martes, 30 de septiembre de 2025

LA UNIVERSIDAD FRENTE AL FUEGO DE LA IA

 Son muchas las respuestas que el hombre se hace frente a esta revolución técnologica, que aún no se ha resuelto, primero por lo novedoso de su aparecimiento (Pese a que tiene muchos años para las TIC) y disposición para el ciudadano comun y por supuesto para toda la sociedad. No hablo desde la perspectiva de sus aplicaciones, sino del papel que jugará en todo el espectro humano, que va desde lo mínimo, hasto lo más altamente especializado. Cómo descifrarla desde una óptica psicologica, sociologica, filosofica, política y antropológica, para solo hablar de aspectos más densos, que son por ahora indefinibles con claridad. Estos artículos tomados de la revista "Letras libres" buscan dilucidar la IA para la naturaleza humana, en lo individual y  sus efectos en la sociedad en general. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE


Muchas universidades han regresado a los exámenes orales y escritos ante el temor de que los alumnos usen la inteligencia artificial. Hoy que un trabajo final puede elaborarse en cuestión de minutos no solo se ha vuelto imprescindible preguntarnos qué significa aprender e investigar, sino principalmente cómo hacer que la tecnología reduzca la brecha educativa, en lugar de hacerla más grande.

por

Nain Martínez

1 septiembre 2025


En una sala silenciosa de la hemeroteca digital, Mariana abre un archivo con miles de periódicos capitalinos de los años sesenta. Pide a un modelo de inteligencia artificial que rastree controversias sobre contaminación y recibe, en minutos, un listado de protestas contra el humo de las fábricas. Respira aliviada: el semestre parece salvado. Luego duda. El informe usa nociones de “ambientalismo” acuñadas mucho después; quizá el algoritmo filtró historias que en 1964 nadie habría llamado así. ¿Dónde quedaron las luchas por el agua y los parques convertidos en basureros clandestinos? La tecnología que prometía agilizar la pesquisa ahora le exige mayor vigilancia. Investigar consiste también en darle la vuelta a la criatura maquinal, seguir sus huellas y preguntar qué voces deja fuera. Ahí comienza la revolución que este texto explora.


Pero esta revolución tiene una historia vertiginosa. Aunque sus raíces se remontan a la década de los cuarenta, el estallido ocurrió en 2022. Ese año, aplicaciones como Dall-E plasmaron simples frases en imágenes de una originalidad pasmosa y abrieron la puerta a la invención maquinal o, mejor dicho, al nacimiento de una criatura algorítmica capaz de crear. Unos meses más tarde, el gólem sintético se volvió conversación. El lanzamiento de ChatGPT puso en manos de millones un interlocutor artificial capaz de resumir las ideas clave de un capítulo, redactar un soneto o elaborar código informático, lo cual la convirtió en la aplicación de más rápido crecimiento de la historia. El avance no se detuvo. Desde 2024, modelos como ChatGPT, Claude y Gemini comenzaron a integrar texto, imagen y audio en tiempo real, mediante una conversación continua casi humana. Tres años bastaron para disolver las fronteras de lo posible y sacudir la idea de qué significa pensar en la era de la IA. Ese torbellino obliga hoy a las instituciones de educación superior a mirarse en el espejo y revisar las bases de su labor académica.


La diferencia de esta nueva estirpe de inteligencia artificial no se limita a la rapidez de su desarrollo. La verdadera disrupción de esta criatura sintética reside en su capacidad para emular –y en ocasiones superar– habilidades cognitivas que considerábamos exclusivamente humanas y a salvo de la automatización. Redacta informes, traduce textos, explora bases de datos inmensas y condensa información con una soltura que desconcierta. Sus modelos incursionan, por lo tanto, en el ámbito del juicio; ordenan el conocimiento desde dentro, de manera opaca, generando síntesis que no siguen las pautas de rigor que se enseñan en el aula. Por eso, las instituciones de educación superior enfrentan un reto doble. Por un lado, redefinir qué cuenta como aprendizaje cuando el proceso puede quedar, al menos en parte, en las manos sintéticas del algoritmo; y por otro, formar a sus estudiantes para profesiones que esta inteligencia ubicua ya está reescribiendo.


