A propósito del último libro de Gabriel Vásquez, un texto de cuentos, el periódico
“El Espectador” de Colombia, publicó esta crónica, que no solamente describe el
libro en mención, los avatares de su arquitectura, sino que resulta ser una
excelente descripción del mundo personal del autor y sus pasiones alrededor de
la literatura. Esta visita a su casa y a su mundo, refleja el trabajo cartográfico
y el juicio de un autor consagrado y quien siempre es muy acucioso a la hora de
publicar. Espero mis lectores la disfruten. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE.
Cultura7 Dic 2018 - 8:00 PM
Andrés Osorio Guillott.
“Andrés”, dijo. Volteé y ahí estaba
con la puerta abierta. Una primera imagen que presagiaba la definición del
cuento del autor, que ya decía, como siempre, que existe la posibilidad de
abrir el espectro del mundo a través de quienes narran las historias de un
pasado escurridizo y de una condición sumamente volátil, maleable y hostil.
A su casa la custodian los libros,
las historias que nos ayudan a socorrer ese eterno concilio que buscamos con
nuestra condición. Y junto a los libros hay algunos cuadros y otras
fotografías. Imágenes de Borges, García Márquez, Vargas Llosa, Cervantes y
Chéjov acompañan a los libros.
Y las obras de esos mismos escritores
que aparecen en cuadros y fotografías son las mismas que están en un lugar
especial de su biblioteca. Cuando Juan Gabriel Vásquez se sienta a escribir en
el alba, justo en ese instante en el que nacimiento se impone. El nacimiento de
un día, de un rayo de sol, de un hecho que puede surgir por ese azar que lo
abraza si se trata de él, pero que lo aterra si se trata de las personas que
más quiere. Se sirve un café con su máquina de expresos y se dedica a leer
media hora el libro que, como dice él, sirve de diapasón para marcar la clave
con que quiere seguir su narración. Así, por ejemplo, para escribir Canciones
para el incendio, leyó todos los días a Chéjov, ese médico y escritor ruso que
se convirtió en un hito del cuento realista y naturalista. Ese asombro
proveniente de los libros que uno nunca puede dejar porque siempre tienen algo
más que decirnos, le susurra en el oído a Vásquez y le dice cuál es el ritmo
que debe seguir. Al terminar su lectura, asume el hilo conductor de su
narrativa. Entiende que la estructura de su relato lo sumerge de nuevo en un
orden que la vida misma nunca nos ha dado, pues entiende que detrás de la
apabullante rutina hay un caos que nos rige, que nos arroja experiencias e
instantes súbitos, insospechados y frenéticos.
Al escribir le da la espalda a ese
segmento de su biblioteca en donde se encuentran los libros que aconsejan, que
acompañan siempre su literatura. Tal vez los vuelve a revisar por un momento,
tal vez decide absolverse de su grandeza para sumirse por completo en el
pasado, en el pasado que lo apasiona, que lo aqueja, que cuanto más lo conoce
más lo aleja del mismo tiempo.
Mientras hablábamos del retorno al
cuento, a esa posibilidad de contarnos desde la polifonía, desde la pluralidad
de voces y experiencias que por distintas no significa que no tengan un punto
de convergencia, Vásquez recordó que su primer libro de cuentos estuvo permeado
por la duda, por el temor a seguir escribiendo, por el pánico que recae cuando
vemos con desprecio lo que escribimos y consideramos la terrible posibilidad de
desechar los relatos que nos hablan, nos revelan y nos visibilizan lo más
sublime y lo más monstruoso de la realidad. Y podría ser también que en ese
miedo encontramos una de las bellas condenas de escribir y no es otra que saber
padecer de incertidumbres, de destinos desconocidos que se hacen letales y de
múltiples preguntas que conducen a un estado de reflexión sempiterno.
“La novela es un vehículo que te
lleva a un lugar desconocido y luego vuelve para traernos las noticias. Leer y
escribir novelas es viajar a territorios que no están cartografiados. Un cuento
no es un viaje, es un cruce de caminos. El cuento es un atisbo, una sugerencia
de algo, es ir caminando y ver una puerta entreabierta y alguien te dice algo ahí
al fondo. Ese pequeño momento es un cuento. La novela es un viaje entero”,
cuenta Vásquez cuando hablamos de esas pequeñas fronteras invisibles que
dividen el sendero del cuento y el de la novela.
