sábado, 31 de marzo de 2018

BEATRIZ GONZÁLEZ “LA OBRA DE ARTE SIRVE COMO REFLEXIÓN HISTÓRICA”


Beatriz González es un artista Colombiana de muchos quilates, su obra no sólo es importante y reconocida en nuestro país sino en el mundo. Lleva mucho años en un trasegar vital como creadora, sus aportes son significativos, rompió esquemas y siempre sorprende.  Ahora expone en el museo Reina Sofia de España, realmente ha conmovido a la crítica, no solo por la calidad de la muestra sino en un claro reconocimiento a su trayectoria y logros, el periplo que ha hecho por Europa continua con éxito, la crítica ha llamado la atención sobre esta muestra, reconoce la capacidad para incorporar a su mundo creativo los temas y realidades que atienden a problemas emblemáticos de nuestro entorno, siempre creando, incorporando nuevas formas. Este es un excelente artículo publicado por la revista “Babelia” del país de España, que traigo a colación no solo por lo lúcido sino por el justo homenaje que le brinda. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Ocupa un lugar único en el arte latinoamericano como pionera pop y como cronista de Colombia. A ella se rinde el Museo Reina Sofía con una amplia retrospectiva
BEA ESPEJO
19 MAR 2018 - 18:02      
Había una gaseosa que circulaba en los años cuarenta por Bucaramanga, ciudad natal de Beatriz González (1938), que despertaba toda su fascinación. Era conocida como Leona Pura, nombre propio de refajo, mucho más mundano. En la imagen de la botella aparecía otra botellita, y esa botellita contenía otra, y a su vez otra. Era la botella en la botella en la botella, un poco ella, una matrioska con varias beatrices dentro. La más pequeña guarda dentro un grito: “¡Una artista, una artista!”. Lo soltó una de sus profesoras del colegio al ver el dibujo de una mandarina en manos de una Beatriz de 10 años. Fue la primera vez que escuchó esa palabra, que ya no la abandonaría jamás. Lo cuenta con voz risueña, segura, carismática. Es consciente del poder destructor de la risa, que ha convertido en uno de sus signos distintivos. También su amor por la justicia, sin matices ni concesiones. No deja títere con cabeza. Toda su obra reacciona al culto a la violencia que ha caracterizado la política colombiana durante las últimas décadas, aunque las escenas que ella lleva a la tela rehúyen del estilo violento. La suya es una pintura meditativa, serena, que escenifica un duelo que preserva la memoria. Un recóndito lugar donde la artista busca tiempos de paz.
Sobre esa idea está organizada la exposición con la que el Museo Reina Sofía revisa ahora su extensa trayectoria. Está comisariada por María Inés Rodríguez, directora del CAPC de Burdeos, por donde ha pasado ya esta muestra que en otoño ocupará el KW de Berlín. La exposición es exigente, sí. Por suerte. Mal vamos si la “exigencia” es la excusa que tienen los políticos para las destituciones, como el despido que le acaba de ser anunciado a esta comisaria en el citado centro francés. No deja de ser curioso cómo Beatriz González siempre se ha volcado en el juego de lo popular y su poder de subversión. Optó por ello pronto, en cuanto la empezaron a tachar de “fina e inteligente”. Por aquel entonces, estudiaba a Velázquez y Vermeer, pensando cómo hacer una versión propia de una gran obra. La cosa tambaleaba hacia una abstracción que paró en seco.
El primer hilo popular del que tiró fueron las láminas Molinari. Producidas en Cali, estas estampas estaban llenas de santos y próceres nacionales. Patriotas todos ilustres y todos hombres. Los colores vivos y planos de estas láminas los llevó a una pintura que huía de los gordos de Botero, su coetáneo, sólo tres años mayor que ella. En 1965, con 27 y avivada por Marta Traba, profesora de historia del arte en la Universidad de los Andes de Bogotá —su “descubridora”, dice—, pintará su obra más conocida, Los suicidas del Sisga, en la que encontró la esencia de su yo artístico. Hoy es uno de los símbolos del arte nacional, aunque parece que la etiqueta no le pesa: “La memoria está escondida en los archivos. Gracias a los procesos artísticos y técnicos a los que someto las imágenes de prensa que conservo en ellos, estas se convierten en iconos. Y el icono, al difundirse como obra de arte, posibilita la supervivencia de la memoria”, dice.
