Tomado de la revista "Ñ" del periódico Clarín de Buenos Aires
El historiador Jorge Saborido recuerda aquí la Marcha sobre Roma y las líneas que delinearon al fascismo en 1922.
Pocas palabras en el lenguaje político cotidiano tienen un uso (y abuso) más generalizado que “fascismo”. En numerosas ocasiones se utiliza para descalificar a quienes –real o supuestamente– amenazan con el uso de la violencia en el debate político. Es una realidad que la abrumadora mayoría de quienes la utilizan no tienen la menor idea del significado real de la palabra, ni mucho menos de las controversias que genera su definición. Para aclarar esos puntos, es instructivo recurrir al pasado.
El fascismo fue un movimiento que surgió en Italia a fines de la Primera Guerra Mundial, liderado por Benito Mussolini. Tras un corto período inicial en que se manifestó como una agrupación de izquierda radical con un discurso nacionalista –su líder pasó de una posición contraria a la guerra a un intervencionismo en defensa de la nación y una vocación expansionista– su falta de repercusión en la sociedad lo volcó hacia una posición decididamente antisocialista y de defensa del capitalismo.
En esos primeros meses de la posguerra, un sector significativo del Partido Socialista Italiano se volcó hacia posiciones extremas imaginando la posibilidad de repetir en Italia lo ocurrido en Rusia en octubre de 1917; durante dos años, los seguidores de Mussolini, organizados en “fasci de combattimento” (escuadras de combate) se organizaron disputando la calle a los militantes socialistas y llevando a cabo diversas acciones de extrema violencia contra sedes partidarias y periódicos de izquierda.
Excombatientes y clases medias bajas
Sus simpatizantes eran excombatientes y sectores de las clases medias bajas castigados por la crisis de la posguerra El creciente apoyo de los sectores liberales, que lo veían como un movimiento al que podían controlar, así como también del empresariado atemorizado por el “peligro rojo”, e incluso de sectores del ejército y de las personalidades que rodeaban al rey Víctor Manuel III, condujeron a que finalmente el movimiento se institucionalizara en 1921 con el nombre de Partido Nacional Fascista e incluso formara parte de un Bloque Nacional con partido liberales en las elecciones de ese año obteniendo 35 diputados.
Sin embargo, las ambiciones de Mussolini y los principales dirigentes de los Fasci no se limitaban a la participación dentro de un parlamento liberal; sus aspiraciones apuntaban hacia la conquista del Estado, y si para ello había que recurrir a la violencia, o a la amenaza de ella, en cierto modo ese rasgo estaba en su ADN.
Fue así que ante una crisis de gobierno –situación habitual en esos convulsionados años–, los fascistas impulsaron a fines de octubre de 1922 lo que se denominó la “Marcha sobre Roma”, la convergencia de miles de militantes provenientes de diferentes partes del país, exigiendo la entrada de los fascistas en el gobierno.
Pese a que las fuerzas de seguridad estaban en condiciones de reprimir con facilidad a las columnas fascistas, la inacción de las autoridades y sobre todo la negativa del rey a firmar la disposición que establecía el estado de sitio condujo a que finalmente Mussolini fuera convocado a presidir un gobierno con participación de varios de sus correligionarios.
Un programa lleno de “anti”
Así, el movimiento que comenzó siendo una banda de violentos anticomunistas accedió al gobierno con un programa en el que dominaban los “anti”: antisocialismo, antiparlamentarismo, antiliberalismo, y una sola reivindicación positiva: la primacía absoluta del Estado (“Todo dentro del Estados, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”). El desprecio de la prensa “seria” y la convicción generalizada entre los políticos que se trataba de un fenómeno transitorio, que se iba a disolver una vez llegado al gobierno, resultó un trágico error.
En los años siguientes se fue conformando un régimen basado en un partido único, liderado por un líder carismático, caracterizado por la valoración positiva de la violencia hasta el extremo de implantar el terror; por la apelación a las masas sobre la base de la elaboración y difusión de mitos destinados a nuclear a la sociedad alrededor de una visión embellecida del pasado (por ejemplo la Italia fascista como un retorno de los valores y la grandeza de la “Roma eterna”); la vocación expansionista justificada por la historia (“continuaremos la tarea de expansión hacia el Este iniciada por los caballeros teutónicos hace seis siglos”) y, finalmente, por la construcción y fortalecimiento de un conjunto social organizado como una estructura armónica y estable, en la que cada integrante se integraba en el todo sin cuestionar el orden establecido.
La nacionalización de las masas fue acompañada de una negación de la lucha de clases (“Me dicen que hay empresarios, me dicen que hay obreros; yo solo veo alemanes”).