Los minutos fueron pasando y fui
viendo los pequeños silencios de un pensante. Esas milésimas de segundo en el
que el cerebro escarba ese vasto mundo del lenguaje para encontrar la palabra
precisa, la palabra que armoniza lo contado, que da sentido a lo dicho. Y entre
silencios y cavilaciones sobre el solemne valor de la escritura, hablamos de la
perversa pero no por eso menos interesante manía de los humanos para
(re)inventar su realidad mediante el engaño premeditado, el engaño causal. “La
memoria apela a la distorsión y al engaño”, es la frase que Vásquez menciona en
uno de los cuentos de Canciones para el incendio. ¿Si la memoria es tan
elemental, por qué es tan endeble a la vez? Nos preguntamos. Esa confrontación
del recuerdo con la verdad de los hechos y con la verdad se convierte en un
escenario zurumbático y torpe en el que nos acecha la verdad que no podemos
soportar. Y es ahí, en ese lecho de la incomodidad en el que comprendemos ese
estado etéreo de insatisfacción y tedio con la realidad que nos tocó, con la
realidad que hemos causado, y entonces apelamos a la tergiversación de lo que
recordamos, a la alteración de un pasado que decidimos que sea soluble, porque
nos fastidia el hecho de aceptar las cosas como son y esquivamos la idea de
nosotros como productos de una determinación, razón por la cual terminamos, al
igual que Vásquez, abrazando la idea del azar para dejarnos cautivar por lo
fortuito y lo que va a romper siempre con lo establecido.
“Esa sensación de haber descubierto
formas muy distintas entre sí para capturar un pedazo de las vidas ajenas fue
maravillosa”, afirmó el autor cuando hablamos de la literatura y su misión de
barloventear nuestra singularidad. Ese rompimiento de lo meramente subjetivo
para explorar los recovecos de nuestra condición y asumir la responsabilidad de
la que hablaba Sartre para hacernos cargo de nuestro comportamiento en El
existencialismo es un humanismo, se convierte en una actitud que resulta
empática, en una postura en la que no merodeamos en la vida del otro buscando
un quiebre o una condena, sino que buscamos alimentar la perspectiva que recae
sobre ese mundo caótico y esquizofrénico.
Volver a escribir cuentos fue volver
a su pasado, fue hablar de la violencia. Esos dos temas atraviesan los nueve
cuentos de su último libro y son un espejo al que constantemente se enfrenta
Vásquez cuando quiere evocar las pasiones que despiertan sus letras. El ruido
de las cosas al caer y La forma de las ruinas nos hablan de eso, de un pasado
que no solamente heredó de su familia sino que también vivió, un tiempo de
antaño que todos los días le habla, desde distintas voces y desde distintos
ángulos, para recordarle que ese camino que se deja atrás nunca se abandona,
que detrás de ese camino se esconden otros senderos, otros personajes, otras
historias que siempre podrán contar todo de diversas maneras. En esa pluralidad
de escenarios el escritor colombiano reconoce que la violencia no solo es
contada desde las víctimas directas, sino que todos fuimos rozados por las
balas y acechados por la muerte trágica. Esa influencia indirecta, quizá débil
de la guerra, termina por permear la percepción de comunidad, la percepción de
alteridad.
Pero en ese ir y venir de anécdotas,
de pensamientos, volvemos a su pasado. Un pasado que fue primero de sus
familiares y luego asumió él en esos años como estudiante de derecho de la
Universidad del Rosario. Pero ese tiempo poco tiene que ver con su carrera,
tiene que ver con las callejuelas empinadas, rocosas y angostas del centro de
Bogotá, esas callejuelas que siempre han sido ruidosas y que guardan dos de las
historias que más lo marcaron: los asesinatos de Rafael Uribe Uribe y de Jorge
Eliécer Gaitán. Por eso cada vez que vuelve a recordar esos años o que vuelve a
caminar esos lugares, Vásquez reafirma su vulnerabilidad con los lugares que
guardan una historia, pues volver a ellos, luego de haber escrito La forma de
las ruinas y de haberse escabullido entre los archivos y las voces que aún
pueden contar el asesinato de Uribe Uribe y de “El bogotazo” es reconocer que
la inocencia con que pisaba los andenes tupidos de mugre ya no está, que ahora
sabe qué pasó en esa Bogotá que vio cómo se desmoronaba su destino por la
barbarie y la locura que acarreó la muerte de aquellos caudillos que no
hablaban de promesas sino de la construcción de una esperanza conjunta.
Le pregunté por su gusto por el
billar, quizá creyendo que en ese gusto estaba inmiscuido en algún rincón
Álvaro Mutis, quien afirmaba que jugar billar era como hacer poesía. Y me
contestó que los cinco años que pasó en el centro como estudiante de derecho no
hubieran sido posibles sin los billares y los cafés, esos en los que justamente
se escondían los poetas para paliar la realidad con una carambola, una taza de
café, un cigarrillo, una pluma y una de esas canciones para el incendio.