorna su corsé; desde entonces, en su jerga privada, «hacer catleya» vale por hacer el amor. A medida que Odette se siente más segura del amor de Swann, se desinteresa de él. Entonces empiezan los celos y el verdadero amor pasional de Swann. Sabe que su amor se funda en el engaño y que es una enfermedad, pero teme la salud porque significaría la muerte de eso que él es ahora. Poco a poco pierde sus amistades, su lugar en la sociedad, se cubre de ridículo y llega a pensar en matarse. La frase final de Un amor de Swann es: «¡Y pensar que gasté años de mi vida, y tuve mi amor más grande, y llegué a pensar en matarme, por una mujer que no me gustaba!».
Esa conclusión desolada podría ser, a su vez, la de ocho siglos de literatura francesa obsesionada con la simulación y el engaño, puesto que el tema parece agotarse después de Proust. Pero eso sería engañoso; en realidad, continuó bajo otras formas.
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