Cuando el autómata habita la academia



El impacto más evidente de esta tecnología ha sido en la autoría. El temor al plagio algorítmico –el uso de modelos como ChatGPT para elaborar trabajos académicos– encendió las alarmas entre docentes. Pero pronto quedó claro que este problema, aunque preocupante, apenas roza la superficie. Los estudios sobre las herramientas para detectar textos generados con IA muestran tasas de falsos positivos de hasta el 50% de los casos, penalizando particularmente a quienes escriben en idiomas distintos al inglés.1 Con ese margen de error, la meta no puede reducirse a identificar infractores; exige repensar cómo evaluamos el aprendizaje.


Ese replanteamiento ya ocurre en muchas aulas. Docentes sustituyen exámenes finales por ejercicios presenciales y monitorean el avance de los trabajos. Un ensayo riguroso no se elabora en un día; es resultado de un proceso que deja rastro, y seguirlo forma parte de la lección. Al mismo tiempo, la ia abre filtraciones luminosas. Bien empleada, puede actuar como tutora personalizada que aclare dudas, ayude a identificar bibliografía fiable, traduzca fuentes o apoye a un estudiante para vencer el temor a exponer en público. El reto consiste en diseñar tareas que impulsen el razonamiento humano, mostrar dónde fallan los modelos y enseñar a usarlos con ética para ampliar, y no empobrecer, las competencias profesionales.


En el ámbito de la investigación, la promesa es igualmente deslumbrante. Modelos que filtran millones de textos y simulan moléculas permiten que los equipos de trabajo se libren de tareas interminables, lo cual abre atajos inéditos. En 2022, AlphaFold –creado por DeepMind, filial de Google– publicó las formas tridimensionales de más de doscientos millones de proteínas, meta que habría llevado siglos de experimentación, e impulsó una carrera por diseñar fármacos en tiempo récord. Algo parecido ocurre en las ciencias sociales y las humanidades, donde un algoritmo clasifica décadas de debates parlamentarios, transcribe miles de entrevistas o sigue los rastros de un pintor al comparar lienzos dispersos. El tiempo antes consumido en la criba se vuelca ahora en formular preguntas más ambiciosas.


Un aspecto no menor es cómo estas herramientas pueden, en principio, democratizar el acceso y la producción de conocimiento. Nueve de cada diez artículos en ciencias naturales se publican en inglés;2 para un equipo en Dakar o en Bogotá, esa barrera se traduce en semanas adicionales de trabajo. Hoy, un modelo traduce al instante un estudio de física o una monografía de historia del arte y derriba ese muro. Aprovechar esa ventana promete una conversación académica con acentos diversos, aunque la puerta recién entreabierta anuncia desafíos aún mayores.


Los modelos, entrenados con un corpus dominado por textos anglosajones, arrastran sesgos. Cuando analizan movimientos sociales latinoamericanos, pueden privilegiar marcos teóricos del norte global si leen las juntas de buen gobierno zapatistas a través del lente de la “governance” liberal o interpretan el suma qamaña andino (vivir bien) como “desarrollo sostenible”, borran así contextos y tradiciones propias de autonomía política. Su mecánica interna sigue oculta, de modo que sus respuestas llegan como veredictos sin expediente; reconstruir la ruta lógica resulta casi imposible. Cuando una hipótesis depende de esa caja opaca, la reproducibilidad –piedra angular del método científico– se tambalea. La máquina que acelera el hallazgo exige un escepticismo de relojero y protocolos que documenten los datos, interroguen al algoritmo y contrasten sus hallazgos con métodos independientes.


Domesticar la criatura algorítmica

Navegar esta realidad desborda el esfuerzo aislado de docentes e investigadores. Exige una arquitectura institucional que vaya más allá de la prohibición. Las universidades deben actualizar sus lineamientos de ética académica para definir, con precisión, cuándo la inteligencia sintética participa como colaboradora legítima y cuándo vulnera la integridad del trabajo propio. Urge también una alfabetización crítica para el profesorado, capaz de rediseñar sus métodos y guiar a los estudiantes en un uso responsable de estas herramientas.


Ese horizonte ético se cruza con decisiones muy terrenales sobre licencias, seguridad y costos. La disyuntiva entre contratar modelos comerciales, instalar alternativas de acceso abierto –con los riesgos que ello implica– o desarrollar un sistema propio no es trivial. Cada elección redefine presupuestos, protege o expone los datos y marca la autonomía tecnológica de la institución. La convivencia con la IA demanda, pues, un rediseño institucional, pero también una visión renovada de la misión académica.


