La academia, los filólogos,
los críticos, sus alumnos y por supuesto, sus lectores que son muchos, lamentamos profundamente la muerte de este gran escritor e investigador colombiano,
quien deja una vasta obra que difícilmente puede obviarse por lo importante e
imprescindible para el conocimiento de la lengua y el intrincado mundo de
la creación poética y la narrativa. El periódico
“El espectador”, le brindó este justo homenaje que no dudamos en reproducir por
lo lúcido y puntual. CESAR HERNANDO
BUSTAMANTE HUERTAS.
Cultura
19 Ene 2019
- 9:00 PM
Nelson Fredy
Padilla / npadilla@elespectador.com
FUE MAESTRO
UNIVERSITARIO, NOVELISTA, ENSAYISTA Y POETA
Falleció en España a los 81 años de edad. Su hermano,
director del Teatro Libre de Bogotá, y escritoras como Laura Restrepo, Piedad
Bonnett y Patricia Lara explican cuál fue su aporte a la cultura colombiana.
El 2 de enero pasado murió en España Eduardo Camacho Guizado,
profesor y autor colombiano que formó a muchos escritores nacionales en los
años 60 y 70 y, durante dos décadas más, a narradores latinoamericanos,
estadounidenses y españoles. Vivía en la ciudad de Córdoba desde hace un año y
medio con su esposa, la traductora y también maestra de hispanismo Kim Griffin
McNeil, actual directora residente del Programa Estadounidense de Estudios
Hispánicos (Preshco).
La escritora Patricia Lara, una de sus alumnas, me dio la
noticia y resumió la dimensión del gran profesor de los graduados de la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes: “Era la época
dorada en la que su decano era el gran filósofo colombiano Danilo Cruz Vélez.
Entonces, Camacho Guizado era el hombre de las letras y, con su cátedra
rigurosa, brillante, audaz y llena de pasión por la novela y la poesía, nos
hizo enamorarnos de la literatura”.
Por su aula pasaron otras escritoras como Laura Restrepo, las
poetas María Mercedes Carranza y Piedad Bonnett, los periodistas Enrique Santos
Calderón y María Elvira Samper, los directores de teatro Ricardo Camacho y
Jorge Plata; intelectuales y profesores como Amalia Iriarte, Conrado Zuluaga,
Jorge Restrepo y Clemencia Forero. También Patricia Dávila, Teresa Morales,
María Victoria de Angulo y muchos más. Patricia Lara resume: “Tantos hombres y
mujeres que han influido en el mundo intelectual de Colombia y que no tenemos
palabras suficientes para decirle a Eduardo gracias por haber despertado en
nosotros una razón para vivir: la de la pasión por las letras”.
María Elvira Samper utiliza las palabras “inspiración y
rigor” para describir al maestro que la guió por clásicos de la literatura
universal hasta la poesía japonesa, que lo llevó a publicar sus Textos mínimos,
54 poemas breves sobre el lenguaje, la madurez y la inminencia de la muerte,
sus “falsos haikus” dedicados a su hermano Álvaro, prolífico investigador
social y columnista de El Espectador fallecido en 2011. En la Biblioteca Ramón
de Zubiría, de la Universidad de los Andes, hay un único y muy consultado
ejemplar de su Elegía funeral en la poesía española, publicado en Madrid en
1969, una lección de cómo aprovechar sus autores preferidos y también de
crítica literaria. María Elvira dice que también le enseñó a valorar las letras
nacionales. Otro de sus libros de referencia eran los Estudios sobre literatura
colombiana: siglos XVI y XVII (1967) y la monografía sobre el más importante
poeta del modernismo colombiano: La poesía de José Asunción Silva (1968), autor
del que publicó en Caracas (1977) la Obra completa, bajo el sello de la Biblioteca
Ayacucho.
Los alumnos consultados no olvidan su curso sobre la obra de
Neruda, que intensificó a raíz del Premio Nobel de Literatura concedido al
chileno en 1971 y que es la base de Neruda: Naturaleza, historia y poética
(Madrid, 1973), libro-ensayo que la Universidad de los Andes reeditó en 2010.
Evidencia su espíritu pedagógico, su capacidad analítica de lector y profesor,
su mirada al humanismo desde la literatura, el enfrentamiento de naturaleza e
historia, de subjetividad y objetividad; la relación entre realidad e
irrealidad, entre poeta y mundo, porque la esencia de su vida fue “la
inevitable poesía” y la investigación poética de lo personal. Le gustaba
repetir de memoria estos versos del “Hombre invisible”: “Dadme todas las
alegrías / Yo tengo que contarlas, / dadme / las luchas / de cada día / porque
ellas son mi canto…”.
