He decidido Colgar el primer texto de los ensayos de Montaigne, su
valor es indiscutible, este autor, el verdadero creador del ensayo como pieza
creativa, que le permite a los no legos comentar sobre todos los temas, desde
una perspectiva más literaria y menos científica, sobre lo divino y lo humano,
es apenas un abre bocas a su obra, que nunca deberíamos dejar de leer.
El modo más frecuente de
ablandar los corazones de aquellos a quienes hemos ofendido, cuando tienen la
venganza en su mano y estamos bajo su dominio, es conmoverlos por sumisión a
conmiseración y piedad; a veces la bravura, resolución y firmeza, medios en
todo contrarios, sirvieron para el logro del mismo fin. Eduardo, príncipe de
Gales, el que durante tanto tiempo gobernó nuestra Guiena, personaje cuya
condición y fortuna tienen tantas partes de grandeza, habiendo sido duramente
ofendido por los lemosines y apoderádose luego de su ciudad por medio de las
armas, no le detuvieron en su empresa los gritos del pueblo, mujeres y niños, entregados
a la carnicería, que le pedían favor arrojándose a sus pies, y su cólera fue
implacable hasta el momento en que, penetrando más adentro en la ciudad, vio
tres franceses nobles que con un valor heroico querían contrarrestar los
esfuerzos de los vencedores. La consideración y respeto de virtud tan noble
detuvo primeramente su cólera, y merced a los tres caballeros comenzó a mirar
misericordiosamente a todos los demás moradores de la ciudad. Scanderberg,
príncipe del Epiro, que seguía a uno de sus soldados para matarlo, habiendo la
víctima intentado apaciguar la cólera del soberano con toda suerte de
humillaciones y de súplicas, resolvió de pronto hacerle frente con la espada en
la mano; tal resolución detuvo la furia de su dueño, quien habiéndole visto
tomar determinación tan digna le concedió su gracia. Este ejemplo podrá ser
interpretado de distinto modo por aquellos que no tengan noticia de la
prodigiosa fuerza y valentía de este príncipe. El emperador Conrado III, que
tenía cercado a Guelfo, -2- duque de Baviera, no quiso condescender a
condiciones más suaves por más 48 satisfacciones cobardes y viles que se le
ofrecieron, que consentir solamente en que las damas nobles sitiadas que
acompañaban al duque, salieran a pie con su honor salvo y con lo que pudieran
llevar consigo. Estas, que tenían un corazón magnánimo quisieron echar sobre
sus hombros a sus maridos, a sus hijos y al duque mismo; el emperador
experimentó placer tanto de tal valentía que lloró de satisfacción y se
amortiguó en él toda la terrible enemistad que había profesado al duque: De
entonces en adelante trató con humanidad a su enemigo y a sus tropas. Ambos
medios arrastraríanme fácilmente, pues, yo me inclino en extremo a la
misericordia y a la mansedumbre. De tal modo, que a mi entender, mejor me
dejaría llevar a la compasión que al peso del delito. Si bien la piedad es una
pasión viciosa a los ojos de los estoicos, quieren estos que se socorra, a los
afligidos, pero no que se transija con sus debilidades. Esos ejemplos me
parecen más adecuados, con tanta más razón cuanto que se ven aquellas almas
(asediadas y probadas por los dos medios) doblegarse ante el uno permaneciendo
inalterables ante el otro. Puede decirse que el conmoverse y apiadarse es
efecto de la dulzura, bondad y blandura de alma, de donde proviene que las
naturalezas más débiles, como son las de las mujeres, los niños y el vulgo,
estén más sujetas a aquella virtud; mas el desdeñar las lágrimas y lloros como
indignos de la santa imagen de la fortaleza, es prueba de un alma, valiente e
implacable que tiene en estima y en honor un vigor resistente y obstinado. De
todas suertes, hasta en las almas menos generosas la sorpresa y la admiración
pueden dar margen a tan efecto parecido; tal atestigua el pueblo de Tebas, que
habiendo condenado a muerte a sus capitanes por haber continuado su marido un
tiempo más largo que el prescrito y ordenado de antemano, absolvió a duras
penas de todo castigo a Pelópidas, que no protestó contra la acusación;
Epaminondas, por el contrario, alabó su propia conducta, censuró al pueblo de
una manera arrogante y orgullosa, y los ciudadanos no osaron siquiera tomar las
bolas para votar; lejos de condenarle, la Asamblea se disolvió ensalzando
grandemente las proezas de este personaje. Dionisio el Antiguo, que después de
grandes y prolongados obstáculos consiguió hacerse dueño de la ciudad de del
