La literatura siempre nos ayuda esclarecer el presente, las angustias que nos agobian. "La peste" es una novela de Camus, que sirve de apoyo para entender todas las vicisitudes del momento crítico que vivimos por gracia del COVAVINURUS. Este es un buen artículo, espero que mis lectores disfruten. CESAR H BUSTAMANTE
su novela el escritor describe su tiempo y su tierra natal, pero su
novela trasciende su marco temporal y geográfico, adquiriendo el rango de
metáfora universal
RAFAEL
NARBONA17 marzo, 2020
¿Qué nos
enseñó La peste, de Albert Camus? Que las peores epidemias no son biológicas,
sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad:
insolidaridad, egoísmo, inmadurez, irracionalidad. Pero también emerge lo
mejor. Siempre hay justos que sacrifican su bienestar para cuidar a los demás.
Publicada en 1947, La peste intenta ser una respuesta al dolor desatado por la
Segunda Guerra Mundial. Ambientada en Orán, narra los estragos de una epidemia
que causa centenares de muertes a diario. La propagación imparable de la
enfermedad empujará a las autoridades a imponer un severo aislamiento. Todo
comienza un dieciséis de abril. En esas fechas, Orán es una ciudad con una vida
frenética. Casi nadie repara en las existencias ajenas. Sus habitantes carecen
de sentido de la comunidad. No son ciudadanos, sino individuos que escatiman
horas al sueño para acumular bienes. La prosperidad material siempre parece una
meta más razonable que la búsqueda de la excelencia moral.
El Covid-19 o
coronavirus ha impulsado a muchos lectores a releer o a leer por vez primera La
peste, buscando recursos para afrontar el largo exilio en casa impuesto por las
autoridades sanitarias. La enfermedad siempre está ahí, pero pensamos que solo
le concierne a los otros. Ahora es asunto de todos. Nuestra campana de cristal
se ha agrietado. No somos invulnerables. Oriundo de la Argelia francesa, Camus
describe en La peste su tiempo y su tierra natal, pero su novela trasciende su
marco temporal y geográfico, adquiriendo el rango de metáfora universal. Sus
reflexiones resultan particularmente esclarecedoras en estos días. Camus señala
que la irrupción de una epidemia letal nos hace meditar sobre el tiempo.
Normalmente, no percibimos su espesor, el abanico de posibilidades que contiene
cada minuto. Solo hay una forma de comprender su carga fructífera: “sentirlo en
toda su lentitud”. Esa experiencia se hará asequible para todos con la peste,
pero la incertidumbre y el miedo transformarán la lentitud en parálisis,
estancamiento. El tiempo no se adapta a nosotros. Somos nosotros los que
debemos aprender a experimentarlo en toda su plenitud. El tiempo es el barro
del que estamos hechos. No podemos permitir que pase de balde, sin producir
frutos. No es posible volver atrás. El tiempo perdido es irrecuperable.
La
expectativa de la enfermedad y la muerte nos coloca ante las preguntas
fundamentales que solemos evitar o postergar. Camus piensa que no existe Dios,
que la fe es una expresión de impotencia, pero opina que el escepticismo no nos
has hecho más libres. Solo nos ha dejado más desamparados. La capacidad de
sacrificio del doctor Rieux, protagonista de La peste, pone de manifiesto que
atribuimos una importancia excesiva a nuestro yo. La grandeza del ser humano
reside en su capacidad de amar, no en su ambición personal. No hay nada hermoso
en el dolor, pero indudablemente nos abre los ojos y nos obliga a pensar. Rieux
no se acostumbra a ver morir a sus pacientes. Piensa que la respiración de un
moribundo es una objeción irrebatible contra la supuesta bondad de la vida. La
vida es absurda, ilógica. La inteligencia del hombre solo le hace más
desgraciado, pues le muestra que el universo está gobernado por el azar. Camus
admite que sin la perspectiva de lo sobrenatural, todas las victorias del
hombre son provisionales. La victoria definitiva y total corresponde a la
muerte. Para Rieux, la existencia solo es “una interminable derrota”. Su
filosofía se reduce a eso. No es mucho, pero es una convicción vigorosamente
respaldada por la miseria física y moral que aflige –en mayor o menor grado– a
la humanidad. Camus piensa que el mal y la indiferencia son más abundantes que
las buenas acciones. El hombre no es malo por naturaleza, pero su conocimiento
de las cosas es deficiente. Sus actos más nefandos proceden de la ignorancia.
Es la tesis del intelectualismo socrático, que Camus ratifica con una frase
feliz: “no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia
posible”.
¿Qué es lo
ético en mitad de una epidemia? Luchar con “honestidad”. Luchar por el hombre,
a pesar de todas sus imperfecciones. En esa batalla, el fanatismo ideológico
solo estorba. Hay que mirar más allá, pensando solo en lo humano. ¿Cómo se
recordará la peste cuando pase? ¿Tal vez como una hoguera cruenta e interminable?