En América Latina, la asimetría salta a la vista. Sin soberanía tecnológica, muchas universidades corren el riesgo de convertirse en consumidoras de plataformas diseñadas con otros sesgos y otras prioridades. Más aún, sin recursos adicionales, carecen de la capacidad técnica y organizativa para acceder a estas tecnologías, capacitar a sus docentes y diseñar los protocolos de integración que se requieren. Por eso se necesitan políticas audaces que cambien la ecuación: fondos públicos que subsidien la formación docente y alianzas entre instituciones que sumen capacidades para aprender de la experiencia compartida. De lo contrario, el gólem algorítmico replicará, y quizá pueda amplificar, las mismas brechas tecnológicas, educativas y económicas que la universidad aspira a cerrar.


Horizonte de Prometeo en México

En México, la disrupción de la inteligencia artificial dibuja un paisaje de contrastes. Algunas universidades marcan el paso con iniciativas pioneras. El Tecnológico de Monterrey, por ejemplo, ha desarrollado su propio modelo generativo –TECGPT– y un ecosistema de formación que lo acompaña, mientras que la UNAM ha creado grupos de trabajo para investigar el impacto de estas herramientas y guiar a su comunidad. Otras instituciones, como la Ibero y la Universidad Autónoma de Baja California, avanzan en la definición de lineamientos éticos y pedagógicos. En esta línea, El Colegio de México impulsa un modelo de innovación pedagógica desde la base, acompañando a profesores de ciencias sociales y humanidades en el diseño y evaluación de estrategias de enseñanza directamente en el aula. El objetivo es sistematizar esta experiencia para ofrecer recursos prácticos que puedan ser de utilidad para otras instituciones públicas con retos parecidos.


Estas iniciativas son, de momento, islas de innovación en un archipiélago fragmentado. Muchas universidades estatales y tecnológicas carecen de presupuesto e infraestructura para abordar los desafíos de la IA. Para evitar que esta brecha se profundice, es indispensable pasar de las reacciones aisladas a una estrategia nacional. El Observatorio de IA de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) busca articular esfuerzos, pero hace falta un compromiso de Estado que financie la capacitación a gran escala, fomente consorcios regionales de cómputo y proteja la soberanía tecnológica. Solo así la inteligencia artificial podrá cerrar, y no ampliar, las desigualdades educativas que ya lastran al país.


La inteligencia artificial generativa, más que una fuerza externa, actúa a la vez como un motor que amplía nuestras ambiciones y un espejo que revela –y acelera– viejas desigualdades. Igual que el fuego robado por Prometeo, esta criatura algorítmica ofrece un don ambiguo, colmado de promesas creativas entrelazadas con riesgos latentes. Ya no debatimos su llegada; habita entre nosotros. El asunto es cómo orientar su potencia y quién sujetará las riendas. El desafío exige la doble faena del arquitecto y del herrero: levantar la forja donde la chispa prometeica se transforme en servicio público y en fuerza de emancipación. Esa tarea colectiva, que involucra a cada campus, aula y grupo de investigación, necesita sin embargo un andamiaje mayor. Para que la criatura algorítmica no nos devore, se requieren políticas públicas, recursos y un liderazgo del Estado mexicano capaz de enlazar esfuerzos dispersos y garantizar el acceso con equidad. La oportunidad está, al menos en parte, en nuestras manos; el riesgo también. Solo entonces este fuego alumbrará un conocimiento más crítico, más plural y, ante todo, más justo. ~


Debora Weber-Wulff, Alla Anohina-Naumeca, Sonja Bjelobaba, Tomáš Foltýnek, Jean Guerrero-Dib, Olumide Popoola, Petr Šigut y Lorna Waddington, “Testing of detection tools for ai-generated text”, International Journal for Educational Integrity 19, núm. 26 (2023): 1-39.

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Michael D. Gordin, Scientific Babel: How science was done before and after global English, Chicago y Londres, University of Chicago Press, 2015. ↩︎

jueves, 11 de septiembre de 2025

El VERANO EN QUE EUROPA PERDIO EL ALAMA (JOANA BONET)

 


He seguido desde el portal "Boomerang literario" a esta excelente periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Entre muchas otras actividades. CESAR HERNANDO BUSTAMANTA.

