La poesía de Pessoa es
un cántaro de ritmo, música, excelente composición, levedad y peso
en un mismo lugar, vuelo, sus versos de una grandeza inagotable, cada vez que lo leo, no dejan de alucinarme, como si fuera el
primer contacto, siempre hay un alumbramiento, una sorpresa, una súbita admiración.
Su vida, discreta, misteriosa, ha suscitado la curiosidad de los críticos y biografos,
siempre buscando descifrar como se articula vida y creación. Esta nueva antología
reseñada por “La revista Ñ” del periódico “El clarín” de Buenos Aires,
considero que constituye una entrada excelente al texto y una mirada fresca al
poeta que tanto me apasiona[1].
https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/pessoa-barril-fondo_0_S1ebFApqW.html
Se publica una
nueva antología -Papeles
personales- con numerosos textos desconocidos del poeta y
prosista portugués más extraordinario del siglo XX.
Leer en los años ‘60 y ‘70 en el Río de la Plata los Poemas de
Fernando Pessoa en la traducción y selección de Rodolfo
Alonso, y en la colección Los poetas de la Compañía General Fabril Editora
(1961), constituía a la vez un shock y un deslumbramiento. Aunque ambos estaban
facilitados por la difusión de los poetas “beat” y por la influencia que
la literatura norteamericana había tenido vía Borges. De
hecho Pessoa podría considerarse un Borges portugués no sólo
por el papel central en la poesía, la cultura y hasta la política portuguesas,
sino también porque desvió el eje de influencia francesa e introdujo la
anglosajona.
El otro tema era que el libro incluía poemas de cuatro
autores: Fernando Pessoa, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro y
Ricardo Reis. En la época todavía era difícil adecuarse al término
“heterónimo”, aunque pronto se fue consolidando. No se trataba en absoluto de
seudónimos. Tampoco de intentos de escribir a distintos poetas (como hizo, por
ejemplo, Juan Gelman con Sidney West y otros). Era la creación completa de
personalidades paralelas, incluyendo fecha de nacimiento y a veces muerte,
cartas astrales y, sobre todo, poéticas enteras divergentes.
Álvaro de Campos, por ejemplo, era una especie de Pessoa
exacerbado: más violento y directo, más entregado a las odas, o a un extenso
“Saludo a Walt Whitman”, o a poemas ya clásicos hoy, como el que empieza “Todas
las cartas de amor son/ ridículas”, o “Tabaquería”. Estos dos primeros poetas
eran además filosóficos o conceptuales alternativamente, y políticos. En cambio
Alberto Caeiro era un pastor que se negaba por entero a agregar una molécula de
pensamiento o intelectualismo a la desnuda existencia del mundo. Por momentos
parecía un poeta zen. En otros se oponía al rasgo cultural mínimo: “¿Para qué
se necesita un piano?/ Mejor es tener oídos/ Y amar la naturaleza”. Para él el
río de su aldea era más que el Tajo, porque “El río de mi aldea no hace pensar
en nada/ Quien está a su lado sólo está a su lado”. Ricardo Reis, por último,
fue el pagano, el conectado aún con los dioses griegos, que amaba el presente,
y no podía dejar de experimentar una especie de “epicureísmo triste”: “Amo las
rosas del jardín de Adonis,/ Esas rápidas, amo, Lidia, rosas,/ Que en el día en
que nacen,/ En ese día mueren”.
Durante años aquella selección fue la que circulaba. Pero
después los rasgos cada vez menos míticos y más precisos de la extraordinaria
complejidad personal y la altísima potencia de su poesía llegaron a superar el
ámbito lírico, para convertirlo en una especie de fenómeno literario. Pessoa vivió
menos de cincuenta años; cuando murió el padre, se mudaron con la madre a
Sudáfrica, y toda su educación (muy buena) fue en inglés. Llegó a sacar un
premio victoriano de excelencia entre casi 1.000 competidores. En vida publicó
un solo libro, Mensaje (1934), considerado el menos
representativo de su obra. Trabajó con comodidad en sitios comerciales donde se
encargaba de la correspondencia en inglés con notable eficacia. Tuvo una vida
recoleta, minuciosamente esquiva. Era habitué de los sitios donde podía tomar
café o vino. En una de esas mesas existe hoy una estatua que lo hace presente.