El fascismo constituyó entonces, con variantes propias del escenario nacional donde se desarrolló, un modelo vigente en Europa entre 1919 y 1945, aunque solo en dos países sus partidarios alcanzaron el poder –en varios otros el triunfo coyuntural se debió a la ocupación de las potencias invasoras durante la Segunda Guerra Mundial–, con la importante diferencia entre ambos regímenes que en la Alemania nazi el antisemitismo constituía una de sus columnas vertebrales, en tanto se incorporó a la Italia de Mussolini solo en los últimos años Neofascismo y derecha radical
La derrota militar de los países del Eje no significó la desaparición de las ideas fascistas, de manera que por lo menos hasta mediados de la década de 1955 se hablaba de un “neofascismo”, caracterizado sobre todo por una nostalgia del pasado y el accionar destinado a luchar por su restauración, una tarea en la que los éxitos fueron nulos.
Sobre todo a partir de los años 60, dentro de la extrema derecha surgieron agrupaciones en las cuales algunos componentes fascistas se fueron combinando con elementos de carácter populista, que en conjunto reaccionaban contra el triunfo de las instituciones democráticas –aunque participaban en el Parlamento– al tiempo que se volcaban en forma progresiva hacia posiciones económicas neoliberales.
Subsistían pequeños grupos que utilizaban la simbología e imitaban actitudes de orientación nazi pero su repercusión era mínima, más allá de producir hechos de violencia –algunos significativos– pero que no dejaban de ser marginales.
Hacia mediados de la década de 1970, la crisis económica que comenzó con el aumento de los precios del petróleo, condujo a que la extrema derecha encontrara un tema que le permitiera captar el apoyo de sectores cuantitativamente importantes reafirmando su idea identitaria. En un escenario caracterizado por los avances tecnológicos en todos los terrenos, el crecimiento de la desocupación y las oleadas migratorias provenientes de países en guerra o directamente afectados por profundas crisis económicas quedaron así vinculados de forma estrecha.
Expresiones como “Los inmigrantes ocupan los puestos de trabajo que nos corresponden como españoles (italianos, franceses, o…)”, o la variante más peligrosa, “los inmigrantes son los responsables del crecimiento de la violencia”, tuvieron audiencia entre quienes pensaban que luego de la Segunda Guerra Mundial la prosperidad y el progreso económico habían llegado para quedarse y necesitaban una explicación simple para enfrentar lo ocurrido.
Se concretó así la contradicción entre el agresivo discurso contra la inmigración acompañado de la defensa cerrada de la economía de mercado, si bien en algunos casos cuestionando algunas de las consecuencias de la globalización (“¡América First!).
Frente a estas nuevas realidades, el hundimiento de la Unión Soviética en 1991 y la crisis de la izquierda a lo largo de los años siguientes en cuanto a la posibilidad de elaborar una alternativa superadora, tuvo una consecuencia impensable unas décadas antes: el vuelco de sectores obreros hacia posiciones de derecha.
Además, el cuestionamiento de algunos dirigentes populistas frente a la consolidación de una sociedad cada vez más dominada por el sector financiero contribuyó a potenciar el descontento.
El panorama en América Latina
En el caso de América Latina, las décadas de 1960 y 1970 fueron testigos de la instalación de sangrientas dictaduras militares, con la aquiescencia y también con el apoyo de Estados Unidos, que con harta frecuencia cumplieron la tarea de restaurar el orden supuestamente vulnerado por los avances de agrupación de izquierda –algunas de las cuales recurrieron a la violencia– impulsando una represión ejercida por el Estado que dejó profundas y duraderas huellas en la sociedad.
La calificación de dictaduras “fascistas”, utilizada para definir a estos gobiernos constituye una extensión de la expresión que encubre el hecho indiscutible de que se trataba simplemente de una reacción de los sectores conservadores de la sociedad destinada a preservar el statu quo, que utilizaban a los militares como fuerza de choque a falta de un verdadero apoyo social.
En ningún momento recurrieron a las masas como lo hizo el fascismo original; la única excepción fue la convocatoria del general Leopoldo Galtieri ante la ocupación de las islas Malvinas. Las prácticas violentas o las amenazas de su utilización tuvieron como objetivo acabar con los militantes de izquierda y sus apoyos intelectuales.
Por lo tanto, la utilización de las expresiones “fascismo” o “neofascismo” resultan por lo menos confusas para designar a quienes utilizan un lenguaje con frecuentes apelaciones a la violencia pero cuyo objetivo es muy diferente al de quienes planearon y llevaron a cabo la Marcha sobre Roma.
Su neopopulismo se nutre de un discurso agresivo y cuestionador pero solo constituye la no tan nueva defensa de la sociedad liberal que cuestiona la mayor parte de las funciones que el fascismo justamente le atribuía al Estado.