Pasolini se dio cuenta antes que
nadie de la devastación espiritual que la economía de consumo masivo podría
traer consigo
Antonio Muñoz Molina
Porque Pier Paolo Pasolini no tenía miedo de nada,
ni siquiera lo tenía de aquello que más puede asustar a un literato o a un
artista de las últimas décadas, casi del último siglo: que lo acusaran de
retrógrado, de anticuado. La ortodoxia de la modernidad, lo mismo en las artes
que en la política, es la celebración incondicional de lo que se considera
avanzado, lo contemporáneo, lo más nuevo, lo último. Quizás por eso las artes
plásticas han adoptado tan jovialmente los papanatismos de la moda, sin más que
espolvorearlos con una capa cada vez más ligera y más atolondrada de intelectualidad,
y los dirigentes políticos de todos los partidos encargan directamente sus
eslóganes a las mismas empresas de publicidad que incitan a comprar teléfonos o
coches. Tienes que asegurarte de que te has hecho con el último modelo de algo,
un smartphone o el nombre de un artista o la consigna
ideológica que más va a llevarse esta temporada. Y como la velocidad de la moda
hace imprescindible y hasta inevitable el olvido, no habrá el menor peligro de
que nadie te acuse de veleidad o de incongruencia.
Hace unos años, por ejemplo, la ortodoxia de lo último exigía
augurar con impaciente alegría la desaparición de los libros en papel y el
triunfo del lector electrónico. El mismo espacio que en esa época dedicaban
casi a diario los medios al triunfo inminente de esa maravilla tecnológica lo
dedican ahora, sin estupor ni autocrítica, a la sorpresa halagadora de que los
libros en papel han resistido a la crisis, a la piratería, incluso a la
brutalidad de las autoridades culturales españolas. Durante largos decenios,
arquitectos y urbanistas predicaron, y desdichadamente pusieron en práctica, el
dogma lecorbusiano de la destrucción de la ciudad, en nombre de lo nuevo: los
coches, las autopistas, los centros comerciales eran el porvenir. Ahora cantan
las virtudes de los espacios caminables, el transporte público, la mezcla de
los usos urbanos, las bicicletas. Bienvenidos sean. Pero el mundo sería ahora
algo menos inhabitable si las cabezas pensantes de la modernidad urbana no
hubieran actuado durante tantos años como si cobraran directamente de las
compañías petrolíferas y los fabricantes de coches.
Los partidos políticos españoles no parece que acaben de
enterarse, pero la más abrumadora de todas las ortodoxias, la del crecimiento
económico ilimitado y el bienestar definido exclusivamente en términos de
consumo, está siendo ya puesta en duda por mucha gente: gente joven, sobre
todo, que ve derrumbarse sus expectativas de porvenir y está muy alerta a las
consecuencias de una prosperidad cada vez más desigual y basada en la
explotación de recursos que no son renovables, en el pillaje, el envenenamiento
y la destrucción del mundo natural.
Ahora ya se corre algo menos de peligro de ser llamado
retrógrado o antiguo o nostálgico si no se aprueba con fervor incondicional
cualquier novedad que traiga el sello del progreso. En los años sesenta y los
primeros setenta, cuando Pasolini alzó en solitario su voz para poner en
duda lo que todo el mundo acataba, para denunciar la parte de devastación y de
empobrecimiento espiritual que había en el capitalismo de consumo y en la
omnipresencia de la televisión comercial, su heterodoxia enfurecía por igual a
la derecha y a la izquierda. Era, para unos y otros, para sus adversarios de
siempre y sus camaradas de otro tiempo, un retrógrado, una especie de profeta
irritante, un defensor de causas no ya perdidas, sino obsoletas, más molesto
aún porque ejercía su disidencia en los años deslumbrantes del milagro
económico.
Era comunista y homosexual, pero decía añorar la sensación de
lo sagrado y había hecho una película con el Evangelio de san Mateo. Se
declaraba marxista, pero sus héroes de clase no eran los obreros de las
fábricas, sino los campesinos forzados al abandono de la tierra y a la
emigración por el desarrollo capitalista, los pequeños artesanos arruinados por
la producción industrial, los marginados y los buscavidas de los cinturones de
chabolas de las grandes ciudades. Había conocido la pobreza muy de cerca y era
consciente de cómo el desarrollo mejoraba las vidas de la gente trabajadora: el
agua corriente, la salud, la buena alimentación, la escuela. Pero se dio cuenta
antes que nadie de la devastación espiritual que la economía del consumo masivo
podría traer consigo, y del modo en que la televisión comercial estaba acabando
con la variedad y la riqueza de las culturas populares, las hablas y las formas
de vida.
En sus últimos tiempos parecía que buscaba desesperadamente
explicarse: disipar los malentendidos y las tergiversaciones de lo que decía,
defender su derecho a llevar la contraria, aunque estuviera él solo, aunque
nadie quisiera aceptar y ni siquiera oír sus palabras urgentes. Unos días antes
de que lo mataran, en octubre de 1975, Pasolini participó
en un debate público con educadores. “No tengo miedo a exponerme a ser tachado
de reaccionario o de conservador”, les dijo: “La verdad debe decirse a
cualquier precio”. En voz alta y clara hizo el dictamen del mundo que entonces
estaba naciendo, y que ha llegado a su cumplimiento máximo en esta época
nuestra: “El consumismo es una forma nueva y revolucionaria de capitalismo,
porque posee en su interior elementos nuevos que lo revolucionan: la producción
de mercancías superfluas a una escala enorme y, por tanto, el descubrimiento de
la función hedonista”. También dijo, provocadoramente, que si de él dependiera
clausuraría la televisión y la escuela pública. (La televisión tal como existía,
la escuela en su peor sentido, explicó luego, no se sabe si sorprendido o
halagado de que no hubieran apreciado su sarcasmo).
Ese debate tan lejano, tan pertinente ahora, lo ha traducido
y prologado con solvencia impecable Salvador Cobo, con el mismo título que
tiene en italiano, Vulgar lengua, en una de esas editoriales
combativas y algo recónditas que hay ahora, Ediciones el Salmón. Leídas ahora
las palabras airadas de Pasolini cobran una inquietante cualidad de profecías
cumplidas. Lo que él vio venir y contra lo que clamó en solitario fue la Edad
de la Basura: la basura material de las mercancías superfluas que ahora convierte
en vertederos de plástico los fondos marinos y las playas de las islas
perdidas; la basura de la televisión que iba a trastornar Italia desde los
tiempos de Berlusconi y luego nos contagió a nosotros, y ahí sigue,
segregando su grosería como un vertido tóxico incesante, sin que nadie clame en
serio contra ella, no vaya a parecer retrógrado, o anticuado, o nostálgico.
Públicado en Babelia "Del país" de España.
http://cultura.elpais.com/cultura/2017/06/20/babelia/1497974929_815747.html
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