sábado, 28 de abril de 2018

MÁS SÉNECA Y MENOS ANSIOLÍTICOS



Qué gran artículo aparecido en la revista “Babelia” del periódico “El país” de España. Solo quiero recomendarlo sin más comentarios. CESAR H BUSTAMANTE
Vanidad sin control, obsesión por la seguridad, aceleración tecnológica, ... ¿Qué tiene que decir el renovado interés editorial por el estoicismo sobre el mundo en el que vivimos?.
JUAN ARNAU
27 ABR 2018 - 23:49 COT
Cultiva el espíritu porque obstáculos no faltarán. El consejo de Confucio podría haberlo firmado cualquiera de los filósofos estoicos. Una versión moderna de esta máxima se la debemos a Woody Allen: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Un poeta barcelonés la remató con un verso lapidario sobre el inexorable juicio del tiempo: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. Esos son, a grandes rasgos, los tres vértices del estoicismo antiguo, que parece resurgir en nuestros días. ¿Se trata de un espejismo? Las sociedades modernas se encuentran dominadas por la rentabilidad tecnocrática del selfie, la autoindulgencia (todo nos lo merecemos, sobre todo si hay desembolso) y el capricho. Se trata de fabricar un ego frágil e injustificadamente vanidoso. Una situación que supuestamente podría remediar una buena dosis de estoicismo. Dado que no podemos controlar lo que nos pasa y vivimos totalmente hacia afuera, atemorizados y estresados, dado que somos más circunstancia que nunca, quizá pueda ayudarnos esta antigua filosofía que inspiró a Marco Aurelio, un hombre que, dada su posición, conoció el estrés mejor que nadie.

Pero en ese desplazamiento, en esa búsqueda de inspiración en el pasado grecolatino, se corre el riego de confundir, y de hecho se hace, estoicismo con voluntarismo, tan vigente y puritano. La cultura del esfuerzo y la búsqueda del éxito dominan las sesiones de coaching, que es, según sus proponentes, el arte de ayudar a otras personas a cumplir sus objetivos o a “llenar el vacío entre lo que se es y lo que se desea ser”. No cabe mayor traición al legado estoico. El voluntarismo reseca el alma y uno de los fines del estoicismo es recrearla. Lo que llamamos “retos” o “metas” no son sino anteojeras que no permiten ver más que un único aspecto de la realidad y uno acaba estrellando el avión contra la montaña, como en el caso de Germanwings. Esas metas nos trabajan por dentro y parecen diseñadas para excluir la contemplación y la observación atenta y desinteresada. Frente a la tiranía de la meta, los estoicos pretendían desembarazarse de pasiones demasiado apremiantes y acaparadoras. De hecho, uno de sus signos distintivos fue considerar la poesía como medio legítimo de conocimiento. La lírica nos mantiene en una actitud abierta y nada sabe de metas y objetivos. La poesía era para los estoicos, sobre todo la de Homero, genuina paideia. Entender esto requiere ganar una libertad interior, no estar eternamente abducidos por el circo o las pantallas, una independencia moral, no la opinión general o el vocerío de Twitter, y trascender la dependencia de la persona respecto a su parte animal (en el supuesto de que el hombre es ese ser singular que, como decía Novalis, vive al mismo tiempo dentro y fuera de la naturaleza). Con ese “cuidado de sí”, que Marco Aurelio llamaba meditaciones, era posible lograr una autarquía ética que tendría una importancia decisiva en el pensamiento político griego.
No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.
