Esta columna
de Antonio Muñoz Molina deja ver la diatriba entre leer y escribir, que son las
rutinas intensas del escritor.
Me parece
que no es un tema menor, muchos autores alguna vez se han referido a esta
dualidad que va más allá de las responsabilidades propias del profesional que
vive de la escritura, espero mis lectores la disfruten. CESAR HERNANDO
BUSTAMANTE
Puedes estar tan ocupado siendo
escritor que no te quede tiempo para escribir. En la vida literaria, pero sin
calma para la vida.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
26 JUL 2019 - 11:44 COT
Cada verano, en cuanto dejo atrás las
obligaciones más o menos agobiantes de la temporada, compruebo la distancia,
creciente para mí, entre la literatura y lo que se llama la vida literaria,
entre las tareas solitarias de escribir y leer y el espectáculo de la presencia
pública, entre la concentración y la paciencia del hacer callando y la fatiga y
la necesidad de explicar lo que se ha hecho, lo que mejor sería dejar que se
explicara por sí solo. Cada verano aprendo de nuevo que al escribir y al leer,
en grados distintos, disfruto tanto que llego a olvidarme de mí mismo, pero que
al publicar me vuelvo nervioso, inseguro, vulnerable, suspicaz, ansioso.
Escribir es una afición y un trabajo que se vuelve soluble en las tareas y las
distracciones de la vida diaria, en un fluir continuo que incluye caminatas,
conversaciones, ocupaciones domésticas, siestas lectoras, salidas gratas para
tomar algo y no volver a casa demasiado tarde. Publicar es exhibirse. El libro
es un producto frágil que requiere un grado inevitable de apoyo, casi de
militancia. Uno es consciente, cuando publica un libro, de que ha de hacer un
esfuerzo para ayudar a su difusión, en una época en que la cultura lectora no
cuenta con el apoyo de los poderes públicos, y en la que los medios, también
sumidos en la tribulación, se inclinan a celebrar sobre todo lo que les parece
que lleva el sello de la moda o lo que ya es tan celebrado que no tendría
ninguna necesidad de serlo más aún. De modo que el autor se siente en la
obligación de hacer de publicista de sí mismo y viajante de su minoritaria
mercancía, y de dar todo tipo de explicaciones sobre ella, aquí y allá, delante
del público o en una entrevista, y ahora además en el espacio histriónico de
las redes sociales.
Yo nunca sé en qué medida o cuántas
veces se puede explicar algo sin abaratarlo, sin quitarle esa veladura de
misterio que es el mayor atractivo de un libro cuando uno lo tiene por primera
vez entre las manos, cuando lo abre y empieza a leerlo. Hay una soledad sin la
cual el libro no podría ser escrito, y para leerlo haría falta otra soledad
equivalente: que el libro llegue al lector tan inopinadamente como fue llegando
a quien lo escribía. Es como la necesidad de una mesa despejada, de una
habitación limpia y desnuda con una ventana. En el interior del libro habrán de
oírse los ruidos y las voces del mundo, pero el momento de escribir requiere un
silencio absoluto, no más riguroso que el que pide la lectura verdadera. Eso no
quiere decir que uno ha de retirarse a una casa en un acantilado, encerrarse en
una habitación insonorizada. La primera capa decisiva de silencio la genera,
como un campo magnético, el acto mismo de escribir o leer. Esas lectoras —casi
siempre lo son— que uno ve a veces en el metro tienen el mismo aire de sosegada
concentración que Erasmo de Róterdam en el retrato que le hizo Holbein.
La literatura es soledad, o
conversación muy privada. La vida literaria es compañía y tumulto. El escritor
en su trabajo está tan gustosamente solo como el lector en su deleite. En la
vida literaria se convierte en actor, y peor aún, en miembro de una cofradía,
de una pandilla, de un grupo. A Simone Weil, tan apasionada defensora de la
igualdad y la justicia, le provocaba rechazo cualquier frase que empezara por
la primera persona del plural. Cuando alguien habla delante de mí en primera
persona del plural siento instintivamente el deseo de ponerme a salvo o de
quedarme fuera. Y no hay primera persona del plural que me despierte más
incomodidad y extrañeza que la que empieza con “los escritores”, y hasta con
“todos los escritores”: “todos los escritores fuimos embusteros de niños”, por
ejemplo; los escritores somos esto, o lo otro. Yo no soy quién para hablar o
escribir en nombre de nadie.
Siempre he huido de las pertenencias
colectivas, más todavía cuando se exhiben en público. Desconfío de la facilidad
con la que puede caer en la prepotencia quien se ve a sí mismo en una tarima
delante de una sala llena de gente favorable: la tentación de la ocurrencia, el
chiste seguro que ya ha funcionado otras veces, las competiciones de ingenio y
de presunta agudeza con los colegas de mesa redonda, la calderilla de las
anécdotas y las citas espurias. Mucho antes de lo que parece, el halago y el
hábito de la exposición pública lo convierte a uno en algo peor que un
personaje o un impostor: en un farsante. Uno puede estar tan ocupado siendo
escritor que no le quede tiempo para escribir; tan sumergido en la vida
literaria que no le queda calma suficiente para fijarse en la vida.
Son divagaciones de verano. Para mí
hay veranos de escribir y veranos de leer y de curarme la fatiga de haber escrito,
pero sobre todo la angustia y la incertidumbre de haber publicado. En los
veranos de leer me embarco en novelas de larga travesía y recupero sin ninguna
dificultad un fervor por la literatura que tiene algo de inocencia, como si
estuviera descubriéndola en su gloriosa variedad y amplitud, como si tuviera
toda una vida de lecturas por delante. En el tiempo dilatado de los veranos
caben igual los regresos que los nuevos hallazgos. La literatura es el libro
que tengo entre las manos y el cine en colores lujosos de mi imaginación que
por fortuna los años no han debilitado. Este verano vuelvo a Cervantes, que
lleva acompañándome toda mi vida de lector, y leo por primera vez a Machado de
Assis, dos novelas prodigiosas, una tras otra, Dom Casmurro y Memórias póstumas
de Brás Cubas. Tal vez no hay novela que yo conozca mejor que Don Quijote, y
sin embargo siempre estoy encontrando en ellas sutilezas, ironías y
profundidades nuevas. Nunca había leído a Machado de Assis, que tiene una
audacia y una desenvoltura cervantinas en la invención de sus historias. Pero
lo que reconozco en él, desde las primeras páginas, es el espíritu singular de
la novela, su vocación de indagar en los actos y en las conciencias de los
seres humanos, su generosa ambición abarcadora, su desolación y su humorismo.
No nos importaría tanto la literatura si no aprendiéramos en ella tantas cosas
que de otro modo no podríamos saber. Es eso lo que le exigimos. Todo lo demás
que hay a su alrededor carece de importancia.