Parece un acertijo. De los recortes de prensa de crímenes, las fotografías de luchadores en gimnasios, de reinas de belleza y avisos publicitarios, la artista llegó a la plancha de metal. Al poco tiempo entraron los muebles y el esmalte sintético en su estudio en Bogotá. En una cama postró el retrato del señor de Monserrate. A esta obra la llamó Naturaleza casi muerta (1970). La última cenade Leonardo la plantó en La última mesa (1970) y La Virgen de la silla de Rafael Sanzio fue directa a un tocador (1973). De ese consumo masivo que fueron las gráficas populares y la prensa, Beatriz González extrae sus contextos para mirarlos desde otro lugar. De algún modo, desacraliza las imágenes consagradas como fetiches de la cultura occidental para que el espectador reflexione sobre la alineación a la que está sometido. Nos abre los ojos.
A finales de los setenta pasó de los muebles a las cortinas. “Del mueble me interesa la posibilidad de negar los parámetros de una obra de arte tradicional, y las cortinas de plástico son una conclusión de ese capítulo de los muebles. La idea apareció viendo un tomo de la enciclopedia Salvat en cuya cubierta se reproducía el cuadro Le déjeuner sur l’herbe, de Manet estaba tan desteñido que parecía una carpa de circo. Fue entonces cuando empecé a hacer las cortinas, que están entre la tercera dimensión de los muebles y la bidimensionalidad de la pintura. Aunque toda mi obra es pintura. También pensaba en ese formato por asociación: cualquier cuadro de la pintura universal que me pareciera un telón de fondo lo pintaba en la cortina”, relata. Con su versión de Manet, titulada Telón de la móvil y cambiante naturaleza (1978), entró ese año en la Bienal de Venecia. Con otra de sus cortinas míticas, Decoración de interiores (1981), participó el año pasado en Documenta 14. Una obra que vemos también en la exposición Campo a través. Arte colombiano en la colección del Banco de la República, en la Sala Alcalá 31 de Madrid. “Siempre me he apropiado de obras de arte de la cultura universal con la conciencia de que la obra de arte, al mostrarse en los países subdesarrollados, sufría una transformación visual y mental. Es decir, no se ve de la misma manera en Latinoamérica que en Europa”.
La artista colombiana se ha dado el lujo de dominar los medios y procedimientos y, sobre todo, de transferir con talento las pinturas en que se inspira. No sólo las revisa sino que las rebasa. Dice que la crítica la ha tratado bien y que intenta sacar provecho de la desfavorable. Pronto la calificaron de transgresora y pop, aunque su pintura nada tiene que ver con la de artistas como Warhol, que se apropiaba de imágenes de la actualidad pero imitando el estilo neutral e impersonal de esas imágenes. Lejos de eso, Beatriz González convierte los periódicos en un diario privado y consigue que ese diario íntimo sea político.
Con la llegada al Gobierno de Julio César Turbay, en aquel 1978, su postura ética dio un salto y tomó posición crítica. Se convirtió, como Goya, a quien idolatra junto a Rembrandt, en pintora de la corte. Casi todos los días hacía un dibujo del presidente. La cosa era, claro, punzante, y culminó con una gran cortina en que Turbay aparece disfrutando de una fiesta rodeado de admiradoras y la gigantesca descripción de la Asamblea Constituyente de 1991. La artista nunca ha escondido su amor por la caricatura ni su desapego por la política. “Siempre que puedo recuerdo que no soy una artista política ni una pintora comprometida a la manera en que lo son los muralistas mexicanos. El artista se compromete con la realidad en el momento en que tiene la voluntad de sentir que su obra puede servir como una reflexión histórica. Como dijo alguien, el arte cuenta lo que la historia no puede contar”.