El estoicismo supone, como apuntó Zambrano, la recapitulación fundamental de la filosofía griega. En este sentido fue y es tanto un modo de vida como un modo de estar en el mundo. Zenón de Citio, natural de la colonia griega de Chipre, figura como fundador de la escuela. Tenían algo en común con los cínicos, sobre todo la vida frugal y el desprecio de los bienes mundanos, y reflexionaron sobre el destino y la relación entre naturaleza y espíritu. Hubo un estoicismo medio (platónico, pitagórico y escéptico), pero los que dieron fama a la escuela fueron sus representantes romanos: un emperador, un senador y un esclavo. Todos ellos surgieron, como ahora, al abrigo del Imperio. Aquel imperio era militar, el de hoy es tecnológico. Imaginen ustedes a Zuckerberg abrazando el estoicismo; pues bien, eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio. Séneca nació en la periferia del Imperio, en la colonia bética de Hispania, pero fue una figura fundamental de la política en Roma, senador con Calígula y tutor de Nerón. Epicteto había llegado a la ciudad siendo un esclavo. Cuando fue liberado fundó una escuela, y aunque, siguiendo el ejemplo de Sócrates, no escribió nada, sus discípulos se encargarían de transmitir su legado.
Moralistas y contemplativos, todos ellos defendieron la vida virtuosa, la imperturbabilidad y el desapasionamiento, sentimientos todos ellos muy poco rentables para una sociedad del entretenimiento. El estoicismo conquistó gran parte del mundo político-intelectual romano, pero, a diferencia del 15-M, no cristalizó en “partido”, sino que se decantó en norma de acción y su influencia alcanzaría a grandes filósofos como Plotino o Boecio. No entraremos a describir su refinada lógica, pero merece la pena recordar que la subordinaban a la ética. Al contrario de hoy, al menos en el mundo financiero, donde el algoritmo domina la moral. Destaca en ella su doctrina de los indemostrables, probablemente de origen indio. Concebían el alma como un encerado donde se graban las impresiones. De ellas surgen las certezas (si el alma acepta la impresión) y los interrogantes (si es incapaz de ubicarla). Para los estoicos, el mundo era, como para nosotros, sustancialmente corporal, pero su física no niega lo inmaterial. Concibe la naturaleza como un continuo dinámico, cohesionado por el pneuma, un aliento frío y cálido, compuesto de aire y fuego. Heredaron de Heráclito el fuego como principio activo y primordial, del que han surgido el resto de los elementos y al que regresarán. Como el humor o el llanto, el pneuma no se desplaza, sino que se “propaga”, contagiando alegría o enfermedad.
Hoy no estaría de más poner en práctica algunos de sus principios. El imperativo ético de vivir conforme a la naturaleza, que nuestro planeta agradecería. El ejercicio constante de la virtud, o eudemonía, que permite el desprendimiento. Y, finalmente, lo que Nietzsche llamó el amor fati, la aceptación y querencia del propio destino, remedio eficaz para todo aquello que produce desasosiego. No puede decirse que estos principios proliferen en nuestros días. Si un viejo estoico pudiera asomarse a nuestro tiempo, vería, en las grandes desigualdades propiciadas por la economía financiera, un descuido de sí, un olvido de esa autonomía moral que evita que se desaten emociones como el miedo y la vanidad, que crean la codicia. Emociones contrarias a la razón del mundo que, en nuestro caso, es la razón del planeta.