En más de uno de los más de 500 fragmentos de su Libro del desasosiego aclaró
su necesidad de soledad absoluta, a tal punto que una mera invitación a cenar
lo ponía en jaque. Decía que le bastaba la presencia de un solo cuerpo más para
perder concentración, contacto con los sueños. En cambio no tenía el menor
empacho en discutir a la vez con varios de sus heterónimos.
Cuando murió dejó un legado laberíntico, cósmico. A lo largo
de la vida había ido metiendo paquetitos prolijos de hojas en un baúl (o arca).
Según el último inventario, de 1972, se ficharon 25.426 originales de todo
tipo: servilletas, trozos de papel, hojas que sostenían varios textos a la vez,
de muy distinta importancia. Durante años el baúl estuvo en la casa de una
hermana, pero con el tiempo fue usado y saqueado a menudo por curiosos y
especialistas, quebrando todo orden. De allí la frecuencia con que aparecen
inéditos, en especial de prosa.
La mayoría de estos datos figuran en la extensa introducción
del chileno Adán Méndez a su recopilación de Papeles personales(Univ.
Diego Portales). El libro, con más de 370 páginas, aún descontando la larga
introducción, funciona muy bien como “reader” no de la obra sino de la persona
(o personaje) misma del propio Pessoa. El prólogo es sintético y
claro, y se le agregan una serie de ilustraciones muy bien elegidas. Aparte de
él mismo (en especial las que lo muestran caminando “como si no pisara el
suelo”), figuran las tapas de las distintas revistas en las que colaboró, o su
amada Ofelia Queiroz, o un mostrador de taberna mientras bebe (foto enviada a
Ofelia con la dedicatoria: “Fernando Pessoa en flagrante
delitro”).
La mejor lectura es la sucesiva. Pero también puede
consultarse por tema. Se incluye la larga carta donde cuenta el origen de los
heterónimos, adjudicándoles una base de esquizofrenia en él mismo. En otra
carta, donde pide catálogos completos de magnetismo y psiquismo, se autodefine
como “un histérico-neurasténico”. Y agrega un poco después que salvo las “cosas
intelectuales” donde ha llegado a conclusiones firmes “cambio de opinión diez
veces al día, sólo tengo un juicio estable respecto de cosas ante las que la
emoción no es posible. Sé qué pensar de tal doctrina filosófica, o de tal
problema literario; nunca tuve una opinión firme sobre ningún amigo, sobre
ninguna de las formas de la actividad externa”.
En una carta a Ofelia, comienza con una frase carambólica,
digna de Macedonio Fernández: “Para que no diga que no le escribí, motivada
porque yo en efecto no le haya escrito, le escribo”.
También hay abundancia de opiniones sobre Portugal, y sobre
un movimiento del que formó parte, el “sebastianismo”, convencido de que habría
un retorno de Don Sebastián (1557-1578), emperador de Portugal. El profetismo,
el ocultismo, el espiritismo, formaban parte de sus intereses esenciales. Tuvo
una relación importante con el “mago” (o satanista) inglés Aleister Crowley, y
participó de costado en una operación entre publicitaria y folletinesca que
sugería a la vez el suicidio o el asesinato de Crowley. Un largo texto analiza
las “comunicaciones mediúmnicas”.
Era plenamente consciente del carácter de frontera, de borde,
de Portugal. En una entrevista se acerca otra vez a Borges (para quien ser un
país de los límites permitía entrar a saco en todas las demás culturas). Para
él “El pueblo portugués es, esencialmente, cosmopolita. Nunca un verdadero
portugués fue portugués: siempre fue todo”. Y sigue con fórmulas paradójicas:
“Nuestra crisis política es que somos gobernados por una mayoría que no
existe”, “Estamos tan desnacionalizados que debemos estar renaciendo”, “Llegamos
al punto en que colectivamente estamos hartos de todo e individualmente hartos
de estar hartos”, “Ser portugués, en el sentido decente de la palabra, es ser
europeo sin la mala educación de la nacionalidad”.
Cuando se trata de una de sus profesiones, dice: “Hay
solamente un período creativo en nuestra historia literaria: todavía no ha
llegado”. Y cuando se le pregunta sobre el futuro, no tiene dudas: “El Quinto
Imperio”, o sea el “sebastianismo”. “¿Quién, siendo portugués, puede vivir en
la estrechez de una sola personalidad, de una sola nación, de una sola fe? ¿Qué
portugués verdadero puede, por ejemplo, vivir la estrechez estéril del
catolicismo, cuando fuera de él hay para vivir todos los protestantismos, todos
los credos orientales, todos los paganismos muertos y vivos, fundiéndolos
portuguesamente en el Paganismo superior?”.