En esa construcción de la memoria alza el vuelo su obra Auras anónimas (2009). Hasta 9.000 lápidas pintó para los columnarios populares del Cementerio Central de Bogotá, edificios construidos entre 1930 y 1950 que, ante la amenaza de su destrucción en 2003, movilizaron a otra artista colombiana, Doris Salcedo, a salvar su arquitectura. Y lo consiguió. Para las lápidas, Beatriz González revisó las imágenes de cargueros, un tema que demuestra cómo ha cambiado Colombia con la guerra. Si en el siglo XIX los cargueros trabajaban cargando vivos, ya que era el medio de transporte que usaban los viajeros para conocer el país y comerciar, hoy los cargueros llevan muertos. Ellos cierran la exposición.
Todas sus imágenes esconden otras imágenes; y estas, otras. Un largo camino al conocimiento. También a ella le persigue, aunque su labor pedagógica siempre se ha situado dentro del museo. Cuando llegó al Museo Nacional de Bogotá había 16.000 piezas por investigar. Bromea diciendo que tal vez sea profesora de Bellas Artes con 80 años, “cuando sepa lo que pueda enseñar”. Este año los alcanza. Es difícil pensar en otra artista que haya escrito tanto y tan bien del arte de su país. Igual la clave está en su postura metódica, crítica, tragicómica, mordaz. Así responde a la pregunta sobre cómo escribir la historia del arte del mañana: “El momento actual permite que el arte sea inteligente, reflexivo y exigente. Así será su historia”.
‘Beatriz González. 1965-2017’. Palacio de Velázquez. Parque del Retiro. Madrid. Hasta el 2 de septiembre.




domingo, 18 de marzo de 2018

“PUEDE SALVAR A LOS QUE ESTÁN CONTAGIADOS POR LA IRA”


El periodismo como resistencia, como denuncia, acompañado de una narrativa excelsa, literatura implicada en la crónica, rigurosa y de una factura perfecta, hacen de esta escritora un icono en el mundo. Este artículo habla de un trabajo totalmente diferente de lo que hemos leído de ella, explica las razones que la llevaron a este giro.  Apareció en el portal de “Letras  libres”, lo reproducimos en este blog por su importancia y por la calidad de la nota.  CESAR HERNANDO BUSTAMANTE

La escritora y periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich recibió en 2015 el Premio Nobel de Literatura por documentar en su obra las vidas de los ciudadanos soviéticos y postsoviéticos. Su proyecto más reciente se trata, en cambio, del amor. Sobre las razones de este giro temático, Alexiévich conversó con Staffan Julén, director de Lyubov: kärlek på ryska (Lyubov: amor en ruso), un documental en el que ella misma colaboró.



Staffan Julén
01 marzo 2018 


[Sentada frente a la cámara.]
¿Adónde miro?
Todos mis temas nacen de la vida. El primero fue una serie de libros. Una historia sobre aquellos tiempos, los tiempos rojos, cuando la idea en sí era lo más importante. En menor o mayor grado, todos estábamos contagiados por esa idea. O limitados por ella. Sin embargo, todos dependíamos de ella y muchos creían sinceramente en ella. Al final, muchos perdieron la fe. Pero la idea seguía ahí, como una semilla dura hecha de acero corrugado. Muchas cosas pasaron durante ese tiempo, durante el reino de la idea. Yo elegí los sucesos más fuertes, los más dramáticos, aquellos que pudieran mostrar qué tipo de gente éramos. Mostrar por lo que habíamos pasado. Mostrar cómo nos dejamos engañar por la utopía. Y cómo, en un principio, no lo entendimos, pero poco a poco empezamos a darnos cuenta. A darnos cuenta de que simplemente no éramos capaces de vivir de otra manera. Eso no era para nosotros. Y mientras pasaba de un libro a otro, hubo algo que me impactó. La gente hablaba de la guerra o de Chernóbil. Pero las veces que se habla de la felicidad son rarísimas. Tuve la sensación de que sobre las cosas más importantes de la vida humana simplemente no se hablaba. Fue así como empecé a recordar mi propia vida. Mi infancia, por ejemplo. Mis padres nunca hablaban de la felicidad. Que debías ser feliz y crecer. Que la vida es algo bello, que la llegada del amor representa algo por lo que nos tenemos que alegrar. No solo que vas a tener hijos, sino que también vas a recibir amor. Y esto es algo tan enigmático, tan interesante... Pero todas las conversaciones giraban siempre alrededor de la muerte y de la patria. Las cosas importantes y humanas no eran tema de conversación. A medida que el tiempo pasaba, sucedía lo mismo. A pesar de que la gente, obviamente, amaba, vivía. Pero esto nunca llegó a ser... una filosofía de la vida. Dependía de cada individuo abrirse paso y llegar a ese sentido, todos los días. Esta no era ni la filosofía de la sociedad ni la de un individuo. Siempre había algo más importante. Algo que estaba por encima de la gente. Algo parecido a un esfuerzo, a un sacrificio. Algo para lo que siempre tenías que estar preparado. Así, cuando terminé esa serie de libros –cuando la utopía sufrió su derrota, cuando acabamos rodeados de escombros– empecé a sentir que quería escribir sobre lo que de verdad éramos, pero desde otro punto de vista.