En el centro del cuadro, un hombre con bigote rubio y esmoquin mira al frente con gravedad mientras su mujer, más alta que él gracias al moño, cierra los ojos. Se trata de la obra Fiesta en París, de Max Beckmann, y la primera vez que la vi me removió pues todo en ella es premonición, como si un ave negra acechara a los personajes, caricaturas de sí mismos, que quieren divertirse aunque se miren sin verse, dando la espalda al cantante. El cuadro se ha explicado con nombres y apellidos. Beckmann lo empezó en 1925, lo retocó seis años más tarde, y en 1947 introdujo nuevos personajes, como el embajador alemán en París, que en la esquina inferior derecha se cubre la cara con espanto.


Cuatro escotes aparecen en la obra, pero ni la piel de las damas enjoyadas logra rebajar la tensión siniestra de unos personajes comprimidos y asfixiados. Entre ellos se halla el príncipe europeísta Karl Anton Rohan, impulsor de la Europäische Kulturbund, que disolvió el Tercer Reich. La sensación de presagio invade la atmósfera, dentro y fuera del cuadro. Y no es extraño: cuando Beckmann terminó por primera vez la obra, Hitler publicaba su enloquecido Mein Kampf, escrito en la cárcel. Hace dos meses, el escritor José Lázaro ha publicado un ensayo titulado El éxito de Hitler. La seducción de las masas (Triacastela), en el que analiza sus ideas y mensajes. “Se acabaron las humillaciones y frustraciones. Vamos a ponernos en pie y a reclamar lo que es nuestro”. ¿Les suena?.

Así hablan Trump, Putin o Netanyahu. Volvamos a hacer grande América, Rusia o Israel, dicen. Señala Lázaro como de­tonante la vieja rabia de Hitler, muy profunda, capaz de conectar con la frus­tración del pueblo llano. El libro es valiente al explorar el pensamiento del genocida que durante años subyugó a los alemanes, quienes paseaban sus cuellos de piel por los bulevares de Berlín o Munich mientras millones de judíos eran enviados a las cámaras de gas. Los asesi­natos tenían lugar bien cerca de los espacios en que los niños alemanes jugaban o disfrutaban de sus vacaciones.

Este verano he vuelto a pensar en la pintura de Beckmann mientras nos bañábamos en aguas turquesa y las noticias anunciaban insoportables capítulos de la masacre en Gaza. ¿Cuántas veces oímos decir a nuestro alrededor “ya no volverá a haber una guerra como las de antes, con morteros y carros de combate”? Todo será más sofisticado. Pero esa guerra antigua, de acoso y derribo, nos ha desnortado. En Gaza se desprecia todo principio básico de humanidad y no existe derecho internacional que valga. Sus habitantes no tienen adónde ir, a diferencia de iraquíes o afganos, que podían hallar refugio en los países vecinos.

Aún menos compasión que alimentos. Josep Borrell, impotente ante la barbarie, dio con las palabras acertadas: “Europa ha perdido su alma”. ¡Qué poco ejemplares han resultado los paños calientes tendidos a Netanyahu, igual que la servil adulación a Trump! La posición moral del Viejo Continente, antaño tan influyente, es hoy sumisa hasta la complicidad.

Acaba agosto y la luz empieza a acortarse, aunque la tarde todavía sea holgada. El clima funesto y las malas políticas han calcinado un buen trozo de España. El mundo parece cada vez menos fiable. Tanto, que en los cursos de inteligencia artificial nos subrayan que la primera regla es no fiarse, sospechar siempre; ejercer la vigilancia para no ser invadido por un misil virtual. En el vagón de un tren destino a Alicante me encuentro con tres niños y sus pantallas desaforadas. Entablo conversación con el padre en voz baja. Son pa­lestinos de Cisjordania, y regresan. “Es nuestra casa, ¿qué vamos a hacer?”, me dice el hombre, confiado en que pronto acabará la guerra. Los dos hijos y su madre siguen absortos en sus iPads , pero la niña, siete u ocho años, nos mira de reojo y escucha sin que se note. Al salir del tren, me sonríe tan dulce que vuelvo a sentir un pellizco, entre la impotencia y la vergüenza. Se alejan con sus maletas de colores estridentes cargadas de resignación, umbo a casa, donde el viento les trae cada día el olor a pólvora mientras el resto del mundo apura la copa del verano mirándose sin verse, como los personajes del cuadro de Beckmann.



lunes, 8 de septiembre de 2025

IA: INGENIO ACUMULADO

La ultima edición de "Letras libres" de México, nos entrega un análisis completo  sobre la IA, que en mi concepto América ser escrutado y leído, para poder entender el debate abierto frente esta herramienta que llegó para quedarse. Cesar Hernando Bustamante.