capitán Fitón, hombre valiente y honrado que había defendido heroicamente la
plaza, quiso tomar un trágico ejemplo de venganza contra él. Díjole
primeramente que el día anterior había mandado ahogar a su hijo y a toda su
familia, a lo cual Fitón se limitó a responder que los suyos habían alcanzado
la dicha un día antes que él. Luego le despojó de sus vestiduras, le entregó a
los verdugos y le arrastró por la ciudad, flagelándole ignominiosa -3- y
cruelmente y cargándole además de 49 injurias y denuestos. Pero Fitón mantuvo
su serenidad y valor, y con el rostro sereno pregonaba a voces la causa honrosa
y gloriosa de su muerte, por no haber querido entregar su país en las manos de
un tirano, a quien amenazaba con el castigo próximo de los dioses. Leyendo
Dionisio en los ojos de la mayor parte de sus soldados que éstos, en lugar de
animarse con la bravura del enemigo vencido, daban claras muestras que recaían
en desprestigio del jefe y de su victoria y advirtiendo que iban ablandándose
ante la vista de una virtud tan rara que amenazaban insurreccionarse y aun
arrancar a Fitón de entre las manos de sus verdugos, el vencedor puso término
al martirio, y ocultamente arrojó al mar al vencido. Preciso es reconocer que
el hombre es cosa pasmosamente vana, variable y ondeante, y que es bien difícil
fundamentar sobre él juicio constante y uniforme. Pompeyo perdonó a la ciudad
entera de los mamertinos, contra la cual estaba muy exasperado, en
consideración a la virtud y magnanimidad del ciudadano Zenón, que echó sobre sí
las faltas públicas, y no pidió otra gracia sino recibir él solo todo castigo.
El huésped de Sila, habiendo practicado virtud semejante en la ciudad de
Perusa, no ganó nada con ello para sí ni para sus ciudadanos. Por manera
contraria a lo que pregonan mis primeros ejemplos, el más valeroso de los
hombres y tan humano para los vencidos como Alejandro, habiéndose hecho dueño
después de muchos obstáculos de la ciudad de Gaza, encontró a Betis que la
defendía con un valor de que Alejandro había sentido los efectos; Betis solo,
abandonado de los suyos, con las armas hechas pedazos, cubierto todo de sangre
y heridas, combatía aún rodeado de macedonios que le asediaban por todas
partes. Entonces Alejandro le dijo, contrariado por el gran trabajo que le
había costado la victoria (pues entre otros daños había recibido dos heridas en
su persona): «No alcanzarás la muerte que pretendes, Betis; preciso es que
sufras toda suerte de tormentos, todos los que puedan emplearse contra un
cautivo.» El héroe a quien tales palabras iban dirigidas, seguro de sí mismo y
con rostro arrogante y altivo, se mantuvo sin decir palabra ante tales
amenazas; entonces Alejandro, viendo su silencio altanero y obstinado, dijo:
«¿Ha doblado siquiera la rodilla? ¿Se le ha oído tan sólo una voz de súplica?
Yo domaré ese silencio, y si no puedo arrancarle una, palabra, haré que
profiera gemidos y quejas.» Y convirtiendo su cólera en rabia, mandó que se le
oradasen los talones, y le hizo así arrastrar vivo, desgarrarle y desmembrarle
amarrado a la trasera de una carrera. ¿Aconteció que la fuerza del valor fuese
en el monarca tan natural que por no admirarla la respetó menos? ¿o que -4- la
considerase sólo como patrimonio suyo, y que al rayar a tal altura no pudo con
calma contemplarla 50 en otro sin el despecho de la envidia? ¿o que en la
impetuosidad natural de su cólera fuese incapaz de contenerse? Cierto que si
esta pasión hubiera podido dominarla el monarca, es de creer que la hubiera
sujetado en la toma y desolación de la ciudad de Tebas, al ver pasar a cuchillo
cruelmente tantos hombres valerosos desprovistos de defensa: seis mil
recibieron la muerte, en ninguno de los cuales se vio intento de huir; nadie pidió
gracia ni misericordia; al contrario, todos se hicieron fuertes ante el enemigo
victorioso, provocándole a que les hiciera morir de una manera honrosa. A
ninguno abatieron tanto las heridas del combate, que lo intentara vengarse, al
exhalar el último suspiro, y con la ceguedad de la desesperación consolar su
muerte con la de algún enemigo El espectáculo de aquel dolor no encontró piedad
alguna: y no bastó todo el espacio de un día para saciar la sed de venganza:
esta carnicería duró hasta que fue derramada la última gota de sangre, y no se
detuvo sino en las personas indefensas, viejos, mujeres y niños, para hacer de
todos ellos treinta mil esclavos.