Pensé: “¿Cuál podría ser el núcleo de esto?” Si ya se ha hablado sobre Afganistán, la guerra o Chernóbil: ¿qué podría el lector encontrar aquí? En ese momento pensé que justo podrían ser esas cosas en las que por lo regular no pensamos y de las que se puede hablar apenas ahora, cuando la vida privada por fin ha salido a flote. Cuando el dinero por fin recobra un sentido, un significado. Antes, todos éramos igual de pobres. El dinero no tenía ningún peso en especial. Pero ahora, la gente ha empezado a viajar, a conocer el mundo. Han surgido muchas preguntas, la gente empieza a tener deseos. Si lo quisieran, las personas podrían sumergirse en un vasto océano, para ellas desconocido por completo. Es decir, en esa vida privada. Buscar un sentido de la existencia humana que no fuera simplemente morir en algún momento. Resultó que la literatura –la literatura rusa– no les podía ayudar con este tema, pues siempre se trataba de conceptos diferentes. Es decir, sobre ideas elevadas y superiores. Siempre había algo que oprimía la vida humana. Algún tipo de idea sobrepuesta. Las cosas más importantes para nosotros son, claramente, el amor y el tiempo en que estamos a punto de dejar de existir. Cuando nos preparamos para desaparecer de este mundo. Me vino a la mente un título preliminar: El amor y la muerte. Así me decidí por esta idea y empecé a pedirles a diferentes personas que me contaran sus vidas. Lo más importante iba a ser el amor, existiera o no. Porque las personas se pueden dividir en dos grupos: aquellas que conocen el amor y aquellas que no. Si han tenido hijos o no, eso no significa nada. Así que, por mucho tiempo, desde hace unos cinco, seis o siete años, más o menos, meditaba de forma activa sobre este tema. Y grababa a las personas. Durante ese tiempo pude llegar a sentir el material y llevarme una sensación previa del libro, una sensación previa del tema.
Verás... Cuando entrevisto a una persona, no le pregunto sobre la guerra. Le pregunto sobre la vida y, cuando comienza a hablar sobre la vida, el amor siempre aparece como tema. Muy a menudo se habla del amor. Sin embargo, en los libros anteriores, el amor no estaba en el centro de la narración. En el centro había un suceso, como Chernóbil. Ahí, el amor en sí no era el tema principal. Ni siquiera sabemos cuántos tipos diferentes de sentimientos experimentaron, ni cómo eran. Ahí se trata del amor que requiere de sacrificios. Las mujeres parecían preparadas para someterse a esos sacrificios. Así de fuerte era su amor.
