Qué gran artículo
aparecido en la revista “Babelia” del periódico “El país” de España. Solo
quiero recomendarlo sin más comentarios. CESAR H BUSTAMANTE
Vanidad sin control, obsesión por la
seguridad, aceleración tecnológica, ... ¿Qué tiene que decir el renovado
interés editorial por el estoicismo sobre el mundo en el que vivimos?.
JUAN
ARNAU
27 ABR 2018 - 23:49 COT
Cultiva el espíritu porque
obstáculos no faltarán. El consejo de Confucio podría haberlo firmado
cualquiera de los filósofos estoicos. Una versión moderna de esta máxima se la
debemos a Woody Allen: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Un
poeta barcelonés la remató con un verso lapidario sobre el inexorable juicio
del tiempo: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”.
Esos son, a grandes rasgos, los tres vértices del estoicismo antiguo, que
parece resurgir en nuestros días. ¿Se trata de un espejismo? Las sociedades
modernas se encuentran dominadas por la rentabilidad tecnocrática del selfie,
la autoindulgencia (todo nos lo merecemos, sobre todo si hay desembolso) y el
capricho. Se trata de fabricar un ego frágil e injustificadamente vanidoso. Una
situación que supuestamente podría remediar una buena dosis de estoicismo. Dado
que no podemos controlar lo que nos pasa y vivimos totalmente hacia afuera,
atemorizados y estresados, dado que somos más circunstancia que nunca, quizá
pueda ayudarnos esta antigua filosofía que inspiró a Marco Aurelio, un
hombre que, dada su posición, conoció el estrés mejor que nadie.
Pero en ese desplazamiento, en esa
búsqueda de inspiración en el pasado grecolatino, se corre el riego de
confundir, y de hecho se hace, estoicismo con voluntarismo, tan vigente y
puritano. La cultura del esfuerzo y la búsqueda del éxito dominan las sesiones
de coaching, que es, según sus proponentes, el arte de ayudar a
otras personas a cumplir sus objetivos o a “llenar el vacío entre lo que se es
y lo que se desea ser”. No cabe mayor traición al legado estoico. El
voluntarismo reseca el alma y uno de los fines del estoicismo es recrearla. Lo
que llamamos “retos” o “metas” no son sino anteojeras que no permiten ver más
que un único aspecto de la realidad y uno acaba estrellando el avión contra la
montaña, como en el caso de Germanwings. Esas metas nos trabajan por
dentro y parecen diseñadas para excluir la contemplación y la observación
atenta y desinteresada. Frente a la tiranía de la meta, los estoicos pretendían
desembarazarse de pasiones demasiado apremiantes y acaparadoras. De hecho, uno
de sus signos distintivos fue considerar la poesía como medio legítimo de
conocimiento. La lírica nos mantiene en una actitud abierta y nada sabe de
metas y objetivos. La poesía era para los estoicos, sobre todo la de Homero,
genuina paideia. Entender esto requiere ganar una libertad
interior, no estar eternamente abducidos por el circo o las pantallas, una
independencia moral, no la opinión general o el vocerío de Twitter, y
trascender la dependencia de la persona respecto a su parte animal (en el supuesto
de que el hombre es ese ser singular que, como decía Novalis, vive al mismo
tiempo dentro y fuera de la naturaleza). Con ese “cuidado de sí”, que Marco
Aurelio llamaba meditaciones, era posible lograr una autarquía ética que
tendría una importancia decisiva en el pensamiento político griego.
No quedan muy lejos algunos
ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó
esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que,
ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar
la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio
del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en
Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en
los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el
ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos
grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos,
contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que
requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel
safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran
otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro.
Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para
sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales,
Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.
El estoicismo supone, como apuntó
Zambrano, la recapitulación fundamental de la filosofía griega. En este sentido
fue y es tanto un modo de vida como un modo de estar en el mundo. Zenón de Citio,
natural de la colonia griega de Chipre, figura como fundador de la escuela.
Tenían algo en común con los cínicos, sobre todo la vida frugal y el desprecio
de los bienes mundanos, y reflexionaron sobre el destino y la relación entre
naturaleza y espíritu. Hubo un estoicismo medio (platónico, pitagórico y
escéptico), pero los que dieron fama a la escuela fueron sus representantes
romanos: un emperador, un senador y un esclavo. Todos ellos surgieron, como
ahora, al abrigo del Imperio. Aquel imperio era militar, el de hoy es
tecnológico. Imaginen ustedes a Zuckerberg abrazando el estoicismo; pues bien,
eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio. Séneca nació en la periferia del
Imperio, en la colonia bética de Hispania, pero fue una figura fundamental de
la política en Roma, senador con Calígula y tutor de Nerón. Epicteto había
llegado a la ciudad siendo un esclavo. Cuando fue liberado fundó una escuela, y
aunque, siguiendo el ejemplo de Sócrates, no escribió nada, sus discípulos se
encargarían de transmitir su legado.
Moralistas y contemplativos, todos
ellos defendieron la vida virtuosa, la imperturbabilidad y el
desapasionamiento, sentimientos todos ellos muy poco rentables para una
sociedad del entretenimiento. El estoicismo conquistó gran parte del mundo
político-intelectual romano, pero, a diferencia del 15-M, no cristalizó en
“partido”, sino que se decantó en norma de acción y su influencia alcanzaría a
grandes filósofos como Plotino o Boecio. No entraremos a describir su refinada
lógica, pero merece la pena recordar que la subordinaban a la ética. Al
contrario de hoy, al menos en el mundo financiero, donde el algoritmo domina la
moral. Destaca en ella su doctrina de los indemostrables, probablemente de
origen indio. Concebían el alma como un encerado donde se graban las
impresiones. De ellas surgen las certezas (si el alma acepta la impresión) y
los interrogantes (si es incapaz de ubicarla). Para los estoicos, el mundo era,
como para nosotros, sustancialmente corporal, pero su física no niega lo
inmaterial. Concibe la naturaleza como un continuo dinámico, cohesionado por
el pneuma, un aliento frío y cálido, compuesto de aire y fuego.
Heredaron de Heráclito el fuego como principio activo y primordial, del que han
surgido el resto de los elementos y al que regresarán. Como el humor o el
llanto, el pneuma no se desplaza, sino que se “propaga”,
contagiando alegría o enfermedad.
Hoy no estaría de más poner en
práctica algunos de sus principios. El imperativo ético de vivir conforme a la
naturaleza, que nuestro planeta agradecería. El ejercicio constante de la
virtud, o eudemonía, que permite el desprendimiento. Y, finalmente,
lo que Nietzsche llamó el amor fati, la aceptación y querencia del
propio destino, remedio eficaz para todo aquello que produce desasosiego. No
puede decirse que estos principios proliferen en nuestros días. Si un viejo
estoico pudiera asomarse a nuestro tiempo, vería, en las grandes desigualdades
propiciadas por la economía financiera, un descuido de sí, un olvido de esa
autonomía moral que evita que se desaten emociones como el miedo y la vanidad,
que crean la codicia. Emociones contrarias a la razón del mundo que, en nuestro
caso, es la razón del planeta.