Por

Dardo Scavino 1 septiembre 2025


Los cíborgs de Aristóteles

Mi universidad propuso hace unos años una charla con un ingeniero informático. La titularon “La inteligencia artificial al servicio de la enseñanza y el aprendizaje” y hay que reconocer que resultó muy instructiva. El ingeniero no cesaba de pronunciar vocablos como “herramienta” o “instrumento” y de explicarnos para qué “servía” una IA o cómo podíamos “emplearla”. La inquietud de mis colegas fue casi unánime. ¿No corremos el riesgo de que muy pronto la universidad nos sustituya por esta tecnología? Después de todo, sería capaz de dar una clase mucho mejor que nosotros. El ingeniero insistía en que no. Pero no sé si diría lo mismo hoy. El escenario de una sustitución de los trabajadores humanos por máquinas, en todo caso, es uno de los más antiguos de la filosofía de la técnica. Aristóteles lo planteó en la primera parte de su Política, cuando propuso, precisamente, una clasificación de las “herramientas”. Las catalogaba en dos grupos: las inanimadas y las animadas. Y a cada uno de estos los dividía a su vez en dos: las naturales y las artificiales. ¿En qué grupo entraría la IA? No se trata de una “herramienta inanimada”, esas que manejamos con la mano, como los cuchillos, las hachas o las azadas. Organa las denominaba Aristóteles, recurriendo al mismo vocablo griego que aludía a los órganos del cuerpo y que derivaba del sustantivo érgon, trabajo. Como nuestros miembros, esos instrumentos nos obedecen. Se pliegan a nuestra voluntad. Nos sirven. Solo que, a diferencia de nuestros brazos o nuestras piernas, se trata de “órganos separados”: no nacen ni crecen con nosotros, es decir, no son “naturales” sino “artificiales”.


Habría que recordar que Aristóteles se estaba dirigiendo a un público que desde su más tierna infancia escuchaba el mito del titán Prometeo. Su hermano, Epimeteo, se había olvidado de darles a los humanos los órganos que les permitieran sobrevivir en un medio natural. No disponían ni de cuernos ni de garras para defenderse, ni de patas dotadas de cascos o pezuñas para correr sin lastimarse, ni de un caparazón o una piel lo suficientemente dura como para protegerse de las agresiones, ni de una pelambre lo suficientemente tupida que los aislara del frío, ni de una dentadura capaz de atravesar cueros y cáscaras. Para compensar esta distracción, Prometeo tuvo que suministrarles dos cosas: el ingenio para concebir armas y herramientas, pero también el fuego para fabricarlas (el propio vocablo herramienta sigue recordándonos en español ese hierro y, como consecuencia, esa fragua). Aristóteles no pensaba algo distinto: las herramientas venían a remediar nuestras falencias orgánicas, de modo que nuestra especie, incapacitada desde el nacimiento para sobrevivir en cualquier medio natural, logra adaptarse a todos, incluidos los más inhóspitos, gracias a sus armas para defenderse o cazar y sus instrumentos para cultivar los campos o fabricar viviendas y vestidos. Volver a la naturaleza significaría condenarnos a muerte. El ser humano es esencialmente faber y loquens, un animalito desvalido cuya naturaleza se define, paradójicamente, por dos artificios: la técnica y el lenguaje.


Aquellas herramientas les servían a los humanos, pero su servicio tenía algunas limitaciones. Para empezar, no remediaban la maldición del trabajo. De modo que algunos humanos se deshicieron de esta infligiéndosela a sus enemigos. ¿Qué es un esclavo?, se preguntó Aristóteles. Pues una “herramienta animada”. A diferencia de las inanimadas, estas no se manejan con la mano sino con la palabra. Al amo le basta con darles órdenes para que efectúen un trabajo. Y cuando estos servidores debían encadenar una serie de rutinas durante un periodo de tiempo, los amos les dejaban esas instrucciones “escritas por adelantado”. Es lo que significaba el sustantivo programma en griego.