Pese a ello, lo más importante era ese suceso, el suceso monstruoso, Chernóbil. ¿O no? Ahora, el tema del amor va a ser diferente. Cuando, por ejemplo, desde este punto de vista empecé a leer clásicos y a revisar nuestra literatura contemporánea, en la clásica pude ver que... para nosotros, las cosas son así: o todo es rosas y mimosas –o una sensibilidad parecida– o el héroe emprende su camino, por la patria, por alguna idea, como es el caso de Turguénev. Lo mismo ocurre con Lev Tolstói, Vronski también se va a una guerra. A pesar de todo, no se habla mucho del amor en sí. Incluso en nuestra lengua, incluso aquí, el lenguaje del amor no ha evolucionado. En nuestra lengua, el vocabulario del amor no está presente de la misma manera que en la literatura francesa. Los franceses tienen diez palabras que describen la sensación en el cuerpo femenino después del acto amoroso. O los movimientos de las manos de la persona amada. Nosotros no tenemos nada de eso. Solo se menciona el cortejo, los encuentros, pero después, el puro proceso del amor... del amor... parece como si fuera algo etéreo. No muestra ningún tipo de materialidad. Como cuando le pregunté a un niño: “¿Qué es el amor?” No, espera, pregunté: “¿Cómo llegaste a ser?” “Mamá y papá se besaron y aparecí yo.” Más o menos, en nuestra literatura sucede lo mismo. Quisiera hacer que ese espacio fuera más fácil de habitar, obligar a las personas a pensar más sobre el hecho de que la felicidad es un lugar vasto. Es como si fuera una casa, con muchas alacenas y cuartos pequeños, cada uno con una llave distinta. La telaraña del amor la tenemos que tejer a lo largo de la vida, tenemos que estar preparados para hacerlo. Es exactamente eso lo que quería introducir en este mundo.
En cuanto a esto, tengo que reconocer que me topé con muchos problemas. No solo que el amor no existe en la literatura. Además, me di cuenta de que este nuevo libro tiene que ser escrito por una persona nueva. Esa persona también tiene que pensar de otra manera, disponer de un vocabulario diferente. Era un tipo de liberación emocional que mis obras anteriores no requerían. Su vocabulario era otro. Era un lenguaje diferente, más duro. Me da la sensación de que el viaje va a ser largo. Una tarea extremadamente complicada.
Por un lado, ese es mi camino, una etapa de mi viaje. El mismo viaje forma parte de mi intención actual. Por el otro, hoy en día, la posibilidad de hablar sobre el valor de la vida me hace sentir como si todas las palabras hubieran sido privadas de significado. ¿Quizá debería regresar a la guerra y escribir sobre lo mismo? ¿Y volver a hablar sobre el absurdo de las matanzas y el oficio demente de matar a una persona? ¿Sobre el hecho de que es necesario matar a las ideas y no a las personas? ¿Que todos deberían sentarse a hablar...? Ya nada de esto sirve. Es banal. En internet cada día puedo leer algo así: “Hoy fueron asesinados treinta soldados de la milicia prorrusa y veinte soldados del ejército ucraniano, aparte de cinco civiles.” Con eso empieza el día. Si hablara de eso, no me serviría. Porque creo que... lo que a la gente más falta le hace es el amor. Es quizás ese el lenguaje que debería usar. Además, en el presente, la sociedad se ha dividido de forma abrupta y la gente ha quedado contagiada por la ira. Hay muchísimo odio. No creo que sea posible ganar esta batalla con palabras comunes, con argumentos comunes. Las familias se separan, todo el mundo discute por Ucrania. Conozco varios casos de niños a los que echaron de sus casas porque estaban en contra de la anexión de Crimea. Vivimos tiempos horribles.
La escritora Oksana Zabuzhko publicó recientemente un libro que trata sobre lo comentado en internet durante el Maidán.1 En mi libro escribí que todo lo espantoso que hay en su libro –la manera en que las personas morían y eran maltratadas– se puede usar para fomentar el odio o el amor. Porque solo el amor puede salvar a los contagiados por la ira. Escribí algunas cosas sobre Ucrania, la situación en Crimea y en contra de la política de Putin. Fue horrible leer lo que se decía en internet, en ruso, ver cómo me maldecían. Pero no solo a mí, a muchos. A Andréi Makarévich, a Borís Akunin, a Liudmila Ulítskaya, a cada uno de los que intentamos decir algo en contra de Putin. Simplemente, era horrible seguir las noticias en internet. No falta mucho para que las personas en serio salgan a las calles y empiecen a descuartizarse. Semejante odio. Me doy cuenta de que hoy debemos hablar en otra lengua. Sin intentar demostrar nada. Quizá deberíamos hablar sobre esas cosas infantiles, como el amor. Sí, no me puedo imaginar otra lengua. Ya nada sirve.