Sus libros son su vigente propuesta de diálogo, su “maquinita
del porqué”, sobre lo “indefinido que el poeta no puede nombrar sino señalar”,
sobre, como escribió Neruda, “aquello todo tan rápido, tan viviente” y a la
vez, como lo estudió desde la estética y el aura soñadora de José Asunción
Silva, tan cercano a “la presencia devastadora de la muerte”.
Camacho, nacido en Tunja en 1937, era egresado de la misma
Facultad de Filosofía y Letras de los Andes y su mejor amigo español, el
profesor de literatura Joaquín Roses Lozano, contó en el Diario de Córdoba que
“Eduardo, muy joven, se trasladó a Madrid, donde fue uno de los doctorandos de
Dámaso Alonso en la Universidad Complutense”.
Destacó que “su actividad docente fue dilatada y apasionante:
enseñó literatura y lingüística durante diez años en Colombia, tanto en la
Universidad de los Andes como en el prestigioso Instituto Caro y Cuervo. Sus
estancias profesionales en Estados Unidos se desarrollaron en la Spanish Summer
School de Middlebury College y en la State University of New York (Albany). A
mediados de los años 70 volvió a Madrid como profesor y luego director del
Programa de Middlebury College, el más antiguo de los programas educativos de
intercambio con Estados Unidos en España”.
Lo definió así: “Atento a todos los intereses intelectuales y
comprometido con la sociedad de su tiempo, Camacho Guizado se atrevió a encarar
a uno de los autores más prolíficos y versátiles de la literatura
hispanoamericana (Neruda)”. También pidió no olvidar sus tres novelas: Sobre la
raya (1985), Aquellos rojos años (1990) y Los cuadernos de Souto (1996). Roses
anotó: “Todos sus amigos de Córdoba, quienes pudimos disfrutar de su
inteligente conversación durante los últimos meses, sabemos cómo amaba esta
ciudad y lo recordaremos siempre”.
Quien mejor lo conoció y recuerda su influencia desde la
adolescencia es Ricardo Camacho Guizado, director del Teatro Libre: “Mi hermano
Eduardo fue el principal aliento que tuve cuando empecé a interesarme por el
teatro, desde que estaba en bachillerato. A pesar de que su campo específico
era la literatura —principalmente española e hispanoamericana—, tenía un
panorama muy claro del teatro clásico y contemporáneo europeo y norteamericano,
y me orientaba en mis lecturas, y en las referencias del poco teatro que se
hacía en Bogotá en la década del 60. Era especialmente entusiasta de los
espectáculos que dirigía Santiago García en la vieja Casa de la Cultura de la carrera
13 con calle 20, donde se presentaban obras de la vanguardia internacional por
primera vez en este país”.
“Cuando entré a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad
de los Andes, en la que él era el principal profesor de Literatura, organicé el
grupo teatral de la Universidad, que él con el pintor Juan Antonio Roda —su más
íntimo amigo— ayudaban a orientar y promover con su criterio y buen gusto. Y
Eduardo escribió para el grupo su primera obra teatral La tienda (publicada en
separata de Razón y Fábula, revista de la Universidad de los Andes), que
montamos, y con la que participamos en el Festival Nacional de Teatro
Universitario, obteniendo el Primer Premio, en 1968”.
“Una vez fundamos el Teatro Libre (1973), Eduardo ya se había
ido del país contratado por la Universidad de Nueva York en Albany, y solo
regresaba al país para dictar cursos ocasionales en los Andes. Y en 1986
escribió Sobre las arenas tristes, que pusimos en escena. Siempre seguimos en
contacto personal y epistolar desde cuando se estableció en España hasta su
muerte. A pesar de su modestia proverbial, era un crítico implacable de los
espectáculos que yo dirigía, sin un ápice de condescendencia ni paternalismo”.
La novelista Laura Restrepo lo recuerda con “admiración
enorme”: “Allá por los 60, a partir de mis quince años, fui alumna de Camacho
(así le decíamos: Camacho) en la Universidad de los Andes, y una cosa puedo
decir de entrada: si hoy me dedico al oficio de la escritura, en buena medida
se lo debo a él, el mejor profesor que he tenido. Asistir a sus clases era para
mí un embeleso y también una exigencia: no quería perderme ni una sola de sus
palabras, tal vez por intuir que nos estaba dando claves y revelando secretos
que serían el abracadabra hacia las profundidades de la literatura”.