Algo que lo acerca a otro “raro” de las tierras “menores”
(Felisberto Hernández) es la casi imposibilidad de clavarle el alfiler crítico
que lo convierta en una mariposa muerta, pero manejable. El propio compilador
se ve un poco avergonzado en el momento de explicar la creencia de Pessoa en
el “sebastianismo”. Lo mismo le ocurrirá a quien trate de acomodar un folleto
político de subtítulo fabulosamente explícito: “Defensa y justificación de la
dictadura militar en Portugal” (1928). Los esquives de la obra misma son, como
en Felisberto, producto de un lenguaje complejo y mezclado, y de una
originalidad casi agobiante.
Quien entra en Pessoa, y sigue un buen tiempo
adentro, no sabe cómo sale, y sobre todo no sabe cómo explicar los cambios
sufridos en sí mismo.
En acción, caminando, tenía un toque de “performer”: le daba
una importancia especial al ibis, el ave que suele pararse sobre una sola pata:
así lo hacía, imitando las alas con los brazos. “Ibis” es un apodo que emplea
con Ofelia en la correspondencia.
Como suelen descubrir quienes se meten en el baúl, algunos de
los textos tienen apenas un párrafo de extensión. Pueden ser instrucciones,
como estas “Reglas morales”:
“1. Nunca afirmar que en determinadas circunstancias –que no
hayas experimentado– actuarás de determinada manera.
2. No confesar nunca lo que íntimamente ocurre en ti. Quien
confiesa es un débil.
3. Nunca dar una opinión inmediata sobre algo, a menos que
sea algo que pueda resolverse directamente en base a principios”.
En otras ocasiones son momentos más personales, dignos de un
diario íntimo. En 1914 (aprox.): “Cada vez estoy más solo, más abandonado. Poco
a poco se cortan todos los lazos. Pronto me quedaré solo.
Mi peor mal es que no consigo nunca olvidar mi presencia metafísica
en la vida. Por eso la timidez trascendental que pone temor en todos mis
gestos, que extrae de todas mis frases la sangre de la simplicidad, de la
emoción directa”. Varios años después, las cosas no han mejorado: “Me rodea un
vacío absoluto de fraternidad y afecto. Incluso los que me son queridos no me
son queridos; estoy rodeado de amigos que no son mis amigos y de conocidos que
no me conocen”.
Lo curioso es que pocos autores parecen haber tenido una vida
más plena, creativamente hablando. Y también en lo social: lo consideraban
cortés y amable. Como muchos, tuvo un amor que terminó. Y, como dijo en
“Tabaquería”: “No soy nada./ Nunca seré nada./ No puedo querer ser nada./
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”.
Papeles personales, Fernando Pessoa. Trad. Adán Méndez. Ediciones
Univ. Diego Portales, 382 páginas.
[1] Fernando
António Nogueira Pessoa, más conocido como Fernando Pessoa (Lisboa, 13
de junio de 1888-ibídem, 30 de noviembre de 1935) fue
un poeta y escritor portugués, considerado uno de los más
brillantes e importantes de la literatura mundial y, en particular, de la lengua
portuguesa.
Tuvo una vida discreta,
centrada en el periodismo, la publicidad, el comercio y,
principalmente, la literatura, en la que se desdobló en varias
personalidades conocidas como heterónimos. La figura enigmática en
la que se convirtió motiva gran parte de los estudios sobre su vida y su obra.
Habiendo vivido la mayor
parte de su juventud en Sudáfrica, donde estudió hasta 1905, la lengua
inglesa tuvo gran importancia en su vida, pues Pessoa traducía, trabajaba
y pensaba en ese idioma. De día, Pessoa se ganaba la vida como traductor. Por
la noche, escribía poesía: no escribía «su» propia poesía, sino la de diversos
autores ficticios, diferentes en estilo, modos y voz. Publicó bajo varios heterónimos —de
los cuales los más importantes son Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Bernardo
Soares y Ricardo Reis—, e incluso publicó críticas contra sus propias obras,
firmadas por sus heterónimos.
Murió por problemas
hepáticos a los 47 años en la misma ciudad en que naciera, dejando una descomunal
obra inédita que todavía suscita análisis y controversias.