Pero estas herramientas animadas nacían, crecían y morían, de modo que eran “naturales”. ¿Había herramientas animadas artificiales? Sí, también, aunque no muchas por entonces. Los griegos las conocían sobre todo a través de algunos mitos. Aristóteles afirmaba así que, si los telares tejieran solos (autómathous) y las cítaras ejecutaran solas sus músicas, no harían falta más esclavos. En esa época, los autómatas eran fabricados por dos herreros legendarios: Hefestos y Dédalo. Los griegos ya confeccionaban algunos, reales, pero no servían para trabajar sino para asombrar a la concurrencia (a estos autómatas los griegos los llamaban thaumata, un vocablo que aludía a las cosas asombrosas: aquellas que se movían sin que llegáramos a saber cómo y que estaban en el origen del pensamiento filosófico). Hubo que esperar dos mil años para que los telares empezaran a tejer solos y los órganos a interpretar melodías sin necesidad de instrumentista. Muchos se preguntaron entonces si no había llegado el momento anunciado por Aristóteles: una sociedad sin esclavos que trabajaran “al servicio” de los amos o sin patrones que “emplearan” a trabajadores para efectuar una tarea. De Karl Marx a Bertrand Russell, muchos se dijeron que algún día los instrumentos animados artificiales reemplazarían a los naturales. Y el tan denostado “progreso” no significaba otra cosa: se trataba de la paulatina supresión de esas dos maldiciones jovianas llamadas enfermedades y trabajo. Para estos pensadores, el “desempleo” no era una maldición sino una salvación, a condición, por supuesto, de que esos servidores artificiales sirvieran a todos por igual. Por eso añadían a los progresos médicos y tecnológicos los adelantos jurídicos: que esas máquinas dejaran de ser propiedades privadas para convertirse en propiedades comunes.


¿Pero cómo hacía ahora el amo para darle órdenes a ese instrumento animado que, a diferencia del esclavo, no entendía ni jota del lenguaje humano? Había que traducir esas instrucciones en un lenguaje muy básico compuesto de ceros y unos. Y esta codificación binaria era posible gracias a los tambores dentados o las cintas y tarjetas perforadas. Cuando Jacques Vaucanson inventó a mediados del siglo XVIII los primeros telares para tejer paños de seda, se inspiró en dos fabricantes de órganos automáticos que habían ideado un dispositivo de cintas caladas para programar las melodías. Que los telares funcionaran impulsados por un motor a vapor o un molino hidráulico es una diferencia crucial. Sobre todo para el clima. Pero, desde la perspectiva del progreso tecnológico, lo importante era la programación precisa de los movimientos que debían efectuar esos autómatas. Y esta programación se aloja en una memoria. Suele asociarse la revolución industrial con los motores a vapor de James Watt, y no cabe duda de que proporcionaron la fuerza requerida para mover los gigantescos telares de Manchester o Lyon a finales del siglo XVIII. Pero se pasa por alto que estos tejedores mecánicos ya eran máquinas cibernéticas. Norbert Wiener aseguraba que la cibernética es la disciplina que estudia la manera de dar instrucciones a una máquina para que realice una tarea (Wiener acuñó este vocablo, cybernetics, derivado del griego kybernesis, porque significaba pilotaje de una embarcación y gobierno de una polis). La revolución industrial no consistió solamente en la capacidad técnica para transformar combustible en movimiento (es la actividad de los motores), sino también órdenes en operaciones (es la tarea de las máquinas). De los dones prometeicos, solemos recordar el fuego y olvidarnos del ingenio. Y sin embargo la clave no se encuentra en el primero (que hoy tratamos de evitar para reducir el CO₂) sino en el segundo.


Saberes y poderes

Cuando a fines del siglo XIX Herman Hollerith fundó su International Business Machines Co., más conocida por sus siglas IBM, hizo funcionar sus máquinas de cómputo con las mismas cintas y tarjetas perforadas que empleaba Vaucanson en sus telares o Edwin Votey en sus pianos mecánicos. Una computadora es una máquina que recibe instrucciones para ejecutar una tarea. Una máquina programada es una máquina obediente o, si se prefiere, cibernética. Solo que estas no llevan a cabo ahora operaciones físicas sino mentales: sus rutinas son cómputos e inferencias lógicas. Como la palabra lo indica, una operación es un trabajo, y un trabajo, por supuesto, la transformación de una cosa en otra. En lugar de transmutar un árbol en sillas o una bobina de hilo en telas, esos autómatas convierten un conjunto de datos en otros. Son “motores de inferencia” (inference engines). Aunque también hay que decirles qué operación efectuar. Supongamos que la instrucción sea x2. La máquina tendrá que multiplicar por sí misma cualquier cifra que ingrese en ella. Si la cifra es 2, el resultado será 4. Y si x=3, entonces y=9. Las computadoras no piensan: solo ejecutan las instrucciones que un programador les impartió.