No, más bien como “un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso”. El
ser humano evocará esos días con temblor, recordando la fragilidad de la vida.
La peste produce horror, pero también tedio. Después de los sentimientos
iniciales de terror o coraje, de indignidad o heroísmo, se extiende una emoción
unánime de monotonía. “Al grande y furioso impulso de las primeras semanas
había sucedido un decaimiento que hubiera sido erróneo tomar por resignación,
pero que no dejaba de ser una especie de consentimiento provisional”. La
sensación de fatalidad, de estar en manos de una calamidad sin término, embota
la sensibilidad. Lo humano retrocede, el espíritu se adormece, lo biológico
usurpa el lugar de lo racional. La monotonía se apodera de todo, aplanando los
afectos y la capacidad de razonar: “La ciudad estaba llena de dormidos
despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que,
por la noche, su herida, aparentemente cerrada, se abría”. La peste acaba
aniquilando los valores. La humanidad se desliza hacia el nivel de conciencia
de una res en el matadero, que intuye su final sin reaccionar. Las epidemias
matan el cuerpo y el alma. El coronavirus nos está recordando la importancia
del contacto físico. El ser humano necesita tocar a sus semejantes, sentir su
cercanía. “Los hombres no se pueden pasar sin los hombres”, escribe Camus.
Curiosamente, esa necesidad a veces solo se hace visible cuando se propaga una
catástrofe. “El único medio de hacer que las gentes estén unas con otras es
mandarles la peste”.
En Occidente,
la crisis de la familia ha provocado que cada vez haya más personas aisladas.
En los grandes espacios urbanos, los individuos se recluyen en apartamentos
minúsculos y apenas se saludan en las zonas comunes. Las ciudades crecen al
mismo ritmo que la soledad. Para Camus, el sufrimiento de los niños es
particularmente insoportable. Cuando el doctor Rieux y su amigo Tarrou
acompañan a un niño en su agonía, su tolerancia a la frustración se desborda,
transformándose en airada protesta: “Ya habían visto morir a otros niños puesto
que los horrores de aquellos meses no se habían detenido ante nada, pero no
habían seguido nunca sus sufrimientos minuto tras minuto como estaba haciendo
desde el amanecer. Y, sin duda, el dolor infligido a aquel inocente nunca había
dejado de parecerles lo que en realidad era: un escándalo”. El Padre Paneloux
se muestra comprensivo: “Esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es
posible que debamos amar lo que no podemos comprender”. El doctor Rieux no
acepta este razonamiento: “Yo tengo otra idea del amor, y estoy dispuesto a
negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados”.
Admite que no conoce la gracia divina y cuando el sacerdote le dice que lucha
por el hombre, replica que solo pelea por la salud. Al igual que Dostoievski,
Camus opina que “no hay nada sobre la tierra más importante que el sufrimiento
de un niño” y “una eternidad de dicha” no puede compensar ese dolor. El padre
Paneloux objeta que “el sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero
sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual”. Tarrou apunta que
el dolor de los inocentes nos plantea un reto: la posibilidad de alcanzar la
santidad. Amando, acompañando, cuidando, sacrificando nuestro bienestar para
que otros vivan. Rieux contesta que no le interesa ser santo, ni héroe. Solo
quiere ser hombre y ser solidario con los vencidos. Por la peste o por la
historia.
La peste
avanza y ya nadie se atreve a hablar de Dios. Perdura una esperanza tibia e
insuficiente que solo es obstinación de vivir. Camus concluye que “todo lo que
el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el
recuerdo”. Sin embargo, no se puede vivir solo de lo que se sabe y se recuerda.
Si no esperamos nada, si percibimos la muerte como un límite insuperable,
existir se convierte en una fatigosa carrera hacia la nada. Todos somos Sísifo,
subiendo una penosa pendiente para despeñarnos por el vacío. Solo puede
aliviarnos la ternura, el afecto que surge entre los humanos, tristes criaturas
que han aprendido a contar las horas, sabiendo que cada minuto es un paso hacia
el abismo. Todos los hombres son hermanos en el sufrimiento, en una desdicha
que no se puede aplacar. Camus, humanista sin un ápice de cinismo, no condena a
sus semejantes: “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de
desprecio”.
Los espíritus
verdaderamente grandes nos sitúan en el umbral de los interrogantes. No nos dan
respuestas. Nos incitan a que –desde nuestra soledad– pensemos y recorramos
nuestro propio camino. Camus nos cede la palabra, invitándonos al recogimiento.
El que no sabe estar solo desconoce lo que es la verdadera libertad. Debemos
buscar al otro por anhelo de fraternidad, no para huir de nuestros miedos. No
hay que lamentar el aislamiento impuesto por las autoridades. Es una buena
oportunidad para explorar nuestra intimidad y buscar un sentido a la vida.