Mis siguientes dos libros son proyectos totalmente diferentes. El primero trata del amor. El otro, de la muerte. O, digamos, del camino a la muerte: es un proceso bastante largo. Cómo envejecemos, cómo cambia nuestra visión del mundo, de qué manera nos relacionamos con él. Al fin y al cabo, la ciencia nos ha regalado unos veinte o treinta años más de vida. ¿Y qué estamos haciendo con eso? Soñamos con la inmortalidad pero, en realidad, no sabemos manejar muy bien esos años extra que nos han tocado. Uno de mis héroes2 me dijo que la vejez también puede ser algo muy interesante. Con este proyecto quiero seguir ese camino hacia el final, al lado de las personas con las que me he encontrado en esta vida. Simplemente recorrer el camino y poder ver toda la vida humana. Desde el principio hasta el final.
Cuando escribo mis libros, las personas no me interesan solo como sujetos que habitan un tiempo específico. Siempre me ha llamado la atención eso que llamo “la persona eterna”, es decir, lo eterno que uno lleva adentro. Ahora, como hay pocos libros escritos de esta forma, quiero observar nuestras vidas, pero no desde un punto de vista histórico, sino más bien desde fuera. Desde el cosmos, digamos. Para mí, todo está conectado: los animales, las plantas, la tierra, el ser humano. Es decir: todo lo viviente. Quisiera poder alcanzar esa percepción que me encanta, la de Albert Schweitzer. Esa veneración de la vida. La de observar a una persona no como ucraniano, bielorruso o algo parecido, sino como una vida palpitante. Es algo de lo que prescindimos en su totalidad. Como si fuéramos absolutamente inmortales. Como si nuestro único objetivo fuera meter un Chernóbil en todo. O un Donetsk.
[Suena el teléfono.]
¿Hola? Liuda, estoy en medio de una grabación. Te llamo luego, adiós.
Todo está conectado: las personas, los animales, los pájaros, todo está vivo. Y lo ignoramos absolutamente. Como si fuéramos inmortales. Como si hubiéramos llegado a este mundo para alcanzar algún objetivo utilitario. Pero, en realidad, llegamos para hacer algo totalmente diferente.
El nombre provisional de mi libro sobre el amor es La felicidad es un ciervo mágico que siempre estamos cazando. Es una cita del escritor ruso Aleksandr Grin, quien era popular antes de la Revolución. De este título tan largo se desprende la añoranza melancólica de la felicidad, tan propia de los rusos. El ruso es un ser con unas características fascinantes. Esto me asombra, incluso cuando todo parece normal. Incluso cuando todo está bien, esa añoranza melancólica siempre está al acecho.
Por esa razón a la gente le encantan los trenes: porque puedes estar sentado mucho tiempo y mirar a través de la ventana. Le encantan los coches por la misma razón: porque gracias a ellos puedes viajar y viajar. No he podido observar esto en otras nacionalidades, pero en el caso de los rusos siempre está presente. A lo mejor está relacionado con la geografía de un país tan vasto. La verdad, es muy interesante.
Cazamos algo... ¡sí! Es una caza eterna... la caza de algo específico, que nunca logramos capturar. Es muy ingenuo creer que basta con atraparlo y arrastrarlo todo el camino, con toda esa suciedad metafísica, todos esos pedazos de vida... y así, de la nada, se convierte en un libro, en una obra de arte. Obviamente, esta percepción es muy ingenua. En realidad, es un trabajo muy sutil, tardado y no tan parecido al de un depredador. Requiere de mucho esfuerzo espiritual, de mucho entendimiento y, sí, de muchas habilidades, sobre todo literarias y humanas. Es un trabajo muy complicado. El género que uso existe en la literatura rusa, también en la bielorrusa... existen libros... y tratan ante todo acerca de la guerra. Porque afectó a un número inconcebible de personas y se generó, literalmente, una sensación de que ni siquiera un genio podría asimilar todo aquello. En realidad, ¿qué es la Segunda Guerra Mundial? Es una guerra muchísimo más extensa que las Guerras Napoleónicas. Por ese motivo, la gente intentó coleccionar un material nuevo. Y tenía la sensación de que ese material nuevo no debía conservarse solo en los cerebros de la élite o en los héroes célebres de la guerra. Como crecí en un pueblo, lo que más me interesó desde siempre no eran los héroes, sino la gente común. Me acuerdo de las abuelas del pueblo...