Dicho sea de paso, Aristóteles inventó uno de los primeros inference engines capaces de transformar un input en un output. Lo llamó silogismo. Imaginemos una instrucción o una regla: “Todos los hombres son mortales.” Si usted introduce en esa máquina el input “Sócrates es hombre”, obtendrá el output “Sócrates es mortal”. Esto significa que, bien mirado, un silogismo lleva a cabo una operación semejante a una función f(x)=y. La función sería aquí la premisa mayor (Todos los hombres son mortales), la ‘x’ sería la premisa menor (Sócrates es hombre) y el resultado ‘y’ sería la conclusión (Sócrates es mortal). Cambie la función e instruya este engine diciéndole que “Los hombres son animales políticos” y el resultado será otro: si Sócrates es un hombre, entonces será un animal político. Instrúyalo con la regla “Todas las mujeres son amas de casa”, y esta maquinaria patriarcal enviará a Frida Kahlo o Hannah Arendt a servir a sus maridos. Si esta capacidad de transformar una información en otra es lo que llamamos saber, este no puede separarse de las instrucciones que la maquinita lógica recibe: eso que llamamos poder. Si en una sociedad es “normal” que las mujeres se ocupen del cuidado de la casa y la crianza de los niños, esto significa que alguien estableció esa norma y es la instrucción impartida a aquel inference engine. Si una mujer no obedece esas instrucciones, si no funciona como corresponde, no tardarán en asomarse los sacerdotes o psicólogos que se ocuparán de la pecadora o la neurasténica…


Pero estas máquinas capaces de operaciones lógicas traían aparejado un problema. Desde el momento en que los humanos son seres racionales, son capaces de razonar siguiendo estos silogismos. ¿Pero de dónde provenían esas premisas mayores, esas reglas o instrucciones? Aristóteles aseguraba que algunas se obtenían a través de la experiencia. No era una inferencia deductiva sino inductiva: como cada uno de los humanos que atravesaron nuestra historia terminaron, tarde o temprano, muriéndose, concluyo que los humanos son, por regla general, mortales. No podemos estar cien por ciento seguros dado que esta generalización no se obtuvo a través de una deducción racional sino a través de muchas experiencias. Pero es probable que así sea: se trata de una inferencia estadística. Cuestión: que las mujeres de una sociedad y un momento de la historia se ocupen de las tareas domésticas, ¿significa que son, por definición, “amas de casa”? La inducción convierte en norma general un estado de cosas particular y contingente.


¿La IA es una “herramienta animada artificial”? No exactamente. Animada no significa inteligente. Es más, la expresión “inteligencia artificial” le hubiese parecido absurda a Aristóteles. Porque, a su entender, la inteligencia se encontraba del lado de los que mandan. Y aunque efectúen operaciones lógicas, las máquinas obedecen. De hecho, era el criterio que invocaba para distinguir a amos y esclavos: estos entendían las instrucciones, pero eran incapaces de impartirlas. Hay sin embargo dos tipos de IA. Las primeras, que suelen llamarse simbólicas o cognitivas, son programadas por alguien. Son inference engines más complejos. La inteligencia, en este caso, sigue encontrándose del lado del programador. Las segundas, conocidas como deep learning, imitan el funcionamiento de las conexiones neuronales del cerebro y proceden por inducción: ellas mismas infieren las reglas o las generalidades gracias a la absorción de millones y millones de casos. Ya no hace falta programarlas para que saquen la raíz cuadrada de una cifra. Esta IA va a percibir varios pares de cifras −4 y 2, 9 y 3 o 10.582.009 y 3.353− y terminará infiriendo su regla de transformación: la raíz cuadrada.


Así, a partir de mediados de 2017, AlphaGo Zero aprende a jugar al go sin que nadie la haya programado con las reglas de ese juego. La IA aprendió a hacerlo sola, “observando” millones de jugadas efectuadas por campeones. Y jugando a continuación contra ella misma. Algo similar sucederá con la serie GPT (Generative Pretrained Transformer). No se la programa con las reglas gramaticales de tal o cual lengua natural: la propia IA las infiere a través del “conocimiento” de unos 175 mil millones de ocurrencias. No hace falta que le digan que los sustantivos y los adjetivos se vuelven en español plurales cuando les añadimos los sufijos ‘-s’ y ‘-es’. Ella infiere esta regla después de haber recabado millones de casos.