martes, 17 de abril de 2018

MAYO DEL 68 EL FIN DE LA UTOPÍA REVOLUCIONARIA


El aniversario de Mayo del 68 en París amerita la reproducción de este excelente artículo de la revista “Ñ” de Clarín, que espero sea del gusto de mis lectores.

CESAR HERNANDO BUSTAMANTE

Lucia Álvarez


Con cada aniversario, la pregunta se repite: ¿cuál es el legado de Mayo del 68?, o incluso más utilitarista, ¿qué dejó? ¿Qué nos queda de él? Aunque es una interrogación que le cabe a cualquier acontecimiento histórico resulta especialmente sensible en este caso porque los efectos no son obvios ni evidentes. A diferencia de otras revoluciones en el siglo XX, Mayo del 68 no modificó un ordenamiento global, ni planteó una manera novedosa de organización del Estado, la política o la economía. Ni siquiera cambió en forma inmediata las relaciones de fuerza de su país.
De un modo apresurado, uno estaría tentado de adjudicarle el fin del gobierno de Charles de Gaulle, en abril de 1969, pero lo cierto es que ya en junio del 68 esa comuna que conmovió y paralizó a Francia empezó a decaer lentamente y sin ningún tinte trágico, sin horror, casi sin muertes. Lo que explica por qué sus más fervientes adversarios le niegan aún hoy cualquier relevancia histórica. “¿Acaso pasó algo en Mayo del 68?”, preguntaba irónico en una de las recientes conmemoraciones Michel Houellebecq.
Quienes intentan reivindicarlo suponen que Mayo del 68 dejó un legado de otro orden, que anticipó o permitió un conjunto de transformaciones en las relaciones sociales o, mejor aún, que modificó sustancialmente el vínculo entre política, sociedad y cultura. Mayo del 68 aparece como una fuerza democratizadora y antiautoritaria, la inauguración de una racionalidad política que rechaza cambiar el mundo a través de la toma del poder porque impugna al poder en sí mismo, así como la vida gris y opaca que ofrece el capitalismo, aun en su versión Estado de Bienestar.
París, el histórico 13 de mayo. El líder estudiantil Daniel Cohn-Bendit, un ícono de esos meses, se dirige a la multitud de manifestantes. Ese día de paro se convertirá en una huelga masiva y prolongada.Foto: AFP.
Desde esta perspectiva, Mayo del 68 se presenta como una nueva hipótesis de militancia, el surgimiento de movimientos sociales, la renovación de un pensamiento de izquierda en el que el sujeto revolucionario no es uno (un proletariado de fábrica, asalariado, urbano, masculino y adulto) ni preexiste a la Revolución. También de él se recupera la embriaguez propia de toda revuelta, el deseo de una forma de vida en la que haya lugar para la espontaneidad, la creación, la pasión, lo indeterminado.
Pero quizá el legado más evidente y concreto que haya dejado Mayo del 68 sean los textos, cientos de libros, notas, entrevistas, producciones, ensayos fotográficos interpretando al acontecimiento. El historiador marxista Eric Hobsbawm registra que para diciembre de 1968 ya se habían publicado en Francia cincuenta escritos sobre los sucesos, razón por la cual en ese verano los sesentayochistas repartían un volante que denunciaba: “quieren desechar una sublevación tan inquietante, aplastándola bajo una pila de libros”.
Esa proliferación que Mayo del 68 despertó casi inmediatamente nunca se detuvo. En estos cincuenta años, se intentó una y otra vez darle un nombre y cerrar su sentido: insurrección, estallido, revolución cultural, fracaso político. Cada intento de clausura, sin embargo, fue exitoso parcialmente. Antes que terminar con él, la disputa interpretativa lo mantuvo como un suceso vivo y vital, una pieza de controversia, un tema de reflexión, un objeto de consumo cultural.
Por eso, Mayo del 68 todavía puede resultar interesante, porque además del Mayo-acontecimiento, ese suceso inesperado e irrepetible de la historia de los movimientos populares, está el Mayo-interpretación, un tejido de lecturas que desde distintas tradiciones político-intelectuales, lo condenaron, lo glorificaron y también lo conservaron como una incógnita.
No todas esas miradas, sin embargo, tuvieron el mismo peso a lo largo de estos cincuenta años. La historia de la historia de Mayo del 68 muestra que desde hace un tiempo domina una mirada más bien caricaturizada de él, una que lo reduce a un conflicto generacional, juvenil, casi hormonal, a un conjunto de consignas que todos reconocemos y que hoy suenan más publicitarias que poéticas. Y no es casual que esa lectura tenga sus orígenes en el décimo aniversario de la revuelta francesa, momento que coincide con la declinación de la izquierda y los principales teóricos del marxismo en Europa, así como con la desilusión generada por el devenir de las experiencias comunistas.
Un parisino desmonta una barricada en el Barrio Latino. Foto: AFP
Hasta finales de los setenta, Mayo del 68 se inscribía en un cuadro interpretativo marxista-libertario, es decir, aun quienes, como el filósofo conservador Raymond Aron veían en él un psicodrama, o como Cornelius Castoriadis, una revolución fallida, pensaban el suceso en relación con el eje revolucionario: cuánto se alejaba o no de los programas clásicos de la izquierda de los sesenta. De modo similar, leninistas, maoístas y trotskistas veían en Mayo una revolución traicionada; denunciaban al Partido Comunista Francés y la Confederación General del Trabajo de haber desaprovechado un movimiento de masas sin precedentes, generado en el centro de Europa.