Dios, todo eso era tan interesante... eran tan complejas, tan sofisticadas... y tan interesantes. Lo que esas abuelas me contaron jamás lo hubiera podido leer en un libro. Por ejemplo, mi abuela paterna... ella era así. Y yo quería... mi objetivo simplemente era... eso que ellas contaban, que nadie escuchaba. En la historia, son granos de arena. Tenía que conservar esos pedazos de ellas que eran geniales. De otra forma, esos pedazos desaparecerían con sus vidas. Todas esas historias que a nadie le importaban, en realidad, eran la historia de los sentimientos. Las quería conservar. Entendí que debería hacer algo parecido a una “novela de voces”: un recuerdo polifónico. Por eso, para cada libro necesité quinientas o incluso mil voces. Para La guerra no tiene rostro de mujer eran mil. Para Voces de Chernóbil también eran muchísimas. Incluso para Últimos testigos necesitaba mucha gente. De modo constante estoy en búsqueda de esos pequeños pedazos, esos granos de oro, y a partir de ellos creo un mosaico.
¿Cómo puedes recordar tanto?
[A Kajsa Öberg Lindsten, que traduce durante la entrevista.]
Es algo parecido a ser un escultor. Cuando le preguntaron a Rodin cómo creaba sus esculturas, dijo: “Tomo un pedazo de mármol y le quito todo lo superfluo.” Se trata de... un principio común. Del caos, que es la vida, logras pulir ciertas imágenes o ciertas estructuras. Para él, eran las esculturas. Para otros, podría ser un templo. Pero la estructura que a mí me toca está hecha de palabras.
La realidad está repleta de secretos. Para empezar, todo el tiempo se nos escapa de las manos. Es sumamente difícil poder captarlo todo, todo el tiempo, ¿no? Captarlo para luego darle forma. Primero debemos entender que las personas ni siquiera perciben muchas de las cosas que llevan dentro. A veces, cuando logras llegar al fondo de un recuerdo, la gente te dice: “Ni siquiera sabía que lo sabía. Lo había olvidado por completo. Apenas me lo preguntaste, empecé a pensar en eso...” Para poder oír algo nuevo, tenemos que reinventar nuestra manera de hacer preguntas.
Hoy no me siento censurada. La única censura podría ser una de la que ni siquiera estoy consciente, una que ignoro. Eso sería lo único que me podría limitar. Por eso, para mí, la música, la pintura, o incluso la filosofía, son muy importantes. También algunos libros interesantes sobre la ciencia. Todo ese conocimiento humano, para saber dónde buscar y qué buscar. Para arrancarnos de la banalidad. Porque, en realidad, todo el tiempo vivimos en la banalidad. Y nos tenemos que liberar.
A veces, cuando me pongo a trabajar, aparecen ciertos presentimientos sobre el libro, ideas. Esas ideas son bastante generales. Las mujeres en medio de una guerra o en el amor, por ejemplo. Unas ideas muy generales. Después, profundizo en el material. Las entrevistas son muchas y me puedo tardar algunos años. Son centenares de entrevistas, un auténtico tiempo de caos. Estás a punto de ahogarte entre miles y miles de páginas. Son muchas. Miles y miles de páginas, centenares de personas... buscas y buscas, piensas y de repente, de repente sucede, sale por sí mismo. De repente, entre todas las palabras, empiezas a divisar una línea. Los patrones más importantes. A menudo hay una docena de cuentos básicos, donde esa idea y esa filosofía que ya se están creando dentro de ti cobran una esfera común. Luego, aparece una idea principal. El sonido del libro, como me gusta llamarlo. Aparece un título y el material se empieza a armar. Pero de todas formas... hasta el último momento, hasta que haya llegado al último punto, sigo trabajando. Porque el tono de una historia a veces exige depurar el de otra historia. Se te pueden ocurrir ciertas cosas. Me acuerdo de algo que olvidé preguntar: entonces regreso a esa persona. En fin, es un trabajo de locos... ¡un trabajo de locos!
Existe un cierto conservadurismo. Existen conceptos como la literatura y sus géneros. Y los tiempos nuevos crean también géneros nuevos. Es como si el conocimiento tuviera problemas para asimilar eso. Entre nosotros, por ejemplo, la poesía en prosa, la posibilidad de escribir poesía sin rima, fue reconocida hace muy poco. Pero la gente sigue preguntando cómo es posible llamarlo poesía, todavía genera cierta resistencia en nuestra cultura. Es totalmente normal. Como si la conciencia humana no lo pudiera procesar, la gente no se preocupa. No le interesan semejantes problemas, la gente actúa llevada por la pura rutina.