Imaginemos entonces que usted tiene que traducir un texto del alemán al español. Carga el texto en la IA y en un santiamén le propone una traducción de una precisión pasmosa. En principio, pareciera que esta IA funciona como cualquier computadora: convierte el input (el texto alemán) en un output (el texto español). Solo que ahora el programa que permite efectuar esta traducción no fue elaborado por un programador. La propia IA “aprendió” a traducir después de haber sido “entrenada” con cientos de miles de traducciones realizadas por humanos. Los traductores se encuentran hoy en una situación semejante a la vivida por los tejedores reemplazados por telares automáticos de la noche a la mañana. A los dueños de las manufacturas les bastaba con contratar a algunos obreros que ignoraban cómo tejer un paño y se limitaban a supervisar el funcionamiento de los telares, reparar los hilos cortados, cambiar las bobinas o transportar los rollos de tejido. Lograron inundar así los mercados con tejidos que terminaron arruinando a la mayoría de los viejos artesanos. Suele olvidarse, no obstante, que esas máquinas no necesitaban solamente ser diseñadas sino también programadas por ingenieros y expertos con altas competencias técnicas y científicas. El capitalismo industrial fue, antes que nada, eso: la sustitución del savoir faire tradicional de los artesanos por el saber técnico-científico de los ingenieros. Este saber ya no se aloja en el obrero descalificado sino en la máquina misma: es ella quien sabe tejer los géneros con diseños sumamente complicados.


La acumulación primitiva

Por eso Marx explicaba en sus Grundrisse que, a medida que el capitalismo avanza, ese trabajo intelectual altamente calificado se vuelve más importante para generar riqueza que el trabajo manual descalificado de los operarios. Para decirlo en términos de Aristóteles: quienes mandan se vuelven más importantes que quienes obedecen. Porque esas operaciones cada vez más complejas y sutiles son efectuadas por autómatas. Y cuando hablamos de quienes mandan, no nos referimos a los propietarios de los medios de producción sino a los técnicos e ingenieros capaces de programar a los operarios artificiales. Si esa propiedad se colectivizara, ese trabajo intelectual seguiría siendo más importante que el trabajo humano susceptible de automatización.


Solo que, para Marx, ese trabajo intelectual no proviene de tales o cuales individuos sino del general intellect: la inteligencia colectiva. Y es lo que sucede hoy con la IA: esta no funcionaría si no fuese alimentada con la inteligencia acumulada en los monumentales data centers. La IA traduce cada vez mejor un texto del alemán al español porque es entrenada con un número cada vez mayor de traducciones. Pensamos que el trabajo de transformación desde el input hasta el output lo lleva a cabo la IA, pero se trata de una ilusión. La IA no podría hacerlo sin acumular en su memoria cantidades descomunalmente grandes (big data) de cultura: saberes, imágenes, músicas, textos literarios, traducciones o simples conversaciones. Con la IA, el programador individual es reemplazado por el general intellect.


Cuando hablamos entonces de una herramienta o una máquina en referencia a la IA, no hay que confundirla con los autómatas que conocimos. Nos encontramos con un fenómeno sin precedentes en la historia de la tecnología. Por primera vez un artificio inteligente puede programar una máquina, es decir, puede darle instrucciones a un operario, artificial o natural… Solo que ese artificio precisa alimentarse con el ingenio humano colectivo. Por tomar solo un ejemplo, un 18% de los temas musicales difundidos hoy en Deezer son generados por la IA, pero esta no podría hacerlo si no hubiese sido entrenada con el 82% de los títulos restantes. Por eso los músicos protestan: quieren que se les pague no solo derechos de autor por los temas difundidos sino también por aquellos que sirvieron para entrenar a la IA. Y algo semejante podrían exigir hoy los traductores que se quedan sin trabajo a pesar de que sus traducciones pasadas sirvieron para alimentar la misma IA que los arroja al desempleo. La IA puso en evidencia que el ingenio es la auténtica fuente de riqueza y que este ingenio es colectivo. Solo que, en ese mismo momento, este artefacto se lo apropia y nos inflige el “fuego” de los data centers. IA no deberían ser las siglas de la inteligencia artificial sino del ingenio acumulado. El inicio de un nuevo modo de producción pero también de una nueva lucha por la colectivización de los medios, es decir, los artefactos. ~


Edición México