Muchos de los debates intelectuales de esos primeros años también giraron en torno al eje revolucionario: al problema de la integración de la clase trabajadora en la sociedad de consumo; la crítica a la alienación y la sociedad del espectáculo; la adopción de formas autogestionarias; el rechazo a la toma del poder; el lugar de la espontaneidad.
Sin embargo, en el primer aniversario un impulso revisionista modificó casi radicalmente el sentido del acontecimiento, y así ganó terreno un marco interpretativo elaborado desde el pensamiento liberal. El hito que inauguró una nueva mirada sobre Mayo fue la publicación de Mayo del 68, una contrarrevolución exitosa del filósofo francés Régis Debray. Quien fuera asesor del ex presidente francés, François Mitterrand, propuso entonces leer ese suceso como el clivaje que habilitó el tránsito entre una Francia anquilosada en sus viejas tradiciones (y por ello, antieconómica) y una Francia moderna y productivista. Para Debray, Mayo del 68 había colaborado tanto con la eliminación de la figura del proletariado como con la mercantilización del individuo, y por eso, había sido el aliado preciso que el capital necesitaba para avanzar hacia el modelo neoliberal. Si la república burguesa festeja su nacimiento en la toma de la Bastilla –dijo entonces– festejará su renacimiento en la toma de la palabra de 1968.
En la década siguiente, en los ochenta, ese giro interpretativo se volvió aún más radical y el individualismo se convirtió en uno de los conceptos clave que ordenaron el sentido de Mayo del 68. No contentos con proclamar la idea de que fue funcional al desarrollo de una burguesía moderna y liberal, un grupo de intelectuales promovió la idea de que esa sociedad de consumo y posmoderna era, paradójicamente, la realización en los hechos de los deseos más profundos de Mayo del 68. Se sobrentendía de ello que Mayo del 68 no había sido una revolución en la revolución, como proclamaban los jóvenes franceses, sino el fin de toda utopía revolucionaria.
Quizá por escandalosa, o por excesivamente acorde a su tiempo, esa mirada de Mayo del 68 fue convirtiéndose en hegemónica y terminó por consolidarse en otro aniversario, en el año 2008, durante un acto proselitista en Bercy del entonces candidato a la presidencia de Francia, Nicolás Sarkozy. En su discurso, Sarkozy acusó a Mayo del 68 de ser el responsable de casi todos los males de la sociedad francesa contemporánea: el culto al dinero, el provecho a corto plazo, la especulación, el relativismo moral e intelectual, el fin de la autoridad, el odio a la familia, a la sociedad y al Estado. “Mírenla, escúchenla, esta izquierda que desde Mayo del 68 dejó de hablarle a los trabajadores, de sentirse preocupada por la suerte de los trabajadores, de amar a los trabajadores, porque rechaza el valor del trabajo”, señaló. Así, se terminaba de sellar aquella mirada del Mayo parisino y juvenil, el de las barricadas-adoquines-slogans, que los medios de comunicación, la política instituida y el saber intelectual (todo aquello que Mayo del 68 atacó) fueron modelando durante años junto a las memorias de muchos de sus protagonistas, convertidos por esos años en integrantes de distintos espacios de poder.
Quizá la evidencia más grande del éxito de esa operación sea que hoy casi nadie asocie a Mayo del 68 con la gigantesca huelga obrera que despertó. Nueve millones de trabajadores, casi toda la fuerza laboral de Francia de esos años, en huelga: paro de transporte, de bancos, de recolección de basura, de correos, de televisión, desabastecimiento. Una interrupción total de la vida tal como los franceses, y no solamente los parisinos, la conocían.
Y si esa caricatura fue posible se debe, principalmente, a la propia carga de ambigüedad del acontecimiento, a su impureza. Porque Mayo del 68 fue muchas cosas contradictorias a la vez: deseo de revolución y crítica de la revolución; cuestionamiento a una sociedad de consumo y demanda de integración a ella; un movimiento de masas que rechazaba la figura del poder tanto como lo situaba en el centro de la discusión política. Fue además una revuelta estudiantil, con reclamos y agendas específicas, que negó al estudiante como sujeto revolucionario y se soñó (y proyectó) como revuelta obrera. Y fue una huelga obrera hecha por trabajadores que, antes que provocar una crisis revolucionaria, deseaban una integración plena a la sociedad de bienestar.
Difícil predecir qué se hará de él en este cincuenta aniversario, si algo de su crítica radical podrá evitar la coagulación de estos años. Si Mayo del 68 podrá ser algo más que una anticipación de este presente en el que, como dice Slavoj Žižek, podemos reírnos del fin de la historia, mientras somos todos fukuyamaístas, porque hoy la mayoría de nosotros cree que la mejor sociedad posible es una solo un poco menos injusta y desigual que esta. Conocemos el escenario en Europa: liberalismo económico, conservadurismo cultural, desánimo, una ruptura cada vez mayor del principio de igualdad. Un tiempo esquivo para que Mayo del 68 pueda renovar sus esperanzas.
Lucía Álvarez es socióloga, investigadora y periodista. En mayo publicará el libro "Mayo 68. La revuelta francesa y sus huellas en la Argentina" (Ariel/Paidós).