Tenemos el ejemplo de un escritor clásico: Iván Shamiakin, que falleció hace poco. Después del éxito de La guerra no tiene rostro de mujer, no lo pudo superar y dijo: “¡Voy a escribir una novela!” Y sí, escribió una novela con todas las letras, pero, obviamente, a nadie le pareció interesante. Lo mismo pasó con Chernóbil. También hubo alguien que dijo: “¿Pero qué es esto? ¡Voy a escribir una novela!” Pero todo desaparece: ya no está esa concentración, esa sensación febril y ese sentir de una filosofía nueva. Es justo eso lo que le da su poder invencible a cualquier género. Mis libros son novelas, pero otro tipo de novelas. Una novela de voces, como les digo.
Además, la gente ya se sintió engañada, engañada por la televisión un sinfín de veces. Engañada también por la literatura. Aquí, la gente fue engañada con todas esas ideas utópicas. Por eso la gente quiere oír sobre acontecimientos y cosas tal y como son en realidad. Quieren saber que no fueron editados, o pulidos, sino que son lo que son. Y el escritor, como es mi caso, tiene que unir todo eso con algún tipo de estructura literaria. O sea, ese es mi principio. Usé ese mismo principio al escribir artículos para Göteborgs-Posten.3 Se trate de acontecimientos políticos o de la vida cotidiana, siempre escribí desde el punto de vista de un individuo. Incluso los pequeños detalles; juntos constituyen la vida humana. En poco tiempo recibí reacciones muy positivas porque es justo eso lo que le interesa a la gente.
Las cosas que se muestran en la televisión muy raras veces se pueden llamar películas, casi siempre son solo un tipo de material. Esos reportajes ni siquiera son reportajes artísticos. Más bien, son sumamente superficiales y en la mayoría de los casos no representan la realidad, porque los hechos no son lo mismo que la realidad. La realidad se tiene que interpretar, se tiene que poder entender. La tenemos que entender. En general, la relación con la realidad es muy complicada. Está la realidad que vemos. Está la que oímos. Y está la realidad que no vemos ni tampoco oímos, más bien, solo la presentimos. Cada persona tiene su propia versión de los hechos. Son muchos los hilos que hay que tejer para crear una unidad. No se trata de poner un aparato, encenderlo y listo, tenemos la realidad... No. Como dicen: “Las mentiras más grandes son aquellas que fueron documentadas.” Exactamente eso: “Pones un aparato y lo enciendes.” No, esa no es la realidad. No es la realidad.
Cada uno toma de mí lo que puede. Y cada uno de nosotros toma de la realidad lo que pueda tomar. Es decir: por encima de lo que escribimos o fotografiamos se encuentra la personalidad. La personalidad es la única antena que tienes, es la que dejaste crecer, son las características innatas que se manifiestan a través de tu talento, o de otra manera. Cuanto más larga la antena, más vasta y llena de contenidos es tu realidad. Y así, se parecerá más a una realidad... No, no es un camino sencillo.
Nuestro poeta ruso Joseph Brodsky dijo algo muy importante. Cuando le preguntaron: “¿Cómo podemos diferenciar la gran literatura de la mediocre?”, contestó: “Por el gusto por la metafísica.” Pero ¿qué es la metafísica? Es cuando una persona puede ver con mayor profundidad. En todo este proceso también está involucrado el mundo, el universo, los enigmas existenciales de la persona. Ha alcanzado otro tipo de entendimiento. Esa es la diferencia. ~
________________________
Interpretado del ruso al sueco por Kajsa Öberg Lindsten.
Traducción del sueco al español por Danilo Drašković Sierra.
Esta entrevista se publicó originalmente en Ord & Bild.
Eurozine publicó una versión en inglés.

1.Una escritora que apoyó a los manifestantes en el Maidán de Kiev.
2. Así llama Svetlana Alexiévich a sus entrevistados.
3. Un diario sueco publicado en Gotemburgo desde 1813.