¿Cómo era una clase de Camacho? “Nos preparábamos durante
toda la semana y el trabajo de fin de curso que exigía significaba para
nosotros un auténtico quemadón de pestañas: mis primeros pasos en el ensayo
literario fueron intentos de entregarle a él algo que no le disgustara del
todo”. Era estricto: “No era condescendiente con sus alumnos. Yo diría que ni
siquiera amable, o al menos no conmigo. Sus críticas eran irónicas e
implacables, y yo le trabajaba con temor reverencial. Es posible que mi timidez
de ese entonces haya tenido la culpa de la distancia infranqueable entre
maestro y alumna, quien sabe, o tal vez sería un cierto desdén que él, como
buen marxista de hueso colorado, quizá sintiera frente a la burguesita,
estudiante de universidad privada, que probablemente veía en mí. Lo cierto es
que nunca en cinco años, pero cuando digo nunca quiero decir ni una sola vez,
me atreví a alzar la mano en clase, aunque me bulleran por dentro las preguntas
que me urgía hacerle”.
¿Cómo los inspiraba? “Bastaba con que Camacho hablara con
entusiasmo de un novelista, un poeta o un crítico para que bajáramos a la
biblioteca a buscarlo y lo devoráramos. Aparte de los autores propios de los
cursos, recuerdo, por ejemplo, haberlo escuchado decir de El Gatopardo, de
Lampedusa, que no solo era una novela extraordinaria sino también amable, en el
sentido de que era imposible no amarla. Yo, que no conocía esa obra, la leí
enseguida y en efecto la adoré, y aún hoy día, si alguien me preguntara qué
novela de otro autor me hubiera gustado escribir, probablemente diría que esa”.
¿Cuál era su metodología? “Camacho desmenuzaba cada obra a
partir de un sobrevuelo crítico del momento cultural e histórico en que fue
producida, y luego, al penetrar en el texto propiamente dicho, elaboraba una
aguda disección de la estructura, el punto de vista, el tono, la voz, la
temporalidad, buscando al mismo tiempo ángulos más enrarecidos, como el estado
de ánimo que tal obra suscitaba, los vínculos inusitados con obras de otros
géneros y tiempos, el sentido del humor del autor o su melancolía, su pasión
por la vida o su vocación de muerte. Y así. Con esto quiero decir que en sus
clases de literatura Camacho no solo enseñaba a leer; también enseñaba a
escribir”.
La dramaturga Patricia Jaramillo dice: “Su orientación fue
muy importante para los que tuvimos el privilegio de asistir a sus clases que
eran espacios de formación –no meramente académica-, sino y sobre todo, vital.
Eduardo nos enseñó a leer, vale decir, a descubrir la experiencia sobre el
mundo que se expresa y también se oculta en las obras literarias. La lucidez de
sus análisis lograba desentrañar los múltiples sentidos de un verso, de una
palabra, de una novela y, con ello, despertaba en nosotros la sensibilidad y la
comprensión crítica, para no mencionar el buen sentido del humor –ácido- que
permeaba el salón de clase”.
La escritora Piedad Bonnett ratifica: “Eduardo fue un maestro
en el sentido total de la palabra. Nada paternalista. Sí muy exigente. Un gran
lector, culto, erudito y, como todos los Camacho, un hombre apasionado y de una
pieza: nada de medias tintas. Fue muy buen ensayista y también novelista, pero
en este territorio no corrió con mucha suerte. Se fue de Colombia siendo
todavía muy joven. Era un hedonista, un amante del vino y la buena comida. Con
mucho sentido del humor, irónico como Ricardo, lapidario”.
Sí. Los hermanos Camacho Guizado dejan huella, incluido
Álvaro Camacho Guizado (1939-2011), reconocido investigador social y columnista
de El Espectador. Ricardo, el director de teatro, evoca a sus hermanos
fallecidos, personajes que lo alientan en las jornadas de tablas: “La relación
con mi hermano Álvaro, desaparecido en 2011, fue un poco diferente puesto que
él era sociólogo, y su interés principal eran las ciencias sociales, pero
también era un gran lector de literatura y, aunque siempre me apoyó, nunca,
como el mayor, dejó de ser crítico con mi trabajo. Nuestra relación, incluyendo
a mi hermana Gloria, fallecida en julio del año pasado, y quien vivió desde muy
joven fuera del país, fue de total unidad y afecto matizada por el muy perverso
sentido del humor y ánimo iconoclasta y burletero de los tres mayores, y todos
simpatizantes de la izquierda”.
En memoria de Eduardo, familiares, amigos y discípulos le
publicarán un libro inédito de poemas. Son sesenta páginas escritas “a los
tantos años de esta edad”, merodeando los “territorios de la muerte”. Escruta
el paso del tiempo, ese “enemigo implacable” y “terco”. Tituló su última obra
Perder el tiempo, porque, al final, todo resulta vano y lo sintetiza en un
verso sin comas: “En dolor en olvido en sombra en polvo en nada”.