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martes, 24 de junio de 2025

OMAR KHAYYAM: PUENTE ENTRE BORGES PADRE Y BORGES HIJO (COBO BORDA. DEL LIBRO BORGES ENAMORADO)

 Son miles los estudios y miradas a la obra y vida de Borges. Existe en el mundo borgianos apasionados, estudiosos de sobremanera, seguidores compulsivos de todo lo que escribió, vivió, tratando de descubrir la génesis creativa de una obra rica en matices y cultura, tanto filosófica, como literaria. Juan Gustavo Cobo Borda fue uno de ellos, con un trabajo muy serio al respecto que se traduce en muchos temas y publicaciones al respecto, "Borges enamorado" es una de ellas. Publicada por el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá. Este es apenas un capitulo.  En una aparte dice Cobo sobre como nació su pasión por este creador: "Con Borges no. Tantos asedios, por tantos años, a partir de un texto cuyo título ya sugiere mi método crítico, "Borges en pantuflas", de 1971, aparecido en la legendaria revista ECO, de Bogotá, me dan la paradójica certeza de cómo este libro que no quiero terminar apenas si comienza. De que, en definitiva, no sé nada de Borges. Partí del rescate de algunos de sus textos perdidos y glosé algunas de esas sagradas escrituras. Me aproximé luego a algunos de sus mejores amigos, también escritores: su padre, Adolfo Bioy Casares, Alfonso Reyes. Circundé algunos cuentos como El Sur y la repercusión de su obra en diversas latitudes. Agrupé los diálogos que sostuvimos en compañía de José Blanco. Y me fijé, más de cerca en su figura. En su bellamente contradictoria figura: el ultraísta y el académico, el seductor y el solitario, el que padeció la política y reafirmó el individualismo. El argentino universal leído en Colombia y querido en el mundo". 

CESAR HERNANDO BUSTAMANTE HUERTAS


OMAR KHAYYAM: 

PUENTE ENTRE BORGES PADRE Y BORGES HIJO


El sheikh Ghiathuddin Abdul Fath Ornar ibn Ibrahim al Khayyam al Ghag, nacido en Nishapur en el año 1015, provendría de una comunidad sufí de Balkh, y su familia, ni plebeya ni pobre, estuvo sometida a los avatares de la historia persa en tal periodo, que bien pudiera arrancar del año, 652, cuando los árabes comienzan a ser dueños de la totalidad del país, en un dominio que duraría por lo menos doscientos años bajo el régimen de los califas abasidas, surcado, todo ese comienzo, por matanzas y guerras civiles. En el 872 se establece la dinastía safárida sobre la mayor parte de Persia y el resto es sometido por los califas hasta la aparición de la dinastía buyida (933-1055), destruida por los turcos selyúcidas de Togrul Bej. Vendría luego, entre 1218 y 1224, el mongol Gengis Khan, quien arrasa sin piedad y extiende su conquista hasta el Indo, y para terminar, 1380-1393, la también impiadosa conquista de Tamerlán. Un periodo, como se ve, de incertidumbre y agitación constante. 

En este mundo donde los pequeños reinos se sucedían unos a otros, y las dinastías caían, casi siempre de modo cruento, ante más vigorosos invasores, o golpes palaciegos, el poeta, que dependía del mecenazgo arbitrario de los príncipes, se veía obligado a peregrinar de una corte a otra, esmaltando sus cantos con los elogios desmesurados de las hazañas de su protector, que bien podía llenarle la boca de oro, en pago de sus versos, o resultar tacaño como le sucedió a Firdusi (¿ 932 ?-¿ 1020 ?), otro de los grandes poetas del periodo, quien sólo recibiría la anhelada recompensa en el momento de ser enterrado. 

Tal era el clima profesional en que de alguna forma Ornar, astrólogo y matemático protegido por Nizam, el gran visir, vivió. Si a esto añadimos las disputas religiosas y el carácter fanático de cada facción, poseedora única de la verdad, comprendemos mejor el relativismo de todo conocimiento, que permea la obra de Khayyam, y nos admiramos aún más de la clara valentía expresiva con que descorrió el velo de las apariencias y dibujó, con intensidad, una verdad propia, situada más allá del abanico ilusorio de tantas verdades particulares. Como si tantos cultos y tantos dioses se fundieran ante el sol implacable de la condensación poética: 

Hallé una Puerta que no tiene Llave, 

Un Velo que no pude penetrar; 

Hoy hablarán un poco de nosotros

 Y, luego, no hablarán.

Situados ante esa última puerta comprendemos mejor a un Ornar Khayyam lejano del blasfemo borracho que pinta la leyenda. Se trata en realidad del poeta sufí que en lenguaje cifrado hizo parte de su tradición propia, enriqueciéndola, como dice Robert Graves, con "los elevados tormentos metafísicos de una mente apasionada". Esto sin olvidar lo que Idries Shah menciona en su libro sobre Los sufís (1964): Ornar no se representa a sí mismo sino a una escuela filosófica sufí. 

Comprendemos así mejor el ambiente de donde surge la poesía de Ornar Khayyam, ese protegido de príncipes que logró reformar el calendario, con un cálculo anual tan exacto que sólo adolece de un exceso de 19,45 segundos en el año. Ese académico, autor de un tratado de álgebra, que resuelve ya problemas indeterminados de primero y segundo grado, como lo recuerda Juan Vernet en La cultura hispanoárabe en Oriente y Occidente (1978). Y esa figura que, como lo ha recreado la novela histórica de Harold Lamb que lleva su nombre, anunciaba triunfos y derrotas con la inconsciencia de quien conoce demasiado bien a los astros, y donde la leyenda es casi tan fidedigna como el documento, en el trío de amigos que jura protegerse mutuamente, de los cuales uno de ellos, Nizam, llegará al poder y nombrará a Ornar su astrólogo, y el otro, Hassam, se rebelará dando origen, por su nombre, a la secta de los asesinos, consumidores de haxix, alucinógeno que también les permitía acceder a la otra realidad. 

Toda una existencia llamativa y pintoresca, donde el 

amor se mezcla con las ecuaciones de tercer grado y la filosofía de Avicena con las flechas sarcásticas de quien, al paladear la gloria, sólo tiene luego el consuelo de sus amargos epigramas. El desdén ácido de lo que bien pudiéramos llamar también, por lo lacónico de su eficacia, sus "gotas amargas": "Llenad la copa para ahogar en ella el recuerdo de tanta necedad". 

Un matemático que desconfiaba del conocimiento, un apasionado que admitía el creciente poder del escepticismo, un sensualista que no ignoraba la presencia de la muerte, cada día, y, en definitiva, un poeta que no vacilaba en concretar todo ello en cuatro versos: tal la primera imagen de este hombre singular.

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